La puerta (14 page)

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Authors: Magda Szabó

Esa mañana de junio, con Emerenc contándome tales cosas y desgranando con sus dedos huesudos las vainas de guisantes, experimenté una sensación muy parecida a la que me invadió en otro tiempo ante la tumba de Agamenón en Micenas. La escena que contemplaba en ese momento me hizo retroceder en el tiempo, en el espacio y en la historia, y acerté a vislumbrar algunas secuencias de su vida: a la niña doblemente huérfana —de un padre que había muerto joven y de otro, el padrastro, caído más tarde en el frente de Galitzia—, y a su madre flotando en el aljibe como reina de las aguas; a la pequeña Emerenc junto a los dos cadáveres chamuscados de los gemelos; y más adelante a aquella joven criada en casa del policía, o en otras casas aunque en épocas distintas, pues el amo que ahorcaba a los rojos no podía ser el mismo que detenía a los blancos. Le pregunté si, conociendo las intenciones de Polett, había intentado algo para hacerla cambiar de idea.

—Pues no se me ocurrió, la verdad —respondió Emerenc—. ¿Quiere sentarse? ¿Le importaría ayudarme a limpiar los guisantes? Todavía no hay bastante para cuatro. Al que quiere irse, hemos de dejar que se vaya. ¿Para qué iba a retenerla? Hicimos todo lo que humanamente fue posible. Por más humilde que fuera su cuartucho, tenía donde vivir, y ninguno de sus vecinos ponía objeción a que lo utilizara, además gratis. Incluso le había organizado ese círculo de amigas donde podía sentirse arropada, donde podía descargar todas sus penas y sus excentricidades, y donde siempre se la escuchaba con cariño aun cuando no la entendiésemos del todo, porque a veces hasta nos hablaba en francés. Pero estaba visto que, con todo, este esfuerzo no era suficiente, no se contentó con nosotras. Lo único que repetía siempre, en una eterna letanía, era que se sentía sola, muy sola. Pero, pregunto yo, ¿quién en este mundo no está solo? Todos estamos solos, queramos o no, irremediablemente, aun cuando compartamos la vida con otro. Una vez le llevé un gatito, un minino de lo más gracioso: un ojo azul y otro verde, tan expresivos que sin tener que maullar una lo entendía. Pues fíjese, aunque en la finca de Polett dejan tener animales, ella no lo quiso; es más, se enfadó diciendo que eso no iba a suplir la compañía de alguien. Total, ni sus amigas ni la mascota. Después de eso, sinceramente, no sé a quién habría considerado persona digna para paliar su gran soledad. Como si los animales no tuvieran alma como nosotros, solo que en un grado de desarrollo más primitivo; es más, le digo que incluso son más nobles que los seres humanos, pues el animal no denuncia ni calumnia, y si llega a robar lo hace por pura necesidad, pues lógicamente, no puede ir a una tienda o a un restaurante para comprar comida. No sabe cuánto le supliqué a esa mujer para que acogiera al gatito, ya no por ella, sino por salvar al animal que un desalmado había echado de patitas a la calle y que, de no encontrar a alguien que se hiciera cargo de él, moriría, el pobrecito. Que no, que no, que ella no se lo quería quedar bajo ningún concepto y que lo que ella necesitaba era una persona y no un animal. Pues entonces, digo yo, tendría que haberse ido al mercado para comprarse a una de esas personas que le gustaban, porque en el barrio, donde nadie daba la talla según ella, ni nosotras ni los gatos, poca cosa le quedaba. Y ya ve usted, el premio que se ha ganado. Imagínesela ahora en el más allá departiendo con los muertos, ya que los vivos le parecíamos tan poca cosa. Por cierto, ¿quién la ha mandado a usted a avisarme? ¿Sutu o la tonta de Adélka? Fuera quien fuese, pocas luces tenía, pues ninguna de las dos había sido capaz de detectar lo que Polett estaba tramando delante de sus narices. Claro, Viola y yo sí lo habíamos presentido. ¿Le quitó usted la gorra para mirar cómo le había quedado el rostro? Para ver si había sufrido mucho o no. Yo, desde luego, no iré a verla; por mí se puede quedar allí colgada eternamente, yo aún no le he perdonado eso, después de todo lo que hemos hecho por ella… Viola también la quería mucho, la mimaba y escuchaba sus interminables peroratas en francés, y que luego se haya negado a socorrer a un pobre animal, ya me dirá usted, ¿qué compasión ni pena se merece una persona de esa clase…? Se quiso ir… y se fue… y ahí se acabó la historia. Ya no tenía nada que hacer en este mundo, tan hastiada estaba con sus constantes molestias de estómago, que ya no la llamaban ni para planchar, y eso que planchaba de maravilla, se lo digo yo, mejor que cualquiera de nosotras, tenía usted que verla junto a su tabla: eso era más que planchar, eso era arte. Bueno, ¿están ya esos guisantes? ¿Usted se queda o se marcha? Si se cruza con Sutu, dígale que en cuanto cierre venga a verme, que la necesito: hoy toca preparar la compota de cerezas en conserva para todo el invierno.

Me disponía a salir pero las piernas me temblaban, al tiempo que visionaba de un modo muy desconcertante los dos leones que custodian la entrada del palacio de Micenas: dos pares de ojos —con la misma combinación de azules y verdes que caracterizaba al gatito del relato— cobraban brillo poco a poco y, una vez resucitadas, las fieras, en vez de bramar, maullaban tiernamente. Por otra parte, comencé a rezar para que Dios no me pusiera a Sutu en el camino, y también intenté formular las palabras necesarias en caso de que, a pesar de todo, me la cruzara. Hacía falta prevenirla un poco, pues no dudaba de que esa mujer imprudente le soltaría a ella lo mismo que, sin tapujos ni vergüenza, me había contado a mí. Sutu y yo tendríamos que hacer lo imposible para convencer a Emerene de que se callara la boca, al menos delante de las autoridades. ¿Qué pensaría si se enteran de que ella, en vez de impedir un suicidio anunciado, lo había propiciado y ayudado incluso con consejos prácticos? Emerenc ya estaba inmersa en los preparativos para las cerezas: había sacado de algún lugar la misma olla enorme que usaba para hervir la colada. Me detuve en el umbral.

—Emerenc —empecé con mucha precaución—. ¿Qué le parece si se ponen las dos de acuerdo sobre lo que declararán a la policía? Sutu es capaz de soltar algo que, tal vez, podría no resultar conveniente.

—¡Qué va! —dijo con un ademán de quitarle importancia al asunto—, ¿No pensará que se van a molestar en iniciar alguna investigación por alguien como Polett? ¿Cree que a alguien puede interesarle una vieja solterona solo porque se ha colgado de un árbol? Además, ha dejado una carta de despedida, yo se lo sugerí. Las cosas hay que hacerlas como se debe, la muerte también. Lo previmos todo: cómo tenía que ir vestida y la nota que debía dejar. Lo único que no podré evitar es que algún forense macho toque su cuerpo virgen en la autopsia, aunque en el fondo les da igual, han visto tantos cadáveres y de todas las clases… Lo sé porque también trabajé de criada para uno de ellos.

La tumba de Agamenón se fue haciendo cada vez más profunda: nunca antes me había hablado Emerenc de un amo forense.

—Nadie que la conozca personalmente podría creer lo cortita de mente que llega a ser usted —prosiguió Emerenc—; mire que se lo vengo diciendo y no le entra en la cabeza, eso de que la vida no dura eternamente ni tendría sentido si así fuera. ¿Usted cree de verdad que siempre tendrá a una persona atendiéndola, un plato de comida que llevarse a la boca, un papel que emborronar y un marido amándola hasta el final de los tiempos, como en los cuentos de hadas? Lo único que le importa es que puedan decir algo malo sobre sus libros en los periódicos, que por otro lado reconozco que no hacen más que difamar, pero ¿quién la ha obligado a elegir una profesión tan expuesta a ataques públicos, en la que cualquier malparido puede cubrirla con sus asquerosas inmundicias? Sinceramente, no entiendo cómo usted, con su escasa inteligencia, pudo convertirse en alguien famoso… Si no tiene la menor idea de cómo funciona la gente, ni se había dado cuenta de lo que estaba pasando con Polett… y tiempo no le faltó para verlo durante las tantas veces que tomó café con nosotras. Yo sí que conozco bien a la gente.

Mientras parlamentaba, no cesaba de verter la riada de cerezas dentro del caldero. A mí, a esas alturas, todo me parecía mitología pura: las minúsculas frutas cortadas por la mitad, deshuesadas, soltando y juntando su sangre en el perol; a su lado, removiéndolo, la figura soberbia e inmutable de la mujer con mandil negro y el rostro ensombrecido por su pañuelo a modo de capucha.

—Yo quería de verdad a Polett. No sé cómo usted no me entiende. Era a ella a quien nada le parecía suficiente. Sutu también la quería. Tampoco eso le bastó. Y la tonta de Adélka incluso la admiraba. Entre las tres, que comparadas con ella parecíamos pudientes solo por tener un empleo fijo y Adélka una pensión de viudedad, la ayudábamos en lo que le hiciera falta. En muchas ocasiones, cuando le escaseaban los trabajos eventuales, para que no pasara necesidades le regalábamos comida, le llevábamos leña para la estufa, la invitábamos a cenar, de modo que iba muy bien servida y nunca le llegó a faltar de nada. Pero ella, por lo visto, deseaba otra cosa. No quiso acoger al gato aun cuando yo me iba a encargar de alimentarlo. Entonces me acabé hartando. ¿De qué diablos se quejaba tanto? Quien no se deja sacar del agujero, allí se queda. Si no deseaba seguir viviendo, nadie tenía derecho a obligarla. Yo le dicté la carta que debía dejar, y así lo hizo, haciendo constar que: «Yo, Polett Dobri, de estado civil soltera, termino mis días por propia voluntad. Tomo la presente decisión motivada por mi grave estado de enfermedad, unido a la vejez y, sobre todo, al abandono. Quiero que mis pertenencias sean repartidas entre mis amigas: Etelka Vamos, la señora viuda de András Kürt, Adélka y Emerenc Szeredás». Pues ya ve. Más explícito no puede ser. Yo, por mi parte y para evitar futuras discusiones, ya me traje la víspera su tabla de planchar. ¿Cree que después de todo eso le queda a la policía algo que investigar?

El asunto Polett, como todos los temas espinosos que Emerenc generaba a su alrededor, quedó finalmente resuelto gracias a la gestión del teniente coronel. Él mismo me reveló más tarde los pocos datos que había encontrado sobre su identidad en los ficheros informáticos: Paulette Hortense D'Aubry, nacida en 1908, en Budapest, hija de Emil, traductor jurado, y de Katalin Kemenes, sin estudios y de oficio planchadora. Pese a que no había aparecido ningún documento que atestiguara su afiliación religiosa, Emerenc juró que había sido protestante. Cuando se pidió al reverendo que oficiara la ceremonia del funeral, mostró su desacuerdo argumentando que la fallecida era de las fieles que, como su amiga Emerenc, nunca habían pasado por la iglesia, aparte de que un acto de soberbia como este, el de decidir sobre su propia muerte, estaba mal visto por Dios. Por suerte, el sacerdote no llegó a oír la réplica de Emerenc, que consistió en volver a evocar acaloradamente los acontecimientos de aquel memorable reparto de obsequios en el que Polett también había estado presente, pero en el que ni siquiera tuvo el honor de recibir uno de aquellos trajes de gala de lentejuelas. Las damas de la beneficencia habían alegado que esa afrancesada pretenciosa, que andaba por ahí dándose aires de superioridad, no acudía a misa y, por tanto, no se lo merecía… ¡Y era verdad! Porque, mientras esas beatas rezaban en la iglesia, Polett planchaba para ellas en su casa… y no solo los domingos. Para más inri, se había visto obligada a utilizar planchas de las antiguas, ya que en nuestro barrio aún no se había completado la instalación del tendido eléctrico y los apagones también eran frecuentes. Por tanto, tenía que inhalar los vapores del carbón, que le provocaban terribles dolores de cabeza: esos eran los aires de superioridad a los que se referían. Por lo que a mí respecta, en esa época aún vivía muy ligada a mi pasado: a las costumbres de mi familia y a las del internado de chicas donde había estudiado. Siguiendo esas tradiciones, acudía a misa de domingo y, durante las fiestas religiosas, incluso más de una vez por semana, eso sí, siempre con el miedo de toparme por casualidad con Emerenc. Cuando no lograba escabullirme y me la encontraba por la calle, me lanzaba una mirada irónica y aprovechaba para darme de paso, y por enésima vez, una de esas charlas moralizantes sobre lo de que quienes vamos a la iglesia solo lo hacemos porque llevamos demasiada buena vida, nos aburrimos y no tenemos otra cosa mejor que hacer. Su afirmación no era cierta bajo ningún concepto, y mucho menos en mi caso, porque las horas que empleaba en ir a misa tenía que recuperarlas luego quedándome delante de la máquina de escribir hasta altas horas de la madrugada: el oficio de escritor es de una servidumbre durísima, no puedes bajar la guardia en ningún momento porque si abandonas las frases a medio hacer se rebelan, se van por otro camino y si las recuperas, tienes que enderezarlas para que encajen en la nueva estructura. De todas formas, en mi calidad de asidua fiel, logré convencer al reverendo para que el homenaje que tributara a Polett, esa mujer de antecedentes intachables, fuera al menos lo más generoso y pródigo posible, para compensarla por la precariedad de la ceremonia fúnebre que sería, sin duda, del estilo que se suele dar con el dinero público a los pobres. La enterraron en el cementerio de Farkasrét: el sitio elegido era uno de los peores de todo el camposanto; la urna, de las más baratas que había; la ceremonia, corta, y la comitiva fúnebre, escasa. Pero quienes la acompañamos en su viaje final quedamos maravillados con el último mensaje de su mejor amiga: la ofrenda de Emerenc era una maceta de hermosos geranios que brillaba entre unos pocos ramos miserables, con una cinta nívea —en vez de negra— que decía: «Descansa en paz, allí donde no existe la soledad: Emerenc». Tras depositar la urna y sellar la lápida con cemento, todos nos dispersamos para visitar otras tumbas de seres queridos. La única que permaneció ante la modesta placa en memoria de Polett fue Emerenc. Seguramente, entonaba su propio réquiem de despedida, pensé cuando, terminadas nuestras visitas y ya de regreso, volvimos a coincidir en la salida. Con los ojos hinchados por el llanto, con una mueca que le desfiguraba los labios, desmoralizada y abatida, toda ella parecía hecha de dolor; nunca en mi vida la había visto así. Por la noche vino a buscar a Viola, que, también visiblemente afectado, ni siquiera se animó a dar los saltos de alegría que solía cuando lo sacaban a pasear. Al regresar, Emerenc le ordenó retirarse y el perro se fue, sin rechistar, a echarse en su manta. Yo estaba colocando utensilios de un armario cuando Emerenc, inesperadamente, dijo algo. Me di la vuelta para escucharla:

—¿Usted ha matado un animal alguna vez?

Le contesté que no, nunca.

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