—Ya lo he visto —dijo—, pero no sé si eso tendrá importancia, en esta fase de la partida. No hay nada notable en su correspondencia con Blunt. Habían sido íntimos antes. Lo que debemos averiguar es si Jacob está relacionado, de algún modo distinto al que ya sabemos, con la muerte de Francés Raye, tu secuestro o el asesinato de Nan.
—Creo que deberías ponerte en contacto con Jacob y hacerle algunas preguntas. Aun cuando no tenga nada que ver con las andanzas de Nan, puede verter más luz sobre todo el asunto.
Anderson asintió.
—Ya he llamado esta mañana a la policía del distrito donde vive, y les he pedido que lo trajeran a Nueva York. En cualquier momento tendré noticias. Ha estado bajo vigilancia desde la muerte de la Raye, y dudo que esté implicado en este nuevo crimen.
—Yo diría que es preciso investigar a Jacob Blunt con mucho más cuidado de lo que se ha hecho hasta ahora —dijo Sonia, secamente.
Anderson se puso de pie y empujó contra la pared su sillón.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Cómo interrogar o mantener detenido a un hombre contra el que no hay la menor prueba? ¿Qué hizo? Se emborrachó y ayudó a atar un caballo a una farola del alumbrado. Ni siquiera tengo pruebas de que haya hecho eso, aunque él lo admitió. Abandonó la escena del crimen antes de que ocurriera... También esto según su palabra, pero nosotros no tenemos pruebas siquiera de que se haya acercado al lugar. Antes, fue a ver a un psiquiatra que después fue secuestrado... y tampoco aquí Jacob tuvo nada que ver. Un hombre sospechoso de asesinato se registra en la cárcel con su nombre. Es algo raro, pero no criminal en lo que concierne a Jacob. Lo único de que puedo acusarle, por lo que sé, es de conducta escandalosa. ¡Y con un buen abogado ni siquiera eso resistiría!
—Pero —protestó Sonia— considerando el caso en su totalidad, desde el día en que Jacob entró en el consultorio del doctor Matthews hasta hoy, usted debe admitir que Jacob Blunt ha tenido una importante participación. Y, por lo que me ha dicho el doctor Matthews, la persona que le tuvo prisionero y le hizo torturar quería saber el paradero de Jacob. ¡No entiendo cómo puede dejarlo de lado!
Sonia caminaba por la oficina, con el oscuro pelo suelto sobre los hombros. Llevaba pantalones y un polo liviano, y su paso, como siempre, tenía un vigor que no tiene el de una mujer con faldas. Su excitación había aumentado mientras hablaba con Anderson; nunca la había visto tan cerca de la ira. Y la furia de Anderson también se había despertado. Estaba de pie junto al escritorio, tamborileando en la madera con los nudillos y los dientes apretados. Podría haber sido el comienzo de una pelea... si no hubiera sonado el intercomunicador en ese preciso momento. Anderson tuvo que inclinarse para responder y sonó la voz de la recepcionista:
—Un tal Jacob Blunt quiere verle, teniente. Dice que quiere denunciar un crimen.
Anderson se derrumbó en la silla. Estaba tan sorprendido que ni siquiera pudo responder al aparato. Se quedó inmóvil como una piedra, mirándome sin expresión, mientras la voz repetía:
—¿Qué le digo, teniente? Teniente, un tal Jacob Blunt quiere denunciar un crimen. ¿Se lo mando?
Al fin Anderson se inclinó y manipuló el aparato.
—Sí, puede hacerle pasar —suspiró.
Creo que en ese momento los acontecimientos habían superado a Anderson.
Jacob se sorprendió al verme. Apareció en el umbral de la oficina de Anderson con el mismo aspecto que había tenido cuando vino a verme a mi consultorio. Me miró atónito. Esta vez no había una flor en su pelo, y no sonreía. Su traje marrón parecía necesitar la plancha, y su cara un afeitado. Pero estaba tan igual que antes que tuve la sensación de verme arrastrado diez meses atrás en el pasado (que, en lugar de ser el último día de agosto de 1944, estábamos en el 11 de octubre de 1943) y volvíamos al comienzo de todo. Por el gesto de Jacob adiviné que él sentía lo mismo.
—Pase —gruñó Anderson—. No se quede ahí. Es el doctor Matthews, y está vivo y bien de salud.
Jacob cerró la puerta a su espalda.
—Yo creía que me dijo que estaba muerto.
—Resultó ser un error. El cuerpo que se encontró en el río y que su esposa identificó como el suyo, no lo era..., evidentemente. Pero ésa es una larga historia, que puede esperar. Ahora céntrese y dígame por qué quería verme. Hable.
Jacob se acercó al escritorio de Anderson, pero seguía mirándome de reojo. Comprendí que estaba desconcertado por mi aspecto, y que no podía apartar los ojos de mi cicatriz. Para entonces, yo ya me había acostumbrado a ese rechazo inicial que sentía la gente al mirarme, pero yo mismo había empezado a dudar de poder habituarme, aunque había aprendido a sostener las miradas. Al fin, le oí decir:
—Me alegro de verle, doctor. Usted siempre parece llegar cuando estoy en peligro. —Tragó saliva y miró a Anderson—. Yo... quería informar del asesinato de Nan Bulkely —tartamudeó.
Anderson estaba jugueteando con un lápiz sobre su escritorio, pero abandonó el juego y el lápiz rodó hasta el suelo.
—¿Cómo se enteró? —le preguntó—. ¿Quién se lo dijo?
—Yo... estaba con ella cuando sucedió —dijo Jacob—. Después salí corriendo. No la maté yo, pero pensé que ustedes creerían que sí. Me fui a correr y lo pensé bien. Después di una vuelta por el parque y seguí pensándolo. Decidí presentarme. Quiero... dejarlo todo... en claro.
Anderson dio una palmada sobre el escritorio y se puso de pie.
—Debí haberlo supuesto cuando vi el caballo —exclamó—, ¡debí darme cuenta de que usted andaba mezclado! —Le dirigió una mirada furibunda—. ¿Por qué dice que no la mató?
Jacob se llevó una mano a la cabeza.
—Estábamos caminando por la calle 10 Oeste —dijo—, esa mañana temprano. Habíamos estado en un club nocturno del Village, y queríamos tomar aire fresco... cuando oí un «plop». Nan se aferró a mí, empezó a decir algo y cayó. Miré alrededor, pero no vi a nadie. Estoy seguro de que no había nadie cerca. Pero yo no lo hice.
Miró ansiosamente a Anderson y éste sostuvo la mirada con aire combativo y la cara torcida en un gesto de sarcasmo.
—¿Espera que me crea esa historia? —le preguntó.
—Es la verdad —dijo Jacob modestamente.
—¿No ha olvidado nada?
Jacob negó con la cabeza.
—No, es todo lo que pasó. Estábamos caminando, y después se oyó ese «plop» y...
Anderson dio la vuelta a su escritorio y apoyó una mano en el hombro de Jacob, en un gesto casi paternal.
—Dígame, hijo, ¿no se olvida de ese maldito caballo? ¿No se está olvidando de hablarme de ese maloliente percherón?
Anderson era cruel, pero yo no podía culparle. Todo le había estado saliendo mal durante las últimas horas.
Pero Jacob no entendía el motivo de la ironía de Anderson. Estaba simplemente intrigado.
—¿Qué percherón? —le preguntó—. Esta vez no vi un caballo. Íbamos caminando y oí...
—¡Sí, sí, ya sé! —le interrumpió el teniente—. Oyó un tiro, miró y allí estaba Nan, muerta. Una triste historia... una historia muy triste.
Jacob sacudía la cabeza como un niño, negando:
—No fue un tiro, fue un «plop». Un sonido como... como el que hace una bolsita de papel al reventar, sólo que más hueco. Un ruido tan poco notable que ni siquiera supe de dónde provenía.
Anderson miraba a Jacob con ojos de fuego. Comprendí que estaba descargando toda la irritación y el mal humor que había acumulado durante las últimas horas. Jacob había tenido la mala suerte de ser la gota que rebosaba el vaso de la paciencia de Anderson.
—¿Por qué no le deja contar la historia a su modo? —sugerí.
Anderson me miró, y después volvió a fijar la vista en Jacob.
—De acuerdo —dijo—. Empiece por el principio. —Tomó del escritorio las cartas de Nan—. ¿Qué significa esto? —Y sacudió los papeles frente a la cara de Jacob.
Jacob se apoderó de ellos y después de una rápida mirada se los devolvió.
—Son cartas que le escribí a Nan —dijo.
—Pero ¿por qué le escribía? ¿No me había dicho que estaba casado?
Jacob se tocó el cabello y miró el techo.
—Lo estoy —dijo—. Claro que estoy casado.
—Pero éstas son cartas de amor —dijo Anderson—. Aquí hay toda clase de tonterías. ¡Me producen náuseas!
Jacob se quedó muy erguido, no sin dignidad. Estaba ruborizado y sudaba profusamente.
—¿Qué significación hay en el tipo de cartas que le haya escrito? —preguntó débilmente—. Ya no vivo con mi esposa. De hecho, ella ha pedido el divorcio. Pero, ¿eso qué le importa?
—Me importa mucho —respondió Anderson en el acto—. La mujer que recibía estas cartas fue asesinada esta mañana. Había recibido, además, llamadas telefónicas amenazadoras. Anoche recibió la última de esas llamadas, a eso de las doce y media. Salió para encontrarse con la persona que la llamó. Usted me dice que estuvo con ella anoche y que estaba con ella cuando la mataron. Y a mí me parece que usted, que le escribió estas ardientes cartas de amor, que fue el último en verla viva, fue también quien hizo las llamadas y al fin consumó sus repetidas amenazas matándola. ¡Y pensar que ahora tiene la frescura de venir a mi oficina y tratar de quedar limpio con la mentira más idiota que haya oído nunca! —Dio un puñetazo en el escritorio, haciendo volar papeles en todas direcciones—. Bueno —gruñó—, supongo que habrá podido embaucar al doctor, pero no a mí.
Jacob parecía confundido. Vaciló y después dijo, con aquel tono de voz preocupado que yo conocía por supuesto tan bien.
—Yo no llamé a Nan anoche. La encontré delante de su casa.
Anderson seguía mirándole furioso.
—Adelante, Jacob. Cuéntenos qué pasó.
Jacob hizo una mueca nerviosa. Anderson le había asustado de veras y pasó un momento antes de que pudiera hablar.
—Ayer decidí venir a la ciudad por unos días. Mi esposa acababa de abandonarme definitivamente (nunca nos llevamos bien, y ya he llegado a la conclusión de que nunca debí casarme con ella) y deseaba estar solo y hacer lo que se me antojara y emborracharme. Así que burlé la vigilancia del sheriff al que usted había dejado vigilándome, y vine a la ciudad. Me había estado carteando con Nan durante todo el último año. Hace poco, había dejado de responder a mis cartas, no sé por qué. Pensé que podía pasar por su casa y ver si quería salir conmigo. Cuando mi taxi se detuvo frente a su edificio, la vi salir por la puerta. Me vio ella también y corrió hacia mí y me abrazó. Estaba muy excitada por algo y cuando la tenía en mis brazos la sentí temblar. Me dijo: «¡Oh, Jakey, qué alegría verte! Llévame a alguna parte, rápido.»
—¿Le dijo por qué se alegraba tanto de verle? —pregunté. Anderson estaba reclinado en su sillón, simulando no oír lo que decía Jacob. Su expresión indicaba: «Digas lo que digas, ya he llegado a una conclusión»—. ¿O le dijo por qué quería que la llevara a alguna parte con tanta rapidez?
Jacob asintió con la cabeza.
—No bien estuvimos en el taxi, le pregunté cuál era el problema. Dijo que había tenido una discusión con Denise y que estaba tan disgustada que no quería pensar en nada. No creí que me estuviera contando la verdad, pero no se lo dije. «Llévame a algún lugar donde haya música y baile, Jakey», me dijo. Yo estaba seguro de que me ocultaba algo, pero en ese momento no quería discutir. La abracé y le dije al taxista que nos llevara a un lugar que conocía en el Village. Yo también tenía mis problemas y quería olvidar.
—¿Qué pasó después? —le pregunté.
—No hay mucho que decir. —Jacob me dirigió su peculiar sonrisa por primera vez desde que había entrado a la oficina—. Hicimos lo que queríamos hacer: nos emborrachamos. Nan se mareó y la llevé afuera a tomar aire. Nos sentamos un rato en el parque y después sugerí dar un paseo, íbamos caminando por la calle 10 Oeste cuando sucedió. Simplemente, oí aquel «plop» y sentí que Nan se agarraba a mí y después caía fláccida. Al principio creí que alguien la había empujado...
—¿Qué hora era cuando salieron del club?
—Ya cerraban; serían las cuatro.
—¿Y cuánto rato pasaron sentados en el parque?
—No lo sé con seguridad. Yo estaba bastante borracho, ¿sabe? Seguía estando oscuro cuando nos fuimos.
—Dé una hora aproximada.
—No sé. Quizás una hora, quizá más.
—Entonces ¿era, probablemente, entre las cinco y las seis cuando caminaban por la calle 10 Oeste?
Jacob asintió, pero no parecía seguro.
—¿Y no vio a nadie en la calle cuando oyó el tiro? ¿No notó de qué dirección parecía provenir el ruido?
—No. Todo lo que oí fue un «plop», y después me ocupé de Nan y no pude mirar a mí alrededor. Cuando levanté la vista, no vi a nadie. Pero ese sonido no me pareció muy próximo. Ni siquiera me sobresaltó.
No se me ocurrieron más preguntas que hacerle. Creí en la historia de Jacob como había creído en la que me había contado cuando fue a mi consultorio aquel día tanto tiempo atrás. Pero sabía que Anderson nunca la creería.
—¿Ha terminado? —me preguntó Anderson.
Asentí con la cabeza.
Anderson apretó el botón de su intercomunicador. Esperamos hasta que vino Sommers, el detective gordo. Anderson le señaló a Jacob.
—Lleve abajo a este hombre y vea si puede hacerle hablar. Regístrele como sospechoso de homicidio, pero antes vea si puede lograr una confesión. Yo bajaré después.
Jacob empezó a protestar, pero lo pensó y no dijo nada. Miró a Anderson un largo momento antes de volverse y seguir a Sommers. Cuando salía se volvió de nuevo y esta vez decidió hablar:
—No vi ningún caballo —dijo con voz quebrada—. No vi un solo caballo en toda la noche.
Después salió.
Sonia y yo abandonamos la jefatura pocos minutos después. Le prometí a Anderson que me presentaría a la mañana siguiente; para entonces, él ya habría terminado con su interrogatorio a Jacob. Fuimos al Village y almorzamos en un café. Mientras comíamos, le dije que estaba seguro de haber visto a Sara entrar en el edificio de la calle 10 Oeste, y le comuniqué mi intención de ir a ver si podía encontrarla. Le expliqué que quería hacerlo yo solo, pero le pedí que fuera a la calle 10 Oeste al cabo de un par de horas. Sonia dijo que pasaría el tiempo en un cine. Nos separamos y caminé hacia la Quinta Avenida, cruzando Washington Square. Era uno de esos maravillosos días soleados de verano en que todo el mundo se alegra de estar vivo. Washington Square estaba atestada de estudiantes y familias y autobuses de la Quinta Avenida. Los perros correteaban por todas partes: pomeranias, pastores, cockers, collies, terriers y muchas otras razas de las que ni siquiera sabía el nombre. Hasta las majestuosas fachadas de los edificios de la Quinta Avenida parecían cálidas y amistosas, en lugar de frías y majestuosas.