Authors: Magda Szabó
—Usted fue la niña de sus ojos, era prácticamente como su hija. Pregúntele a cualquiera en el barrio, le dirá que la llamaba a usted «la hija», sin más. ¿Y de quién cree que hablaba siempre en los escasos descansos que se permitía hacer la pobre en el trabajo? Pues de usted, señora. Como le digo. Lo que pasa que usted estaba demasiado resentida con el tema del perro, con eso de que Emerenc se lo hubiera arrebatado, y por ese motivo no se acababa de dar cuenta de que usted misma ocupaba el lugar de Viola en el corazón de la vieja.
Compartimos nuestra vida con Emerenc a lo largo de unos veinte años. En ese tiempo viajamos mucho al extranjero, largas temporadas, semanas, incluso varios meses; por esa razón, con bastante frecuencia la dejábamos sola en casa con la misión de encargarse de cuanto hiciera falta en esas ausencias tan prolongadas: desde recibir el correo y envíos de dinero hasta atender nuestras llamadas telefónicas. Sin embargo, nunca aceptó llevarse a Viola a vivir con ella aun cuando no estuviéramos en la vivienda. Tal vez lo hacía para que nadie viera nuestro domicilio abandonado, sin señales de vida durante tanto tiempo. Del viaje a la Feria del Libro de Frankfurt le trajimos como regalo un televisor de pantalla pequeña. Estábamos muy acostumbrados a que no aceptara nunca nada, pero en ese caso consideramos la idea de que un aparato electrónico tan poco comercializado en nuestro país —los televisores de pocas pulgadas aún no estaban a la venta en las tiendas— podría introducir el mundo exterior en su ciudad prohibida y llevarle alegría. Contábamos con que, dado su característico afán de distinción y exclusividad, mostraría orgullosa su minitelevisor a cuantos la conocían, prácticamente todo el mundo en el barrio. Nuestro retorno había coincidido con las navidades; reinaba el mismo ambiente festivo que aquel año en que encontramos a Viola en la calle. En esa época se retransmitían en televisión pocos programas sobre el contenido religioso de la festividad; más bien se emitían documentales sobre las tradiciones populares propias de esas fechas. Ese día, después de un reportaje costumbrista donde aparecían niños vestidos con rústicos abrigos de pieles interpretando cantos navideños con escenificación pastoril, estaba prevista la emisión de un bello y conmovedor melodrama situado en la Segunda Guerra Mundial. Imaginábamos con satisfacción lo contenta que se pondría Emerenc ante tal perspectiva, pero no traslucía señal alguna de entusiasmo. Tras servirnos la cena, se quedó un rato mirándome con esos ojos serenos y llenos de misterio, como queriendo confesarme algo que no se atrevía. Después se marchó, no sin antes agradecernos el regalo y desearnos felices fiestas, con lo que me dejó sobre todo un sentimiento de eufórica felicidad por haber aceptado por fin algo mío. Esas navidades estaban siendo excepcionalmente hermosas; me recordaban las postales de mi infancia, con copos de nieve que caían en la noche y cubrían con lenta cadencia el bosque, las casas y el mundo. Desde siempre mi época preferida del año ha sido el invierno. Hechizada con el ambiente de mi hogar en Nochebuena, me detuve delante de la ventana; entre mis solemnes reflexiones, dignas de tal festividad, imaginaba a Emerenc sentada en su cuarto, flamante propietaria de un magnífico televisor celebrando también la fiesta.
Creo que todo lo que ocurrió después fue un castigo del Dios de esa mujer, un Dios del que ella había renegado y al que incluso había ultrajado, pero que nunca la abandonaba y a la que seguía, protector, en todos sus pasos. La advertencia iría dirigida a mí, que después de tantas enseñanzas en vano, no había sido capaz de aprender a ver y no solo mirar. El Dios de Emerenc, de algún modo, me había arrojado a la cara el obsequio. Pero, aun así, a su manera, me daba una última oportunidad. Estábamos de pie frente a la ventana, ante la farola de la calle cuyo haz luminoso rompía la espesa cortina que formaban las nevadas muy intensas, contemplando el baile del invierno vestido de copos blancos; en ese momento vislumbramos la silueta de Emerenc. Se deslizaba por la calle, envuelta en sus abrigos y fulares en medio de una capa blanca de nieve; estaba barriendo. A pesar de ser la noche sagrada de Cristo, había que mantener transitable la vía pública y alguien tenía que hacerlo.
La sangre se me subió al rostro. Desde arriba, su figura recordaba sorprendentemente al espantapájaros de El mago de Oz. ¡Jesús santo, hijo de Dios… en la noche de tu nacimiento! ¿Así me haces comprender qué regalo le he traído yo, desgraciada, a esa mujer que no puede parar un instante en su casa sin que deba salir para atender alguna tarea? Por esa razón me había lanzado un grito de socorro en su mirada herida. Si su ser no estuviera hecho de una fibra infinitamente más sensible que la mía, incluso podría haberme devuelto el aparato y preguntarme si, al menos por una vez, podría sustituirla en la calle los días de nieve o en el patio de las coladas, porque, si no, cuando llegara arrastrándose después de cada jornada hasta su
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para echarse medio muerta de cansancio, la programación de la Televisión Regional de Budapest ya habría finalizado hacía tiempo y ella solo podría disfrutar de su caja tonta apagada. Embargados por un sentimiento de vergüenza e impotencia, mi marido y yo, sin atrevernos a seguir mirando a Emerenc con su escoba, regresamos delante de la pantalla de nuestro televisor sin pronunciar una palabra ni decidirnos a hacer nada. Viola, con una patadita en la puerta de la terraza, aún me pidió salir, pero no le abrí. Hasta el día de hoy, aún no me he perdonado no haber sabido qué debía hacer en aquel momento, y haberme quedado tan solo con la idea. Darle vueltas a la cabeza siempre ha sido una de mis mejores cualidades; tampoco me cuesta reconocer mis errores, y sé que lo único que me falló en aquella situación fue la fuerza de voluntad para decidir que yo, siendo mucho más joven y vigorosa, debía haberle quitado la escoba, barrer la nieve y obligarla a subir a ver la televisión. Esa tarea, además, no me resultaba en absoluto ajena; de soltera había manejado bastante la escoba, ya que mantener la acera limpia delante de nuestra casa siempre había sido mi labor. Aun después de hacer reflexiones, no me decidí a bajar a la calle en aquella Nochebuena, y me conformé con la idea de ver una hermosa película de nobles sentimientos que, pese a ser algo empalagosa, resultaba muy apetecible para mi cansada intelectualidad después de tantos filmes de autor de un existencialismo amargado y casi grotesco.
Sí, creo que el declive definitivo de Emerenc empezó cuando, hacia finales de febrero, contrajo esa mala gripe que desde el otoño rondaba por ahí, y que, como de costumbre, ella soportaba sin darle la menor importancia. Aquel invierno había nevado más que otros años y pese a que la enfermedad de una bronquitis aguda le había afectado gravemente —su tos bronca y asfixiante se oía por todo el barrio—, Emerenc seguía al pie del cañón barriendo la nieve de la calle. De vez en cuando Sutu y Adélka le llevaban unos tazones con una bebida humeante que tenía la engañosa apariencia de un té, pero que era un vino caliente aromatizado con especias y azúcar, que la mujer, en las frecuentes paradas que estaba obligada a hacer por los constantes ataques de tos, tomaba a grandes sorbos apoyada sobre su escoba. Adélka la atendió con mucho cariño y mimo hasta el día en que ella también cayó enferma, tan grave que tuvo que ser ingresada en el hospital. Emerenc, que soportaba muy mal los cuidados excesivos y algo torpes de su amiga, recibió la noticia con visibles señales de alivio. Incapaz de poner límite a su verborrea chismosa, Adélka no se había cansado de pregonar por el barrio que la pobre vieja, en su estado débil y enfermizo, llevaba días arrastrándose arriba y abajo sobre la nieve, aguantando la pesada escoba día y noche. Ni siquiera podía descansar un minuto a causa de esa maldita nevada que no daba tregua —ya se sabe cómo son esos días, en cuanto despejaba la acera de todas las casas que debía barrer, seguía cayendo nieve y había que empezar de nuevo. Emerenc, parca y reservada, se hartó pronto de tanto lamento ruidoso. Por fortuna, Sutu sabía manifestar su solidaridad de una forma más discreta. En uno de esos días me crucé en la calle con mi antigua compañera de escuela, la misma que en su momento me recomendó contratar a Emerenc; estaba preocupada por ella, y me rogó que tratara de convencerla para que fuera a ver al médico y dejara su trabajo en la calle helada porque, como mínimo, necesitaba reposo abrigada al calor. Por su forma de toser, le parecía que, más que una simple gripe, la mujer padecía una neumonía y podía acabar muy mal. Cuando vi a Emerenc la agarré por el brazo y la obligué a detenerse y escucharme. Tras hacerle saber la advertencia, me respondió entre gritos y jadeos que, si en vez de fastidiarla quería ayudarla de verdad, la sustituyera en las faenas de mi casa, la cocina, la limpieza, porque mientras siguiera nevando así le sería imposible dejar la calle. Finalmente me aseguró que no tenía la menor intención de descansar. ¿Guardar cama? ¡Vaya estupidez! Cómo se me había ocurrido tal disparate sabiendo que ella no tenía cama y, además, para qué acostarse si en cualquier momento podían llamar al timbre de la puerta principal, no un vecino, que tienen sus propias llaves, sino las autoridades o cualquier otro extraño: vinieran por el motivo que fuera, ella como portera estaba en la obligación de acudir, así que de todos modos tendría que levantarse. Aparte de eso, para descansar por la noche como menos le dolía la espalda era sentada. Estaba harta de que me entrometiese en sus asuntos. Ella nunca me preguntaba por qué siendo una mujer ya mayor y medio marchita me acicalaba tanto, y por qué rayos acumulaba toda esa cantidad de productos de belleza que llenaban la mitad del cuarto de baño. En vez de darle la lata a ella, quien debería guardar cama era esa mujer, mi antigua compañera, o el propio médico; si por ella fuese, podrían quedarse postrados en sus cainitas para el resto de sus vidas, algo que merecería cualquier malnacido que se creyera con derecho a mandar sobre Emerenc Szeredás.
Con las mejillas doblemente encendidas, por la furia y por la fiebre, reanudó su trabajo con más vehemencia que nunca: parecía estar ajustando una deuda personal e intransferible con la nieve. Mientras me alejaba continuaba oyendo su voz: que no me preocupara, comida no le faltaba; con lo que le llevaban diariamente Sutu y la mujer del manitas le alcanzaba de sobra, podían comer ella y tres más; y que de ninguna manera me iba a permitir, ni a mí ni a nadie, que la espiaran. Más aún, en su vida jamás había tenido tiempo de sufrir un ataque de nervios, pero que si íbamos a seguir atosigándola de ese modo estaba dispuesta a probarlo. De repente la sacudió un violento acceso de tos. Falta de aliento, me dio la espalda y dejó de hablar. Tardó un rato en recuperarse, y después retomó la palabra: que durante esos días tampoco podría encargarse de sacar a pasear a Viola, que tenerlo allí a su lado condenado a no moverse con ese frío no era nada bueno, el perro podía resfriarse, así que era mejor que me lo llevara; estaría mucho mejor con el agradable calorcito de mi casa.
Por otra parte, también hubo novedades para nosotros: tras el episodio del regalo del televisor en Navidad, como si una mano invisible hubiera abierto un misterioso grifo del cual manaba gota a gota tanto lo bueno como lo malo para nuestras vidas, desde los primeros días del nuevo año empezaron a percibirse ciertos indicios de prosperidad en mi carrera profesional. En esta ocasión el grifo corría a raudales. El cambio, aunque sin llegar a ser espectacular, resultó notable: empecé a estar muy solicitada, y cada vez estaba más involucrada en nuevos compromisos y obligaciones, incapaz de conocer los auténticos motivos de ese reciente interés profesional. Durante muchos años el régimen me había mantenido marginada, prohibiéndome traspasar unas barreras que, aunque invisibles, se palpaban y dejaban percibir tras ellas un gran terreno vedado. Veía cómo esas barreras empezaban a alzarse poco a poco, pero aún me costaba aceptar el hecho de que, porque algunos hubieran cambiado su opinión sobre mí, unas puertas a las que hacía tiempo había dejado de llamar se abrieran por sí solas y solo dependiera de mí entrar o no. Al principio no quise buscar explicaciones. Emerenc, sin parar de toser, continuaba barriendo la calle, y yo atendía las labores de mi casa: hacía la compra, cocinaba, limpiaba las habitaciones, le daba de comer al perro, lo sacaba a pasear… En fin, me encargaba de todo. También el asunto daba vueltas en mi mente sin parar: ¿a causa de qué milagro me había convertido yo, de la noche a la mañana, en una persona indispensable para tal organismo o tal entidad? Habría preferido mil veces ver que Emerenc acudía a un doctor, pero cuando volvía a insistirle sobre el asunto lo rehuía a grandes gritos y me decía que me apartara inmediatamente de su camino, reivindicando el derecho que todo el mundo tiene, como mínimo, a toser. Mientras continuara nevando, su obligación era mantener la calle limpia, y le bastaba con que yo me encargara de mi casa hasta que pudiera reanudar su trabajo como asistenta, pero que eso de sacar a colación cada dos por tres el tema de los doctores y las medicinas era perder el tiempo. Entretanto, mi situación empezaba a complicarse más de la cuenta y ya no sabía cómo organizarme para atender a mis múltiples obligaciones: encargarme de mi casa sin la ayuda de las manos incansables de Emerenc, además de sufrir un auténtico acoso por parte de las editoriales y cumplir con las entrevistas y las sesiones fotográficas, todo a la vez. Me sentía totalmente desbordada. Atareadísima y sin saber qué deber atender primero, correteaba sin orden ni concierto todo el día, como un escarabajo huye de la red de un entomólogo. Yo pensaba que todas esas muestras de interés solo podían anunciar algo positivo; si realmente pretendiesen hacerme daño, la campaña se habría montado de un modo distinto; también las críticas hacia mi obra habían sido elogiosas como nunca hasta entonces. El mundo había dado un vuelco a mi alrededor. Me encontraba de pronto en el primer plano de los medios de comunicación: no paraban de llamarme periodistas, me invitaban a eventos, a la radio y a la televisión. Mis colegas ya me habían hecho alguna alusión, pero acabé de entenderlo todo cuando una mañana recibí una llamada telefónica de un funcionario de un importante organismo. Le conté a mi marido el contenido de nuestra conversación y fue él quien pronunció por primera vez la palabra mágica: «El premio». Al decirlo, su cara se iluminó de un modo muy especial: durante nuestra vida en común solo una vez, en nuestro enlace matrimonial, había visto en él esa expresión gloriosa. ¡Claro! ¡El premio! ¿Qué otra cosa, si no, podía ser el motivo de tal interés? Estábamos a mediados de marzo: habían transcurrido más de dos meses entre aquellos primeros indicios y la conversación telefónica en la que esta persona, aunque sin explicitarlo, me dio a entender en un tono muy cordial que, de nominada, iba a ascender a la categoría de galardonada: la decisión estaba tomada y pronto me comunicarían el decreto correspondiente. Pues bien, después de decenios de lucha por el reconocimiento a mi labor, ya podía estar contenta. He de estar contenta, me repetía una y otra vez.