Authors: Magda Szabó
Era hora de prepararme para ir a la recepción en el Parlamento. Pero me notaba tan débil como si acabasen de machacar mi cuerpo en un mortero, y apenas me sentía con fuerzas para vestirme. Antes llamé al hospital, donde me informaron de la nueva mejoría de la enferma; le estaban administrando calmantes y antibióticos («Esperemos que se siga recuperando»), de momento estaba dormida, pero cuando se despertaba y notaba que se acercaba algún visitante, se cubría enseguida la cara con una toallita. «Lo malo es que viene a verla demasiada gente, y eso no es bueno; representa un peligro para ella porque, con tanto trasiego alrededor de su cama, el soporte de los sueros se tambalea constantemente.»
Emerenc estaba viva, se encontraba mejor; ya podía arreglarme para la velada más esplendorosa de mi vida. Saqué el traje de gala del armario; pero ni el mejor maquillador del mundo habría tenido suficiente pericia para recomponer mi rostro maltrecho por los avatares de ese día. Ya en el Parlamento, el primer conocido a quien le comenté lo indispuesta que me sentía no manifestó sorpresa alguna, e incluso prescindió de las obligadas palabras de contrariedad en esos casos. Tampoco, nadie se extrañó al verme huir de la celebración antes de tiempo. Con los reflejos de las enormes arañas de cristal que adornaban el techo como coronas, y los destellos de las joyas y medallas en los pechos de los premiados, la gran sala de actos resplandecía con el fulgor de una noche estrellada de verano. Con ese derroche de luces que reverberaban también sobre el reluciente pavimento, el entorno recordaba los fastuosos bailes de épocas pasadas. Pero eso ya no podía retenerme; deseaba estar en casa, meterme en la cama, descansar, descansar… Mañana será un nuevo día y con él podré saber más, conoceré mi condena. Si Emerenc muere, no habrá salvación posible. Si sobrevive, significará que la fuerza que siempre me ha mantenido a flote, una vez más, por ultimísima vez, me seguirá sosteniendo sin hundirme en los torbellinos de mi abismo personal.
Aquella noche dormí agitada, pero afortunadamente los sueños me evitaron. Estuve pendiente del teléfono por si me llamaban del hospital con cualquier incidencia, como les había pedido a las enfermeras. Me desperté sobresaltada varias veces; sin embargo, el aparato permanecía en silencio. Por la mañana, saqué a pasear a Viola, que seguía mostrándose apático y negándose a comer. Después me dirigí al hospital a toda prisa para ver a Emerenc. En el momento en que llegué estaba siendo atendida por dos enfermeras, una la aseaba y otra le ofrecía el desayuno, que llevaba en un carrito. Su aspecto había mejorado sensiblemente. Apenas se percató de mi presencia a través de la puerta entreabierta, buscó a tientas su toallita y con un gesto brusco se cubrió la cara. Con el corazón en un puño, entré en el despacho del médico de guardia que la había vigilado durante la noche. Las noticias que me dio fueron alentadoras.
—Podemos decir que ha salido airosa de este trance; ya ha pasado el peligro y, si sigue con este ritmo de recuperación, es casi seguro que se curará, de modo que puede irse usted de viaje tranquilamente, no creo que vaya a pasar nada. De todos modos, eso sí, tendrá que quedarse un par de semanas más en el hospital y cuando le demos el alta seguirá necesitando —subrayó el médico— reposo y tranquilidad. Y de sobra está dedique tiene terminantemente prohibido trabajar. ¿Tiene alguien que la cuide en su casa?
¡Sí, claro… en su casa…! ¡Si el médico supiera…! Le respondí que nosotros la cuidaríamos durante su convalecencia, hasta que hiciera falta, y que esperábamos que un día volviera a ser la misma de antes, fuerte, sana y llena de vitalidad.
Ya no había nada que nos impidiera viajar a Grecia. Mi marido gestionó rápidamente el papeleo; a mí, sin embargo, no me apetecía irme. A desgana, empecé a preparar las maletas mientras me rondaba por la cabeza la esperanza absurda de que por algún imprevisto de última hora se suspendiera el congreso. En mi siguiente visita volví a hablar con el médico jefe, quien me aseguró que el cuadro de salud de la paciente presentaba signos inequívocos de una recuperación lenta pero segura, y que por lo tanto no hacía falta que suspendiéramos ese importante viaje. Había mejorado notablemente del derrame cerebral que le había afectado al sistema motriz y, aunque le quedaran secuelas como la parálisis de la pierna, se restablecería de forma gradual. En lo que se refería a su mutismo, prosiguió el médico, no guardaba relación alguna con la embolia, se trataba más bien de un problema mental y, como tal, era competencia de un psiquiatra. Después de la conversación con el médico, fui a ver a Emerenc a su habitación y ella hizo lo mismo que el día anterior: se cubrió rápidamente la cara con aquella miserable toalla. Bueno, pensé, no la molestaré más, es inútil insistir. Tendrá que venir Viola, el único ser de quien no se esconderá la cara y al que no mirará con ese odio feroz que me dedica a mí. Le di la espalda y me marché sin siquiera despedirme. Al bajar la cuesta del hospital, me topé con dos vecinos del barrio que subían con unas cazuelas en la mano. Cuando llegué a casa me sentía tan cansada, triste y llena de remordimientos que sinceramente ya me daba igual que Viola continuara su huelga de hambre. Recogí sus cachivaches, su cojín, sus escudillas y las latas de comida, y cargada con todo aquello, tirando del animal a rastras, me acerqué a la casa de Sutu para dejarlo con ella hasta que volviéramos del viaje oficial. Viola ni se inmutó; se sentó con total pasividad en el pequeño piso de Sutu y al marcharme ni me miró, como si nunca nos hubiera pertenecido. Impasible, apática, casi maquinalmente, hice las maletas; creo que lo único que sentía era una indiferencia absoluta, había perdido el interés por todo, incluso por mí misma. Después de cenar llamé de nuevo al hospital, pero no fui. ¿Para qué? Emerenc estaba bien e incluso comía. Le pedí a la enfermera, en un tono cortés aunque frío, casi oficial, que, por favor, transmitiera a la señora mis mejores saludos, que no se preocupara por los problemas de su casa, su amigo el teniente coronel había tomado cartas en el asunto, y que su hogar la esperaba limpio y ordenado como a ella le gustaba, se lo cuidábamos y vigilábamos, así que le dijeran que podía estar tranquila. Juzgué más prudente no hacer mención de lo que había pasado tras su ingreso en el hospital. Por último, pedí que le dijeran que no me esperara en los próximos días, aunque sin especificar por qué. ¿Esperarme? ¡Si ni siquiera me miraba cuando iba a visitarla…! Después llamé al hijo de Józsi para comunicarle que no íbamos a estar localizables durante unos días, porque nos íbamos de viaje. A última hora de la noche tomamos un avión rumbo a Atenas.
Por la mañana, ya en el hotel de Atenas, nos despertó una llamada procedente de la Federación Griega de Escritores. Descolgué el auricular, pero estaba tan exhausta y adormecida que no entendí lo que mi interlocutor decía, nada en absoluto, y no solo porque hablara en un idioma extranjero. Ahora pienso que, en esos días, debía de estar bajo los efectos de una pequeña conmoción nerviosa porque de repente me veía incapaz de pedir incluso un vaso de agua, y mucho menos de intercambiar ideas sobre las posibilidades de la convivencia pacífica en el orden mundial. En la inauguración de la conferencia nos sentaron en primera fila, y a los pocos minutos de empezar el acto, allí mismo, en mi asiento, caí rendida y me dormí. Mi marido tuvo que llevarme al hotel; más tarde se excusó en mi nombre ante el presidente, y para justificarme, sin entrar demasiado en detalles, le contó algunos de los episodios previos a nuestro viaje. Los organizadores me habían pedido intervenir en el congreso como moderadora de una de las ponencias, pero al verme en aquel estado, hablando con dificultad y de modo inconexo, casi en un balbuceo, tuvieron un gesto solidario y, con amable generosidad, nos hicieron subir en un coche que nos condujo hasta un hotel en Glifada, donde nos instalaron: poco podía hacerse con una delegada que estaba a todas luces enferma. El mar Egeo resplandecía detrás de una exuberante cortina de arrayanes, hibiscos y jazmines, pero yo, al borde del desmayo, ni siquiera lo percibí. Sin embargo, gracias a la descripción de mi marido, pude imaginar con vividez los cambios de color de la superficie marina con el avance de la luz a lo largo del día. Al llegar por la mañana, el agua era azul, de un azul tan intenso como un zafiro; al atardecer adquirió un denso tono ámbar, y cuando el sol se sumergió finalmente se tiñó de púrpura. Dormí hasta el día siguiente y cuando desperté de aquel estado de profundo sopor, salimos a pasear por Glifada. No recuerdo la imagen de ningún edificio en concreto, ni siquiera el nombre del hotel donde estábamos alojados. Vagaba en un estado próximo a la inconsciencia, dejándome llevar por las sensaciones y disfrutando de las mil fragancias balsámicas que impregnaban el aire. El cadáver de un perro arrastrado por las olas me trajo a la mente la imagen de Viola, vaga, borrosa, diluida, como en un sueño; recordé también, entre tinieblas, la escena de la entrega de premios, la figura de Emerenc, a mí misma, al equipo de desinfección, y la puerta destrozada por el hachazo: todo lo que me acababa de pasar.
La fecha de nuestro viaje coincidió con la Semana Santa, que aquel año cayó a principios de abril. El Viernes Santo asistimos a la misa del pueblo. Recuerdo que en la puerta de la iglesia había una cesta dorada llena de pétalos de rosas; cada feligrés cogía un puñado y lo arrojaba sobre el Corpus Christi, exhibido en su catafalco en medio del templo, y la lluvia de pétalos fue cubriendo poco a poco el cuerpo del hijo de Dios con una mortaja de rosas. Más tarde empezó a repicar una pequeña campana que había junto al santuario, y cuando los ancianos del pueblo que la custodiaban nos vieron practicar el homenaje de los pétalos a Cristo, hicieron gestos a mi marido para que también él llorara la muerte del Salvador conforme a la ceremonia. Esa es una de las imágenes que conservo de aquel día: la de mi marido, con su tupida cabellera entrecana agitada por el viento del mar, mientras hacía esfuerzos por tañer la campana de un templo ortodoxo. Después, uno de los ancianos me entregó la cuerda y pudieron contemplar satisfechos cómo aquella extranjera tocaba la campana de su pueblo con los ojos empañados en lágrimas; pero solo yo sabía que el llanto no tenía nada que ver con la celebración: lloraba por mí misma. Al día siguiente regresamos a Atenas, y nuestra odisea helénica terminó con otro emotivo episodio: mis colegas griegos, gente amable y maravillosa, me prepararon una cesta de despedida de parte de la Federación de Escritores, y me la entregaron con mucho cariño, sabiendo que la obsequiada se sentía tan desgraciada como si un tren de mercancías le hubiera pasado por encima. Finalmente nos acompañaron hasta el aeropuerto. La magia del vuelo me resultó tan inverosímil como de costumbre. Y, si nunca más se invitaba a Grecia a un escritor húngaro, tal vez sería por mi culpa.
En el avión convinimos en que, tras aterrizar, él se ocuparía de las maletas y yo me dirigiría directamente desde el aeropuerto al hospital. Al tomar el ascensor, con tan solo imaginar lo que le podía haber pasado a Emerenc durante esa semana, empecé a tiritar de miedo con el estómago encogido. La peor visión sería hallarla muerta, su cadáver tendido en el sótano y preparado entre trozos de hielo para ser enterrado. También podría seguir viva, pero aquejada de una enfermedad incurable; con la autorización de su sobrino como representante legal y sin haberme consultado, la habrían trasladado a la sala de cuidados intensivos junto con otros pacientes terminales. En ningún momento conté con la posibilidad de encontrarla recuperada y de buen humor. Subí a su planta; ya desde el final del pasillo oí resonar una carcajada que hubiera reconocido entre miles: era la suya, una risa alegre, desenfadada y rebosante de vitalidad. Eché a correr entre las enfermeras, que me miraban sonrientes; noté que alguien me gritaba, pero sin hacerle caso, hechizada por la voz de Emerenc, seguí volando hacia su puerta abierta. Me di cuenta a simple vista de que también tenía engatusado al personal hospitalario: a pesar de la estricta limitación del número máximo de visitantes por habitación, a ella se lo permitían todo; alrededor de su cama pululaba, en una nube negra de cortejo, al menos media docena de sus adeptos del barrio. Entre las dos hojas de la ventana, había alineadas numerosas fuentes y bandejas, cuyo aspecto variopinto ponía de manifiesto que la querida portera no se alimentaba con la dieta reglamentaria del hospital, sino con las delicias preparadas por los vecinos. Aunque Emerenc estaba recostada sobre las almohadas de espaldas a la puerta, por el rostro expectante de los demás debió de percatarse de la llegada de una nueva e interesante visita. Observé que no llevaba puesto su eterno pañuelo, con lo cual dejaba entrever sus cabellos canosos. Se volvió con la cara todavía risueña, pensando a buen seguro que el que entraba era el médico. Apenas me reconoció, una ola de rubor inundó su rostro y borró todo vestigio de la afabilidad en su expresión; acto seguido, sin mostrar la torpeza del otro día, se llevó ambas manos a la cara y la ocultó por completo; era evidente que durante los pocos días de mi viaje también había recuperado la movilidad de su brazo izquierdo. La violencia manifiesta de su gesto, que en su grosería equivalía casi a una agresión física, impactó tanto a sus visitantes que prácticamente enmudecieron. Recuperados de la sorpresa y alegando compromisos inaplazables, empezaron a recoger platos y fuentes, limpiaron la cuchara de Emerenc y se marcharon a una velocidad asombrosa. La sala quedó repentinamente vacía. Sutu ni siquiera tuvo tiempo de comentarme nada sobre Viola; al salir, desde la puerta, me indicó por gestos que nos veríamos a las seis, en su casa o en la mía, para tratar del asunto. Nunca habría imaginado que la gente tuviera esa sensibilidad para percibir, con la precisión de un radar, que en mi ausencia Emerenc me había evaluado y determinado que yo era una persona inconsistente. No conocían las circunstancias, y tampoco creían que el asunto fuera de su incumbencia; fuera lo que fuese, eran cuentas pendientes entre las dos y lo más sensato era mantenerse al margen y cerrar la boca.
Por primera vez desde que nos sobrevino aquella avalancha de acontecimientos, me embargó una emoción negativa; incluso mi profundo sentimiento de culpa empezó a disiparse. Por el amor de Dios, ¿qué había hecho yo para ser acusada de ese modo tan brutal? ¿Mi culpa era no haberla dejado perecer? Sin el suero y sin medicación, ya estaría muerta… eso lo sabía todo el mundo… No me había marchado de su lado por propia voluntad, no había eludido mi deber para irme por ahí de paseo, sino para cumplir con un compromiso profesional. Ella sabía mejor que nadie que para mí una entrevista en la televisión también representaba trabajo. Pues muy bien; si no me quiere ver, no me verá. Ya vendrán el hijo de Józsi, el teniente coronel y todos sus incondicionales, incluidas Sutu y Adélka. Por lo visto, la única que sobra aquí soy yo. Mientras pensaba aquello, ni siquiera intenté hablarle; la conocía muy bien, era inútil empezar a dar explicaciones. Por mí podía permanecer sepultada bajo su pañuelo hasta el día del Juicio Final; estaba claro que debía haberme ahorrado acudir al hospital como una loca, muerta de cansancio por el viaje, y tenía que haberme ido a casa, meterme en la bañera y relajarme. ¿Para qué? ¿Para llevarme aquel disgusto? Salí de la habitación y me dirigí hacia el ascensor. Una enfermera me detuvo: