Authors: Magda Szabó
De joven me consideraba una gran aficionada a la fotografía, aunque carecía de verdadero talento y utilizaba una cámara rudimentaria. Hoy en día, la imagen que queda en mi memoria de la entrega de premios recuerda a esas fotografías donde el objetivo, por un error de exposición, retrata dos movimientos contrarios, yuxtapuestos el uno sobre el otro, como si la misma persona avanzara simultáneamente en dos direcciones opuestas. En una ocasión tomé una instantánea de mi madre; cuando fui a buscar el carrete revelado, me quedé estupefacta al ver el resultado: su silueta estaba duplicada, se alejaba y acercaba al mismo tiempo, y en esa marcha divergente su cuerpo crecía y menguaba en una sola imagen. Mi familia se complacía en mostrar a los amigos cómo, en el espacio y el tiempo fantasmales de ese retrato, un instante, indivisible y único en sí, cobraba una entidad curiosamente múltiple. Así me sentí el día de la entrega de premios: todo lo sucedido, y su imagen invertida, se reflejaban a la vez en mi espejo interior. Fue un día intenso. Para empezar, fui a la vivienda de Emerenc para controlar si sus mascotas, convertidas de nuevo en gatos callejeros, habían tocado el plato con carne que había dejado como cebo. Desde allí fui corriendo al hospital, donde ya estaban Sutu y Adélka. Pudimos constatar que la mujer, aunque ya había recuperado la conciencia, seguía inmersa en un mutismo hermético; instalada en su enfado y su rencor, no estaba dispuesta al perdón. Sutu le había traído un termo con café, que ella rechazó; tampoco quiso ningún refresco ni los varios guisos de comadrona que Adélka trajo en una bolsa grande y que contenía, además, platos típicos de domingo: caldo de pollo preparado por la esposa del manitas, y, de postre, una crema de vainilla con merengue, enviado por la señora Brodarics. Emerenc se mostró completamente indiferente a cualquiera de aquellas dádivas; permanecía inmóvil, sin mirar a nadie. Supimos por la enfermera que había pasado la mañana entre un incesante ir y venir de amigos en torno a su cama, como era habitual el día anterior a la fiesta nacional, en el que la gente aprovechaba para cumplir con la visita obligatoria a sus enfermos; pero, en el caso particular de esa señora, los que acudieron tuvieron que marcharse disgustados, pues ella no les había dedicado siquiera una mirada. Yo me presenté sin nada que ofrecerle; me senté a su lado y la observaba mientras controlaba mi reloj para ver cuánto tiempo me quedaba aún; tampoco le hablaba para no molestarla, me limité a acariciar su cuerpo de vez en cuando por debajo de la sábana, a lo cual ella respondía con un leve estremecimiento como única señal de que notaba mi presencia. Más tarde el médico, harto de los esfuerzos torpes e infructuosos de Sutu y Adélka, se acercó para increparlas: todavía no se podía saber si la enferma vencería o no a la muerte, pero, fuera como fuese, era evidente que deseaba encarar esa última batalla sola y sin testigos. Era inútil bombardearla con comiditas; no les haría caso porque ella había decidido, por propia voluntad, no alimentarse. La solución fisiológica que necesitaba para sobrevivir se la estaban administrando por el suero, y si realmente querían ayudarla debían dejarla descansar. Tenía razón. Cada vez que alguien se le acercaba y le hablaba con voz discretamente apagada, ella reaccionaba como había hecho conmigo: cerraba los ojos, e incluso forzaba los párpados para aislarse aún más del mundo. Dejé el hospital pronto para no llegar tarde a la ceremonia de entrega del premio, pero en mi retina se había quedado grabada para siempre la imagen de esa máscara mortuoria sin ojos. Pasé primero por casa para ponerme el vestido negro e intentar recomponer ante el espejo la expresión visiblemente perturbada de mi rostro. El gran sobre con la invitación contenía, entre otras cosas, una tarjeta de identificación que debía pegarse sobre el parabrisas del taxi a fin de que nos dejaran pasar hasta la entrada principal del Parlamento, precedida para la ocasión por una gran alfombra. Me vendría bien, pensé, porque apenas tenía fuerzas para caminar. En el trayecto no pronuncié una palabra, y durante la ceremonia tampoco. No era la primera vez que recibía algo en unas circunstancias tan desfavorables, que me producía más fastidio que disfrute; se aprecia perfectamente en las fotos que me tomaron durante el acto. Antes de iniciarse la ceremonia, me llevaron a una sala para sacarme fotos como recordatorio del gran día. En ese estado dolorosamente turbado medité sobre el sentido trágico y a la vez cómico de todo aquello: un retrato para los archivos oficiales en el que se inmortaliza un rostro tan irreal como el de una heroína mitológica tras haber visto a la Medusa. De esa manera, retorcida de espanto, había quedado mi faz en el álbum de los premiados. Había llegado a la ceremonia directamente desde la cama de una agonizante y, sin que el médico me dijera nada, yo era consciente de que Emerenc no se curaría jamás y de que, fuera como fuese, la causante de su desgracia había sido yo. Mientras respondía maquinalmente «Sí… Gracias… ¡Cómo no!, sin falta… Naturalmente…», pensaba que Emerenc perdería la batalla no porque la prodigiosa fuerza de su organismo, unida a los cuidados hospitalarios y al efecto de los medicamentos, no le permitieran sortear esa última trampa en su vida. No, no por eso, sino por algo que no tenía nada que ver con la terapéutica y contra lo cual la ciencia resultaba impotente. Emerenc no quería vivir más, porque entre todos habíamos derribado los soportes que habían sostenido su existencia y el aura mítica que la envolvía. Ella era nuestro ejemplo vivo, la protectora de todos, generosa, pródiga con su delantal almidonado con la faltriquera siempre rebosante de caramelos, con su bolsillo del que asomaban como palomas pañuelos blancos de lienzo; era la reina de la nieve, la seguridad, las primeras cerezas del verano, la primera castaña que caía madura del árbol en otoño, las dulces calabazas al horno en invierno y el brote verde primaveral en el seto del jardín. Emerenc era pura, invulnerable, siempre daba lo mejor de sí; era ella misma y todos nosotros, o más bien era como nos hubiera gustado ser,i nosotros. Emerenc, con su frente perpetuamente escondida bajo el pañuelo, con su rostro siempre inexpresivo como la superficie de un lago, jamás pedía nada, no dependía de nadie, llevaba la carga de toda su vida sin decir nunca nada, y cuando por fin podría haber dicho algo yo me había ido a un programa de televisión y había permitido que descubriesen su vergüenza, la viesen desamparada en ese infausto momento de su vida mancillada por la enfermedad. ¿Cómo habría podido explicar a los demás la singular naturaleza de su misericordia? Emerenc ejercía la bondad sin estar sujeta a disciplinas, despilfarraba su generosidad sin medida y solo dejaba entrever su soledad a otros seres abandonados. Jamás había dicho a nadie lo sola que se sentía mientras, como el Holandés Errante, aún podía manejar sin ayuda el timón de su barco misterioso, en aguas siempre desconocidas, a merced de los vientos de sus amistades siempre temporales. Yo sabía desde hacía mucho tiempo que las cosas sencillas son las más difíciles de entender, y que por esa razón Emerenc jamás podría explicar a la gente por qué acogía a una tropa de gatos huérfanos en su casa. Lo que habían descubierto ese día al verla rodeada en su pestilente casa de despojos de pollo, pato, pescado y verduras en putrefacción sobrepasaba todo límite racional y terminó por restarle credibilidad. Dijera lo que dijese, ya daba igual, porque aquello parecía dar fe de su demencia; solo yo sabía que ella seguía siendo la misma mujer lúcida, pero que, en medio de la desgracia, su cuerpo había dejado de obedecer a su voluntad de hierro. Después de sufrir un ataque de hemiplejía, ¿cómo habría podido asearse, limpiar la casa o salir para tirar la basura? Desde un punto de vista médico, ya había sido un milagro que hubiera sido capaz de arrastrarse para recoger la comida que las vecinas depositaban en su puerta. La embolia, aunque de carácter leve y a pesar de su rápida recuperación, le había quitado de las manos la escoba de abedul, circunstancia que, a los ojos de la comunidad, desvirtuó por completo el fruto de su duro trabajo a lo largo de tantos años. Emerenc creía haber perdido el aprecio de sus convecinos.
En la gran sala de actos había tantos acompañantes, familiares y allegados, que no encontré una silla libre; me alegré, porque no tenía ánimo de quedarme allí mucho rato; esperaba impaciente a que pronunciaran mi nombre cuanto antes para subir a la tribuna, recibir el estuche con la medalla, acercarme a la mesa para fingir comer algo y marcharme. Presentí que si Adélka o Sutu se me adelantaban para hacerse cargo del que era mi deber, nunca más podría mirar a la cara a Emerenc, y al hacer que ella se hundiera me arrastraría también a mí. Habíamos estado juntas mucho tiempo en lo que había sido el acto protocolario más largo de mi vida, y tan deslumbrante que solo podía compararse al de la recepción que tendría lugar aquella noche, y que extrañamente despertó en mí un fantasma de mi infancia. Siempre había querido ascender por una escalera interminable, con un elegante vestido de cola muy larga, entre la admiración del numeroso público asistente. Sin embargo, si existe una manera falsa de caminar, como existen los sonidos falsos, así lo hice yo en aquella recepción, con pasos torpes y titubeantes y con la espalda encorvada de lo apesadumbrada que me sentía. Después de estrechar la mano a cuantos correspondía, me escapé del Parlamento por una escalera lateral, convencida de que en el hospital no me pondrían pegas por ir vestida de gala. En cuanto a Emerenc, le daría igual: tanto si me presentaba desnuda como cubierta con un manto real, ella no me dedicaría una sola mirada.
Mis únicos recuerdos nítidos del acto de la entrega del premio son una amargura impotente unida a un profundo cansancio: ambas sensaciones, negativas. Llegué a casa sobre la una. Me cambié rápidamente, cogí unos productos de limpieza y me dirigí a la vivienda de Emerenc. Quería llegar antes que la brigada de los servicios de desinfección para evitar que intervinieran. Era sábado y día de fiesta, de modo que los sanitarios estarían de fin de semana y, cuando apareciesen el lunes, yo habría eliminado toda la inmundicia y la casa luciría inmaculada y en orden. Llegar a la antesala del piso y ver allí a los operarios de desinfección fumándose un pitillo me provocó tal sobresalto y flojera que dejé caer el cubo de la mano. Lo único que el médico se había olvidado de comunicarnos fue que había ordenado el saneamiento con carácter urgente, para eliminar completamente el contenido del foco urbano infeccioso, muebles incluidos, y con posterior indemnización a la propietaria. Me quedé de piedra y, como con las prisas solo me había dado tiempo para cambiarme de ropa, con mi cara maquillada y mi coqueto peinado de bucles ofrecía el grotesco aspecto de una bufona de circo, visiblemente triste y abatida tras la fachada de un primoroso acicalamiento. No concebía cómo alguien había sido capaz de ordenar la demolición de un hogar y podía cargar con la responsabilidad de un acto tan vandálico.
—No se trata de eso —me dijo el jefe del equipo de saneamiento—. Primero vamos a hacer una limpieza a fondo, sacar toda la inmundicia, fregar el suelo, los muebles, las paredes, y luego quemaremos todo aquello que esté excesivamente mugriento o infectado. Es inútil que usted intente limpiar esto con sus medios rudimentarios, su cubo y sus detergentes… sería una chapuza. Tal como están las cosas, resulta indispensable la intervención de profesionales como nosotros. Por cierto, ¿podría usted firmar como representante de la familia? Para atestiguar que se ha procedido conforme a lo estipulado en los reglamentos. Bueno, en realidad lo tendría que hacer la propia enferma, pero dicen que no está en sus cabales. Usted, sin embargo, podría hacerlo en representación legal de la afectada. Tendría que verificar el inventario que hacemos de los objetos destruidos, a fin de que la propietaria sea debidamente indemnizada por el ayuntamiento. No proteste ni discuta, por favor, no tiene sentido. Son órdenes de la autoridad.
Le di la espalda y fui corriendo a casa para llamar por teléfono. Localicé por fin al teniente coronel. Había vuelto de vacaciones para la fiesta nacional, y me informaron de que ya estaba camino de la mansión de Emerenc. Llegamos casi al mismo tiempo. Los seis sanitarios, provistos de guantes y delantales de caucho, así como máscaras protectoras, ya se habían puesto en marcha. Recogieron con pala la materia infectada en grave estado de putrefacción, casi licuada, para verterla en un camión cisterna que olía a cloro. Eliminaron los últimos restos mediante una manguera que echaba un contundente chorro de una solución química; seguidamente lavaron a cepillo todos los objetos con el mismo producto y por último sacaron todo el mobiliario al jardín. El césped esmeradamente cuidado de Emerenc empezaba a cubrirse de muebles y enseres separados en dos grupos: por una parte, los ya desinfectados y los pegajosos y mugrientos, como las sillas o el propio
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; el maniquí de mi madre quedó apartado al lado de los arbustos de lilas y ofrecía, con los retratos prendidos de su pecho, una imagen surrealista. Los trastos que habían estado en contacto con el suelo, como papeles manchados y ropa sucia, fueron amontonados sobre el
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junto con fajos de calendarios viejos, periódicos, cartones y mis propios libros dedicados a Emerenc, que ella jamás solía pedirme aunque solía reclamar un ejemplar de cada uno en cuanto se publicaban. Una vez vaciada la vivienda y separados los trastos y muebles que merecían ser salvados, se levantó acta sobre el resto de los objetos, condenados a la destrucción, como el
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y las sillas; a continuación fueron rociados con gasolina y se les prendió fuego. Mientras contemplaba las llamas, me acordé de que Viola había pasado su vida de cachorro sobre aquel mueble, el mismo que servía de cama a Emerenc porque era el único lugar donde podía descansar cómodamente, y en cuyo respaldo los gatos se posaban como golondrinas sobre el tendido eléctrico. De repente todo ardía, también los zapatos, las medias y los pañuelos de Emerenc.
Fue la primera vez que vi actuar al teniente coronel en calidad de policía. Antes de dar el visto bueno a la incineración de los objetos, los examinó uno a uno evaluando cuáles podían ser salvados y cuáles no; se encargó personalmente de vaciar los cajones y apartar aquellas piezas que merecían ser salvadas del fuego. La cocina había sido totalmente vaciada, las paredes y el suelo lavados con cepillo y desinfectante. Una parte del antiguo mobiliario descansaba sobre la hierba mostrando su ignominioso estado de degradación, y el resto ardía en las llamas. Los transeúntes se detenían impresionados ante aquella hoguera; se había producido una auténtica peregrinación de curiosos, a los que debíamos ahuyentar todo el rato. La única pieza que quedaba en la cocina era la caja de seguridad que obstruía la puerta de la habitación, con una placa metálica que indicaba que había sido fabricada en la factoría de acero de Imre Grossmann padre. Su puerta estaba abierta; seguramente habría sido forzada en su época por los esbirros de la Cruz Flechada; las vasijas que Emerenc guardaba en ella también habían sido retiradas y llevadas al exterior. Si la vieja poseía joyas o dinero, habrían desaparecido pasto de las llamas, porque en los cajones no habíamos encontrado nada y no se nos ocurrió mirar entre los cojines del
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, que el hijo de Józsi había revisado anteriormente. A la hora del almuerzo los empleados dieron por terminada la desinfección de la cocina, y se disponían ya a hacer lo propio con el cuarto del fondo aún sin abrir, cuando el teniente coronel entró en escena para tomar el mando de la maniobra. El equipo municipal escuchó los argumentos del oficial: aquella habitación no podía representar peligro alguno para la inquilina del piso ni para el resto de los vecinos de la finca, ya que la enorme mole de la caja fuerte la había aislado herméticamente y constituía una barrera infranqueable tanto para los agentes infecciosos como para la propia señora.