1944
—... Sabía que había muchas cosas de ti que no conocía —seguía diciendo la tranquila voz de Sonia—. Sabía que todavía estabas enfermo... Supuse que había cosas que habías olvidado... algo que no podías recordar. Pero eso no importaba. Como no importa ahora, que sé... algunas cosas. Sigo sintiendo lo mismo por ti. Sigo queriéndote igual, aunque antes no te hubiera dicho nunca que te quería. Esas cosas que has olvidado... esas cosas que supongo que aún no recuerdas... no importan...
1944: esos números eran todo lo que podía ver. De octubre de 1943 a agosto de 1944 había casi un año: diez meses en la oscuridad, por lo menos siete completamente perdidos. Tiempo que había desaparecido, que no podía ser recuperado y reexaminado como un espejo al que le falta un fragmento y no refleja toda una cara. ¿Una cara? ¿Un espejo perdido? ¿Mi cara? El recuerdo de lo que se había agazapado en el borde mismo de la conciencia apareció de improviso. ¿Un espejo? ¿Por qué no había un espejo en el cuarto? La voz de un niño me obsesionaba con palabras que yo no entendía; oía la voz con claridad, veía al niño, pero no podía definir el sentido. Y en esta confusión de experiencia previa, este crescendo traumático como la combinación de voces antes de la cadencia final de una fuga, volví a la confusión que siempre parecía estar esperándome en el estrato más superficial de la mente.
Pero de esta combinación de imágenes, sonidos, ideas y emociones, surgió un deseo urgente que era en realidad una compulsión.
Quería mirarme en un espejo. Tenía que verme en un espejo.
—Quiero un espejo —dije.
Sentí que Sonia apartaba el brazo que había puesto sobre mis hombros. Vi que Félix se ponía de pie de un salto y daba un paso atrás. Vi a Sonia mirándome, con ojos que parecían a punto de llorar.
—Quiero un espejo —repetí.
—Quédate aquí —dijo la joven.
Fue al tocador y abrió su bolso. Sacó un espejito de maquillaje. Me miró un momento como si todavía no hubiera decidido si obedecerme, y después me tendió el pequeño rectángulo plateado.
—Eso no importa —dijo—. No quiero que pienses que importa. ¿Cuántas veces tendré que decirte que ya ni siquiera la veo?
Yo me miraba al espejo, veía otra vez mi rostro y la cicatriz escarlata, recordando el momento en que la había visto por primera vez (no tanto tiempo atrás), la curiosidad y repugnancia que se habían transformado en miedo y luego en aceptación y disgusto. Y ahora volvía a oír, y comprendía, las palabras del niño: «¿Cómo se hizo eso, mamá?»
Me acerqué a Félix. Él estaba de pie, pero aun así tuve que inclinarme. Lo agarré por la garganta con las dos manos y comencé a sacudirlo atrás y adelante. Jadeaba. Yo le apretaba el cuello como podría haberlo hecho con un trapo húmedo.
—¿Cómo me reconoció? Si no me había visto desde octubre, ¿cómo me reconoció? ¡Yo no era así entonces!
Sentí la mano de Sonia en el hombro, y oí su voz reposada en mi oído:
—Déjale, John. Le estás matando. No es culpa suya, John. No tiene nada que ver con eso. Déjale.
Le solté. El enano quedó jadeando en el suelo, tratando de hablar. Cuando logró hacerlo, las palabras salieron en frases entrecortadas y su voz era un susurro ronco. Vi la marca de mis dedos en la carne del cuello. Todavía sentía en los dedos el contacto de la piel.
—Le vi de espaldas... me pareció... conocido. Traté de alcanzarle. Pero usted corrió... saltó... hacia el auto. Después le vi la cara. Supe que era usted... aunque estaba... terriblemente distinto.
Después me disculpé. Seguía con miedo de mí y no veía el momento de marcharse. Le obligué a darme su dirección, cosa que hizo de mala gana; la escribió en un trozo de papel que encontró Sonia. Yo no podía pensar con claridad. Seguía irracionalmente irritado con él. Todo lo que veía era aquella cicatriz brillante que me dividía en dos el rostro. Esa cicatriz no debía haber estado allí. Félix se marchó frotándose la garganta.
No perdí su dirección.
Sonia, con la espalda apoyada en la puerta por la que acababa de salir Félix, preguntó:
—¿Podrás explicarme ahora todo esto?
Yo había vuelto a sentarme en la cama. Me dolía la cabeza y no me encontraba bien.
—Simulé no saber quién era para confundirle —le dije—. Pensé que así podría enterarme de algo... de mi pasado.
Sonia hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones.
—Dime la verdad, John. ¿Has matado a alguien?
La pregunta me sorprendió. Sentí que me golpeaba el corazón contra las costillas. Entonces recordé que ella no sabía nada sobre la muerte de Francés Raye, salvo lo que había oído en mi conversación con Félix.
—No —le dije—. No soy un asesino. Aunque bien podría ser una víctima. —Comencé por el principio, y le conté toda la historia de Jacob y sus «hombrecitos», la llamada a media noche, el impostor que encontré en la central de policía, mi accidente en el metro y mi despertar, ya en mayo, en la sala psiquiátrica del hospital. Le conté cómo había mentido para salir del hospital, y mi impresión al descubrir la horrible desfiguración de la que había sido víctima.
—¿Pero por qué seguiste llamándote John Brown? —me preguntó—. ¿Por qué no fuiste de inmediato a la policía y trataste de localizar a tu esposa en lugar de...?
No completó la frase. No había ninguna expresión en su rostro, pero, por su manera de parpadear, comprendí que estaba tratando de no llorar.
—¿Cómo podía volver al lado de Sara... así? —le pregunté—. No parezco siquiera el que era antes, ¿entiendes? —Me pasé una mano por la cara—. Ni yo mismo soporto verme. ¿Cómo podía volver a ella?
—¡Yo ya no lo veo! —dijo Sonia con tranquila emoción—. ¡Para mí no significa nada!
—Pero ¿no comprendes que yo no soportaría la sorpresa de... de Sara?
Sonia no respondió. No quiso mirarme a los ojos. Me sentí muy desdichado.
Esa noche, hablamos, Sonia y yo. Teníamos mucho que decirnos. Le conté todo lo que podía recordar sobre mi pasado: mi infancia en Indianápolis, la muerte de mi padre, los años en la escuela de medicina de Cincinnati y mi trabajo de posgraduado en Zurich, los años difíciles de mi madre, mi matrimonio y mi lento ascenso hasta que, a los treinta y seis años, había llegado a saborear el éxito. Traté de explicarle el origen de mi apatía al salir del hospital, y por qué había seguido con la vida de John Brown en lugar de tratar de recobrar la carrera del doctor George Matthews.
—Un psiquiatra debe tener un aire distinguido —le dije—. No puede parecer un payaso.
Traté de hacerle entender por qué no había intentado siquiera recordar lo que había sucedido en mi período olvidado, los siete meses entre el 12 de octubre de 1943 y fines de mayo de 1944. Pero al hablar descubrí que perdía esa misma apatía que estaba defendiendo, y en lugar de ella empecé a sentir ira. ¿Quién me había hecho esto? ¿Qué había sucedido, y por qué? Esto me dejó peor que antes. Mientras me había permitido olvidar los huecos, ignorarlos y vivir en el presente, no había tenido problemas inmediatos. Pero ahora recuperaba mi sentimiento de la identidad, y comprendía en qué situación imposible me encontraba. Tenía dos personalidades completas, la de John Brown y la de George Matthews. Para mí era George Matthews, mas para Sonia y todos mis amigos de Coney Island era John Brown. Cuando me miraba en un espejo veía una cara horrible que se ajustaba a John Brown, no al doctor George Matthews. Pero había sido la cara de Matthews antes de ser la de Brown.
Sonia me dijo todo lo que sabía de mí. En esto no había nada nuevo. Después del primer golpe que había recibido al enterarse de que yo tenía una esposa, así como una doble personalidad, adoptó una actitud de simpatía hacia mi problema. Comprendí que mi modo de actuar la había herido, y adiviné que también estaba preocupada por mi equilibrio mental, especialmente después de presenciar mi agresión a Félix. Pero también estaba enamorada de mí.
Fue Sonia quien sugirió la teoría que posteriormente llegué a considerar mi «hipótesis de trabajo». Me recordó que había sufrido al menos dos accidentes, uno en octubre de 1943, y otro esta noche. Uno había provocado sin duda un trastorno mental, una amnesia, que provocó mi olvido del pasado, aunque fuera por un breve período. Cuando me desperté esta noche después de ser atropellado por el automóvil, había olvidado la cicatriz de mi cara, y por un instante, había confundido el pasado reciente con el menos reciente. Si esto era cierto, ¿no era probable que hubiera perdido también mi memoria en el momento del accidente en el metro? Durante los siete meses entre mi caída en la estación y mi despertar en el hospital, me había llamado John Brown, había trabajado y recibido un carnet de Seguridad Social.
—O bien alguien, la misma persona que me empujó en el metro quizá, me puso ese carnet en el bolsillo —propuse.
—Entonces crees que alguien trató de matarte a ti también —dijo Sonia.
Estábamos tomando café, que ella preparaba con el calentador que yo guardaba en el armario. Al oírle decir esto, comprendí repentinamente la plena medida de la injusticia que me habían hecho sufrir. Durante mucho tiempo me había negado a enfrentarme al hecho de que todas estas cosas no sólo habían sucedido, sino que alguien me las había hecho por algún motivo. ¡Y aquí estaba, viviendo en un cuartito alquilado, ganándome la vida como mozo de mostrador, separado a la fuerza de mi esposa, y sin levantar siquiera la voz para protestar!
Tuve deseos de levantarme, de gritar y golpear. No lo hice (siempre he tenido un buen control sobre mis emociones), pero no por eso dejé de sentir la furia que crecía en mi interior. ¿Por qué me habrían hecho tales cosas?
—¿Qué interés puede tener alguien en privarme de mi profesión, mi hogar, mi esposa, todo lo que aprecio, incluida mi vida? —le pregunté a Sonia.
—No lo sé, John... quiero decir George. Pero creo que es posible que alguien lo haya deseado. Dime, cuando te devolvieron la ropa en el hospital, ¿no te dieron también tu cartera? ¿No encontraste algún indicio que te permitiera deducir dónde habías estado?
—Sólo el carnet de la Seguridad Social a nombre de John Brown —le respondí.
—Pero aquel día del año pasado, cuando tuviste el accidente en el metro, ¿qué documentos llevabas encima?
—Mis carnets de miembro de varias asociaciones médicas y psiquiátricas, mi talonario y mis tarjetas con la dirección de mi consultorio y mi casa —contesté, intentando recordar.
—Pero no tenías nada de eso cuando ingresaste en el hospital, al parecer. ¿Eso no indica que ha habido una conspiración contra ti?
Claro que lo indicaba.
Sonia estaba excitada. Se inclinó sobre la mesa y me apretó una mano.
—¿Sabes qué pienso, George? Pienso que ese último día debiste de haber tropezado con algún hecho peligroso para alguna persona o grupo de personas. Algo que él, o ellos, no podían permitir que recordases.
Esto era precisamente lo que había estado en el trasfondo de mi mente todo el tiempo, pero que yo no había logrado formular en palabras.
—¿Por qué no me mataron, entonces? —pregunté.
Sonia meneó la cabeza.
—Creo que lo intentaron, y fallaron. Creo que podrían volver a intentarlo.
A esto no tuve nada que replicar. Era sólo una suposición, por supuesto, pero desagradablemente lógica.
—George..., ¿quién es Jacob Blunt?
—Ya te lo he dicho —le dije—. Era mi paciente. Dijo que los «hombrecitos» le habían contratado para hacer unas cosas extrañas. Quería que le ayudara a descubrir si estos «hombrecitos» eran reales.
Sonia se acercó a la ventana. El sol se elevaba sobre los tejados. Habíamos hablado toda la noche.
—George, ¿no dijo Félix que Jacob Blunt le había contratado para que te hiciera creer algo?
—Fue lo que dijo.
—¿No te parece, George, que deberías tratar de localizar a Jacob Blunt?
No había duda de que Sonia tenía razón. Salvo que yo me propusiera bajar los brazos definitivamente, debía hallar a Jacob Blunt. Pues era inconcebible que pudiera volver a Sara, tal como estaba ahora, sin una explicación... ¿Qué me había pasado y por qué, quién lo había hecho? Pero ¿quería realmente seguir el combate? Y, sobre todo, ¿quería de veras volver al lado de Sara y otra vez ser el psiquiatra doctor George Matthews?
Pero mi decisión ya estaba formada. Félix la había forzado al revelarle a Sonia mi verdadera identidad. Para la única persona a la que le importaba John Brown, John Brown ya no existía. Sería difícil, si no imposible, continuar con mi engaño, día tras día, sabiendo que Sonia estaba al tanto de la verdad. Lo quisiera o no yo era ya otra vez el doctor George Matthews.
Pero ¿qué decidir respecto a regresar al lado de mi esposa? Pensé en mi aspecto, en la cara absurda y grotesca que veía en los espejos. ¿Cómo había logrado enfrentarme a la gente sin pensar en mi cara? Comprendí que una buena parte de mi compostura durante el breve período en que había trabajado en la cafetería provenía de mi rechazo de la personalidad, y las normas, del doctor George Matthews. George Matthews había tenido un cierto aspecto y eso era necesario para que siguiera siendo George Matthews, pero John Brown era el hombre de la cara grotesca que me mostraba el espejo. Si volvía a mi vida anterior, tendría que superar este sentimiento de llevar un disfraz, de verme como un personaje. Por supuesto, podía persuadirme de que mi cara me parecía mucho peor a mí que a los demás. Toda mi preparación anterior en higiene mental apoyaba esta postura, pero yo no podía creer en ella. Todo lo que podía ver al pensar en volver era esa masa de carne torturada... y me repugnaba. Sentía la necesidad de cubrirme la cara con las manos.
Supongo que el motivo por el que al fin decidí volver a buscar a Jacob Blunt, para descubrir qué había detrás de todo lo que me había pasado, fue el deseo de venganza. Esta emoción, que no tardó en dominarme y me estimuló como un látigo, era una motivación extraña al hombre moderno civilizado, un impulso primitivo, una sed de sangre que la naturaleza humana había llegado a domar al fin. Pero el hombre que había cultivado esta opinión, el George Matthews de un año atrás, era un hombre diferente del George Matthews en que me había transformado, y el hombre que hoy aceptaba ese nombre jamás retornaría plenamente al hombre de ayer que nunca había conocido otro.
Consciente de esto, me lancé a la busca y captura de mi pasado.