El percherón mortal (22 page)

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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

Sentí que todo estaba allí, que un momento más y lo entendería todo... Volví a mirar la fotografía pegada al bloc y examiné la cara desesperada del niño que estaba junto a Jacob. Vi que la foto estaba pegada sólo en un extremo y podía levantarse. La levanté y volví a ver las mismas iniciales, esta vez con la letra del viejo Blunt, como me había dicho Jacob cuando me la dio: E. A. B. Pero había algo más. Bajo estas iniciales, yo había escrito el nombre —Edgar Augustus Blunt— y la dirección: 5755, Avenida Ocean.

Todo volvió a mí. Recordé con todo detalle mi expedición el día en que desaparecí: la segunda visita a la oficina del abogado, cuando le había dicho sinceramente lo que quería y por qué, y él me había sorprendido dándome el nombre y la dirección del misterioso beneficiario de John Blunt. Y recordé haber ido al 5755 de la Avenida Ocean. Y ahora sabía quién había matado a Francés Raye y Nan Bulkely.

Bajé la libreta y alcé la vista, esperando encontrar a Sara. Al principio no la vi, aunque noté que la puerta del vestíbulo estaba abierta. Sonreí. ¿Me habría concentrado tanto en la lectura que Sara se había impacientado? La llamé:

—¡Sara, Sara! ¿Dónde estás? —No me respondió.

Me levanté y fui hacia la puerta para ver si estaba en el vestíbulo. Al cruzar el cuarto la vi caída contra el sofá. Había sido apuñalada con un cuchillo, exactamente como el que me habían arrojado a mí.

Alcé el cuerpo de Sara y lo recosté sobre el sofá. Me incliné y la besé con dulzura en la frente. Me quedé inmóvil, tocando con los labios la piel todavía caliente. Mi dolor era un dolor sin lágrimas, sin percepciones, amargo. Sentí como si mi sangre hubiera fluido con la de ella.

Y entonces algo sucedió en mí.

EPÍLOGO I

Mis manos, involuntariamente, arrancaron la hoja clavada en el cuerpo de Sara y la sostuvieron en alto un instante, antes de arrojarla al extremo más alejado del cuarto. Mi voz maldijo. Mis glándulas expulsaron sudor por los poros de la piel; sentí un frío gotear. Las lágrimas me lavaron las mejillas, pero por dentro estaba atontado, más dormido que despierto: sonámbulo.

Al fin, me erguí y me retiré al sillón frente al sofá. Me senté pesadamente, con la mirada clavada en el cadáver de Sara, la respiración lenta y sonora. No sé cuánto tiempo pasó antes de que alzara la vista y mirara a mí alrededor. Todo lo que recuerdo es que cuando miré la puerta abierta del vestíbulo, el teniente Anderson estaba de pie allí.

No le reconocí. Sólo vi a un hombre maduro de cabello gris y expresión seria. Mi primera reacción fue irritarme por la intrusión y expulsar al hombre de mi apartamento. Pero no seguí el impulso. Un letargo pesaba sobre mí, y todo lo que hice fue quedarme mirando al hombre parado en la puerta. Después vi que no estaba solo, sino que había otros detrás de él. Vi a Jacob y a Sonia. En ese momento Anderson entró en el cuarto, se acercó al sofá y se inclinó sobre el cuerpo de mi esposa. Tuve la terrorífica sensación de que me veía a mí mismo, veía mis propias acciones recientes vueltas a vivir. Quise interrumpirle, pues no podía soportar esa parodia.

—Sara está muerta —le dije.

Anderson se volvió y me miró. Sus ojos eran fríos.

—Lo sé —dijo—. ¿Por qué lo hiciste?

Sonia y Jacob también entraron. Sonia dio un paso hacia mí mientras Anderson hablaba, pero un gesto abrupto de él la detuvo.

—¿Por qué la mataste? —repitió.

Su pregunta no tuvo efecto alguno sobre mis emociones. La división persistía: una parte de mí oyó su pregunta, la pensó, respondió (me oí decir: «Yo no la maté»), mientras que una segunda parte de mí ignoraba las palabras, ni siquiera oía el sonido de su voz, no veía intrusos, se mantenía intacta y solitaria.

—¿Por qué llamaste a la policía hace unos minutos y dijiste: «Quiero comunicar que he asesinado a mi esposa, Sara Matthews»?

—No lo he hecho —dije.

Mi respuesta fue simple, una respuesta directa a un estímulo directo. La razón no intervino en ella. Tenía la mente entumecida.

Alguien lo hizo. Alguien pronunció esa frase y después dio esta dirección.

—Yo no llamé —dije—. Ni la maté.

Anderson se dirigió al rincón y alzó el cuchillo manchado de sangre. Lo sostuvo cuidadosamente envuelto en un pañuelo y me lo mostró.

—La mataste con esto —dijo—. Después lo arrojaste al rincón. Creo que seguramente encontraremos tus huellas digitales.

—Estaba leyendo —dije—. Debo de haber estado muy concentrado, pues no oí nada. No sé cómo ocurrió. La puerta del vestíbulo debió de quedar abierta. Alguien debió de arrojarle un cuchillo y la mató. No se oyó nada. Creo que iba dirigido a mí.

—¿«Alguien»? ¿Quién?

—No lo sé. La misma persona que mató a Francés Raye y a Nan Bulkely.

Anderson sacudió la cabeza.

—Creo que esa persona eres tú. Has sido muy astuto, doctor Matthews, audaz y astuto a la vez. En tu lugar, yo nunca habría tenido el valor de acudir a la policía y pedir ayuda antes de cometer dos crímenes más. Y casi funcionó. Has reconocido ante mí el hecho de que la mejor coartada para un asesino es la disposición psicológica del detective que le hace ignorar la posibilidad de la culpa del asesino y lo mueve a buscarlo en otra parte. Desde anoche lo he vuelto a pensar todo y puedo ver que la historia que me contaste sobre tu amnesia, tu persecución y tus experiencias en el hospital estuvo toda ella cuidadosamente calculada para ponerme en la posición de no sospechar de ti.

»Seguí esta línea de razonamiento e investigué en profundidad. Descubrí que el detective Sommers fue culpable de un grave descuido. Anoche no estuvo de guardia todo el tiempo frente a tu casa. Cuando se inició su turno no había comido, y se escabulló hacia un restaurante. Ahora admite que estuvo ausente entre las cinco y las seis de la mañana, la misma hora que Jacob Blunt da para la muerte de Nan Bulkely. A esa hora de la mañana el tránsito es rápido, y pudiste salir perfectamente de tu casa, tomar un taxi para ir a la calle 10 Oeste, matar a la Bulkely y regresar antes de que lo hiciera Sommers.

—¡Pero yo estaba con él! —protestó Sonia—. ¡No salió del cuarto!

Anderson se volvió hacia ella:

—Sólo tengo su palabra. Usted es su amiga, y probablemente su cómplice.

Yo escuchaba las palabras de Anderson con una calma sobrenatural. Esto no podía estar pasándome a mí, y, aunque así fuera, ¿qué importaba? Sara estaba muerta, asesinada. Eso era todo lo que importaba.

Pero Sonia no estaba dispuesta a rendirse con tanta facilidad.

—¡Está haciendo una comedia, Anderson! —Estaba muy erguida con los hombros echados atrás y los ojos oscuros brillantes—. ¡No puede probarlo, y lo sabe! Si George es el asesino, ¿cuál podría ser su motivo?

Anderson sonrió confiado.

—A eso iba —le dijo. Me miró—. El año pasado no lograste «desaparecer» tan completamente como creíste. Supe de todos tus movimientos, desde el momento en que alquilaste este apartamento hasta que perdí tu rastro en abril. Hiciste algunas cosas extrañas durante ese período. Contrataste a una agencia de detectives, que entrevistaron a mucha gente. Es posible que hayas tenido algún accidente como dices, pero te hizo olvidar toda tu vida pasada y no sólo el pasado inmediato. Tuve un hombre vigilándote día y noche, y lo sé. Uno de mis hombres me informó cuando hiciste que tu esposa alquilara este apartamento con un nombre supuesto. Así supe dónde estabas. Supe que visitaste al señor McGillicuddy, un viejo abogado que se ocupa de la herencia de John Blunt; yo también le visité. Y lo que no supe gracias a la vigilancia lo supe por esto... —Tomó el bloc del suelo, donde se me había caído—. Este apartamento fue revisado un fin de semana, hace poco, cuando tu esposa salió de la ciudad. Hice fotografiar página por página toda esta libreta. —Alzó el cuchillo—. Había otro cuchillo exactamente como éste en el apartamento, y tenía tus huellas digitales en el mango.

Lo miró, después volvió a mirar el cadáver e inspeccionó bien, encontró que había dos cuchillos idénticos en el cuarto.

—¡Aquí está! —exclamó—. Y creo que descubriremos que es el cuchillo que usaste para matar a la Raye, igual que mataste a tu esposa. —Dejó el bloc y lo señaló con un gesto dramático—. Esto solo contiene todas las pruebas circunstanciales que necesitamos para acusarte. Es un informe muy completo de un hombre en busca de su pasado. Sí, fuiste muy astuto; las anotaciones son crípticas, pero con una razonable dosis de estudio llevan a una sola conclusión lógica: tu verdadero nombre no es George Matthews, como nos has hecho creer, sino Edgar Augustus Blunt.

—Pero, teniente —le interrumpió Jacob—, nada sé acerca de la existencia de ningún Edgar Augustus Blunt. Si existiera, ¿no debería conocerle yo?

Anderson negó con la cabeza.

—No, no es probable. Su existencia fue un secreto bien guardado. Su padre nunca le reveló que tenía un hermanastro. Pero este hombre es legalmente su hermanastro y creo que una prueba de grupo sanguíneo podrá probarlo. Su madre era una corista de un musical de Broadway, a comienzos del siglo. Su padre era tu padre. Nunca se casaron. Después, la madre se casó con un actor fracasado que amenazó con revelar la existencia de un hijo del viejo Blunt si éste no pagaba su manutención. John Blunt estableció una renta vitalicia que se pagaría en tanto el hijo no reclamara el uso del apellido Blunt. En caso de su muerte, Jacob, este hombre lo heredaría todo. —Anderson se volvió a mí—. En cierto modo lo siento por ti —dijo—. Debiste llevar una vida terrible en tu infancia. McGillicuddy me dijo que tu madre murió poco después de dar a luz a Francés, su segunda hija y la única legítima. Los dos fueron criados por su marido y por niñeras sucesivas, y tus ingresos sirvieron para sustentar a ese hombre, un actor que no trabajaba, y a tu hermanastra. En una época hasta conociste a tu hermanastro, Jacob. McGillicuddy me dijo que habían sido íntimos amigos antes de que el viejo Blunt lo descubriera y los separara. Después, tu padrastro consiguió un papel en una obra y comenzaron las giras por el país. Así vivisteis tú y Francés los siguientes cinco o seis años, hasta que tu padrastro murió en una riña de borrachos.

Jacob se acercó a mí y me miró.

—Entonces, tú debes de ser Pruney —me dijo, pensativo. Me miró con atención y se volvió hacia Anderson—: ¡Pero no puede ser, teniente! ¡No se le parece en nada! ¡Y además, Pruney era unos años mayor que yo!

Anderson pasó las hojas del bloc hasta encontrar la fotografía de Jacob y su compañero de juegos.

Lo tendió a Sonia y le preguntó:

—¿Cuántos años le parece a usted que tiene esta persona, aproximadamente?

Sonia miró un momento la fotografía, y después le devolvió el bloc a Anderson.

—Menos de veinte años —admitió—, aunque bien podría tener cualquier edad. Nunca vi una cara tan vieja sobre un cuerpo tan malformado. ¡Pero de ningún modo se parece al doctor Matthews!

—Esta instantánea fue tomada hace quince años o más —dijo Anderson—. Una persona puede cambiar mucho en ese tiempo.

—Es imposible que el doctor Matthews sea Pruney —insistió Jacob con decisión.

Sentí que ya era hora de salir en mi propia defensa. Me molestaban las afirmaciones absurdas de Anderson, sobre todo porque yo había llegado, a partir de mis mismas pruebas, a conclusiones totalmente diferentes.

—Nací en Indianápolis, Indiana —dije—. Mi padre se llamaba Ernest Matthews, y mi madre Martha. Nunca he tenido ningún otro nombre. No estoy emparentado de ningún modo con Jacob y, si revisas los archivos de Indianápolis, podrás comprobarlo.

—Tendrás la oportunidad de probarlo —dijo Anderson—, pero, dudo que puedas hacerlo. —Me miró inquisitivamente—. Creo que tu apellido es Blunt, y sé que el nombre de tu hermanastra es Francés Raye. Pienso que odiabas a esta hermanastra, tanto como odiaste antes a tu madre. Creo que odiabas también a Jacob y sentías que todos ellos se interponían entre tú y la herencia que te correspondía por derecho. Creo que planeaste esto durante mucho tiempo, más del que podamos imaginar...

—¿De veras quieres saber quién mató a Francés Raye, a Nan Bulkely y... —se me quebró la voz— y ahora a Sara?

Ya me había cansado de sus acusaciones ridículas.

—Creo que lo hiciste tú —dijo Anderson.

—Dame la oportunidad de probar que te equivocas —le rogué—. Dame hasta mañana por la mañana. Si no obtengo para entonces pruebas definitivas e irrefutables de mi inocencia y de la culpabilidad del asesino, podrás hacer lo que consideres mejor.

Anderson me miró largamente. Creí que accedería a mi petición, pero meneó la cabeza.

—No —dijo—, una vez ya corrí un riesgo contigo, George... y lo lamenté. Ahora te arrestaré.

Se adelantó para ponerme las esposas. Lamenté hacerlo, pero no tenía otra oportunidad: salté y le golpeé en la mandíbula. Cayó al suelo. Salí corriendo, bajé a saltos la escalera y salí a la calle. A cada lado de la puerta de entrada había un policía uniformado y un detective de paisano (Sommers, adormilado como siempre). Pasé junto a ellos tan rápido que ya estaba en el coche de Anderson y lo ponía en marcha antes de que comprendieran qué pasaba. El coche avanzó rugiendo por la calle en cuestión de segundos. Cambié de marcha al doblar, y aceleré. En rápida sucesión oí gritos, silbatos de policía y el parabrisas que se quebraba por el impacto de una bala. Pero ya había escapado: había doblado por la calle 8 y corría hacia la Tercera Avenida. Después la calle Canal y el puente...

EPÍLOGO II

Nunca había conducido tan rápido, y esperé no tener que volver a hacerlo. Pasé semáforos en rojo y esquinas atestadas y en una ocasión esquivé por centímetros a un camión de reparto. Ignoré los frenos y sólo los usé cuando el coche se descontrolaba en las curvas o cuando una masa de vehículos me impedía el paso. Puse la radio y oí la noticia de mi fuga, que se transmitía a todos los otros coches policiales. Pero, al llegar al 5755 de la Avenida Ocean, ninguno me había atrapado todavía.

Fui allí porque ésta era la dirección que había visto escrita bajo el nombre «Edgar Augustus Blunt» en el reverso de la fotografía, y también porque ya había recordado lo que había hecho aquel último día de abril: había ido al 5755 de la Avenida Ocean para enfrentarme al asesino. Otra vez había estado ya en esa dirección, aunque por accidente; había sido pocas noches atrás, al dar un paseo nocturno por Coney Island, y me había reído de mi reflejo en un espejo deformante.

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