La puerta (22 page)

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Authors: Magda Szabó

El ayuno

Durante los días que siguieron me resultó imposible prestar verdadera atención a cualquier otro asunto. La tarde del Domingo de Ramos Emerenc había convocado sus Cortes y, sin previo aviso ni pedir nuestra opinión, pronunció su edicto de forma tan irrevocable como lo habría hecho el Papa. Parecía que al hijo de Józsi el acto le había causado la misma conmoción que a mí; lo supe porque me llamó luego por teléfono para reunirse conmigo. Yo también tenía necesidad de hablar con él, de modo que acordamos que viniera a mi casa el martes siguiente. Al sobrino no le parecía nada sensato que la vieja guardase las libretas de sus dos cuentas bancarias —la del banco y la de la caja de ahorros de Correos— en su casa. Era todo un dineral, como ella misma decía, y, como con este tipo de cartillas las entidades bancarias pagaban al portador sin necesidad de identificación, si alguien las robara podría cobrar el importe en su totalidad. A mí también me preocupaba el asunto, aunque por una razón diferente: si por algún motivo esas libretas se extraviaran, ser la única persona a quien Viola dejaría entrar en la casa de Emerenc me colocaría en una situación comprometida: inevitable y lógicamente, el hijo de Józsi sospecharía de mí. Entre los dos estudiamos la situación con detenimiento: al joven le preocupaba el dinero, y a mí solo me faltaba, a esas alturas, una responsabilidad tan embarazosa como la que caía sobre mis hombros. Me molestaba también el hecho nefasto de que Viola, al desempeñar a la vez los papeles de capitán de guardaespaldas, vigilante de seguridad y tesorero, tuviese una importancia capital en la república de Emerenc. Procuraba no pensar en los gatos: la cantidad me resultaba aterradora y la idea de su aniquilación, después de la muerte la Emerenc, insoportable. ¿Yo, ajusticiadora? No… De ningún modo, no me veía en el papel de Heredes. Al sobrino le inquietaba el tema del dinero: quería plantearle a Emerenc que lo mejor sería abrir una cuenta bancada a nombre de los dos. Pero temía decírselo directamente; creía que sería más prudente que yo hablara primero con el teniente coronel, pues a él le daba reparo: podían pensar que era un codicioso y que estaba desesperado por heredar cuanto antes. No se trataba de eso; pensaba que el dinero, en el peor de los casos, podría desaparecer: ¿qué pasaría si Emerenc se olvidara de cerrar el gas, si Viola muriese inesperadamente, o si se estropeara la vieja estufa de leña de la vieja y provocara un incendio en su ausencia? Le prometí que reflexionaría sobre el asunto y que procuraría hablarlo con el teniente coronel. Pero lo dejé estar: me lo impidió una suerte de pudor extraño, a veces injustificado, que todos hemos sentido alguna vez.

Antes que nada me habría gustado plantearle el tema de la forma más delicada posible a la propia Emerenc, pero no tuve la oportunidad: a partir de aquella tarde de Domingo de Ramos me evitaba por todos los medios. Una de sus múltiples habilidades, aun en esa área tan delimitada que compartíamos forzosamente, era la de hacerse invisible. Se ocultaba con tanta facilidad que habría sido una camarada ideal en cualquier conspiración. El Viernes Santo salí de casa algo más temprano que de costumbre: antes de ir a misa quería visitar el cementerio. Al bajar a la calle me topé por fin con ella barriendo delante de mi portal con una enorme escoba de ramas de abedul. Con su ironía habitual me advirtió de que no me olvidara de hacer un generoso donativo a la iglesia, que, aparte de ser siempre una alegría para el resto de las damas misericordiosas, en esas fechas tan señaladas contaría con toda seguridad el doble. Intenté zafarme cuanto antes: no quería que volviera a repetirse lo del otro día, en que su atropello me había indignado tanto que ni siquiera pude comulgar. Le dije que le estaría muy agradecida si, al menos en Viernes Santo, se reservaba sus comentarios cínicos y me dejaba ir a misa en paz. Se trataba de la Pasión de Cristo, una tragedia de tal magnitud que, si la viese representada en un teatro, ni siquiera ella podría contener las lágrimas. Seguidamente le recordé que yo cumpliría con mucho gusto lo que ella me había encargado sin esperar nada a cambio, pero que, por favor, tuviera un poco de consideración conmigo y dejara de provocarme. Para terminar le rogué que, cuando hubiera terminado de barrer, preparara la sopa de ciruelas: le había dejado la fruta encima del aparador. Me lanzó una mirada llena de perplejidad; acto seguido, me tendió la escoba con el siguiente comentario:

—Tome, está bien dura, pruébela, a ver cómo se le da eso de barrer. Como va a la iglesia a recordar y a llorar, tampoco le vendría mal que supiera un poco lo que es el sufrimiento. Pues mire, esta es una buena oportunidad: coja sin miedo la escoba, pesa una barbaridad y está hecha de buena madera; es el instrumento ideal para probar por una vez de qué son capaces esos finos deditos que tiene, veamos cómo soportan la faena… Así sabrá que solo tiene derecho a llorar por el sufrimiento de Jesús quien haya experimentado el duro trabajo físico.

Sin mirarla apuré el paso y me escapé hacia la parada del autobús para alejarme cuanto antes de esa mujer que ya había conseguido estropearme la dulce y serena melancolía matutina de la festividad. ¿Por qué me desafía siempre? ¿Por qué reniega de una confesión religiosa de tan nobles aspiraciones y que tanto bien ha hecho durante su historia? ¿Solo por un regalo mal repartido?

Yo pensaba que hacía esos comentarios infames para desquitarse de sus agravios, mas llegada a este punto tuve que reconocer que mi razonamiento fallaba: no se trataba de que ella necesitara una compensación, el asunto debía de ser algo más complejo, y por eso me intrigaba. En el fondo, Emerenc no dejaba de ser una buena persona, generosa y desinteresada, y, aunque negara la existencia de Dios de palabra, lo honraba con sus actos. Poseía una bondad natural y espontánea; en cambio, a mí me habían educado para respetar ciertas normas éticas que me esforzaba en cumplir, imponiéndome de alguna manera a mis propias inclinaciones. Con su sola actitud y sin necesidad de palabras, un día Emerenc me haría ver que lo que yo creía fe en mí no era más que una forma de budismo, de respeto a la tradición, y que mi moral no era más que una disciplina obligatoria, consecuencia del adoctrinamiento que había recibido en casa y en la escuela, y en el que me había ejercitado por propia voluntad. Turbada con tal cúmulo de pensamientos pasé ese Viernes Santo.

Al llegar a casa me esperaba, en lugar de la sopa de ciruelas, un guiso de pollo a la pimienta, crema de espárragos y pudin de caramelo; la fruta estaba en el aparador tal y como yo la había dejado, sin lavar y sin deshuesar. El Viernes Santo era el único día en el que mi padre nos exigía respetar el ayuno de la Cuaresma, como él lo había aprendido en casa de mi abuelo. Ese día la única comida que nos permitíamos era una sopa de ciruelas a la hora del almuerzo, y ni siquiera poníamos la mesa para cenar. El Sábado Santo por la mañana desayunábamos una simple sopa de cominos sin pan; a lo largo del día el ayuno iba perdiendo rigor, y para el almuerzo ya tomábamos un guiso algo más contundente, pero aún sin carne y nada festivo. Era por la noche cuando por fin podíamos consumir una comida más nutritiva, aunque sin atiborrarnos porque, según una costumbre familiar muy arraigada en casa, esa noche convenía comer con moderación. Además, el Jueves Santo se cerraba con llave la tapa del piano por si a algún miembro de mi melómana familia se le ocurría tocar las teclas y hacer música durante esos días de luto. Emerenc sabía muy bien que yo observaba estrictamente esas costumbres y, aunque no me criticara de forma explícita, sí se mofaba de mí trayéndole al amo cada Pascua alguna de sus delicias, travesuras que mi marido se prestaba a secundar con una complicidad silenciosa. Ese día me quedé sin comer nada al mediodía y por la noche; ya medio desfallecida de hambre y muy enfadada, me dispuse a preparar la sopa de cominos que, aunque resultó incomestible, acabé tomando con ganas y con antelación, ya que estaba prevista para desayuno del día siguiente. Terminada mi miserable cena, sin perder un minuto más, fui a ver a Emerenc. Aquel año la primavera había llegado muy pronto, hacía buen tiempo. La encontré sentada en el banco de la entrada, el que utilizaban los vecinos para dejarle la ropa sucia, y escrutaba la calle como si me estuviera esperando.

Le dije de todo, mientras ella aguantaba mi perorata sin interrumpirme: le reproché que pretendiese obligarme a hacer cosas absurdas y, por si eso fuera poco, no parase de provocarme con nuevas ofensas cada vez. Le advertí que no creyera que había vencido, porque yo no había probado su guiso de pollo, que además nadie le había pedido; si lo había hecho, que lo considerara trabajo voluntario, yo no pensaba pagárselo. Aun a través de la fina neblina que cubría el ambiente, vislumbré su rostro iluminado por una sonrisa socarrona. Me entraron ganas de volcar la mesa.

—¡Escúcheme bien! —respondió por fin, tranquila, jovial y en un tono paciente, como quien trata de explicarle algo a una niña tarada—, ahora mismo le voy a pegar una que le juro que lo va a sentir. Yo a usted le cogí cariño en su momento porque, en la medida que fui conociendo su vida, me pareció que había sufrido bastante y había sobrellevado bien las palizas. Ahora ya me importa muy poco su idea fija de tomar ciruelas los días de ayuno; siempre se las he preparado y, sin ir más lejos, créame que hoy me habría supuesto menos trabajo hacer la sopa que meterme a limpiar ese pollo para su guiso. Pues mire, ya me da igual… Siga si quiere con sus papillas de ciruela… Total, si piensa que eso contará en el Juicio Final… Allá usted si su Dios mide los méritos a partir de las frutas que se le dedican o no; el mío, si existe, está en todas partes, tanto en el fondo del pozo como en el alma de Viola; también está velando a la señora de Samu Böõr, que yace muerta en su cama, porque ya es hora de que sepa que esa mujer acaba de expirar. Pero no crea que la pobre falleció de cualquier manera, no. Tendría que haberla visto, con esa entereza y dignidad que solo los mejores tienen al morir… Y ella, aun sin haberlo merecido, murió así, sin haber sufrido y de esa manera tan bella, sosegada y feliz. Y ahora, ¿por qué me mira así? ¿No ha visto acaso que esta mañana mientras yo barría la acera delante de su casa y usted se consumía en su pequeña miseria y sin prestar atención a nada ni a nadie, en ese justo instante, la nieta de la señora Böõr cruzaba la calle, nada menos que para pedirme que la acompañara a su casa porque la abuela se estaba muriendo? Así que fui, y yo le aseguro que quienes tienen la suerte de encontrarse con Emerenc Szeredás cuando les toca emprender su último viaje se van tranquilos y en paz, porque yo los llevo de la mano como lo he hecho con la señora Böõr, lavándola, vistiéndola y, en fin, totalmente preparada como debe ser, y, además, ¡escuche esto!, aún me dio tiempo para ir a casa de la señora escritora y guisarle el pollo ese, que luego ya vemos lo bien que me lo ha agradecido. Y ahora abra muy bien las orejitas y esté muy atenta a lo que le voy a decir, porque le va a calar hondo, pero tiene que ser así porque se lo acaba de ganar: al amo le queda poco tiempo de vida, y eso lo sabe usted tanto como yo. Así que ¿comprende que las ciruelitas esas que usted me ordena preparar poco bien le hacen al hombre? Si tiene que llevarse algo al otro mundo, que sea una comida más contundente; lo mismo que la señora Böõr, que se ha ido con el recuerdo de mis últimos cuidados y con la certeza de que, si bien ha tenido que dejar atrás a su nietecita, esa pequeña no quedará solita porque yo cuidaré de ella y, ¡ojo!, además, me preocuparé de que usted también ponga de su parte, porque con esas ganas que tiene de ir regalando dinero por ahí en adelante no irá destinado a la iglesia, sino aquí mismo, a esa pobre huérfana, asunto que me encargaré de recordarle mientras respire. Y si quiere también que el amo descanse en paz cuando le llegue su hora, prepárele algo que no sean esas insípidas dietas ni esos brebajes sin sustancia, y trátelo con más cariño, mímelo un poco, hágale reír, que eso tendrá más valor que los veinte padrenuestros que corre usted a rezar a su iglesia… Pero, claro, para eso tendría que sacar de vez en cuando su inteligente cabecita de sus libros y levantar su delicada manita de su máquina de escribir. Me pregunto a veces quiénes son ese Cristo y ese Creador de los que habla como si fueran sus amigos, qué le piden a cambio de la salvación de su alma. Supongo que muy poco. Por una religiosidad y una misericordia como las suyas, programadas exclusivamente para los domingos, yo no pagaría ni un céntimo. Sinceramente, verla tan desordenada y dejada en su casa, mientras mantiene los horarios de su actividad semanal con una rigurosidad casi obsesiva, me resulta odioso. Que los lunes a las tres, truene o llueva, haya que ir al dentista, y la vuelta en taxi, porque el transporte público le parece demasiado lento; que los jueves, pase lo que pase, no pueda faltar a la cita con la peluquera; que los miércoles, no puede ser otro día, la colada, y los jueves la plancha, aun cuando la ropa no se haya secado. Los domingos y festivos, a misa; los martes solo hablamos en inglés y los viernes, para no perder el hábito, practicamos el alemán. Y, en los momentos que no haya nada estrictamente programado, a sentarse ante la máquina de escribir y a teclear sin siquiera levantar la cabeza. Pobre amo, aun en el más allá le perseguirá el traqueteo de esa máquina.

Rompí a llorar; ya no sabía si me dolían sus injustas acusaciones o, lo que era peor, sus verdades. Emerenc se esmeraba mucho en la limpieza de sus delantales y siempre los llevaba impecablemente planchados y almidonados. Al verme llorar sacó del bolsillo un pañuelo de blancura nacarada y me lo ofreció. Si alguien hubiese presenciado nuestra conversación podría haber pensado que se trataba de una escenificación didáctica en una guardería infantil, en que la señorita, tras una muy severa reprimenda consigue que la pequeña avergonzada se convierta en una criatura buena y angelical.

—Está bien… pasemos página. ¿De verdad ha venido usted ahora por el tema del pollo? —inquirió finalmente Emerenc—, Le aseguro que, mientras el amo viva, en su casa nadie comerá esas cosas raras que me pide como ayuno, por lo menos yo no se las voy a preparar. ¿Qué la ha traído aquí esta noche festiva? Hoy es viernes, ¿verdad? Pues váyase a su casa a practicar alguno de esos idiomas; los viernes toca alemán. Hasta el perro se parte de risa escuchándola chapurrear eso. ¿Y para qué tanto esfuerzo? Se supone que Dios entiende cualquier idioma, ¿o no? Lo que usted debería hacer es aprender a olvidar, su mente es como la cola: si algo se le pega, ahí se queda para siempre. A usted no se le escapa ni una, y luego se toma la revancha con quien sea, ni siquiera a mí me respeta. Si al menos levantara la voz… pero no. Se queda tan ancha, con esa sonrisita falsa que tiene, haciéndose la dama bien educada. Y sobra decir que, con todo y eso, usted es la persona más vengativa que he conocido en mi vida; duerme con un cuchillo afilado bajo la almohada, esperando taimadamente la oportunidad de agarrarlo y clavárselo a quien sea. No saca las uñas como una gata, solo araña cuando el asunto le parece grave; entonces, desgarra y mata como una tigresa.

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