Authors: Magda Szabó
Una vez en el plató, a nadie se le ocurrió preguntar a Emerenc para qué había venido; traspasó la entrada sin problemas, pensarían que era una de las figurantes de la película, y ella, sin amedrentarse, con toda la naturalidad del mundo, cruzó el patio como una más entre guionistas y actores. Se sentó donde le indicaron y se quedó allí silenciosa y atenta, sin moverse, sin preguntar nada ni molestar a nadie. La escena que estábamos rodando era una de las más difíciles, ya que se buscaba espontaneidad en la interpretación. En medio del ajetreo general se sucedieron los preparativos habituales: el maquillaje, el último repaso del texto, el control de la intensidad de la iluminación, el enfoque de la cámara y otros ajustes más. Una vez todo listo, se rodó por fin la escena. Cuando finalizó el plan previsto en los estudios, el equipo se trasladó a la isla Margarita para continuar con las tomas de exteriores. Durante el trayecto, Emerenc se asomaba a la ventanilla del coche y abría los ojos como platos para mirarlo todo; parecía que hacía décadas que no había estado en el Gran Hotel, si es que había estado alguna vez. Rodamos en el jardín; un operador filmaba desde un helicóptero y el camarógrafo sobre una grúa; Emerenc quería verlo todo y no sabía a cuál mirar, así que giraba la cabeza constantemente de uno a otro. Era una escena de amor, en la que las máquinas y la tecnología desempeñaban un papel tan importante como el de los dos protagonistas. Pudimos comprobar en un monitor que las imágenes grabadas habían quedado perfectas, preciosas… El bosque, la tierra, el inundo entero planeaba flotando sobre los enamorados y los envolvía en una ola de pasión vertiginosa: habíamos conseguido el efecto que buscábamos.
Cuando llegó la hora de comer, Emerenc se negó a entrar en el Gran Hotel ni tampoco se animó a dar un paseo por los il rededores: había cambiado, lo noté; estaba una vez más arisca y hostil. Yo conocía muy bien sus cambios de humor, me bastaba con mirarle la cara para darme cuenta de que ya estaba harta y que lo único que deseaba era irse a casa. Vi que le ocurría algo raro, pero, como en tantas otras ocasiones, no pude adivinar el motivo de su contrariedad; pensé que más adelante me daría la explicación. Por suerte ya no me necesitaban en el rodaje, así que nos despedimos y nos fuimos. En el coche, lo primero que hizo Emerenc fue aflojarse el apretado cuello del vestido: parecía sentirse asfixiada. Cuando me confesó más tarde el motivo de su disgusto, su voz sonaba con una amargura que pocas veces le había oído: todos éramos unos embaucadores y todo era mentira. Había comprobado que el árbol permanecía quieto en su lugar, mientras nosotros, mostrando solo el follaje y valiéndonos de trucos, como dar vueltas en un helicóptero o fotografiarlo desde arriba, lográbamos que pareciese como si estuviera girando, todo para engañar al pobre público haciéndole creer que un bosque puede brincar, bailar y revolotear. Puro engaño y ruindad, algo abominable. Yo intenté defenderme diciendo que no tenía razón, que la finalidad era provocar una determinada impresión en el espectador, y qué más daba si el árbol bailaba de verdad o si la sensación de movimiento se lograba mediante artificios técnicos; y, de todos modos, cómo podía pensar que un bosque pudiera dar vueltas cuando, como bien sabía, los árboles estaban sujetos al suelo por sus raíces. El arte es también saber imitar la realidad.
—Arte —repitió con desprecio—; si son tan artistas como dice, entonces podrían conseguir con sus palabras, y no con una máquina o un soplador de viento o como se llame, que los árboles bailen de verdad y las ramas se agiten solas… pero no. No saben hacer nada de eso, ni usted ni los otros; son todos unos payasos y aún peor que eso: unos vulgares rufianes.
Me quedé perpleja viendo cómo Emerenc, mientras pronunciaba aquellas palabras, se iba hundiendo poco a poco en las profundidades de unos infiernos que yo desconocía; llegó un momento en que ya no se oían más que los ecos de un jadeo mezclados con las injurias de quien, en su desesperación, había llegado a lo más hondo del abismo. Con un susurro final, dijo:
—En la naturaleza, ¿sabe?, para mover un bosque no hace falta un tipo con una cámara ni ningún helicóptero, porque los árboles pueden bailar por sí solos.
¡Dios mío! ¿En qué diabólico instante de su vida se habría visto esa pobre mujer rodeada de árboles girando a merced del viento, y se habría empeñado entonces en detener el curso del tiempo? Ese momento existió en algún punto de su pasado, pero yo nunca podría saberlo. Cuando le mostré el funcionamiento de la grabadora y comprobó que podía escuchar el mismo texto o la misma canción repetidas veces, se le ocurrió la interesante posibilidad de grabar su vida en una de esas cintas para poder luego rebobinarla, detenerla e incluso, por qué no, volver a vivir ciertas épocas a su antojo. Dijo que grabaría su vida tal como había sido hasta entonces, y también hasta el momento de su muerte, siempre y cuando pudiera rebobinarla y elegir qué parte revivir. No me atreví a preguntarle dónde detendría la máquina, menos aún por qué. En cualquier caso, no me habría respondido.
Pero esa vez sí me respondió. No en las circunstancias más apropiadas o lógicas, sino cuando consideró que había llegado el momento. Si Emerenc creía en algo, era en el tiempo. En su mitología personal, el Tiempo era como el molinero de un molino eterno sin descanso, de cuya tolva salían los acontecimientos según el contenido del saco que se echara a triturar. A todos nos correspondía un costal, sin excepción, incluidos los muertos, con la única diferencia de que estos no podían cargar la harina a hombros para amasar su propio pan, sino que debían hacerlo otros en su lugar. Al saco que me correspondía a mí en el mundo de Emerenc no le llegó el turno hasta los tres años de conocernos, cuando ya no solo me quería con ardiente pasión sino con la calidez que da la confianza absoluta. Todo el mundo se fiaba de Emerenc, pero Emerenc no se fiaba de nadie. O más exactamente, nunca llegó a entregar más que unas pocas migajas de su confianza a algunos amigos selectos, entre ellos el teniente coronel, yo misma, Polett en otro tiempo, el hijo de Józsi y algún otro. A cada uno le correspondía una faceta distinta: con Adélka trataba cuestiones que consideraba a la altura de su capacidad mental, mientras que al teniente coronel le contaba otras cosas diferentes, al igual que a Sutu o al manitas. A mí, por ejemplo, me había contado desde el principio la muerte de los gemelos, y solo mucho más tarde me enteré de que jamás había revelado ese secreto a su sobrino, quien siempre estuvo convencido de que Emerenc no tenía más que un hermano, su padre. Nunca, hasta su muerte, entregó toda la información sobre su vida a ninguno de nosotros. Cada uno tenía su respectivo fragmento de la historia de Emerenc. Era como si, aún desde la tumba, siguiera fastidiándonos y se divirtiera viéndonos montar un puzzle, empeñados en componer entre lodos, con las pequeñas piezas que cada uno poseía, una imagen única y coherente de su vida. De todas formas, se llevó consigo al menos tres detalles imprescindibles para desentrañar gran parte de su personalidad, y es muy probable que, con su característica malevolencia, nos contemplara satisfecha deslíe lo alto sabiendo que no lo lograríamos jamás.
Recuerdo perfectamente el día en que su molinero mitológico abrió el saco que me correspondía. Era un Domingo de Ramos, y como no quería llegar tarde a la iglesia no me gustó que me parase al salir de casa. Para hablar con Dios, hago un largo camino hasta mi querida iglesia de juventud, en la calle Fasor, que cae muy lejos de casa; el templo que debe de conservar aún todas las esperanzas e incertidumbres de la joven que fui en mis primeros años en Budapest. Emerenc estaba barriendo delante de nuestro portal, y el hecho de haber planificado esa tarea justo para el momento en que me disponía a ir a misa era un indicio inequívoco de que, con su sola presencia, pretendía recordarme su mensaje de siempre: fácil entregarse a las prácticas devotas siempre que, después de llegar de misa, haya alguien que nos espere con la comida hecha y la casa arreglada. Me pidió que a la vuelta, después de limpiarme bien en la iglesia de todos mis pecados y de almorzar, pasara por favor por su casa, que tenía un asunto que tratar conmigo. No me hizo gracia su invitación, no solo por que el Domingo de Ramos fuera una de mis festividades preferidas, sino también porque reservaba las tardes de ese día para visitar a mi madre en el cementerio de Farkasrét. Emerenc me pidió que fuera a verla a las cuatro. Mejor a las tres, respondí. Movió la cabeza en señal de desacuerdo: a las tres no, porque tenía una visita: un amigo suyo y el hijo de Józsi. Entonces a las dos, insistí. A las dos, imposible, dijo, porque había invitado a comer a Sutu y a Adélka y no quería que las importunara, que fuera a las cuatro y no lo complicara más. Aquel domingo no comulgué: me faltaba la paz interior suficiente para entregarme al misterio de la confesión y la absolución. Perturbada por el reciente episodio con Emerenc, estuve tensa durante la misa y el oficio no acabó infundiéndome el sosiego esperado; al llegar a casa no encontré a Viola porque, según me dijo mi marido, Emerenc lo había invitado a comer con ellas.
Emerenc era una persona capaz de inspirarme los sentimientos más nobles, pero también despertar en mí un odio irracional; y, a pesar de que la quería mucho, me sorprendía ver lo mucho que podía enfadarme con ella. Estaba habituada a compartir a Viola con ella, pero al oír la absurdidad de convidar a un perro a un almuerzo, como si se tratara de una persona, perdí los estribos. Tal como había llegado de misa, salí disparada hacia casa de Emerenc. En cierta ocasión, debido a una asamblea general de la Federación de Autores, llegamos a una cena oficial ofrecida por un embajador occidental con un retraso de casi una hora: no nos invitaron nunca más, y cuando a veces coincidíamos en las festividades nacionales, hacían como si no nos hubieran visto. La gélida despedida de la esposa del embajador al término de aquella cena vergonzosa fue un abrazo afable y cariñoso en comparación con el recibimiento arrogante que me dio Emerenc al verme llegar sin avisar. La encontré sentada en la antesala, charlando animadamente con Sutu y Adélka delante de una mesa opípara. Cuando llamé a la cancela del jardín, Viola salió corriendo a recibirme y plantó sus patas sucias sobre mi vestido de domingo. Emerenc ni se molestó en levantarse, me echó una mirada de soslayo y procedió a servir la sopa de pollo. Sutu se apartó para dejarme sitio en la mesa, pero la vieja le indicó con la mirada que no hacía falta, que no me iba a quedar. Me preguntó por el motivo de mi visita. Me sentía tan furiosa y confundida que era incapaz de organizar mis ideas; finalmente acerté a decir:
—He venido a buscar al perro.
—Por mí puede llevárselo, pero dele algo de comer porque aún no ha almorzado.
Viola daba saltitos y movía el rabo sin separarse de la mesa; en el aire se percibía un agradable olor a sopa que contrarrestaba el de cloro y ambientador.
—¡Venga, Viola, vámonos! —ordené al perro.
Emerenc continuó sirviendo la comida. Como Viola me siguió obedientemente sin mirar atrás, creí que todo se había arreglado; pero el perro no llegó más allá de la entrada de nuestra finca: se paró, agitó el rabo y me miró como diciendo «Ya basta de fastidiarme, quiero comer». Para evitar una posible humillación por si el perro se negaba a obedecerme, preferí no darle ninguna instrucción. ¿Para qué? Emerenc era capaz de programar a Viola como si se tratara de un vídeo. Y así fue: el perro dio media vuelta y salió corriendo como un rayo sin parar hasta la mesa de la mujer. Su conducta me indignó tanto que no conseguí ni tragar la sopa; me quedé tumbada en la terraza tratando de leer sin poder concentrarme en el libro. Desde allí se veía la antesala de Emerenc, y aunque me esforzaba por no mirar mientras hojeaba el libro, con el rabillo del ojo podía seguir los acontecimientos. Las tres mujeres comían y charlaban en actitud de intercambiar confidencias; después, Sutu y Adélka se fueron cuando se presentó el hijo de Józsi, seguido del teniente coronel. Emerenc les ofreció vino y colocó en la mesa una bandeja, probablemente con pasteles. El sobrino y el teniente coronel se inclinaron sobre unos papeles y los examinaron un rato. No sé qué pasó después porque abandoné la terraza y, aunque Emerenc me lo había pedido expresamente, tomé la decisión de no acudir a la cita de las cuatro, no me daba la gana de cumplir el caprichito de turno de la vieja. Eran ya casi las cuatro, las cuatro y cuarto, las cuatro y media, y yo sin moverme de casa, ni me asomé siquiera a la terraza para seguir espiando. A las cinco menos cuarto sonó el timbre; mi marido fue a abrir la puerta: era un vecino de nuestro rellano; venía a avisarnos de que el perro estaba tumbado delante de la puerta del edificio, lo había llamado para que entrara, pero nada, el perro no reaccionaba, además no llevaba collar ni bozal, y aunque en domingo no suele haber controles de sanidad, sería conveniente bajar a buscarlo.
¡Emerenc Metternich de Csabadul, en plena manipulación de los hilos de las marionetas de nuestro teatro…! Imaginé su cara rebosante de satisfacción sabiendo que me había obligado a bajar a por Viola, ya que el perro no se movería hasta que me viera a mí o recibiera una nueva orden de ella. Sin duda había enviado al animal con la expresa misión de llevarme a su casa. Mientras bajaba a la calle, reflexionaba sobre lo que habría podido llegar a ser esa mujer, con su implacable raciocinio y su capacidad lógica, si no hubiera desaprovechado sus oportunidades. En mi fantasía podía ver a Emerenc en compañía de Golda Meir y la primera ministra británica, y no me parecía que en esa imagen hubiese nada extraño; lo único que seguía sin explicarme era por qué en la vida real Emerenc encubría su identidad. Si, como en los cuentos de hadas, hubiera dado tres vueltas, se hubiera quitado el pañuelo, la ropa de trabajo y, por último, el rostro, y hubiera dicho que todo aquello habían sido meros disfraces y máscaras que una voluntad divina le había impuesto al nacer, y que de ahora en adelante se liberaría de ellos, yo lo hubiera creído al instante. Viola saltó de alegría al verme; el perro entendía mejor que nadie que ya había pasado todo y que, como en tantas ocasiones, Emerenc había triunfado y yo ya no estaba enfadada.
En la mesa encontré una bandeja de strudels cubierta por una muselina. Los había hecho para mí; Emerenc conocía muy bien mis gustos. Me sacaba más de una cabeza y, observándome desde su altura, aún sin dirigirme la palabra, con solo ladear la cabeza nos hizo entender a los dos, a Viola y a mí, que me había portado mal y que ya era bastante mayorcita para sopesar mis actos y para entender que todo tiene un porqué. Emerenc ordenó a Viola que entrara en su cuarto, y a través de la rendija de la puerta irrumpió un olor a desinfectante aún más penetrante que el habitual, que ahora se mezclaba con el dulce aroma de los pasteles; me invitó a sentarme en la banqueta. En la mesa, delante de Emerenc, había un folio plegado bajo una piedra pulida y redonda que servía de pisapapeles; era el juguete preferido de Viola. Me tendió la hoja de papel. Dentro del cuarto no se oía ningún ruido. Viola, probablemente, se había acostado; me hubiera gustado ver dónde, pero era el perro el que tenía acceso a los secretos, no yo. A mí, de momento, me tocaba recibir sermones.