Authors: Magda Szabó
La denominada ola retro no había llegado aún al país, pero nuestra señora de la limpieza, con muy buen ojo, ya coleccionaba objetos que luego resultaron ser valiosos, como por ejemplo la pintura que aquella mañana encontré en nuestra biblioteca y que supimos, más tarde, que era un cuadro muy cotizado, aunque tuviese el marco dañado. Entre sus hallazgos figuraba también un halcón disecado sobre un soporte de ramas secas, una bota de charol, un hervidor de agua con un blasón ducal y una caja de maquillaje que supuestamente había pertenecido a una actriz; de hecho, lo que nos despertó aquel día fue el intenso olor de esos cosméticos. El conjunto incluía también un enano de jardín y un perro marrón de escayola, este último con un pequeño defecto. Para nosotros el día había arrancado de un modo frenético: el perro, después de acompañar a la mujer en su ronda de coleccionista husmeando por doquier, aullaba exasperadamente en la habitación de mi madre; había sido encerrado para no molestar a la artista en la complicada tarea de limpieza y presentación de los obsequios. Tras la discreta retirada de Emerenc, el alarido quejumbroso de Viola, empeñado en que le abriésemos la puerta, se hizo insoportable. Fue eso en realidad lo que nos obligó a levantarnos y, por desgracia para todos, el primero en salir del dormitorio fue mi marido y no yo, lo cual actuó como detonante del escándalo. En cuanto entró en su despacho y vio en su librería, que ocupaba toda la pared hasta el techo, aquel enano de sonrisa aterradora junto a la bota de charol, todo ello delante de su colección de clásicos ingleses, sufrió un repentino ataque de cólera. Emerenc también había empujado el
Ulises
hacia atrás para dejar lugar al hervidor de agua blasonado, que, por si fuera poco, lucía un ramo de flores artificiales en su interior, mientras que el halcón reinaba imponente sobre la repisa de la chimenea. Lo que tuve que escuchar a continuación me hizo huir espantada: en mi vida había oído hablar a mi marido tan alto y sin siquiera intentar modular el volumen de su voz. Tampoco sabía que detrás de su aparente serenidad hibernaba un temperamento tan impetuoso e incapaz de controlarse. No le bastó con dar una charla llena de reflexiones filosóficas sobre el sentido de la vida y la levedad del ser si uno puede encontrarse en su propio hogar y en cualquier momento con un enano de jardín, acompañado de una bota de caballería con su espuela en forma de alas de águila. No. Aún le quedaron fuerzas para dar brincos entre las piezas de la colección. Fue una mañana de horror y yo no sabía qué hacer para calmarlo. Yo intenté en vano explicar que para Emerenc solo era una manera de expresar lo mucho que nos quería y que, lógicamente, la elección de los regalos reflejaba su gusto. Y que, por favor, dejara de una vez de dar saltos por la habitación y de chillar, que no lo soportaba más y que me dejara a mí resolver el asunto. Aún enfurecido, salió disparado de casa; realmente me dio lástima, jamás había visto a ese hombre en un estado tan perturbado, tan desorientado. Mucho más tarde, y ya con una risita azorada, me contó que después de marcharse se había cruzado con Emerenc, que estaba barriendo la calle, y lo saludó amablemente. Al ver que él seguía su alocada carrera sin ni siquiera escucharla, la vieja esbozó una sonrisa comprensiva como diciendo ay, ¡cómo es ese chiquillo!, con la edad que tiene, no sabe ni saludar, pero bueno, su forma de ser es así y ya tendrá tiempo de aprender buenos modales… Emerenc veía nuestra relación de pareja como un misterio imposible de desentrañar y no entendía cómo yo podía haberme complicado la vida de esa manera, pero era un hecho consumado y no le quedaba más remedio que admitirlo, como yo aceptaba que nunca me abriera su puerta. No importa, el amo es así. ¿Qué le vamos a hacer? Además, es normal, porque no hay hombre que esté en sus cabales.
De todos los regalos solo uno iba destinado a mi esposo, un volumen de Torquato Tasso con una vistosa encuadernación en cuero; lo rescaté enseguida de entre los trastos y lo escondí detrás de los otros libros; no sabía qué hacer con el resto, con el enano por ejemplo, que tenía un delantal verde descascarillado, un candil en la mano y el gorro con el pompón aún entero. Mi cocina estaba equipada de una forma muy peculiar con todo tipo de enseres y utensilios viejos, herencia de mi bisabuela, como botes rústicos para guardar harina, un rodillo para marcar la pasta en forma de caracol, una máquina para picar carne, una balanza antigua con sus pesas y un molinillo de café, reliquia técnica de gran valor de la famosa casa Peugeot, que en aquel tiempo fabricaba enseres de cocina. El gnomo cabía justo en el espacio que quedaba bajo el fregadero, el hervidor de agua del duque serviría de recipiente para el detergente y el estuche de maquillaje de la actriz lo usaría para guardar los míos.
Quedaba aún el problema de qué hacer con el cuadro, con el halcón y con la bota de caballería. Al ave embalsamada, casi desprendida de su base de madera y con el plumaje medio desbaratado probablemente a causa de una rata, me la pude quitar de encima fácilmente. Solté a Viola, que en cuanto salió de la habitación de mi madre no defraudó mis expectativas y se lanzó directamente contra el halcón: acabó totalmente destrozado por las mandíbulas de Viola en menos de dos minutos; por suerte, los restos tóxicos del producto con que había sido disecado estaban muy pasados y no llegaron a hacer daño al perro. El cuadro representaba a una joven mujer con la mirada perturbada y perdida en las olas negras de un mar revuelto, y de fondo una mansión y una avenida bordeada de cipreses; quité el marco dejando solo el bastidor y colgué la pintura en la puerta de la cocina por dentro, sobre la rugosa superficie acristalada. La bota, que brillaba como nueva gracias a Emerenc, la puse junto al perchero del pasillo de la entrada; como no tenemos paragüero, pensé, quedará perfecto. Con todos esos apaños, no resulta difícil imaginar cómo quedó mi cocina: la figura de la mujer demente sobre el cristal de la puerta, multitud de utensilios, entre los cuales destacaba el molinillo de café, valiosa pieza de anticuario, el enano debajo del fregadero y un bote de manteca que perteneciera antiguamente a la cocina de mi tía y en el que se podía leer: «Si amas a tu pareja, cocina con mucha manteca». Cabe añadir que las paredes, en vez de la pintura o el empapelado tradicionales, estaban tapizadas con una tela de hule con dibujitos de conejos, garzas y gallos. Toda esa mezcolanza provocaba un inevitable desconcierto en cualquiera que entrara en mi cocina. Algunos reaccionaban con estupor y otros con un ataque de risa. Nada de eso me preocupaba mucho, porque generalmente nos visitaban artistas, acostumbrados a ese universo visual bohemio y algo delirante; hacía mucho tiempo que había perdido el contacto con los miembros de mi familia, convencionales y ajenos a ese tipo de cosas fantasiosas, a quienes podrían chocar mis rarezas. La única persona de mi entorno que podía oponerse a convertir el pasillo de la entrada y la cocina en un manicomio era Emerenc, pero no lo hizo; al contrario: disfrutaba con los escenarios de mi teatro de guiñol privado y le gustaba, desde el principio, desenvolverse entre bastidores. Sentía por los objetos extraños una sensibilidad parecida a la de Hoffmann y la de Hauff. Según contaba, uno de los acontecimientos más grandes de su vida se produjo cuando, a petición suya, le regalé el maniquí de sastre antiguo hecho a medida para el cuerpo de mi madre, que yo conservaba. Emerenc agarró el muñeco y se lo llevó a su casa con entusiasmo exaltado, como si se tratara de una reliquia digna de veneración. Por un lado, no llegaba a acertar cuáles podían ser sus motivaciones para acumular tantos y tan extraños objetos en su misterioso cuarto eternamente cerrado, y, por otro, me sentía halagada y feliz porque había aceptado por fin algo mío, contra la que, como ya he dicho, era su costumbre. Volvería a ver ese maniquí muchísimo tiempo después y en uno de los momentos más irreales de mi existencia: mientras deambulaba aturdida entre aquellos objetos esparcidos, los mismos que habían acompañado a Emerenc en vida, ya desbaratados y sacados al jardín para ser rociados con gasolina y quemados. Entre ellos volví a encontrar el maniquí sin rostro de mi madre, y descubrir, prendido a la altura de su pecho de pana, el iconostasio de mi antigua asistenta. En él aparecían imágenes de los miembros de la familia Grossmann, de mi marido y de mí, del teniente coronel y del sobrino, también del panadero del barrio, de Viola, claro está, y, finalmente, de la propia Emerenc de joven con el uniforme de criada y una bonita cofia que cubría sus cabellos rubios; en los brazos sostenía un bebé de pocos meses.
La atracción de Emerenc hacia los objetos curiosos no era una novedad para mí; lo que sí me sorprendió aquella mañana fue su nueva costumbre de coleccionarlos no ya para ella sino para mí. Mi intención no era ofenderla, ni me habría atrevido a hacerlo, pero, con toda mi buena intención, el perro marrón con la oreja defectuosa sobrepasaba todos mis límites: era probablemente la creación malograda de un diletante en crisis existencial. Lo escondí detrás del mortero, pero sabía que si mi esposo lo encontraba lo arrojaría en el acto a la basura. Aquel perro era más de lo que se podía tolerar.
—¿Ha visto todo lo que han tirado esos despilfarradores? —me preguntó—. Lo he rescatado todo, yo sola, y se lo he traído. ¿Está contenta?
Claro que me había hecho ilusión: ¡menuda mañanita me había hecho pasar, agradable como pocas en mi vida! No le respondí, seguí escribiendo en la máquina; bajo mis dedos que temblaban nerviosos iban naciendo, como embriones malformados, frases sin coherencia ni sentido. Emerenc recorrió las habitaciones para descubrir dónde había colocado los adornos, me recriminó por haber metido el enano y la pintura en la cocina —«Es una pena esconder tanto estas bonitas piezas»—, castigó a Viola con un buen guantazo por desbaratar el halcón; pobre perro, no podía alegar en su defensa que la culpa la tenía yo por haber puesto la pieza a su alcance para tentarlo. Emerenc no insistió más en el tema: lo que más le interesaba era saber el destino del hermoso perro de escayola. Cuando le dije que no soportaba verlo y por eso lo había quitado de mi vista, entonces sí que se indignó; se me plantó delante de la mesa y, hecha una furia, me gritó a la cara:
—Vaya, vaya… ¿Así que no se atreve siquiera a darse el pequeño gusto de meter una bonita escultura en casa solo porque al amo no le gustan los animales? No sabía que fuera esclava de su marido… Y sus malditos caracoles, ¿qué? Como ese que está en su secreter y que utiliza para guardar las invitaciones y las tarjetas de visita. Pero ¡si es horrible! ¿Adónde vamos a parar? ¿Caracoles sí pero perro no? No hay derecho. Ocúpese de esconderlo bien, porque la próxima vez que lo vea lo rompo. ¡Qué asco!
Agarró el nautilo, regalo de Mária Rickl a mi madre después del reparto del piso de la calle Kismester, lo quitó de su base de coral y lo llevó, asqueada, hasta la cocina para dejarlo con todas las invitaciones y tarjetas entre el tarro de azúcar y el de maicena. A continuación cogió el perro con la oreja rota y lo colocó en lugar de la concha del nautilo. Eso era algo que ya no podía permitir: estaba bien que Emerenc se entrometiese en mi vida y compartiese mis espacios privados, pero lo que no podía consentir era que los transformara a su gusto.
—Escuche, Emerenc —le dije con voz muy seria—, por favor, haga desaparecer esta figurilla de mi vista, llévesela a la calle donde la encontró o, si prefiere, la tira, me da igual: no quiero verla más. Es un chisme de mercadillo barato, está roto, es de pésimo gusto y no es solo el amo quien no lo quiere ver, yo tampoco. Mi casa no es un museo del kitsch. ¿No ve que eso no es arte, que no es más que una simple y vulgar cursilería?
Con sus ojos azul celeste me lanzó una mirada penetrante. Por primera vez le vi, en lugar de su habitual expresión llena de interés, atención y afecto, una chispa de desdén que, además, no pretendía ocultar.
—¿Qué es «kitsch»? —preguntó—. ¿Qué significa esa palabra? Por favor, explíquemela.
Me costaba encontrar la fórmula adecuada para hacerle ver qué culpa tenía el pobre perrito para ser considerado un producto barato, feo y mal proporcionado. Que kitsch es algo falso, irreal, ideado para satisfacer sin más necesidades de placer baratas y superficiales; kitsch es el sustituto de valores verdaderos, sinónimo de falta de autenticidad y calidad.
—¿Este perrito es entonces falso? —preguntó indignada—. ¿Y por qué, si no le falta nada? ¿Acaso no tiene sus orejas, sus patas y su rabo? ¿Y esa cabeza de león de bronce que ha colocado usted sobre el archivero, y que todos sus invitados adoran y le dan golpecitos como idiotas, pero que es un león que no tiene ni cuello ni nada, solo la cabeza, y que cuando la golpean hacen como si llamaran a un puerta que no es más que un armario lleno de papeles? ¿De modo que un león que ni siquiera tiene cuerpo no es falso, y un perro que se parece a un perro de verdad sí lo es? ¡Vaya cuentecito! Pura mentira. ¿Por qué no me dice directamente que no quiere aceptar nada mío y punto…? No me diga que el problema es este pequeño desperfecto en la punta de la oreja, si usted misma guarda bajo cristal una cosa negra rarísima, un fragmento sucio de barro, que su amigo de Atenas desenterró de yo qué sé qué isla… ¿Me quiere decir usted que ese trozo es algo completo, perfecto y bonito? No, usted se está mintiendo a sí misma porque no se atreve a reconocer que le tiene miedo al amo; bien, yo lo puedo entender, pero lo que no tiene que hacer es disimular su cobardía con palabras como «kitsch».
Lo más alarmante de todo fue que Emerenc casi había dado en la diana: aunque a mí también me parecía repulsiva la estatuilla del perrito, no la escondí detrás del mortero por eso, sino por lo que acababa de decir Emerenc; nada en el mundo, ni siquiera todos los fondos del museo de Heraclión, merecía darle un disgusto a mi marido, y era verdad que los argumentos de crítico de arte progre solo valían para justificar eso. Emerenc, después de escucharme con manifiesta ironía, cogió el perrito y lo guardó en el fondo de la cesta de compra que llevaba siempre encima. Ya se iba cuando, de pronto, reparó en la bota discretamente arrumbada contra la pared del pasillo, a la sombra, la hizo volcar con un gesto violento, sacó los paraguas de su interior y los lanzó a mis pies. Enrojecida de cólera, me gritó:
—¿Está usted loca? Nadie en su sano juicio utilizaría una bota como paragüero. ¿Usted cree que la he traído para eso? ¿O me cree tan idiota que soy incapaz de apreciar lo que tengo entre manos, o de distinguir lo que es correcto de lo que no lo es?