Me miró con aire interrogativo y prosiguió:
—Ven a mi oficina. Quiero que conozcas a alguien.
Abrió la puerta y esperó a que yo saliera. Después me acompañó por el pasillo hasta su oficina.
Dentro, estaba sentada Nan Bulkely. Se volvió para mirarnos cuando entramos. Al verme, sus ojos se agrandaron y le temblaron los labios. Noté que apretaba su bolso. Por un instante nos miramos a los ojos y después ella apartó la vista.
—¿Reconoce a este hombre, señorita Bulkely? —preguntó Anderson.
—Sí. Es el doctor George Matthews —su voz era un murmullo.
Anderson se acercó a su escritorio y tomó una hoja de papel en la que había garabateado unas notas.
—¿Es el hombre al que se refería al hacerme su declaración hace unos minutos?
—Sí.
Apenas si se la oía. Yo me había quedado de pie. ¿De qué estaban hablando?
Anderson se aclaró la garganta y comenzó a leer la hoja de papel que tenía en la mano:
—«La señorita Nan Bulkely, por su propia voluntad, hace la siguiente declaración en la oficina del teniente William Anderson, de la División de Homicidios del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York, la mañana del 30 de agosto de 1944. "El miércoles de la semana pasada, por la noche, visité Coney Island con un amigo, entramos a comer en una cafetería y reconocí a uno de los empleados como el doctor George Matthews. Este hombre no me vio ni me reconoció. Yo sabía que la policía le consideraba muerto y que había estado implicado en el asesinato de Francés Raye, que sigue sin resolver. Hacía casi un año que no le veía. Cuando le conocí era un psiquiatra que había estado tratando a un amigo mío, Jacob Blunt. Volví a verle en relación con la muerte de Francés Raye, en la que estaba implicado en aquel momento mi amigo Jacob. Ustedes (la policía) pusieron a Jacob bajo la custodia del doctor Matthews para su posterior interrogatorio. Yo salí de la jefatura de policía con el doctor Matthews y Jacob; el doctor Matthews tuvo un desvanecimiento en el metro y casi cayó a las vías. Jacob y yo lo llevamos a mi apartamento. Al cabo de un rato, el doctor Matthews se encontró bien y se marchó, quedando en ver a Jacob en su consultorio al día siguiente. Esto me pareció raro, y sigue pareciéndomelo, puesto que el doctor sería considerado responsable de cualquier delito que pudiera cometer Jacob en el ínterin. Pero no dije nada. Jacob se quedó un rato en mi apartamento y después también se marchó. No volví a verle, ni tampoco al doctor Matthews, hasta la semana pasada, cuando vi a este último en la cafetería. Apenas si le reconocí, dada la terrible desfiguración que había sufrido desde la última vez que le vi. Tiene el rostro muy cambiado, pero es evidentemente la misma persona que ha estado buscando la policía."» —Anderson dejó de leer y me miró—. ¿Recuerdas algo de esto? —me preguntó.
—No recuerdo haber estado en el apartamento de la señorita Bulkely después del accidente en el metro —dije—. Como ya te dije, lo último que recuerdo es la sensación de caída... o de ser empujado.
—¿La viste la semana pasada en la cafetería?
—No.
Miré a Nan. Estaba sentada, erguida en la silla y con los brazos cruzados. Muy pálida, con los ojos muy abiertos y muy fijos. Estaba terriblemente asustada. Pero ¿por qué? Entonces recordé mi aspecto, el efecto que había tenido sobre mí la visión de mi cara en el espejo, y comprendí su terror. Aparté la vista para que no tuviera que mirarme.
—¿Crees que maté a Francés Raye, Andy? —le pregunté—. ¿De eso se trata?
Anderson se sentó y comenzó a hacer rodar un lápiz sobre el escritorio. Lo hacía ir y venir, ir y venir. Permaneció un rato sin hablar y yo no volví a mirar a Nan.
—No pienso que sea imposible, pero lo dudo... por el momento. No veo ningún motivo. Pero es cierto que no hemos podido descubrir ningún motivo razonable para su muerte. Eres un sospechoso.
No respondí nada.
—Vuelve a contarme todo desde que saliste del hospital.
—He trabajado por la noche en la cafetería All-Brite y he vivido en el mismo barrio —le dije—. Tengo amigos que pueden atestiguarlo.
—¿Pero no recuerdas haber ido al apartamento de la señorita Bulkely, ni nada de lo que sucedió entre el momento en que caíste en la estación y el día en que te despertaste en el hospital?
—Exactamente.
—¿Qué impresión le produce el doctor Matthews, señorita Bulkely? —preguntó Anderson a Nan.
Ella se puso de pie, vacilante. Llevaba una capa de piel sobre los hombros, y en ese momento se deslizó al suelo. Hice un movimiento para recogerla... pero recordé cómo había reaccionado ante mi cara. Volví la cabeza y dejé que lo recogiera ella. Cuando volví a mirar, la sorprendí con la mirada clavada en mí. De pronto comprendí que a mí tampoco me gustaba que me mirara. Aquellos ojos fijos, aquel cabello rojo, aquella hermosa cara inexpresiva... eran como una burla. Un recuerdo de la misma cara pareció subir a la superficie de mi mente, como un juguete pintado de colores brillantes en la superficie de un estanque.
No había respondido a la pregunta de Anderson. Decidí anticiparme:
—Jacob no vino con nosotros aquel día cuando yo tomé un hombre bajo mi custodia, señorita Bulkely. Aquel hombre no era Jacob Blunt. No sé quién era, pero no era Jacob Blunt. —Y me volví a Anderson—. Creo que él debería ser tu principal sospechoso, no yo.
—Está equivocado —dijo Nan con sorprendente calma (yo había esperado que mi declaración la desconcertase)—. El hombre era Jacob Blunt. Yo le conocía muy bien. No pude equivocarme.
Anderson seguía jugando con el lápiz. Quise que dejara de hacerlo, pues su incesante movimiento me ponía nervioso.
Nan se acomodó las pieles sobre los hombros.
—Creo que el doctor Matthews está enfermo —le dijo a Anderson—. Admite que ha olvidado muchas cosas. ¿No es posible que haya olvidado más de lo que cree, e incluso que esté equivocado en algunas de las cosas que recuerda?
Anderson rodeó el escritorio y la acompañó a la puerta. Le oí decir:
—... investigaremos su declaración minuciosamente, la verificaremos en todos los detalles. Nos aseguraremos de no cometer errores esta vez. Tengo su dirección.
Después se alejaron por el pasillo y la puerta se cerró. Me quedé solo.
Y una cosa terrible había empezado a sucederme. Estaba recordando... algo. Algo que tenía que ver con la cara de una chica cerca de la mía, sus ojos mirándome, algo que era terrible de recordar... que tenía que ver con el dolor... ¿con mi propio dolor o el de otra persona? No lo sabía.
Podía estar equivocado. Podía estar recordando, incluso ahora, después de mi negativa, haber ido a su apartamento aquel día de octubre. Quizás había ido, quizás había hecho otras cosas que aún no podía recordar en ese momento... antes y después de ese día.
Cerré los ojos, pero descubrí que no podía expulsar la imagen de aquella cara hermosa, de aquellos ojos grandes y fijos. No querían marcharse. Y había algo más... algo horrible que venía y que no podía evitar, que venía una y otra vez. Y algo más, el sonido de un violín... un sonido dulce pero horrible.
Oí el ruido de la puerta. Me levanté de un salto, aterrorizado. Pero sólo era Anderson. Sonreía con su expresión tensa.
—He llamado a la cafetería —dijo—. Me dicen que trabajas allí, así que por ese lado no hay problemas. Pero de todos modos querría que vinieses conmigo y que el administrador te identificara como John Brown. Así sabremos que al menos esa parte de tu historia es cierta.
Anderson seguía mostrándose amistoso y lo consideré buena señal. Sentí que mis músculos perdían algo de tensión. Traté de sonreír, pero no pude. Cuando hablé, lo hice tartamudeando:
—Crees que no sé lo que me digo, ¿no es eso, Andy?
Anderson se encogió de hombros.
—Nunca pienso en términos de blanco y negro —dijo—. Eso me lo enseñaste tú cuando trabajamos juntos. Cuando atendías a tus pacientes, ¿los clasificabas en cuerdos y locos? Sabes que no. Hay toda clase y variedad de gente y sus aberraciones mentales difieren tanto en especie como en intensidad. Debías decidir respecto a cada una, individualmente. A los policías nos pasa lo mismo. Me basta mirarte la cara para saber que algo te ha ocurrido, que las has pasado muy negras. Pero sé que el hecho de que tengas una fea cicatriz no quiere decir que hayas asesinado a Francés Raye, ni siquiera que te equivoques respecto a lo que pasó aquel día en el metro. Pero tú mismo admites que no recuerdas nada de lo que pasó después de tu caída en el metro. Y la señorita Bulkely dice que recuperaste el conocimiento en seguida y fuiste a su apartamento. Esto me hace desear verificar los otros aspectos de tu historia.
—Y te hace desear averiguar qué sucedió durante mis meses en blanco —dije.
Anderson sonrió. Se metió en el bolsillo de la chaqueta el lápiz con el que había estado jugando, sacó un cigarro y lo mordisqueó.
—Exactamente —dijo—. Y es otro motivo por el que quiero estar contigo mientras repasamos esa parte de tu vida que recuerdas. Tengo esperanzas de que en algún punto del proceso empieces a recordar lo que has olvidado. Lo he visto otras veces.
Le seguí hasta el ascensor y luego a la calle. Tenía una gran confusión mental. ¿Qué era lo que recordaba de Nan Bulkely? Seguía viendo su cara frente a la mía, su cabello rojizo, sus ojos cerca de los míos, brillantes.
Me estremecí.
Miré al teniente cuando íbamos rumbo al puente y lo cruzábamos en dirección a Brooklyn. Era un hombre pequeño y delgado, de corto cabello gris; cuando le había conocido, años atrás, me había parecido más bien un empresario con preocupaciones que un policía... y seguía dándome esa impresión. Me era difícil imaginármelo con un arma en la mano; mi fantasía prefería pintarlo inclinado sobre una caja registradora o estudiando un tablero de damas.
Hablaba mientras conducía, y me ofreció un breve resumen del caso de Francés Raye.
—Nunca hemos podido seguir una línea de razonamiento coherente desde el comienzo —dijo—. Ése es uno de los motivos por los que ahora me tomo este interés personal por ti. Como sabes, bien podría haber enviado a hacer la verificación a uno de mis hombres, que luego me habría hecho un informe. ¡Pero sucede que este maldito asunto ya me tiene harto! ¡Ahora no quiero cometer más errores!
—Es amable por tu parte —repuse—. Te agradezco el interés.
—Míralo desde el punto de vista de la División —siguió diciendo—. Hace más de un año, una mujer famosa fue encontrada muerta en su apartamento. Se encontró a un borracho tocando el timbre. El caso parecía a la vez claro y oscuro. Los diarios hicieron el alboroto habitual, pero supusimos que todo lo que teníamos que hacer era mantenernos firmes y formular las preguntas corrientes, y todo el asunto estaría a punto para los tribunales en unos pocos días.
»¿Y qué pasa? Te lo pregunto a ti, ¿qué pasa? Vienes tú, te entrego en custodia al prisionero, ¡y los dos desaparecéis! Atrapamos a un tipo pequeñito que dice que el prisionero le contrató para hacerte caer en una trampa, y tenemos que soltarlo. No sabe nada, o no quiere hablar. Seguimos sin encontrarte a ti o a Blunt. Interrogamos a toda persona que haya pasado cinco minutos con Francés Raye. Sin resultados. No hay motivos, ni indicios, ni sospechosos. En cuatro semanas de investigación incesante nunca pudimos seguir una sola pista hasta su conclusión lógica. Cuando terminamos, sabíamos menos que cuando empezamos. ¿Puede sorprenderte que, después de todos estos meses, cuando reapareces no quiera perderte de vista?
—¿Encontraste a Blunt? —le pregunté.
—El verano pasado nos mandó una postal. Fui a verle en su casa de Connecticut, y fue entonces cuando descubrí que el hombre que habíamos arrestado no era Jacob Blunt. Creí que teníamos algo y comencé a trabajar con él. Me contó la misma historia delirante que ya me habíais contado tú y el impostor: que lo había contratado aquel Eustace (quien decía que su nombre verdadero era Félix Mather) para entregar un caballo a la Raye. Pero dijo que decidió no seguir esa historia y abandonó el caballo, atado a un farol de la calle. Fue a un bar cercano y se emborrachó, y al despertarse la mañana siguiente estaba en un cuarto de hotel de Atlantic City, casado con una rubia a la que había conocido durante la borrachera. Investigamos esta historia y resultó ser cierta. Para entonces, los periódicos habían perdido interés en la historia, y yo me cuidé de que esta nueva información no llegara a ellos. Sigo teniendo el presentimiento de que tiene algo que ver, pero no sé qué. Y además, si me estuvo diciendo la verdad (y no pudimos desmentirle en nada) alguien pudo estar conspirando contra él. Por eso no quise que su historia posterior apareciera en los diarios. Puedo interrogarle en cualquier momento, aun cuando ahora vive fuera del estado. Desde hace meses, lo tenemos vigilado por el sheriff de su zona.
Yo estaba intrigado.
—Si sabías que el hombre al que detuvieron no era Jacob, ¿por qué no interrogaste a Nan Bulkely cuando ella afirmó que sí lo era?
—No quiero que sospeche que sé que su historia es falsa. Es posible que ella sea culpable del crimen, pero es más probable que esté protegiendo a alguien. Ahora la hacemos seguir, y espero que nos conduzca a algo interesante. Tengo el presentimiento de que entre tú y ella llegaré a quienquiera que esté detrás de todo esto.
Anderson estacionó su coche en la avenida, frente a la cafetería. No hizo ningún movimiento para bajar; se limitó a encender el cigarro que había estado mordisqueando todo este tiempo, y siguió hablando. Era obvio que había deseado decirle todo esto a alguien desde hacía tiempo y no había encontrado hasta hoy a la persona adecuada.
—Has de saber que si hubiera querido acusar a la Bulkely de perjurio y de ayudar a huir a un prisionero, hubiera podido hacerlo hace mucho tiempo. Pero ¿de qué me habría servido encerrarla? No habría resuelto el caso, y habríamos clausurado nuestro único camino posible hasta el asesino, porque creo que Nan está metida en esto hasta el cuello. Podríamos haberla hecho cantar, pero podríamos haber fallado. En general, ahora que te has hecho visible (y Nan vuelve a entrar voluntariamente en el caso con una historia que no engaña a nadie) empiezo a creer que hice lo debido. ¡Uno día de éstos todo el embrollo se aclarará! —Dio una larga chupada al cigarro y dejó caer la ceniza sobre el asiento—. También te buscamos a ti. Tu esposa estaba enloquecida. Nos dio tu fotografía y vino a la jefatura todos los días, durante semanas. Hasta que en noviembre del año pasado encontramos ese cadáver y ella lo identificó como el tuyo. No puedo culparla por cometer un error. Cuando sacamos un cuerpo que ha estado un buen tiempo en el río, ni su propia madre lo reconocería. Al fin, tu esposa salió de la ciudad... y se fue a Chicago, a casa de sus padres.