Authors: Magda Szabó
Al igual que cuando alguien es apuñalado en el corazón con un cuchillo muy afilado pero no se desploma en el acto, todos sabíamos que la pérdida de Emerenc aún no había impreso las marcas del dolor en nuestras conciencias. El desmoronamiento vendría más tarde, y no aquí, donde, aun en la absurda forma de una urna, ella seguía presente entre nosotros, sino en la calle, donde nunca más la veríamos barrer, o en el jardín, donde los gatos malheridos y los perros hambrientos seguirían deambulando en busca de refugio, pero sin que nadie ya les echara unas migajas. Todos sabíamos que ella se había llevado un trozo de la vida de cada uno de nosotros. El teniente coronel se mantuvo durante toda la ceremonia en posición de firmes, como cuando hacía la guardia de honor; el hijo de Józsi y su mujer sollozaban con el corazón roto, pero yo, que soy incapaz de llorar cuando me miran, no vertí lágrima alguna. Sabía, además, que para mí aún no había llegado el momento del llanto, que todavía me esperaba lo más difícil.
Una vez finalizada la ceremonia, la mayor parte de los asistentes permanecieron juntos. Desde la muerte de Emerenc, Adélka parecía más activa, más decidida y de algún modo más segura, tal vez porque antes se sentía oprimida y relegada a un segundo plano por la fuerte personalidad de su amiga. En ese momento mostraba gran agitación, corría de un grupito a otro invitando a todos los asistentes a reunirse en un bar cercano para tomar una cerveza o un café. Sutu también estaba, pero solitaria, apartada de todos; desde que hiciera su oferta para ocupar el puesto de portera, había estado en la lista negra. Poco después se marchó sola.
Nosotros nos fuimos a casa. El teniente coronel le preguntó al sobrino si quería estar presente cuando por la tarde se abriera la puerta del cuarto interior de Emerenc; el oficial había organizado una brigada para vaciar toda la casa y aprovecharía también para realizar la inspección ocular que había prometido al servicio de desinfección. El hijo de Józsi prefirió volver a su casa cuanto antes, según él, y conforme al testamento, ya no le correspondía nada más de la herencia; asimismo, nos pidió que gestionáramos la entrega de la vivienda de Emerenc a la comunidad de vecinos. Añadió que, de todo lo que encontráramos allí, lo que me pareciera útil me lo llevara y regalase lo que no pudiera aprovechar. A su mujer le habría gustado venir para curiosear entre lo que había en ese misterioso cuarto, pero el sobrino la disuadió con el argumento que, si hubiera algo interesante, Emerenc se lo habría dado a ellos y no a mí y que con todo lo que la vieja les había regalado ya podían estar más que agradecidos. El sobrino y su mujer se fueron en su coche, y el teniente coronel nos acompañó hasta casa. Cuando mi marido entró, los dos nos dirigimos a la vivienda de Emerenc. La calle estaba vacía; los vecinos debían de haberse quedado por la zona del cementerio tomando algo en algún bar.
Una vez en la antesala, encontramos el hacha apoyada en un rincón; el teniente coronel la usó para romper los tablones que cubrían la puerta exterior destrozada y la interior sin llave. Después me preguntó si quería que me acompañara al cuarto, a lo que contesté que sí. Tenía miedo: de un personaje mitológico como Emerenc podía esperarse cualquier sorpresa, cualquiera, como herencia, y ya no estaba el reverendo para adormecerme con sus palabras sedantes.
—¿De qué tiene miedo ahora? —me preguntó el hombre—. Emerenc la quería mucho, no creo que le haya dejado nada malo. La única vez que yo entré en esta habitación había un conjunto de muebles cubiertos por sábanas. También vi un espejo precioso. ¡Venga!
Entramos los dos a la vez. Al principio no se veía nada, reinaba una oscuridad absoluta. Las contraventanas estaban cerradas, como siempre. El teniente coronel empezó a tantear la pared con la mano; el ambiente estaba impregnado de los efluvios de los productos desinfectantes que habían penetrado por los resquicios de la puerta. Las emanaciones asfixiantes, mezcladas con el aire viciado del cuarto sin ventilar quién sabía desde cuándo, nos provocó inmediatamente un ataque de tos. Por fin encontró el interruptor y, al encender la luz, vio que estaba muy pálida, como si acabara de sufrir una intoxicación por inhalación de gas. Me empujó hacia fuera, hasta la otra dependencia ya saneada. Solo después de abrir todas las ventanas, me invitó a volver a entrar. Entonces vi lo que Emerenc me había dejado. Tuve que apoyarme en la pared.
Solo en las películas pueden verse escenarios como aquel, y aun en el mundo de la ficción resultaría difícil de creer. Los muebles estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, las telarañas flotaban en el aire como una fina cortina que se enredaba en el rostro y los cabellos de los personajes. Si era cierto que en otros tiempos Emerenc protegía sus muebles bajo sábanas, parece que solo lo hizo hasta aquella inspección policial, porque ya no se veía ninguna funda. Era la habitación más hermosa y elegante que había visto en mi vida. Tras desempolvar una silla amplia y magnífica, apareció entre el marco dorado del vetusto mueble de estilo rococó una funda de terciopelo de color rosa pálido: era un juego de salón de finales del siglo XVIII, un tesoro digno de un museo, la obra maestra de un ebanista que seguramente había trabajado para los palacios de la más alta aristocracia. En un momento acababa de tomar posesión del suntuoso mobiliario que Emerenc había guardado para mi casa jamás comprada. En la bandeja de porcelana sobre la mesa aparecía representada una escena pastoril de jóvenes y corderos que se perseguían grácilmente, y las patas doradas del diván eran tan finas que recordaban la elegante delgadez de las extremidades de un cachorro de gato. Cuando sacudí la tapicería de la silla para quitarle el polvo, se produjo algo totalmente inesperado: rasgué el tejido sin querer, como si hubiera abierto una herida y la aristocrática tela fuera a morir por tamaña falta de delicadeza. La nube de polvo que se había levantado volvió a posarse. Sobre la mesita del imponente espejo del tocador que llegaba hasta el techo, había dos figuritas de porcelana: una de ellas era un reloj, adornado con el sol, la luna y las estrellas, que todavía funcionaba. Extendí la mano para limpiarlo un poco, pero el teniente coronel me lo impidió:
—Procure no tocar nada, es muy arriesgado tratar de mover estos objetos. La tela está totalmente apolillada. Aquí, como puede ver, todo está ajado, muerto. Por lo visto lo único que funciona es el reloj. Espere, yo le quitaré el polvo.
Quería rozar con la mano las figuras de porcelana, o mirar qué escondía el cajón de la mesa del tocador —si es que ocultaba algo en su interior—, y por eso hice caso omiso de su advertencia. Tiré del cajón para abrirlo, pero no cedía; lo intenté otra vez, con cuidado, procurando moverlo con la misma pericia con que lo hicieran sus antiguos dueños. Sin embargo, ocurrió algo muy distinto: a mi alrededor el mundo se convirtió en una visión kafkiana, en una película de terror. La mesa del tocador empezó a desmoronarse, no bruscamente, sino.1 cámara lenta, como si se derritiera poco a poco, sus restos acumulándose en el suelo en un montón de serrín. No se salvó nada: las figuras de porcelana, el reloj, el marco del espejo, el cajón, todo, hasta las patas de la mesa, se convirtieron en polvo y quedaron reducidos a cenizas de tonos dorados.
—Carcoma —concluyó el teniente coronel—. No hay nada que llevarse de aquí. Son solo ruinas. Desde aquel día de la inspección, Emerenc no volvió a abrir esta puerta. Aquí tiene usted el premio que los Grossmann le dieron por salvar a su hija Eva. Si todo estuviera en buen estado valdría una fortuna, pero está claro que no es el caso. Mire esto.
El teniente coronel posó su mano sobre un sillón y este se desmoronó. El espectáculo era realmente desolador: sillas destrozadas, con su tapizado de terciopelo rasgado fuera del marco de madera y sus patas esfumándose lentamente ante nosotros, como si una sustancia misteriosa los hubiera mantenido intactos hasta el instante en que unos ojos humanos volvieran a verlos para comprobar su fantasmal existencia. En una asociación alucinada, el salón me recordó la famosa batalla en el Hortobágy. Vi a la chica joven que yo era entonces, también cómo los alemanes disparaban contra aquel rebaño de vacas, y el cielo suspendido sobre los cuernos de las bestias que morían y se pudrían como la tapicería deshilachada por el tiempo de los muebles de aquella habitación.
—Aquí no queda nada que pueda serle útil —afirmó el teniente coronel—. Me encargaré de mandar una brigada de limpieza. ¿Quiere llevarse el reloj? Las figuritas se han roto, pero el mecanismo todavía funciona. ¿Oye el tictac? No quise llevarme el reloj, lo dejé allí, en el suelo.
No quise llevarme nada. Abandoné la casa de Emerenc sin mirar atrás, sin lágrimas. Aún no podía llorar. Al salir el teniente coronel, dejó la puerta medio abierta. Más tarde, Adélka me contó que cuando ellos entraron para echar un vistazo ya lo habían limpiado todo. No encontraron restos de nada, solo el vacío que un mobiliario, unas piezas de porcelana y un reloj habían dejado después de convertirse en nada. Pero eso a mí ya no me interesaba.
En casa, Viola se mostraba insensible, casi apático. Lo saqué a dar una vuelta y, al llegar a la altura de la casa de Emerenc, el perro pasó por la puerta sin reaccionar. Me crucé con la vecina que barría la acera, cumpliendo su turno, y la saludé; hice lo mismo con Sutu, que estaba sentada sola en su puesto de verduras comiendo una de sus frutas, aparentemente sin importarle que nadie le comprara nada, y comiendo me devolvió el saludo con una cortesía excesiva. En la calle reinaba un silencio inusual, casi nadie tenía encendido el televisor. Sin saber qué hacer, decidí finalmente visitar al reverendo para pagarle por el servicio fúnebre. Lo encontré en el jardín de la parroquia leyendo un libro; ya no había nadie en la oficina, y él mismo cogió el dinero. Le agradecí el favor, a lo que él replicó en un tono frío que solo había cumplido con su obligación. En ese instante me sentí más cerca de él que nunca. Alzó la mirada, con la leve sorpresa de quien acaba de darse cuenta de algo evidente que hasta ahora le había pasado completamente inadvertido.
—Casi nadie ha encendido hoy el televisor —observó.
—Están de luto —respondí—. La mayoría de las personas del barrio proceden de provincias. La gente de los pueblos tiene la costumbre de no poner música en Viernes Santo y los días de entierro.
—Pero si esa mujer solo tenía un pariente, que además no vive aquí… ¿Quiénes están de luto, entonces?
—Todo el barrio —contesté—. Católicos y judíos. Todos están en deuda con Emerenc.
No me lo esperaba, pero me acompañó hasta la esquina; desde allí se divisaba la casa de Emerenc, ante la cual la esposa del ingeniero seguía barriendo la calle en silencio. El reverendo me miró de nuevo, pero ya no me hizo más preguntas. El domingo siguiente al funeral, fui a misa. Había más gente que de costumbre. Asistieron personas que nunca iban a la iglesia: entre ellos estaba el tendero del ultramarinos, don Elemér, con su traje negro, famoso en el barrio por sus blasfemias; también acudieron el médico evangelista, el profesor católico, el tintorero judío y el peletero unitario. Con su presencia y la de otros muchos, la ceremonia parecía un réquiem ecuménico de asistencia casi obligada. Solo faltó el manitas, que en circunstancias normales solía ir a todos los eventos, incluso a las clases de evangelización, pero aquel día le tocaba el turno de barrer, el vendaval de la noche anterior había llenado la calle de hojas secas. Cuando llegué ante el altar para comulgar, el reverendo me miró a los ojos al ofrecerme mi trozo de pan; y yo, en vez de bajar la vista hacia mis tres dedos, símbolo de la Santísima Trinidad, le devolví la mirada. Y él sabía perfectamente que lo hacía así en agradecimiento al homenaje que había rendido a la gente del barrio en el entierro de Emerenc.
Sutu tampoco acudió a la iglesia. Regresamos a casa con la conciencia tranquila; aunque no volviera a tratarse el asunto, sabíamos que esta vez la verdulera no se había salido con la suya, que la finca funcionaba perfectamente sin su contribución porque todos los vecinos, en un acto solidario, nos habíamos organizado para participar por turnos en la limpieza de la calle. Incluso yo llegué a barrer una vez, pero lo hice con tanta torpeza que Adélka tuvo que quitarme la escoba de la mano; discretamente me aparté, avergonzada por mi inutilidad y pensando que tal vez ni siquiera sirviera para mi profesión. Sutu no colaboró en el trabajo colectivo. Casi no la veíamos, había cerrado el puesto y era un misterio saber de qué vivía. No daba señales de vida y, como era verano, ni siquiera el humo que sale de las casas solo en invierno podía delatar si se hallaba o no en la suya. Se sospechaba que vivía retirada, a la espera de algo. Más tarde supimos cuáles habían sido sus planes.
Al cabo de unas semanas vino a verme el manitas, pero, como sentía algo de vergüenza, mientras me daba la noticia no paraba de sobar nerviosamente la oreja de su viejo amigo Viola. Empezó diciendo que venía de parte del señor Brodarics para explicarme que la finca, sin las atenciones de Emerenc, no podría mantenerse en condiciones adecuadas. Hasta ahora las cosas habían marchado más o menos bien porque hacía buen tiempo, pero cuando comenzaran a intensificarse los fríos del otoño y a caer las hojas la situación no podría sostenerse solo con el trabajo colectivo de los inquilinos. En el edificio prácticamente no había jóvenes, y los que había trabajaban fuera y regresaban a casa por la noche.
—No me diga más —le atajé—, el señor Brodarics quiere decir que el edificio no puede estar sin un portero a jornada completa, así que van a contratar a alguien, si no lo han hecho ya. Entiendo. ¿Lo han buscado a través de un anuncio?
—No precisamente.
Parpadeó nervioso y evitó mirarme. Me puse tan tensa que apreté el cuello de Viola con tanta fuerza que el animal se retorció de dolor.
—Mire usted —dijo el manitas—. La conocemos de toda la vida. Es una mujer limpia, ordenada y trabajadora, no bebe, y para los hombres está ya un poco mayorcita. Sutu se ofreció en un momento en que los ánimos estaban muy encendidos, y por eso nos indignamos tanto. Pero luego, con el tiempo, nos calmamos y empezamos a pensar en frío. Al final llegamos a un acuerdo…
—Con Sutu… —dije, resignada.
—¡No, por Dios! ¡Cómo se le ocurre…! Con Sutu, no. Con Adélka. El señor Brodarics me ha enviado para decírselo y evitar así sorpresas.
A esas alturas, ya nada me sorprendía. En cuanto se marchó el manitas, salí a la terraza desde donde se veía la antesala de Emerenc. Divisé la figura de Adélka junto a otra, la de la esposa del zapatero, sentadas a la mesa de Emerenc, preparada con tan buen gusto como lo hiciera en su tiempo la vieja portera. Las dos mujeres estaban inclinadas sobre una fuente, limpiando verduras para el almuerzo. En ese momento, libre por fin de mundos extraños, me relajé y rompí a llorar. Mi esposo me miró con compasión, pero no intentó consolarme.