El percherón mortal (19 page)

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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

Me puse de pie y le cedí mi silla. Me miró un largo momento antes de sentarse, con los ojos brillantes de curiosidad y una mueca de repugnancia en los labios. Yo ya conocía bien esa mirada, pues era el precio que pagaba por mostrarles mi cara a extraños, y había aprendido a aceptarla.

Anderson nos presentó y explicó nuestra presencia como personas interesadas en el caso. Dije:

—La señorita Hannover y yo nos conocimos en el apartamento de Jacob.

Vi que sus ojos seguían fijos en mí, agrandados por el odio. Le temblaban los hombros, y pasó un momento antes de que pudiera hablar.

—Nan está muerta —me dijo—, ¡y usted la mató!

Sonia se puso de pie y me agarró un brazo.

—¿Está segura de lo que dice, señorita Hannover? —preguntó Anderson.

—Sé que él la mató —dijo ella en voz baja, tan baja que sus palabras apenas si fueron audibles.

—¿Cómo lo sabe?

—Él la llamó anoche. Ella bajó a encontrarse con él. Y nunca más volví a verla.

—Dice que la señorita Bulkely recibió una llamada telefónica que hizo que ella saliera la noche de su muerte. Pero ¿cómo sabe que el que la llamó era el doctor Matthews?

Me señaló con un dedo.

—Desde enero él la ha estado llamando y amenazándola de muerte. A veces, casi siempre contra mi consejo, ella salía para reunirse con él después de una de esas llamadas. Es exactamente lo que hizo anoche.

—Pero ¿cómo sabía usted que esas llamadas, incluyendo la que recibió anoche, eran del doctor Matthews? —volvió a preguntar Anderson.

—Ella me lo dijo —respondió Denise—. Pero yo lo sabía sin que me lo dijera. Él solía llamarla al teatro... cuando ella todavía salía con él. Después le sorprendió con una de las chicas del coro, y tuvieron una pelea y rompieron. Fue entonces cuando él comenzó a amenazarla. Al fin, Nan estaba tan asustada que me pidió que fuera a vivir con ella. Eso ocurrió esta primavera.

Denise era muy joven, más joven de lo que me había parecido el día en que la conocí con Nan en el apartamento de Jacob. Usaba demasiado maquillaje. Ahora tenía la cara surcada como una máscara, por las lágrimas. Le temblaban tanto los labios que apenas podía formar las palabras. Curiosamente, no me sorprendió oírla declarar esto, quizá porque yo estaba ya más allá de toda sorpresa.

Pero Anderson quedó atónito. Me dirigió una mirada rápida y después volvió a concentrarse en los papeles que tenía en el escritorio. Noté que Sonia se ponía tensa y la mirada se le endurecía. Toda la simpatía que había estado dispuesta a otorgar a la joven había desaparecido frente a lo que consideraba una completa mentira. Pero no dijo nada.

—¿Está segura de lo que está diciendo, señorita Hannover? Acusar a un hombre de asesinato es algo muy serio, ¿sabe? Debe tener pruebas que la respalden.

Anderson hablaba con voz controlada.

En lugar de responder, la chica volvió a llorar. Hundió la cara entre las manos enguantadas y todo su cuerpo fue sacudido por un dolor auténtico. Anderson rodeó su escritorio, se instaló a su lado y le palmeó un hombro con torpeza. Buscó ayuda en Sonia, pero los ojos de ésta eran fríos e indiferentes. Denise no tardó en tranquilizarse, y aceptó un vaso de agua que el teniente le sirvió.

Se secó los ojos con el pañuelo, se enderezó y apoyó con fuerza los tacones altos en el suelo.

—Volvamos al comienzo, señorita Hannover —sugirió Anderson—. ¿Cuánto tiempo hace que conoce a la señorita Bulkely?

—La conocí en 1941, cuando empezó a representarse
¡Nevada!
Las dos estábamos en el coro, entonces. Pero desde marzo vivía con ella.

Anderson me miró:

—No sabía que la señorita Bulkely trabajaba en
¡Nevada!
—me dijo—. ¿Qué papel representaba?

La chica siguió hablando como si no hubiera oído la pregunta.

—Yo estaba en el coro, simplemente, pero Nan era sustituta de la primera actriz. Yo me sentía sola, pues acababa de llegar a Nueva York, y ella fue muy buena. No cambió después de convertirse en estrella.

—¿Cuándo se convirtió en estrella, señorita Hannover?

—Después de la muerte de Francés Raye, por supuesto... ¡Todo el mundo lo sabe!

Sonia la interrumpió.

—Pero la actriz que reemplazó a Raye fue Mildred Mayfair. Lo sé bien, porque vi
¡Nevada!
tres veces.

Denise asintió.

—Mildred Mayfair era el nombre de escena de Nan. Le parecía que sonaba más romántico.

—¿La señorita Bulkely estaba representando el papel estelar cuando murió? —le pregunté.

No advertí la torpeza de mi pregunta hasta que Denise volvió a echarse a llorar.

—No. Nan se tomó vacaciones en junio. Estaba cansada, necesitaba reposo. ¡Y ahora nunca más podrá volver! —Tenía la cara deformada por el llanto.

—¿Qué pasó después de que se convirtiera en estrella, señorita Hannover?

Anderson hablaba con cortesía, pero noté que no quería más interrupciones a causa del llanto.

Denise se secó los ojos con el pañuelo.

—Durante un tiempo no nos vimos mucho. Pero no me interprete mal: no era que se le hubieran subido los humos. Nan siempre fue muy buena conmigo. Es que no tenía mucho tiempo libre, debido a ser una estrella y todo eso... y a tener tantos amigos.

—¿De modo que tenía muchos amigos? ¿Hombres? ¿Quiénes eran?

Denise volvió a sollozar.

—Desde luego, no lo sé. Nunca me he metido en sus asuntos personales.

—¿Pero seguramente la había oído mencionar a alguno de ellos por su nombre?

—Bueno, sí —dijo Denise, y se quedó callada un instante—. Poco después... no, poco antes de que pasara a ser la protagonista... hubo Edgar. Nunca le vi, pero era muy bueno con ella. Le regaló un abrigo de visón y... otras cosas. Pero ella no le quería mucho.

—¿Sabe su apellido?

La joven vaciló, concentrándose.

—No, creo que nunca le oí decir el apellido. Pero hay otros que recuerdo. Jacob Blunt. Ella le quería. Creo que era más joven que Edgar, pero dejó de verle cuando se convirtió en estrella. Decía que podía acarrearle problemas a causa de la muerte de Francés Raye. —Denise se interrumpió y cerró la boca con fuerza, como si hubiera comprendido de pronto que había dicho demasiado, y después siguió hablando deprisa—: Y había el doctor. Él empezó a llamarla un par de meses después de que ella se convirtiera en estrella, en enero me parece. Y cuando ella no quiso volver a verle, empezó a amenazarla. Él decía que Nan sabía algo sobre Francés Raye, que se callaba. ¡Y ella no sabía nada! ¡Nada en absoluto, de eso estoy segura! Pero desde entonces él siguió tras ella. A veces ella salía para verse con él, aunque yo siempre le pedía que no lo hiciera, y cuando volvía la notaba agotada y preocupada. Estaba muy asustada. ¡Y tenía motivos! ¿Acaso no la mató al fin?

Denise volvía a señalarme con el dedo, pero Anderson ignoró la acusación.

—¿Cuándo fue a vivir con la señorita Bulkely? ¿Dijo que fue esta primavera?

—En marzo. ¡Eso fue lo más raro! —dijo. Vaciló un instante, y mordisqueó la punta de un dedo enguantado—. Un día me llamó... ¡así por las buenas, sin aviso previo! Dijo que estaba sola y me pidió si quería compartir el apartamento con ella. ¿Quería? ¡Por supuesto que quise! ¡Tenía un apartamento en Central Park Sur! —Se detuvo y me miró—. Pero no era porque se sintiera sola —añadió trágicamente—. Era porque le tenía miedo.

—¿Alguna vez vio a Nan con el doctor Matthews, señorita Hannover? —preguntó Anderson.

La chica comenzó a hablar, pero se interrumpió. Miró el guante y tiró de una hebra. Volvió a alzar la vista y casi gritó:

—¡No, no les vi! ¡Pero eso se debía a la astucia de este hombre! Siempre se encontraban en algún lugar tarde por la noche... ¡Nunca venía a verla en el teatro o en casa, como un hombre decente!

—¿Cómo sabe, entonces, que la persona que amenazaba a su amiga era el doctor Matthews?

Anderson hablaba amistosa y razonablemente.

—¡Porque Nan me lo dijo! ¿Por qué iba a dudar de su palabra?

Anderson sonrió, pero meneó la cabeza.

—Admiro su lealtad, señorita Hannover, pero una fe ciega y sin pruebas no nos sirve. Sabemos perfectamente que el doctor Matthews no pudo haber telefoneado ni asesinado a la señorita Bulkely anoche. Uno de nuestros agentes estuvo vigilándole toda la noche. No hizo llamadas porque no tiene teléfono en su cuarto, y no salió de éste en toda la noche. Alguna otra persona puede haber estado amenazando a su amiga. Otra persona pudo llamarla anoche, y seguramente fue otra persona quien la mató. No fue el doctor Matthews.

Denise estaba al borde de las lágrimas otra vez.

—Pero le aseguro que ella tenía miedo. ¡Le tenía miedo a él! ¡Viví con ella y lo sé!

—Señorita Hannover, ¿usted saldría a reunirse con un hombre a medianoche, si ese hombre hubiera estado amenazándola de muerte durante meses?

Ella negó con la cabeza.

—Y, sin embargo, nos dice que esto fue lo que hizo Nan. ¿No ve que ella debió de haber salido para encontrarse con otra persona, alguien que decía que era el doctor Matthews para impedir que usted se enterara de quién era en realidad?

—Pero, ¿por qué habría de mentirme?

Le temblaban los labios y creí que estaba a punto de echarse a llorar. Pero estaba equivocado. Lo que hizo fue ponerse de pie, no muy firme. Tenía el maquillaje corrido y desdibujado.

—Antes de que se vaya, señorita Hannover, deseo que identifique esto —dijo Anderson y le tendió un manojo de cartas y postales—. Uno de mis hombres los encontró en el escritorio de la señorita Bulkely, cuando revisaron el apartamento esta mañana.

Denise tomó los papeles con mano trémula, los miró todos y los devolvió de inmediato.

—¡Son cartas privadas de Nan! ¿Por qué se las han quedado?

Anderson ignoró su pregunta.

—¿Son parte de la correspondencia de la señorita Bulkely con Jacob Blunt? —le preguntó.

Denise se mantuvo muy erguida y trató de asumir un aire frío y digno:

—En realidad, no lo sé. Nunca leí el correo de Nan.

—Pero conoce el nombre de él. ¿No me dijo que Nan le veía, pero dejó de hacerlo por temor de que él la involucrara en el asesinato de Francés Raye?

—Sí, pero...

—¿Pero qué, señorita Hannover? —En la cortesía de Anderson apareció un filo de dureza.

—Pero creí que había dejado de verle desde octubre. Nunca me dijo que se carteaba con él. No lo sabía.

—¿No es posible que hubiera muchas cosas que ignorara sobre la vida de su amiga, señorita Hannover?

—Sí, pero...

—¿No es posible que, si Nan mantuvo una correspondencia tan prolongada con Jacob Blunt sin que usted lo supiera, también la estuviera engañando respecto a la identidad de la persona que hizo esas llamadas telefónicas amenazantes?

—Supongo que sí. Pero...

—Entonces usted no está segura de que ella saliera a verle a él, ¿no es así, señorita Hannover? Usted, en realidad, no sabe quién la mató, ¿no?

—No. Pero eso no significa...

Anderson se mostró perentorio. Tomó una de las cartas y la sacudió.

—¿No sabe nada sobre esta correspondencia?

Denise negó con la cabeza.

—Creía que había roto con él.

Anderson le abrió la puerta.

—Quiero que recuerde, señorita Hannover, que el doctor Matthews no pudo tener nada que ver con la muerte de su amiga. Quiero que recuerde que él estaba bajo vigilancia anoche, incluida la hora en que la mataron. No quiero que diga nada a nadie de lo que hemos hablado aquí. No quiero que le diga a nadie que ha estado conmigo o con la policía. Manténgase callada. Lo recordará, ¿no?

Ella alzó la vista y parpadeó.

—Si usted lo dice, teniente...

Anderson le mantenía la puerta abierta. Ella le dirigió una última mirada que intentaba ser dramática, y después se envolvió la garganta con su estola de piel (un gesto absurdo) y salió. Anderson cerró la puerta con violencia y se apoyó contra ella. Era evidente que estaba aliviado.

—¿Qué os ha parecido? —nos preguntó.

—Me interesó enterarme de que Nan Bulkely era la sustituta de Francés Raye y por tanto obtuvo provecho directo de su muerte. ¿Cómo es que ustedes no lo sabían?

Anderson tuvo un gesto sombrío.

—¡Debí haberlo sabido! —dijo—. A alguien le pasó por alto. Cuando el asesinato de la Raye, mis hombres interrogaron a todo el elenco, pero en ningún informe de los que leí decía que Mildred Mayfair era Nan Bulkely.

—Eso quizá se deba a que Nan no quería que se supiera.

—Aun así, debimos descubrirlo —insistió Anderson.

—Todos cometemos errores —dijo Sonia.

—Sí, pero ninguno de mis hombres debió cometer un error tan grueso.

Volvió a su escritorio y anotó algo. Supuse que rodarían algunas cabezas en la División de Homicidios.

—No entiendo por qué Nan pudo mentirle a Denise sobre la identidad del hombre que la amenazaba —dije—. ¿Por qué decirle que era yo? ¿No podría ser que ese hombre se hiciera pasar por mí, en tanto se limitara al teléfono? Y después, cuando al fin se dejó ver, ella temió revelar su verdadera identidad y siguió diciéndole a Denise que era yo.

Hice esta suposición deliberadamente. Seguía muy consciente de que me acababan de acusar de asesinato.

Anderson masticaba pensativo la punta de su cigarro.

—En ese caso, ¿interpretarías la visita que ella me hizo ayer como un intento de su parte de que la policía volviera a investigar el caso y descubriera a su verdadero enemigo?

—Algo así —asentí—. ¿No actuaría así una joven que temiera por su vida, pero no quisiera acusar abiertamente al hombre que la amenazaba? Me usó como pretexto para venir a verte, para que reabrieras el caso.

—Pero, ¿cómo pudo saber dónde estabas?

Eso me detuvo. Sentí que si supiera la respuesta a esa pregunta, podría indicar quién era el asesino. Se lo dije a Anderson, y agregué:

—Presiento que Nan es el puente que lleva al asesino y, de hecho, ya tenemos pruebas suficientes como para pensarlo seriamente. Pero sigo sin ver cómo llegar a él.

—¿Y esas cartas? —preguntó Sonia—. ¿Podemos verlas?

Anderson tomó el manojo de papeles de su escritorio y se lo tendió. Sus ojos sonreían.

—¿Curiosidad femenina, o puro interés intelectual?

Las leí por encima del hombro de Sonia. Todas estaban firmadas «afectuosamente» o «con amor». Parecían estar en orden cronológico: la primera databa de seis meses atrás, pero la más reciente era de hacía seis semanas. Si ella había recibido más cartas de Jacob desde entonces, no estaban allí. Se lo dije a Anderson.

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