El percherón mortal (15 page)

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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

Cuando llegué a mi cuarto, bajé la persiana y me eché en la cama. Era todo lo necesario. No sucedió nada; no hubo una revelación súbita. Pero una parte de mí que había estado dormida se había despertado. Lo recordé todo, completamente, con todos sus detalles. O así me lo pareció al principio en mi intento de no dejar ningún cabo suelto.

Después me acerqué a la ventana y levanté una esquina de la persiana. Había un hombre enfrente, en un umbral. Miraba a tres niñas que jugaban a la rayuela. Era el hombre de Anderson. Tal vez le necesitara hoy mismo, pero ahora todo lo que necesitaba era dormir. Me acosté y cerré los ojos. Ahora no había prisa, ninguna compulsión. Tenía mucho tiempo.

Ahora sabía quiénes eran mis enemigos, aun cuando no supiera por qué eran mis enemigos.

9
MEMORIAS DEL DOLOR II

La existencia plena de los recuerdos tiene lugar en la mente; traducirlos en palabras exige crear una secuencia, un sentimiento del tiempo y del espacio, un aquí y ahora. Pero cuando uno recuerda un hecho perteneciente al pasado remoto y lo relaciona con otro sucedido ayer, estos recuerdos conviven simultáneamente: por el momento ambos son ahora, no antes. Y así me había sucedido a mí cuando me eché en la cama de mi cuartito, cerré los ojos, me cerré al presente y dejé que se apoderara de mí el pasado. Lo vi todo, lo viví todo de nuevo: no en una hora, ni siquiera en unos minutos, sino en un único instante incalculable...

Un cuarto apenas iluminado, el azul oscuro del cielo contra las ventanas, la voz dulce de un violín, un rastro de perfume... Yo estaba solo en el cuarto; pero alguien acababa de salir de él, alguien había encendido la radio un momento antes, alguien volvía ahora... Podía oír las pisadas en el pasillo. Luché contra el peso de un letargo que me inmovilizaba. Casi en el umbral de mi conciencia existía una sensación penosa... ¿Era el recuerdo de algo que había sentido, o algo que sentía ahora? No importaba, y a la vez era de extrema importancia (parecía lógico que fuera las dos cosas al mismo tiempo). Todo se volvía inmenso: mi cabeza, el cuarto, los latidos de mi corazón, las armonías intensas del violín. Podía ver las ondas de sonido, sentirlas chocando contra mí, amenazando cubrirme. Las anchas ventanas se oscurecían con la proximidad de la noche; los pasos se acercaban más y más, su sonido se acumulaba en un estruendo ahogado. Parecía que la persona que se acercaba, quienquiera que fuese, se tomaba una eternidad para llegar a la puerta, para abrirla, para entrar... Una eternidad insoportable. Después oí un sonido decisivo, una fluidez metálica, una llave que giraba suavemente en la cerradura. La persona entró (y yo había estado escuchando desde hacía tanto tiempo, desde siempre) y me aterrorizó.

Ahora podía ver quién era. Era Nan. Estábamos en su apartamento. Ésta era su sala de estar. (¿Cuántos días hacía que yo estaba en este cuarto?) Y sabía por qué estaba allí. Era hora, otra vez, de mi «tratamiento».

Se sentó a mi lado en el diván donde estaba yo, y me tomó una mano. Volví la cabeza. El aroma de perfume ya no era débil; me envolvía. En la radio, el hilo de sonido dulce era acompañado ahora por cuerdas y maderas y el sonido empezaba a subir. Estaba casi oscuro y las siluetas de los muebles se fundían en sombras largas provenientes de la ventana oscura. Me sentí resbalar..., caer.

—¿No me lo dirá? Él puede seguir siempre así, ¿sabe? Ni Tony ni yo queremos hacerlo, pero no podemos evitarlo. ¿Por qué no nos lo dice? Y entonces nunca más tendrá que ir.

Apreté los dientes y no dije nada.

—Le prometí que nunca más tendría que volver a ir. Apenas esté lo bastante fuerte podría marcharse, volver a su casa. Todo lo que tiene que hacer es decirnos dónde está Jacob. Nada más. Nadie sabrá nunca que usted nos lo dijo. Puede creerme, nadie sabrá que usted nos lo dijo.

Me clavaba las uñas en la palma de la mano. Sentía la calidez de su aliento. Estaba sentada cerca de mí, hablando en voz baja y ansiosa. No dije nada.

—Piense en lo que siento yo. ¿Cree que me gusta llevarlo al doctor todas las noches? ¿Cree que a Tony le gusta? ¡No somos asesinos! ¿Le parece que nos gusta verle sufrir? ¿Qué gana con ser un héroe? ¿Por qué no puede decirnos lo que necesitamos saber, unas pocas palabras, el paradero de Jacob? Entonces terminaría todo.

Esperó que yo hablara. Esperó mucho tiempo hasta que el cuarto quedó totalmente a oscuras. Encendió la luz, después se quedó de pie a mi lado. Yo no la miraba, pero no podía evitar verle las piernas, el ruedo de la falda, el cinturón.

De pronto se arrodilló a mi lado. Tenía los ojos húmedos. Se había mordido los labios con tanta fuerza que le sangraban. Llevaba un abrigo sobre los hombros, y un sombrero. Estaba preparada para irse, para llevarme...

—Por favor, doctor Matthews...

Volví el rostro.

Lloró en silencio unos minutos, después fue al armario a buscar mi abrigo, los anteojos negros, los vendajes. Me envolvió la cabeza con metros de venda, sin apretar para que pudiera respirar, y dejando agujeros para que pudiera ver. Puso los anteojos negros sobre las vendas y me dio el bastón, después de ayudarme a ponerme el sobretodo. Tony nos esperaba en el vestíbulo, pasándose la mano nerviosamente por el cabello negro. Los tres bajamos juntos en el ascensor. Como siempre, el taxi esperaba afuera.

No soy un hombre valiente. A veces, leyendo sobre las torturas que hombres han sufrido en España, en Dachau y en Buchenwald, he abandonado el libro que relataba estos martirios. ¿Qué ideal puede ser digno de tanta agonía? ¿No sería mejor decirles lo que querían saber, aun cuando lo mataran a uno después? Así, al menos, la muerte no tardaría.

Pero no se piensa así cuando eso le sucede a uno.

En mi caso había diferencias, por supuesto. No estaba en Alemania ni en España; estaba en Nueva York. Lo que me pasaba no debería haberme pasado. Pero pasaba.

No podría haberles dicho nada aunque hubiera querido.

No sabía dónde estaba Jacob Blunt. Le había visto apenas unas horas. Todo lo que sabía de él era lo que me había dicho él mismo.

Pero Nan, Tony y el «doctor» no pensaban así. Estaban persuadidos de que yo sabía dónde se ocultaba Jacob. Y «él» pensaba que yo sabía dónde estaba Jacob. Muchas veces, Nan me había repetido que «él» daba las órdenes. Todos le temían y obedecían. Yo nunca le vi: durante todas esas semanas nunca conocí a mi enemigo.

Ahora lo recordaba todo. Todo estaba ahí. No necesitaba esforzarme en lo más mínimo para recordarlo todo: la vuelta a la conciencia en el andén del metro, las preguntas solícitas de Nan, el brazo de Tony sosteniéndome, los dos conduciéndome hasta un taxi, el largo viaje hasta el apartamento de Nan en el extremo sur del Central Park, la somnolencia, la negrura que volvió no bien estuve recostado en el diván, el momento en que me despertaron para el primero de los catecismos cotidianos...

—¡Doctor Matthews! ¡Doctor Matthews! Despierte. Soy Nan.

—Tuvo un accidente. Se cayó en el metro. Pero se repondrá.

—¿Dónde estoy?

—En mi apartamento. Nos dijo que no quería ir al hospital. Por eso le traje aquí.

Me pregunté en qué momento podía haber pedido que no me llevaran a un hospital. Pero me dolía la cabeza. Después pensaría en eso.

—¿Se siente bien? ¿Puede hablar?

—Sí.

—Quiero que me diga dónde está Jacob.

—¿Jacob? ¿No estaba con usted?

—No ese Jacob. ¡El verdadero!

—La última vez que le vi fue anoche... con Eustace.

No quería hablar. No pensaba en lo que decía. Respondía automáticamente.

—¿No le vio desde anoche?

—¿A quién?

—A Jacob. Al verdadero Jacob.

—¿Quién era el que estaba en la jefatura? El que salió con nosotros. ¿No le llamó Jacob, usted?

Empezaba a recordar y a tomar conciencia, pero demasiado tarde.

—No era Jacob.

—¿Dónde está ahora?

—Está aquí. Lo verá. Se llama Tony. Pero respóndame. ¿Dónde está Jacob?

—No lo sé.

—¿Está seguro?

—Sí. De veras, no lo sé.

Se quedó callada largo rato. Después se marchó.

El consultorio del doctor estaba cerca de la Tercera Avenida, a no más de cinco minutos de marcha del Central Park. Aunque me habían llevado allí todas las noches durante no sé cuántas, las vendas y los anteojos negros me impidieron ver el sitio exacto. Sé que tenía que subir tres pisos por una escalera desvencijada y de ahí deduje que era probablemente un edificio de alquiler; una vez tropecé con un triciclo de niño y siempre había olor a comida en los corredores. Pero si bien todos estos detalles eran vagos, había otros que estaban grabados en mi memoria recién recuperada con desconcertante claridad.

El cuarto en el que me encontraba cuando me sacaban las vendas era de tamaño medio, pero sin ventanas. Sospechaba que el consultorio del «doctor» era parte de un piso remodelado. No había sillas ni cuadros (ni siquiera un diploma enmarcado) en las sucias paredes marrones. Ambas puertas estaban cerradas y con pasadores corridos por dentro. El único mueble era una destartalada camilla de operaciones, con correas. Estaba en el centro del cuarto y sobre ella colgaba de un cable una bombilla desnuda. En un rincón había un lavamanos en el que corría agua. El «doctor» siempre estaba lavándose las manos cuando yo entraba.

Era un hombre delgado, con ojos pardos, pequeños e inyectados en sangre. Su guardapolvo siempre estaba ligeramente manchado. Lo que le quedaba de pelo era rojizo, pero toda la parte central del cráneo era calva; si se hubiera pintado el rostro de blanco habría parecido un payaso de circo. Nunca le oí hablar. Volvía la cabeza hacia mí y señalaba la camilla. Esto significaba que el «tratamiento» estaba a punto de empezar. Nunca se apresuraba con el lavado de manos: se tomaba su tiempo, se enjabonaba y enjuagaba las muñecas y antebrazos, con una coordinación automática, metódicamente. Después de secarse, iba rápidamente a la camilla donde yo estaba tendido para examinar las correas. A veces ajustaba una, o soltaba otra...

La primera noche me tendí en la camilla por mi voluntad. Después luché con Tony (el del cabello negro y el pequeño bigote), pero siempre perdí. Al fin, tras varias noches de combate inútil, me rendí al «tratamiento» como algo inevitable; Tony era increíblemente ágil y fuerte y me dominaba con facilidad. Temía y odiaba lo que sucedía después. Sabía bien lo que era y sabía que había un límite a la cantidad de veces que podía repetirse sin dañar mis facultades, pero era inútil resistirse. Aun cuando pudiera romper las correas, ¿adónde iría? Las puertas estaban cerradas y no había ventanas. Pronto terminaría hasta la próxima vez... El espasmo sólo duraba una fracción de segundo.

Esto debo reconocérselo: sabía cómo dar una inyección. Nunca sentí la aguja; me penetraba con la rapidez de un relámpago. Yo estaba tendido boca arriba, con la luz de la bombilla brillando en mi cerebro a pesar de los ojos cerrados. Había un intervalo mientras volvía a esterilizar la hipodérmica. Después notaba que sus manos me tocaban el brazo... El relámpago rojo me inundaba y crecía con una celeridad imposible, hasta llegar a un blanco cegador, vivido e inescapable. La espalda se me estremecía, el cuello se doblaba... (He visto muchos pacientes en tratamiento de «shock»... He visto notables recuperaciones también... pero nunca volveré a recetarlo.) Después venía la fría oscuridad. No sé si me daban insulina o metrazol, o alguno de los componentes nuevos. Sabía que me llevaban a ver al «doctor» todas las noches, durante lo que parecía una eternidad. Sé que siempre me despertaba de nuevo en el apartamento de Nan, y apenas despierto volvía a dormirme. Sé que durante las últimas noches y días estaba bajo la acción de la morfina buena parte del tiempo, pues de otro modo no habría resistido a la tensión. Me interrogaban todos los días, por supuesto, pero no les dije nada. No había nada que pudiera decirles.

Habían ideado una forma perfecta de tortura. El tratamiento de shock no deja huellas, si el paciente es correctamente atado y la dosis está bien calculada. Sabían que yo era psiquiatra y sabían que podían contar con mi experiencia sobre los efectos especiales del metrazol o la insulina para magnificar el temor normal al «tratamiento». Sabían que yo sabía que si el «tratamiento» continuaba el tiempo suficiente, algo se quebraría.

Era un modo calculado con precisión para extraerme la información que «él» creía que yo tenía. Pero el engañado era «él». Yo no sabía dónde estaba Jacob. No habría podido darles la información deseada aunque me hubieran matado.

A veces interrogaba a Nan sobre «él» y sus motivos. Ella se sentaba a mi lado por la tarde, la cabellera resplandeciente bajo el sol que entraba por las ventanas; aquel sol amarillo en la gran sala de estar, su cabello color de cobre, que brillaba...

—¿Por qué es Jacob tan importante para «él»? —le preguntaba.

Ella apartaba la vista.

—No puedo responderle, doctor Matthews.

—¿Quién es «él»? —le preguntaba.

Ella se acercaba a la radio y la encendía, cambiaba las emisoras hasta encontrar música, música suave; no parecían gustarle los
allegros
marciales.

—¿Por qué le está ayudando? Si es cierto que habría preferido no tener nada que ver con esto, ¿por qué sigue trabajando para él?

Palidecía, los labios le temblaban:

—Trabajo para él.

Volvía a sentarse a mi lado. Escuchábamos a Delius o Mozart, o Schumann. A veces me leía. El sol se ponía tras los altos edificios frente al parque. El cielo se oscurecía.

Y todo el tiempo yo pensaba en lo que vendría, planeaba modos de huir, planes impracticables, sueños tontos. Pero eran mejores que la realidad de la noche.

Uno de esos planes lo probé. Una noche, cuando llegamos a la calle, me solté y corrí. Apenas si veía, y sólo frente a mí, debido a las vendas y los anteojos negros («él» era muy astuto, «él» había pensado en todo). Corrí desesperadamente hacia la Quinta Avenida y su tránsito intenso. Oí a Tony corriendo detrás, alcanzándome. Vi a un tipo gordo con sombrero hongo en mi camino. Tenía una especie de terrier sujeto a una correa; debía de estar paseando a su perro después de la cena. Me hice a un lado para no atropellarle, y vi por un instante su rostro sobrealimentado, sus ojos porcinos. Y oí el grito de Tony: «¡Pare a ese hombre!» Sin dar razones, sólo una orden, pero el idiota estiró los brazos. Traté de eludirlo, pero era demasiado grande. Le oí gritar cuando le atropellé, pero, sorprendentemente, no cayó. Supongo que pensaba que se estaba portando como un valiente; probablemente, después le contaría el incidente a su aburrida esposa, exagerándolo con jactancia. El maldito perro comenzó a dar vueltas, excitado, enredándome las piernas con la correa. Y en ese momento llegó Tony, agradeció profusamente al hombre, me agarró con firmeza un brazo y me llevó de nuevo adonde Nan esperaba junto al taxi.

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