La puerta (36 page)

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Authors: Magda Szabó

Había una gran agitación en la planta del hospital donde estaba Emerenc, un ir y venir constante de doctores, mientras la enfermera jefe no paraba de hacer llamadas por teléfono desde su oficina, inundando el pasillo con su voz. En cuanto nos vio el médico de Emerenc, sin necesidad de preámbulos, nos comunicó tan presto como aliviado lo que inevitablemente tenía que decirnos por obligación de su cargo. Después de que yo me fuera, la paciente estuvo un tiempo tranquila, eso sí, ajustando de vez en cuando su pañuelo y sin responder a las preguntas; una actitud por cierto nada excepcional en ella y que solía adoptar siempre que quería que la dejaran en paz sin que nadie la molestara. Poco después de las ocho, cuando la enfermera fue a apagar la luz de su habitación, Emerenc empezó a exigir que la llevaran a su casa inmediatamente porque necesitaba dar una vuelta por las fincas y los jardines, que había unos desamparados a su cargo esperándola, pues en su ausencia no había quien los cuidara y los alimentara. Le explicaron que eso era imposible porque a esa hora no se autorizaban las salidas y porque su vivienda todavía no reunía las condiciones mínimas, ni siquiera había una cama donde acostarse. Entonces cambió el tono y, seca y autoritaria, comenzó a gritar que, ya que no la llevábamos nosotros, iría sola, ya estaba fuerte y muy harta de estar allí postrada, que era hora de tomar las riendas de sus propios asuntos porque aquellos seres la necesitaban y no podían esperar ni un segundo más. Se incorporó y saltó de la cama, pero como no pudo mantenerse en pie cayó de bruces al suelo. Posiblemente en ese instante sufrió una nueva embolia —inducida, pensé, por las revelaciones del teniente coronel y por mi reciente visita—, que esta vez no paralizó su cerebro sino directamente su corazón. En ese último momento de irrealidad, mientras el médico me anunciaba como un hecho lo que Viola me había dado a entender con sus gruñidos inarticulados, aún encontré algo que robarle a Emerenc de lo que podría haber estado orgullosa después de muerta: los últimos honores y aplausos del público, cuando alguien se va con dignidad. Sin querer, la privé de ello. Al verla tendida en la cama, me desmayé y me desplomé en el umbral de la puerta. En ese momento, todo el personal médico acudió para asistirme, y tardaron bastante tiempo en conseguir reanimarme. Todos se volcaron en mí y se olvidaron de la recién fallecida que, gracias a ese nuevo episodio, terminó borrada de un modo discreto del plano de la atención general. Me quedé una semana ingresada en el hospital. Durante esos días, los vecinos siguieron trayendo sus guisos de comadrona, con la diferencia de que en vez de ser para Emerenc eran para mí. Disfrutaba de una habitación especial con teléfono y televisión, y tanto el personal como los del barrio me cuidaban y me colmaban de atenciones, tratando de consolarme por la pérdida. Estaba envuelta en un aura de simpatía, me sentía como Toldi,
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que, con su pala invisible en la mano y reconfortado con el mensaje de absolución y perdón del rey Lajos, entierra el cadáver de Bence, toda esa escena bajo unas nubes que se deshilachaban en románticos jirones, la leyenda de una leyenda. Mi marido venía a verme todos los días después de las nueve de la noche, para evitar encontrarse con otros visitantes, y mientras los demás se acercaban a mi cama con una sonrisa alentadora, él me miraba lleno de compasión y con una tristeza inexorable.

La herencia

A menudo recuerdo con qué naturalidad ocurrió todo. Emerenc había decidido no cargar con sus problemas irresolubles a ninguno de sus escasos parientes, ni tampoco a nadie de su amplio y diverso círculo de amigos; lo había resuelto todo ella personalmente, con una determinación imponente, como solo pueden hacerlo los más grandes estrategas bélicos. Cuando uno no sabe qué hacer con su vida porque esta carece ya de sentido, lo más conveniente es acabar con ella. Si bien es cierto que la humanidad hace tiempo que ha conquistado las estrellas y que las generaciones venideras no se acordarán ni remotamente de nuestra época primitiva en la que librábamos nuestras miserables contiendas particulares y comunitarias a cambio de una taza de chocolate, como críos en una guardería infantil, aun en ese supuesto futuro, tendrá sentido salvar a las personas que ya no tienen un lugar en este mundo. Si nosotros no fuimos lo suficientemente valientes para expresarlo con palabras, ella sí lo hizo, y además tuvo la delicadeza de marcharse por propia voluntad. Incluso la administración y los servicios oficiales parecieron actuar bajo las órdenes de Emerenc cuando, en esa ocasión excepcional, pudieron solventar las formalidades posteriores a su muerte con la mayor rapidez posible, pese a la saturación de trabajo. El teniente coronel consiguió que el hospital prescindiese de los documentos de identidad de la fallecida —aquel registro vecinal en el que figuraba su nombre se consumió en las llamas junto con el resto de los papeles mugrientos esparcidos sobre el
laversit
— para proceder a los trámites del entierro, pues a nadie podía extrañar que una anciana que rondaba los ochenta años, en el estado de extrema agitación que se hallaba, muriese de un ataque cardíaco. El levantamiento del acta notarial sobre los bienes de la difunta y el día de las exequias se concertaron para una fecha relativamente próxima. En el caso de Emerenc se celebrarían dos funerales: en el primero, se enterrarían sus restos en un nicho provisional; cuando se construyera su Taj Mahal previsto en el testamento, que sería el lugar de su reposo definitivo, sería trasladada allí. El hijo de Józsi me enseñó el recibo de contratación de las obras. Me pidió también que convenciera al reverendo para oficiar el servicio religioso. No me comprometí; habría preferido atenerme a la voluntad de Emerenc al menos en ese detalle, porque evidentemente ella no habría deseado ser enterrada con pompas eclesiásticas. No obstante, su sobrino opinaba que, de prescindir de ello, los vecinos podrían disgustarse y criticarlo a él con razón, pues la tradición es la tradición y hay que respetarla. En vez de una esquela, decidimos poner un simple aviso en el periódico en el que solo se informaba de la fecha y la hora del sepelio. El sobrino informó por carta a los familiares de Csabadul, quienes contestaron a vuelta de correo dándole el pésame y lamentando que, por compromisos laborales, no podrían asistir a la ceremonia de despedida. Por lo demás, encontraban justo que Emerenc hubiera dejado todos sus bienes al hijo de Józsi, porque ellos nunca la habían ayudado —ni tampoco ella se lo había pedido—; fuera como fuese, los lazos familiares entre ellos se habían roto hacía tiempo. Estaban de acuerdo con las intenciones del sobrino de exhumar y enterrar los restos mortales de los parientes de Nádori en una cripta familiar, según la última voluntad de Emerenc. No ponían objeción alguna; todo lo contrario, se lo agradecían. Para hacer recuento de los asuntos aún pendientes, nos reunimos en la entrada de la ciudad prohibida, el mismo lugar donde en el pasado se congregaba la corte de Emerenc. Viola, que ya no oponía resistencia para entrar en casa de la vieja, yacía a nuestros pies en una actitud tan indiferente que parecía no haber pisado nunca el umbral de aquella casa. Mi marido me contó que, durante los tres primeros días, el perro no dejó de aullar en un tono quejumbroso; más tarde, el llanto se redujo a un gemido apagado, y tras permanecer echado varios días sin moverse, en un momento dado, se incorporó de repente, se sacudió como quien sale de un sueño profundo y miró a mi marido; a partir de ese momento, se quedó literalmente mudo para el resto de su vida. Nunca más se volvieron a oír sus cortos ladridos nasales para saludarnos, ni tampoco sus lamentos de dolor o de pena; el único sonido que emitía de vez en cuando fue algún que otro gruñido cuando lo trataba el veterinario.

El teniente coronel coordinó la comparecencia para levantar el acta de bienes el mismo día del entierro. A las nueve de la mañana, el hijo de Józsi, el oficial y yo fuimos juntos al ayuntamiento. Nos atendió una funcionaría joven, el teniente coronel le presentó los expedientes del servicio de desinfección y puso en su conocimiento que toda la cocina, impecablemente amueblada y equipada con todo tipo de menaje y enseres, todo, hasta el último cuchillo, había sido quemado por completo con fines de desinfección. Le informó de que aún quedaba un conjunto de salón con muebles de estilo, que él personalmente había examinado y decidido que no hacía falta destruir. Si las autoridades deseaban hacer la verificación pertinente, podían hacerla. La perito desestimó la inspección. En calidad de familiar, el hijo de Józsi le comunicó que su tía, en vida, le había pagado con dinero su parte de la herencia, y que el mobiliario le correspondía a la señora escritora. Sonriendo, la joven funcionaría me pidió que si encontraba algún objeto de gran valor entre las piezas de mi herencia no dejara de informarla, pues tenía la obligación de pagar el impuesto que gravaba sobre los bienes patrimoniales. Se lo prometí. El proceso fue muy rápido y se desarrolló en un ambiente afable y cordial; terminamos en diez minutos, tras lo cual la joven nos invitó a tomar un café. Íbamos de negro, excepto el teniente coronel, que llevaba su uniforme de gala, el mismo que utilizaba cuando era destinado como guardia para la recepción de un jefe de Estado. Fuimos en su coche al cementerio de Farkasrét. En el camino, el hijo de Józsi nos contó que la inauguración del mausoleo, el lugar de reposo definitivo de su tía, estaba prevista para el día de San Esteban, fecha también de la exhumación en el cementerio de Nádori; así pues, el 25 de agosto nos esperaría en la cripta para la colocación definitiva de la urna de Emerenc y de su familia.

La placita que había delante de la capilla ardiente estaba ennegrecida por el luto de la multitud. Me contaron más tarde que todos los negocios privados del barrio cerraron con ocasión del funeral: el taller del zapatero, la frutería, la tintorería, el aguador de soda, el sastre, el puesto de la remendona de medias, la pastelería, la consulta de la podóloga y el peletero. Cada uno colocó su cartel en la puerta de su tienda: CERRADO POR ASUNTOS FAMILIARES HASTA LAS 2 DE LA TARDE. ESTAMOS DE ENTIERRO. El letrero del zapatero fue el más conciso de todos: E-M-E-R-E-N-C. Al acercarnos al lugar del sepelio, desde lejos se oía ya una música triste. Me faltaron fuerzas para mirar la urna, que estaba rodeada de innumerables ramos diminutos. El sobrino nos condujo, al oficial y a mí, al lugar reservado para los familiares. Yo permanecía expectante a la espera por si finalmente asistiría el reverendo, ya que no podía saberse a ciencia cierta tras la conversación que habíamos mantenido días antes, una disputa compleja y difícil al estilo de las de la época de los Padres de la Iglesia digna de ser publicada en el Boletín teológico. Según la tesis del reverendo, era dudoso si debía darse un entierro religioso a alguien que siempre había hecho alarde de su desprecio a todo concepto sagrado, que nunca había entrado en la casa del Señor y que con sus manifestaciones causaba escándalo entre los feligreses. Cuando intenté demostrarle la calidad humana de Emerenc, su rostro delataba incredulidad; me contestó con frialdad que lo que él debía contemplar eran los preceptos de la constitución canónica y, sobre todo, los de Dios. Con qué derecho reclamaba el servicio de la Iglesia alguien que no había practicado activamente su religión y que con su irregular modo de vida había sido una deshonra para la congregación, aparte de que nunca había participado en el rito de la comunión. Le contesté que no era ella la que había pedido la ceremonia, sino que era mi deseo y el de todas las personas de bien que la conocimos en vida, porque entre sus propios adeptos, en apariencia tan devotos, no había ninguno tan profundamente cristiano como aquella vieja, aunque echara pestes de la Iglesia como institución. Sí, era cierto, había declarado que la predestinación era una tontería y que no creía que Dios fuera menos sabio que ella misma; ella, que sabía discernir que un perro no era un ser humano y por eso no castigaba a Viola cuando cometía una fechoría; entonces, cómo iba a ser Dios tan injusto de condenarla a ella sin antes juzgar su vida. Esa mujer no practicó la fe dominical de nueve a diez, sino que lo hizo a lo largo de toda su vida, hacia toda la gente que la rodeaba y con tan pura filantropía como los personajes bíblicos. Y si el reverendo no me creía, entonces es que era ciego, si todo el mundo la había visto recorrer las calles con sus eternos guisos de comadrona… El sacerdote, un hombre joven y culto, no dijo ni sí ni no, pero me preguntó la fecha del funeral y, de forma cortés, aunque sin mostrar ningún signo de simpatía, me acompañó hasta la puerta. Por último me confesó que, lamentablemente, nunca tuvo la oportunidad de conocer las cualidades de la señora Emerenc.

Después de tales antecedentes, divisar su figura con sotana entre la gente me alegró y me enterneció. El sermón que ofició reunió argumentos de una lógica cristalina y, aunque reconoció el fruto del trabajo de la difunta, advirtió a los presentes que pensar exclusivamente en el pan de cada día era un error y que la fe no debía ser un asunto privado entre la persona y Dios, ya que para eso existía la institución eclesiástica. Pronunció un discurso correcto y formal, pero tan carente de emoción que en sus insípidas palabras, que ejercían el efecto adormecedor del cloroformo, no pude reconocer a aquella maravillosa anciana que todos apreciamos tanto. Lo escuché invadida por la sensación de una leve anestesia, y no por el dolor primario y profundo que se siente ante un ser querido convertido en cenizas, sin poder admitir aún que ese polvillo era la misma persona que hacía poco nos sonreía. Asistió tanta gente al funeral que parecía que Emerenc hubiera tenido doce hijos, cada uno de ellos varios descendientes, y que toda la familia numerosa al completo hubiese venido a despedirla, y, por si fuera poco, se hubiese añadido a su comitiva funeraria todo el plantel de obreros de una gran fábrica, en el supuesto caso de que ella hubiera trabajado en una. La calle principal y los senderos del cementerio se encontraban atestados, un siniestro enjambre de gente vestida de negro. Los que estaban más cerca del reverendo podían aferrarse, para combatir su dolor, i los efectos analgésicos de sus frías palabras y se mantenían serenos; pero los más alejados, lloraban. Caminando solemnemente, llegamos hasta el columbario. Dentro del nicho coloqué un ramillete elaborado con flores de su jardín. Se rezó la última oración y cerraron el nicho con una placa, que fue sellada con cemento. Durante toda la ceremonia, Adélka, en vez de mirar la urna de su amiga, mantuvo la vista fija en Sutu, que ahora lloraba desconsoladamente.

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