La puerta (27 page)

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Authors: Magda Szabó

Había preparado el dormitorio de mi madre: cambié las sábanas y encendí la calefacción por primera vez en muchos años. Los periodistas que acudieron a lo largo del día se quedaban perplejos ante tanta agitación, sin entender por qué había elegido precisamente ese día para hacer limpieza general. Viola ladraba sin parar. Hoy en día, ya sé por qué no había contado con un posible fracaso. Tras analizar mi situación de aquel momento, me doy cuenta de que mi juicio se encontraba perturbado: mi flamante éxito me había deslumbrado tanto que nada que no fuera su luz penetraba más allá de la superficie de mi conciencia. Además, nadie con algo de sentido común podía poner en duda que mi plan no fuera absolutamente viable: Emerenc nos quería, la habitación de mi madre estaba en desuso y Viola se sentiría muy feliz por compartir espacio con su adorada vieja. Emerenc sabía perfecta mente, aun en los peores momentos de su desconfianza rayana en la paranoia, que yo era una persona de palabra, y que si se lo había prometido no dejaría entrar a nadie en su casa; la puerta seguiría cerrada con llave como siempre y me encargaría de cuidar a su familia adoptiva. Sin embargo, con solo pensar en el momento en que junto a mí, la única persona del mundo a quien Emerenc estaba dispuesta a abrir su puerta, descubriese la presencia de un médico, me llenó de espanto, sobre todo porque ella los consideraba su peor enemigo natural. Ya no sabía a qué le tenía más pánico: a esa escena o a mi intervención televisiva por la tarde. Sin embargo, al imaginarme sentada frente a una cámara, un sudor gélido me recorría el cuerpo.

Antes de la cita con el doctor en la antesala de Emerenc, me dio tiempo a preparar y servir la comida en casa. Viola parecía haberse vuelto loco: durante la mañana había aullado sin parar; en cambio, después del mediodía, se quedó totalmente mudo. Había otros indicios extraños: en cuanto lo saqué a pasear, me hizo volver; tampoco ladraba como de costumbre cuando sonaba el timbre y, aunque no parecía adormilado, permaneció con la cabeza gacha, mirando con una expresión que yo no sabía interpretar. Como carecía de los poderes mágicos de Emerenc, no supe descifrar el origen de su profundo abatimiento, como tampoco fui capaz de entender por qué se mostró excepcionalmente rabioso y feroz cuando salí de casa sin él. En mi mano llevaba el ataúd del gato; la explicación que di a mis compañeros de rescate resultó más que confusa: lo necesitaba para transportar unas pertenencias de Emerenc. El hijo de Józsi llegó en el mismo instante en que lo hizo el vehículo de la televisión. El chófer me transmitió el mensaje del director del programa: aparte del tiempo que requerían los maquilladores, aún necesitaban puntualizar algunos detalles indispensables previos a la emisión, y, como se habían equivocado al calcular la hora de mi recogida, me pedían que saliéramos antes de la hora acordada. Le dije al conductor que tenía un asunto urgente que solucionar, que no tardaría nada y que esperara un poco. En principio, los cinco minutos que el chófer me concedió me bastaban para llegar hasta la casa y recoger los restos del gato, tras lo cual los hombres procederían a coger a Emerenc y llevarla a nuestro apartamento. Entretanto, yo cerraría la puerta y volvería a mi casa, donde estaría ella; le entregaría sus llaves y acabaría tranquilizándola: nadie iba a entrar en su casa. Ya más tarde, después del programa, me sentaría a su lado con la calma y el tiempo necesarios para animarla: lo bien que estaríamos aquí juntitos hasta que ella se recuperara; lo bien que cuidaría de su pequeña tropa de gatos… ¡Qué ingenuidad más grande…! ¿Cómo pensé que podría convencer a Emerenc? Estaba claro que mis neuronas no funcionaban correctamente; estaba más concentrada en las preguntas que me harían en el programa. A las cuatro menos cuarto, con el brazo levantado y los dedos de la mano derecha extendidos, el chófer me recordó un compromiso. Bien, bien… En cinco minutos estaría de vuelta como había prometido.

Estábamos a finales de un marzo frío, pero ya perfumado por las primeras flores de la primavera. Bajo la ventana de Emerenc brotaba la hierba, teñida por el color morado de las violetas. Llamé a la puerta; el médico, el señor Brodarics, el manitas y el hijo de Józsi aguardaban escondidos el momento en que Emerenc me entregara el paquete. En el barrio, donde todos se conocían y había corrido la voz de los preparativos de la maniobra, los vecinos comentaban satisfechos el feliz desenlace del caso; reunidos en pequeños grupos pintorescos, me recordaban los cuadros de Brueghel. El manitas observó que el olor desagradable, alarmante ya desde el día anterior, se había convertido en una pestilencia insoportable. Si no estuviera seguro de que no era el caso, se podría pensar que el origen era un cadáver putrefacto, porque todavía recordaba muy bien ese hedor de los días posteriores al sitio de la ciudad.

Les pedí que se apartaran para despejar la puerta. Se retiraron todos, incluidos los grupitos de vecinos que, desde el jardín, aguardaban expectantes para averiguar cómo nos las arreglaríamos durante el rescate de una Emerenc que, sin duda, no pararía de protestar; incluso habrían pagado si se nos hubiera ocurrido cobrar entrada como en un circo. Con la entrada ya despejada y con el médico esperando su turno en un rincón, llamé a la puerta. Emerenc me pidió que dejara la caja que me había pedido y que esperara, sin intentar entrar, en ese momento sonó el claxon del vehículo de la televisión, pero yo, pendiente de los movimientos de la puerta y de la mano de Emerenc, fui incapaz de reaccionar. Tampoco pude distinguir su cara en la profunda oscuridad de su habitáculo; no podía saber si permanecía todo el tiempo sin luz o si habría apagado la lámpara solo para la ocasión. Desde el interior me llegó con violencia una oleada de pestilencia hedionda, y apenas pude contener la reacción espontánea de llevarme la mano a la nariz, pero aguanté inmóvil como un perro en plena cacería, el cuerpo rígido y los sentidos aguzados: efectivamente, el olor que se respiraba allí era la misma mezcla de emanaciones de cuerpos en descomposición, de excrementos humanos y animales que había invadido la ciudad después del asedio. Pero la situación no estaba para reparar en tales pormenores. Le entregué a Emerenc el maletín, ella desapareció detrás de la puerta entornada y enseguida oí el chasquido del interruptor. El chófer volvió a tocar el claxon, irrumpiendo ruidoso en la escena. Le hice una señal al médico que nos vigilaba desde su rincón para que se quedara quieto. Coincidiendo con un nuevo aviso de la bocina, Emerenc volvió a entreabrir la puerta y me entregó el cadáver envuelto en un trapo, los restos de una vieja chaqueta: el maletín resultaba demasiado pequeño para el cadáver tieso e inerte. Tras depositarlo en mis brazos como si se tratara del cuerpo de un recién nacido asesinado, se dispuso a cerrar la puerta, pero ya no le dio tiempo: el médico, muy presto, había metido un pie en el resquicio, el sobrino también se había lanzado. No pude comprobar si finalmente entraron o lograron sacar a Emerenc arrastrándola entre los tres, como habíamos acordado; con el cadáver del gato, corrí hacia mi casa atravesando la calle flanqueada por las figuras del paisaje invernal bruegheliano y, entre náuseas, arrojé el cadáver a un contenedor. Con el telón de fondo del claxon, que ya sonaba sin cesar, subí las escaleras corriendo como una demente, dominada por la sensación de que si no me lavaba enseguida las manos con agua muy caliente sería incapaz de articular palabra durante el programa de televisión. ¿Por qué a mi alrededor las cosas sucedían de un modo tan irregular, tan amorfo? Atrapada contra su voluntad, oponiendo resistencia y luchando, Emerenc estaba siendo arrastrada hacia mi casa… Y yo, que debería estar a su lado, no podía hacerlo… no por mi culpa, simplemente me lo impedían las circunstancias.

—¿Puedo pedirte un favor? —le pregunté a mi marido. Más tarde me contó que mi voz y mi rostro en ese momento se habían tornado irreconocibles—. No esperes a que lleguen con Emerenc. Ve corriendo y cierra con llave su puerta antes de que algún curioso pueda asomarse a su habitación. Tú tampoco mires, por favor, y tan pronto suban los hombres con la vieja, quiero que lo primero que hagas sea ponerle su llave en la mano y darle este recado: yo me encargaré personalmente de todo lo que tiene dentro. Ahora mismo no puedo ir porque el chófer me está apremiando; como oyes, ya no quita la mano del claxon, así que no puedo esperarla. A la vuelta hablaremos.

Mi marido me lo prometió. Bajé rápidamente y subí al vehículo, mientras que él partió en dirección a casa de Emerenc. Sentada en el coche, miré hacia la calle, pero la comitiva de salvamento aún no se divisaba. La única señal de que estaba pasando algo era un ruido parecido a un traqueteo. Pero no quise seguir escuchando: me desentendí, me acomodé en el asiento del coche y arrancó. Dejamos mi calle a toda velocidad.

Sin pañuelo

En ocasiones cometemos un acto imperdonable sin querer; sin embargo, cuando lo hacemos, algo en nuestro interior intuye que es así. Quería convencerme de que la desagradable tensión que me invadía no era más que miedo escénico, pero en el fondo sabía que era remordimiento. Al llegar me enteré de que una vez más habían calculado mal el tiempo e íbamos muy justos. Tuve que enfrentarme a las cámaras sin maquillaje, tensa y con un aspecto bastante desmejorado. Percibí que el presentador del programa esperaba más de mí, quizá unas ideas más originales; pero, mientras respondía a sus preguntas, mi mente estaba en otro lugar, en aquello que había dejado en casa. Había acordado con el médico que si la enfermedad de Emerenc era menos severa de lo que pensábamos, sin posibles consecuencias fatales, podría quedarse con nosotros; pero que, si era grave, si su vida corría peligro, pedirían una ambulancia para llevarla al hospital. En cualquier caso, suponía que para cuando llegara a casa el asunto ya se habría resuelto. Como hubo varias intervenciones, el programa se prolongó bastante y, después del coloquio, quisieron que me quedara un rato departiendo con ellos. Me debatía entre la urgencia por irme y aquel sentimiento glorioso de reconocimiento profesional: por primera vez en mi vida estaba en un estudio de televisión. En realidad, de haber insistido, me hubieran dejado marchar, pero estaba tan impactada por conocer de cerca a personajes que veía a diario en la pantalla que, aun sabiendo que debía irme, no lo hice. Cuando se me ocurrió mirar el reloj, no di crédito a lo tarde que se había hecho: no había tiempo que perder. Llamé rápidamente un taxi y salí volando hacia casa. Cuando bajé del coche ya anochecía; la calle estaba silenciosa y extrañamente desierta y solo se oía un sonido estridente procedente de nuestra casa: era el quejido de Viola. Deduje que Emerenc no debía de estar en casa, de lo contrario el perro no lloraría. Supe entonces con absoluta certeza, como si me lo hubieran dicho, que la situación era más grave de lo que había imaginado. Debía haberme dado cuenta de ello hacía mucho tiempo, desde el día en que Emerenc dejó de trabajar sin previo aviso para comunicarnos que en adelante nos las arregláramos solos. Yo no la escuché; en los últimos tiempos no prestaba atención a nada que no fuera yo misma. Después de salir del coche, justo enfrente de casa, a dos pasos del contenedor de la basura, me acerqué para ver si aquel horrible bulto había desaparecido. Pero no: estaba allí todavía. Asqueada, dejé caer la tapa de un golpe. Antes de entrar en casa, fui a comprobar si mi esposo había cerrado la puerta de Emerenc.

En la mansión, el manitas bajaba las celosías parsimoniosa mente, con el mismo cuidado con que trataba cualquier objeto. Su actitud me sorprendió; en vano esperé alguna señal, un gesto de su parte para llamarme y contarme lo que había sucedido en casa mientras yo expresaba mis triviales opiniones en la televisión. Cuando bajó completamente la persiana, las láminas de madera formaron una barrera compacta entre su rostro y el mío. Comprendí que aquel hombre no quería hablar conmigo, lo que me provocó tal pavor que eché a correr por el jardín. En la faz que pude ver a contraluz, adiviné una expresión que ya conocía: cuando vamos a visitar a un enfermo y, al entrar en la habitación, vemos que su cama está ocupada por otro; entonces una enfermera nos dice, en un tono absolutamente neutro, que debemos ir a ver al médico jefe porque tiene algo que decirnos. Por el amor de Dios, ¿qué podía haber pasado allí que no hubiéramos previsto? ¿Habrían abierto la puerta y dejado que los gatos de Emerenc escaparan en todas direcciones? Así viví aquel primer instante, seguido por muchísimos otros en los que iba tomando conciencia de que, aunque ese premio hubiese sido tan importante y me hubiesen dedicado un programa de televisión para mí sola, dándome la oportunidad de gritar a los cuatro vientos nuestras humillaciones pasadas mientras el gobierno en pleno intentaba compensarme, todo eso y mucho más no habría justificado en absoluto haber dejado sola a Emerenc en una situación tan delicada, cuyo resultado era completamente imprevisible. En mi extraordinaria imaginación, tantas veces elogiada, tan solo alcancé a pronosticar que mi obligación sería limpiar su vivienda esa noche para acabar con la hediondez que reinaba en su interior, fuera cual fuese su origen, con tal de que los vecinos dejaran de quejarse. Pero no fui capaz de entender que mi deber primero habría sido estar a su lado en los momentos en que, anulando su voluntad, la sacaron por la fuerza de su casa. En vez de quedarme con ella, pensé con amargura, había preferido montar en el coche de la televisión para correr, hechizada, en pos del resplandor del premio, creyendo que de ese modo podría huir de la enfermedad, la vejez, la soledad y desamparo.

Una vez en la antesala de su vivienda sentí que no podía dar ni un paso más: me quedé clavada al suelo, con los pies helados en mis elegantes zapatos. De hecho, venía preparada para algo malo, pero lo que encontré al entrar era algo que nunca habría imaginado; no podía creer lo que aparecía frente a mí. La puerta de Emerenc no estaba ni abierta ni cerrada: simplemente, no había puerta. Había sido arrancada de cuajo y se encontraba recostada sobre la puerta del lavabo, de la que aún colgaba su habitual candado. De un mazazo habían abierto un agujero enorme en el centro y habían dejado intacta solo la parte inferior, como en esas pinturas flamencas donde en la parte superior abierta de una puerta asoma la figura sonriente de una mujer que, apoyada sobre la viga divisoria, parece un retrato enmarcado. Me imaginé la cara de Emerenc evaluando la situación por debajo de su pañuelo, y luego dándose cuenta de que no era yo sino el médico quien la agarraba con brusquedad del brazo. Solo hasta ese punto había podido componer en mi mente lo que había sucedido. Entonces, con una debilidad súbita en todo el cuerpo, tuve que sentarme en la banqueta. Sabía que no podría evitar entrar en el ambiente pestilente del cuarto; me quedé descansando y recuperando fuerzas durante unos minutos. Después me lancé… Recordé a qué lado había sonado el clic del interruptor aquella noche; lo encontré a tientas y encendí la luz, pero mi gesto no fue seguido de ningún leve susurro, como el de patitas de ratón que se deslizan con sigilo. El silencio era total; los gatos, si todavía andaban por allí, debían de haberse escondido en estado de shock tras los recientes acontecimientos.

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