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Authors: Magda Szabó

La puerta (12 page)

Bruscamente abrió el cajón de herramientas del mueble de entrada, agarró un destornillador y arremetió contra la bota. Estaba allí frente a mí, a contraluz, injuriándome sin parar, lo cual no dejaba de impactarme porque nadie, ni en mi infancia, me había regañado: para recriminarme, mis padres aplicaban algo mucho más sofisticado, un método que no hería con palabras sino con silencio. Me dolía más cuando no me dirigían la palabra, cuando me ignoraban. Al terminar, Emerenc se puso la bota bajo el brazo, era clara señal de llevársela; en cuanto a la espuela, que se había desprendido, la tiró sobre la mesa.

—Usted es ciega, y tonta, aparte de cobarde. —Enumeró mis defectos—. Yo no sé por qué la quiero, solo Dios lo sabe, pero que conste que no se lo merece… A lo mejor con la edad, cuando madure, entrará en razón, aprenderá a apreciar lo bonito y se armará un poco de valor.

Se marchó dejando la espuela en la mesa. Para evitar que la descubriera mi marido, que estaba a punto de llegar, la recogí. Al mirar la pieza de metal, oxidada y ennegrecida, vi un vivo destello de color rojo: era un granate incrustado en el centro de la espuela. Al limpiar los cachivaches a conciencia antes de llevarlos a mi casa, Emerenc debió de haberse percatado. El regalo, pues, no era la bota en sí, sino la piedra preciosa. Era una pieza perfecta, podía llevarla a un joyero y montar con ella una hermosa alhaja. Estaba allí, mirando el fulgor bermellón de la piedrecita, y una vez más me sentí avergonzada; un fuerte impulso casi me empuja a correr detrás de la vieja, pero me contuve y reflexioné: en definitiva, no debería consentir que ella manifestara sus sentimientos de forma tan desmesurada y brusca. Hacía falta que aprendiese a modularlos un poco más. Hoy en día sé algo que en esa época aún desconocía: que el cariño es una emoción desarticulada por excelencia, y por eso se resiste a ser dosificada con prudencia. Es inútil pretender regular cómo debe encauzar cada uno sus afectos: no hay fórmulas que valgan.

Una vez serenado con el paseo, y con sus periódicos bajo el brazo, mi marido regresó. La casa estaba tranquila; la inspeccionó hasta el último rincón para comprobar si finalmente habían desaparecido todos esos cachivaches indeseables. La cocina le seguía pareciendo absurda, pero como ya tenía la mente más fría, aunque hubiese encontrado una ballena disecada, como la que colgaba del techo en la tienda de mis bisabuelos, le hubiera dado igual; sabía, además, que ese recinto, que era mi territorio, no tenía salvación posible: allí mi espíritu lúdico se explayaba reuniendo todo tipo de objetos imposibles. ¿Qué importaba entonces que en ese museo repleto de cosas extravagantes, como las que hacen los locos en las terapias curativas, hubiera un retrato de mujer con la mirada demente y un hervidor de agua que había pertenecido a un duque? Menos mal que el enano, resguardado a la sombra del fregadero, no había llegado a descubrirlo. Por fin volvía a reinar el silencio en casa; yo disfrutaba de esa paz sin darme cuenta de que era como la calma antes de una tormenta, que Viola, cabizbajo, presentía y anunciaba con su enervada conducta.

Al mediodía supe que me tocaba sacar a pasear al perro, pues Emerenc me tenía castigada y no se molestó en hacerlo. Bueno. Saqué a Viola a la calle, lo que él «agradeció» comportándose como un diablo. No podíamos ir por la alameda, donde las patrullas de policía hacían su ronda, y la acera estaba ocupada con los trastos viejos no retirados aún. Viola, alborotado en extremo y tirando violentamente de mí con la correa, merodeaba de aquí para allá olfateando y marcándolo todo con sus orines. En un momento dado divisé la figura de Emerenc, que recogía agachada una arquita decorada a mano, pero no le hice caso; fingí no haberla visto y volví a casa con el perro, que estaba como loco.

Por la noche, en vez de venir personalmente, Emerenc mandó a su sobrino acompañado de su esposa, una mujer bajita que trabajaba de esteticista y tenía unas manos muy pequeñas. Ya los conocía, su tía me los había presentado un día diciendo: «Este es el hijo de mi hermano Józsi». Era un hombre amable y de buen carácter. Nos comentó que su tía no dejaba entrar en su feudo privado ni siquiera a él, que era su pariente, lo cual no parecía molestarle demasiado porque mientras lo contaba se reía. Emerenc quería mucho a esos jóvenes, aunque les reprochara que en lugar de tener hijos ahorraran para comprarse una casa, o que les gustaran los largos viajes al extranjero organizados por agencias. La tía los recriminaba a menudo por eso, lo que no le impedía, aun a regañadientes, darles pequeñas sumas de dinero, a veces incluso cantidades importantes, ora para un viaje, ora para comprar un coche nuevo. Emerenc tenía bastante ahorrado y una renta fija mensual que era ingresada en su banco desde el extranjero. Cuando una vez le pregunté quién se lo mandaba, me dijo que eso no era asunto mío. Tenía razón.

Aquel día de la recogida de trastos, el hijo de Józsi me comunicó, entre serio y sonriente, que Emerenc mandaba a decir que dejaría de trabajar en mi casa, que vendría hasta que acabara el mes y que aprovechara ese tiempo para buscar a alguien que la sustituyera. La serie de sorpresas que Emerenc nos había preparado esa mañana había dejado un poso amargo en nuestra amistad, por lo cual la reacción de mi marido fue encogerse de hombros con indiferencia. Yo no podía concebir que eso fuera en serio y que ella dejaría de aparecer por mi casa, como antes, a cualquier hora del día. Vendrá seguro, me consolaba, no le habrá gustado mi discursillo sobre el kitsch. Ahora se está haciendo de rogar pero aparecerá sin falta, si no por mí, por Viola. El hijo de Józsi no era optimista al respecto.

—No crea usted, lo que ella dice es lo que es; hay que tomarla en serio, no suele arrepentirse. Si ha tomado la decisión de no volver a verla a usted, de ahí no saldrá, aunque no tengo ni idea de por qué se ha ofendido, no me ha dicho el motivo. Yo, por mi parte, ya sé que es una persona muy difícil de entender, y convencerla de algo… ¡por Dios!, es imposible. No entiende nada del mundo actual que la rodea, tergiversa las cosas; una vez intenté explicarle la importancia de la reforma agraria y, para empezar, me dio una bofetada, y luego me dijo que eso que habían hecho en el cuarenta y cinco le daba completamente igual, que a ella ni le habían regalado ni le habían quitado nada, así que no hay nada más que hablar del asunto. Créame, es inútil tratar de quitarle algo de la cabeza si va en contra de sus convicciones de toda la vida. Lo han intentado más de una vez en esas campañas de concienciación ideológica; a los pobres delegados los volvía locos con su cabezonería. De hecho, resultó ser la única que se resistió a contratar, ¡ni uno!, de esos bonos que decían que tenían garantía estatal y que eran, todos lo sabemos, poco menos que obligatorios, e imagínese todo lo que su amigo el teniente coronel habrá tenido que armar para defenderla por eludir un deber así. Hoy, por ejemplo, también me ha echado a mí y me ha dicho que, después de entregarle a usted el recado, me marche deprisa y no aparezca por su casa en un buen rato.

—No le vamos a suplicar que vuelva —concluyó mi marido—. Es una ciudadana libre. Yo no la ofendí, simplemente le impedí que convirtiese mi casa en un mercadillo de baratijas.

El hijo de Józsi, tras cavilar un momento, dio su opinión:

—Déjeme decir, señor profesor, que Emerenc tiene un gusto delicado e intachable. —Y fijando la mirada en mi esposo—: Deberían haberse dado cuenta de ello. Lo que pasa es que cuando elige regalos para ustedes, cree que son para dos niños y no para los dos adultos que son.

Recordé la mesa que había preparado aquel día: todo, la comida y la presentación, había sido impecable. Emerenc tenía muy buen gusto y debía de ser verdad que escogía para mí y para mi marido regalos infantiles. ¿Nos habría traído la bota no porque tuviera una piedra preciosa incrustada, sino porque le parecía un buen juguete para un muchachito pequeño como mi esposo? Y como yo había acogido a Viola y me gustaban las mascotas, ¿me había buscado otro perrito? El sobrino de Emerenc nos contó un par de cosas más, entre ellas que su tía, por alusiones indirectas, ya les había dado a entender que quería hacer testamento y que como a nosotros ya no nos iba a pedir ninguna ayuda, y que él mismo, como parte beneficiaría —ya que los herederos serían ellos— no debía intervenir, lo tendría que redactar el oficial, amigo de la vieja. Se suponía que les dejaría una buena cantidad de dinero, puesto que ella apenas tenía gastos; no pagaba alquiler ni compraba nada para su vivienda, pues tenía de todo: un ajuar completo, enseres y hasta esos muebles de origen misterioso. Solo tenía que gastar en comida, porque incluso encendía la estufa con leña que ella misma recogía en el bosque cercano. Los muebles de la tía probablemente estarían arañados por los gatos, pero no importaba, no les hacían falta porque su piso estaba bien amueblado y equipado. El dinero sí les vendría bien, así podrían empezar a construir una casa, aunque nada de eso era urgente, que antes deseaba con todo su corazón que su tía viviese cien años más, se lo merecía, pues era de esas personas de las que ya no hay, buena, buena y con toda la pureza del mundo; tenía un defecto, eso sí, esos prontos incontrolados y esas reacciones imprevisibles, motivo por cierto de su actual visita. Nos despedimos prometiéndonos que, a pesar del último incidente, seguiríamos en contacto por si surgiese cualquier problema con Emerenc, como una enfermedad. Aunque eso era poco probable, pues ella, que trabajaba diez veces más que cualquier jovencita, jamás había tenido achaques de ningún tipo. Y que, pasara lo que pasase, no nos enfadáramos, que con lo buena que era no se lo merecía.

No se trataba de enfadarnos; la reacción de mi marido, entre preocupado y aliviado, parecía contradictoria, y yo me sentía apesadumbrada. Nos habíamos acostumbrado a que todo funcionara en un perfecto orden en nuestro día a día, lo que nos permitía centrarnos y entregarnos por completo a la actividad intelectual, sobre todo en mi caso. La presencia benévola de esa mujer que lo hacía todo por nosotros y conseguía que nuestras vidas fluyeran de manera relajada y confortable nos había hecho bajar la guardia. Estábamos tan acomodados a esa situación que el impacto había sido enorme: era un contratiempo que había surgido inesperadamente y que me obligaría en adelante a dedicarme a las tareas del hogar y a postergar por tanto mi trabajo de escritora durante semanas y semanas; también podría seguir dedicándome a escribir, pero sin que nadie atendiera nuestras necesidades domésticas. No obstante, no era eso lo que más me pesaba, sino la idea de que hubiéramos ofendido a Emerenc, sin siquiera saber en qué apartado de ese incomprensible entramado de leyes que regía su mundo merecíamos un castigo tan severo: parecía completamente ilógico que todo hubiera sido por despreciar su perrito con la oreja rota.

Al principio, el comportamiento de Viola fue absolutamente demencial, hasta que asumió que, por mucho que protestara, ella no volvería; debía de haber captado, solo él sabría cómo, el mensaje de las palabras del hijo de Józsi. Tras analizar bien los hechos, la conclusión final de mi marido fue que la decisión de esa mujer había sido arbitraria y, a todas luces, injustificada. Pero si ella quería tomarse a mal algo tan normal como querer decorar nuestro hogar conforme a nuestro gusto y no al de ella, ese era su problema: nosotros seguiríamos nuestra vida igual sin ella. De repente me sentí sin fuerzas; la sensación de agotamiento era tan intensa, tan demoledora, que no podía encontrar explicación alguna en la realidad; en esas pocas horas que habían transcurrido desde el altercado, no había tenido que hacer nada que la justificara, ni siquiera la comida, que como de costumbre nos esperaba preparada en la nevera. Ese día no acerté a escribir ni una línea, algo que tampoco podía achacar a lo que había sucedido, pues la inspiración, ese estado de gracia, es huidiza por naturaleza y no siempre guarda relación con lo inmediato. Mi decaimiento, a buen seguro, fue secuela del malestar anímico que me había dejado el incidente. La alegría nos transmite menos bríos; la tristeza, en cambio, nos debilita. Yo me sentía tan afectada no por tener que buscar a otra persona para atender las labores de mi casa, sino por algo más elemental; tenía que reconocer lo que me había empeñado en ignorar hasta ahora: no solo Emerenc me profesaba un afecto que sobrepasaba el cariño normal; no, no era solo eso; yo también había llegado a quererla. La verdad era que detrás de mi aparente talante abierto, de esa fachada de mujer amable con todo el mundo, en el fondo escondía un gran hermetismo; cualquiera con sensibilidad o capacidad de observación podía darse cuenta de ello. Era tal mi hermetismo que me asustaba a mí misma. En realidad, podía contar con los dedos de una mano las personas que verdaderamente consideraba como cercanas. Desde la muerte de mi madre, el único ser por el que llegué a sentir un verdadero afecto había sido Emerenc.

La noche fue penosa. Mi esposo, al ver mi sufrimiento, hizo lo posible por colaborar y se ofreció para sacar a pasear a Viola. Ya sabíamos que iba a ser una dura empresa: cada vez que tenía que salir con él, el perro se ponía pesado, impertinente y se resistía a dejarse llevar. Después mi marido, si bien hubiera preferido sentarse a escuchar la radio, como un gran favor se quedó a ver la televisión conmigo. Evitamos mencionar el nombre de Emerenc, pero nuestro silencio hablaba de ella. Mi compañero era un competidor nato: el triunfo era como la sal de su vida, le proporcionaba una gran satisfacción, lo hacía rejuvenecer e incluso sanaba sus enfermedades. Y ese día en el que Emerenc nos declaró la guerra, fue para él el momento de la victoria. No lo dijo, pero yo lo percibí; es más: al verlo allí sentado, en actitud jactanciosa, lo imaginé con la cabeza coronada con los laureles del triunfador. Viola se disponía a dormir. Por más que insistimos fue incapaz de hacernos siquiera su habitual gesto de despedida. Con el rabo escondido entre las patas, todo su ser transmitía una terrible aflicción. Se arrastró hasta la habitación de mi madre y, una vez allí, se desplomó con el dramatismo de un herido en combate.

Transcurría el segundo día de la recogida de trastos viejos, lo cual suponía siempre un gran movimiento en la calle después del atardecer. Nosotros, como todos los años, nos sentamos en la terraza para entretenernos un rato con el espectáculo de la gente que, en la oscuridad, salía en busca de objetos valiosos. Pronto descubrimos otro indicio más de que algo pasaba con Emerenc: la brigada que solía organizar bajo su mando para la ardua labor de selección de trastos viejos, estaba allí, pero sin su jefa. El círculo de asiduos de la anciana, entre admiradores y seguidores, reunía a los personajes más variopintos del barrio. Algunos de ellos disfrutaban de privilegios especiales, como Sutu, la vendedora del puesto de verduras, Adélka, la viuda del asistente de farmacia, y finalmente Polett, una señora muy mayor que, aparte de ser solterona, tenía una pequeña tara física, una giba, y, por si fuera poco, su vida había sido toda una epopeya de adversidades. Según contaba Emerenc, en sus mejores días había trabajado de institutriz, y más tarde de profesora de idiomas, pero durante la guerra los soldados habían saqueado su casa y se habían llevado todos sus bienes. Posteriormente, y para más desgracia, la familia que la había empleado emigró al oeste sin siquiera pagarle el salario del último mes. Jamás volvió a encontrar un trabajo estable. En esa época la gente ya no necesitaba niñeras ni estudiaba lenguas. Se vio marginada paulatinamente, hasta llegar al punto de no tener nada que llevarse a la boca. De vez en cuando aún la llamaban para planchar o dar alguna clase particular de idiomas, y aunque con eso ganara algo siempre se la veía hambrienta. Al parecer dominaba bastante bien el francés, y en las frecuentes tertulias de café debió de haberle enseñado algo a su amiga; lo deduje porque al hablar Emerenc utilizaba cada vez más vocablos galos y, cuando los soltaba, lo hacía en su justo lugar y con una pronunciación impecable. Uno de sus dones era su facilidad para las lenguas: le bastaba con oír una palabra una sola vez para memorizarla ya para siempre y con el acento correcto. En las tinieblas de esa noche podíamos divisar los contornos de las tres amigas, Sutu, Adélka y Polett, rebuscando afanosamente entre los trastos del suelo para cargar las enormes cestas que cada una llevaba en la mano. Sin embargo y pese a que esos días representaban siempre para ella una oportunidad única para la caza de antigüedades, Emerenc no aparecía; estaba segura porque podía reconocerla aun en penumbra solo por su manera de moverse. En años anteriores, su figura rastreando con la esperanza de encontrar algo útil entre los restos de chismes rotos recordaba a un soldado intentando encontrar a alguien con vida entre los caídos en combate después de una batalla

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