Authors: Magda Szabó
—Emerenc —proseguí—, si a mí me hubiese pasado lo mismo, ¿usted me habría dejado morir?
—Por supuesto que sí —respondió con sequedad, ya sin lágrimas.
—¿Sin sentir ningún remordimiento?
—No.
—Pero de ningún modo podría haber evitado que la gente se enterara de su situación… Si hubiera muerto, se habrían descubierto todas las inmundicias, el pescado podrido, con toda la mugre acumulada, por no hablar de los gatos.
—¿Y qué? Si me hubiera dejado morir, qué importa lo que hubieran podido encontrar después. Yo ya no lo iba a ver. Los muertos no ven ni sienten nada. Usted es tan feliz imaginando que, después de muerta, una comitiva la esperará allá arriba en los cielos, y que incluso los ángeles se encargarán de hacer la mudanza de su piso con todo dentro, su máquina de escribir, el secreter de su abuelo, y que todos juntitos, con Viola, vivirán allí felices hasta el final de los tiempos… ¡Qué ingenua es usted, por no decir estúpida! Que sepa que un muerto es un cero a la izquierda, ni más ni menos, algo que ya no existe. ¿Cómo no se ha dado cuenta aún? Ya es usted lo bastante mayorcita para comprenderlo.
Así pues, no solo siente vergüenza; también siente rabia y odio hacia mí. Muy bien, lo acepto, pero que no espere que me retracte, yo no soy Adélka.
—Si no cree en nada, entonces, ¿por qué quiere exhumar y juntar a sus padres y sus hermanitos gemelos en esa maravillosa cripta que piensa construir? Si es como usted dice, ¿qué más da? Se supone que están muy bien bajo las flores silvestres de los caminos.
—Si a usted no le importa que crezca mala hierba sobre el cadáver de sus familiares, es asunto suyo, pero yo quiero algo más decente para mí y para mis muertos. Es verdad que los muertos no sienten nada, pero, eso sí, exigen ser enterrados con todos los honores que merecen, y nosotros estamos obligados a concedérselos. Pero ¿qué sabrá usted del honor? ¿Qué se ha creído, eh, que el huesecito que me arrojó desde el Par lamento iba a agradecérselo como hace Viola, con las manos graciosamente sobre el corazón y atenta a sus órdenes? ¡Pues no! La señora se ha equivocado de parte a parte. Usted sabrá hacer muy bien esas demostraciones en público, pero lo quino supo hacer fue quedarse conmigo cuando la necesitaba. Ya que insistió tanto en salvarme la vida, también debió haberse preocupado por esconder mis miserias a los ojos de la gente. Pero para eso ya no había tiempo… Pues ahora déjeme en paz. Váyase por ahí a hacer alguna de esas declaraciones públicas que tan bien se le dan. ¡Vaya desfachatez…! ¿Cómo se le ocurrió después de todo lo sucedido, con esa cara dura, atreverse a decir que me debe el premio a mí?
Emerenc era perfectamente consciente de lo que acababa de echarme en cara, nos conocíamos muy bien. Me incorporé y empecé a alejarme de su cama, pero antes de salir por la puerta me preguntó:
—¿Recogió al menos la basura? ¿Está atendiendo a mis animales o también están pasando hambre? ¿Ha arreglado ya la puerta?
Por un instante, me sentí tentada de decirle que ya no le quedaba más que la mitad de su vivienda, que la puerta había desaparecido y que los gatos habían huido. Pero no, si hubiera cometido otra vez el error de reaccionar mal ante su provocación, nunca me lo habría perdonado. Le respondí que, desde el momento en que el médico la había sacado de su habitación, nadie había entrado en su casa excepto yo, que mi marido, con ayuda del señor Brodarics, había vuelto a colocar la puerta, y que los gatos no podían escaparse porque el boquete había sido tapado con la tabla que ella usaba para hacer la masa de sus pasteles. Le dije también que, la misma noche de su ingreso en el hospital, fui a su casa para hacer una limpieza general y tirar la basura, e incluso tuve la previsión de repartirla por los contenedores de todo el barrio para que nadie sospechara nada. Al día siguiente fui a ultimar las pequeñas tareas que habían quedado pendientes, aunque debo reconocer que lavar el suelo con cepillo me costó muchísimo. Hablé con una fluidez asombrosa, como si estuviera leyendo un libro. Los gatos estaban bien; el cuerpo del que ella me había entregado lo había enterrado, por supuesto, debajo del rosal. Todos los días les daba carne, porque no tenía tiempo de prepararles otra cosa. Imagínese, hoy todavía no he tenido tiempo de cocinar ni siquiera para nosotros, pero no se preocupe por los gatos, ellos ya han comido. En ese momento me tenía que ir corriendo a casa para preparar algo caliente que comer, y además, quería llegar antes de que empezara a llover. Estaba desbordada: habían sido demasiadas cosas para un día. Cuando me marchaba, oí de repente:
Magduska.
Era mi apelativo cariñoso. Los únicos que me habían llamado así habían sido mis padres, nadie más. Me detuve sobresaltada, expectante. Mi corazón latía acelerado, me sentí embargada por una multitud de emociones tan dispares como la vergüenza por mis mentiras, la esperanza, los remordimientos y el alivio. Con un ligero ademán de la mano, me pidió que me acercara. Repitió mi nombre, que en su boca dejó de ser una simple palabra. Vibraba con resonancias misteriosas, temblaba como una leve descarga eléctrica; sonaba impactante, inquietante, pero al mismo tiempo suave, como el sonido de rasgar un delicado velo o descorrer una cortina de batista. Tras sentarme al borde de la cama, Emerenc tomó mi mano en la suya y examinó uno a uno mis dedos. Después empezó a hablar:
—¿Lo ha hecho todo con esas manitas torpes que no saben hacer nada? ¿De verdad ha podido limpiar todas esas inmundicias hediondas, toda esa podredumbre repugnante? ¿Lo ha hecho todo sola, de noche, para que nadie la viera?
No pude sostener su mirada; giré la cabeza. Entonces sobrevino el momento más desgarrador de mi vida: ella abrió la boca y tomó mis dedos entre sus encías desdentadas. Si alguien nos hubiera visto en ese instante, habría pensado que éramos dos mujeres locas o perversas. Pero yo sabía lo que su gesto significaba, había visto algo parecido en Viola. Cuando el perro ya no tenía otros medios para expresar un estado de felicidad casi eufórica, comenzaba a mordisquear tiernamente mis dedos en señal de agradecimiento como Emerenc hacía ahora. No la había traicionado; al contrario, había sabido evitar que la gente viera la suciedad y la basura acumuladas a su alrededor. Por lo tanto, nadie pudo haberse reído de ella, nadie del barrio; su honor estaba a salvo, y ella podría volver a su casa tranquilamente. Remontándome en el tiempo, hay pocos momentos en mi vida que, al ser evocados, me sigan estremeciendo aún hoy en día. Aquel fue uno de esos momentos. Pero nunca, ni antes ni después, sentí semejante desdoblamiento entre dos emociones tan contradictorias: una mezcla de aversión y placer. Aparentemente, el orden volvía a reinar entre nosotras: los gatos jugueteaban traviesos como en aquella ocasión, los postigos de la ventana seguían ocultando su
laversit
en la oscuridad impenetrable del universo de Emerenc. Sin embargo, yo sabía que todo aquello se había consumido entre las llamas hacía mucho tiempo. Retiré mis dedos; estaba tan profundamente conmovida que no podía soportarlo más. Solo cuando ella rozó mis ojos con un dedo, me di cuenta de que las lágrimas corrían por mis mejillas. Me preguntó por qué lloraba ahora que por fin se había arreglado todo. Al saber que podía volver a su casa con la cabeza bien alta, me prometió curarse rápidamente. Antes de marcharme, recompuse un poco mi rostro, mientras Emerenc reunía las chocolatinas, galletas y golosinas que le habían sobrado para que se las llevara a Viola.
Emerenc seguía recuperándose a buen ritmo. Su cabello, aunque algunos de sus mechones habían sido cortados por razones de higiene, comenzaba a crecer y a igualarse, enmarcando de nuevo su hermoso rostro libre de arrugas. Se la veía más relajada y tranquila, como si acabara de liberarse de un gran peso que le oprimiera el corazón; todo el mundo, los médicos, la gente del barrio y el teniente coronel, percibieron con alivio los cambios positivos en el estado anímico de Emerenc. En cuanto a mí, su paulatina mejoría aumentaba mi nerviosismo, porque eso también significaba que se acercaba el momento de tener que confrontar mis enrevesadas mentiras con la realidad. Cuando volví a hablar con el médico, este mostró su preocupación por el asunto, y me aconsejó que procuráramos ahorrarle el sufrimiento que le produciría el conocimiento de esa verdad, al menos hasta que el oficial de policía no se hubiese encargado de la pintura de las paredes de la cocina, de la reposición de los muebles quemados y de la colocación de una nueva puerta. Me parecía inútil explicarle al doctor que, aunque consiguiéramos que su casa luciera como el palacio de Buckingham, Emerenc nunca quedaría satisfecha por la simple razón de que les tenía un cariño inmenso a sus cachivaches de cocina, eran absolutamente insustituibles porque para ella no había dos iguales y cada uno le hablaba de un recuerdo distinto de solo Dios sabía qué época. Prueba de ello era que, aunque había dispuesto de recursos para renovar sus muebles a lo largo de los años, jamás se le había ocurrido hacerlo. Yo temía los reparos que pondría Emerenc al ver la intervención en su vivienda, pero sobre todo el hecho de que descubriera mi mentira, y con el disgusto pudiera tener una recaída y debilitar aún más su ya maltrecha salud. Intenté que el médico comprendiera que ahora Emerenc vivía con la feliz certeza de que los vecinos no se habían enterado de su vergonzoso secreto gracias a mis acertadas maniobras, y ello le permitiría volver a su casa con la moral recuperada y la cabeza bien alta. Incluso había creído que sus queridas mascotas estarían esperándola allí, como siempre.
«Bueno, señora, puede que todo lo que me está contando le afecte, pero no creo que sea para tanto. No se preocupe, sobrevivirá a ello.»
Lo miré resignada. No había entendido ni una palabra y, evidentemente, no sabía nada de Emerenc.
Mientras tanto, en el barrio se había organizado una auténtica batida para encontrar aunque fuera alguno de sus gatos. Como yo solo había visto una vez a sus felinos, carecía de datos suficientes para dar una descripción exacta; únicamente recordaba que la mayoría eran de color blanco y negro, y que había alguno atigrado. Un día encontramos el cadáver atropellado de un gato gris en la calle; como nadie lo reclamó, pensamos que podría tratarse de uno de los animales de Emerenc. Sin embargo, no apareció muerto ningún gato más. Ante el pánico por la llegada inevitable del fatal día en que la verdad saliera a la luz, los amigos de Emerenc empezamos a reunimos como antes, en su antesala. El círculo se había ampliado con más vecinos, y cada uno tenía que traer su silla o su banqueta para poder caber todos; así, afanados en hallar la mejor solución para el problema de la vieja portera, deliberábamos entre todos. El cargo y la responsabilidad de la presidencia habían sido asumidos por Sutu de un modo espontáneo; la gente seguía recogiendo gatos callejeros, y entre las funciones de Sutu estaba la de evaluar su origen, para lo cual contaba con la valiosa ayuda de Adélka, que, con una pericia sorprendente, decidía si eran o no de Emerenc basándose en aquella única ocasión en que había visto escaparse a los gatos de la vieja. En medio de aquella agitación general, Viola seguía negándose a entrar en la antesala, que ahora tenía un olor extraño y hostil que, por lo visto, aborrecía. En aquella época, el perro adoptó un comportamiento alarmante que duró meses, aunque afortunadamente, gracias al teniente coronel, no llegó a tener las consecuencias trágicas que podían esperarse. El oficial había mandado una circular a todas las comisarías y jardineros públicos del barrio así como a los responsables del consejo municipal, advirtiendo de que el perro cuyas características se especificaban, y que respondía al nombre de Viola, deambulaba por la vía pública en busca de su dueña y debía ser devuelto a su domicilio. El asunto se remontaba a los días posteriores a nuestro regreso de Grecia, en los que Viola había empezado a hacer rondas sistemáticas en busca de Emerenc por todo el barrio, durante las cuales llegaba hasta el bosque y de las que no regresaba a casa en varios días. El perro interrumpió una de aquellas andaduras para venir a verme en un estado de excitación febril, indicándome con su ladrido que quería mostrarme algo. Lo seguí corriendo hasta que paró dos calles más arriba, junto a la cerca de un jardín, y tras olfatear un momento percibió que lo que había visto hacía un rato, y por lo que me había hecho venir, ya no estaba. Después me lanzó una mirada de arrepentimiento, como pidiéndome disculpas por algo de lo que él no era en absoluto culpable. Adiviné enseguida que debió de haber encontrado en aquel jardín a una de las mascotas perdidas de Emerenc. El gato no lo había rehuido en recuerdo de su antigua amistad, pero aquello no bastó para que, durante el tiempo en que Viola había ido a avisarme, hubiera retomado su vida de vagabundeo. Más adelante, en las inmediaciones del mercado, unas mujeres hallaron un gato muerto, uno negro con una estrella blanca en el pecho. Presentaba marcas de brutales mordiscos de perro, hecho que avalaba nuestra sospecha de que se trataba de uno de los miembros de la colección felina de Emerenc. La vieja les había inculcado que los perros no les harían ningún daño, y la pobre bestia murió por las dentelladas de un can sin saber que, en condiciones naturales, aquel animal era el peor enemigo de su raza. Los demás gatos también desaparecieron del barrio, como si jamás hubieran existido.
Por mi parte, yo había suspendido mis visitas diarias al hospital, no solo por falta de tiempo, sino porque me parecían innecesarias. No obstante, por mucho que me empeñara en ignorar la situación, no lo conseguía. Me hubiera gustado poder seguir escribiendo, pero la inspiración es un estado de gracia divina que solo nos alcanza en unas condiciones especialmente estimulantes, a veces incluso con componentes contradictorios. La capacidad creativa requiere el impacto de emociones fuertes, dulces y amargas a la vez, unidas a un estado de serenidad; y yo, aunque en aquella época experimentara tal amalgama de sensaciones, no tenía la suficiente paz interior para encauzarlas. La profunda vergüenza que me embargaba persistentemente me impedía relajarme y disfrutar con la idea de que Emerenc seguía viva. En aquel estado de desorientación, Adélka vino a buscarme un día con carácter urgente para pedirme que me reuniera una vez más con los vecinos, que estaban esperándome en la antesala de la portería.
Una vez allí, Sutu fue directamente al meollo de la cuestión: querían saber mi opinión sobre lo que pasaría cuando Emerenc recibiera el alta del hospital. Les dije que habíamos decidido alojarla y atenderla en nuestra casa hasta que pudiera valerse por sí misma y volver a trabajar. Sus manos y su cabeza funcionaban perfectamente y, aunque no podía caminar sin ayuda, los médicos aseguraban que su recuperación total era solo cuestión de tiempo. Mi voz sonaba tan falsa como la declamación de una pésima actriz en una mala obra de teatro. A Sutu le faltó poco para hacerme callar con un gesto de desdén.