—Aparte de que era un poco juerguista. Pero ¿comprende usted, señor? ¡Todos los hombres son iguales!
Maigret estaba de tan buen humor al día siguiente por la mañana, que el inspector Leroy se atrevió a seguirle charlando e incluso a hacerle algunas preguntas.
Por otra parte, sin saber por qué, la calma era general. Quizá fuese debido al tiempo que de repente era bueno. Parecía que hubieran barrido el cielo. Estaba azul, de un azul un poco pálido en el que relucían ligeras nubes. Por eso, el horizonte parecía más grande, como si terminasen de hacer la bóveda celeste. El mar, completamente liso, estaba cubierto de pequeñas velas que tenían aspecto de banderas pinchadas en un mapa de estado mayor.
Ahora bien, basta con un rayo solar para transformar Concarneau, ya que entonces, las murallas de la vieja ciudad, lúgubres bajo la lluvia, se vuelven de un blanco alegre, resplandeciente.
Abajo, los periodistas, fustigados por las idas y venidas de los tres últimos días, se contaban historias mientras tomaban el café y uno de ellos había bajado en bata, con los pies descalzos metidos en unas pantuflas.
Maigret había entrado en la habitación de Emma, más bien una buhardilla, cuya ventana daba a la callejuela y cuyo techo inclinado no permitía estar de pie más que en medio de la habitación.
La ventana estaba abierta. El aire era fresco, pero se sentían las caricias del sol. Una mujer había aprovechado para tender ropa en su ventana, al otro lado del callejón. En alguna parte, en el patio de un colegio vibraba un rumor de recreo.
Y Leroy, sentado al borde de la camita de hierro, dijo:
—No comprendo aún muy bien sus métodos, comisario, pero creo que empiezo a adivinar.
Maigret le miró sonriente, y dirigió al sol una bocanada de humo.
—¡Tiene suerte, amigo! Sobre todo en lo que concierne a este asunto, en el que precisamente mi método consiste en que no tengo ninguno. Si quiere un buen consejo, si quiere irse perfeccionando, no tome ejemplo de mí, ni trate de sacar teorías de lo que me vea hacer.
—Sin embargo… compruebo que ahora llega a los indicios materiales, después de que…
—¡Precisamente, después! ¡Después de todo! Dicho de otra manera, he empezado la investigación al revés, lo que tal vez no impide que empiece la próxima al derecho. Cuestión de atmósfera. Cuestión de tipos. Cuando llegué aquí, caí sobre un tipo que me sedujo y no lo dejé.
Pero no dijo a quién pertenecía aquella cabeza. Levantó una vieja sábana que ocultaba un guardarropa. Dentro había un vestido bretón de terciopelo negro que Emma debía reservar para los días de fiesta.
En el tocador, un peine al que faltaban varias púas, horquillas y una caja con polvos de arroz demasiado rosas. Encontró en un cajón lo que parecía buscar: una caja adornada con conchas brillantes como las que venden en todas las tiendas del litoral. Ésta, que tal vez databa de diez años y que sabe Dios qué camino había recorrido, tenía escritas estas palabras: «Recuerdo de Ostende».
Salía de allí un olor a cartón viejo, a polvo, a perfume y a papel amarillento. Maigret, que se había sentado al borde de la cama al lado de su compañero, hacía con sus gruesos dedos el inventario de las cosas menudas.
Había un rosario de bolas de cristal talladas por varias caras, con una frágil cadenita de plata, una medalla de primera comunión, un frasco de perfume vacío que Emma había debido de guardar por su bella forma y que posiblemente había encontrado en la habitación de un huésped.
Una flor de papel, posible recuerdo de un baile o una fiesta, aportaba una nota de colorido.
Al lado, una crucecita de oro era el único objeto de un poco de valor.
Una pila de tarjetas postales. Una representaba un gran hotel de Cannes. Al dorso, una letra de mujer:
«Harías mejor en venir aquí que quedarte en ese sucio agujero donde siempre está lloviendo. Y se gana mucho. Se come todo lo que se quiere. Un abrazo
LUISA».
Maigret pasó la tarjeta al inspector Leroy, examinó minuciosamente una de esas fotografías de feria que se obtienen al disparar y dar en el blanco.
Como se tapaba con la carabina apenas se veía el rostro del hombre, cuyo ojo estaba cerrado. Era muy ancho de espaldas y llevaba un gorro de marino. Y Emma, sonriendo a la cámara, le agarraba ostensiblemente del brazo. En la parte baja de la tarjeta, ponía:
Quimper
.
Una carta, con el papel tan arrugado que debía de haberla releído muchas veces.
«Querida mía:
»Ya está dicho y firmado: tengo mi barco. Se llamará
La Bella Emma
. El cura de Quimper me ha prometido bautizarlo la próxima semana con agua bendita, granos de trigo, sal y todo, habrá champán de verdad, porque quiero que sea una fiesta de la que se hable mucho tiempo.»Al principio costará un poco de trabajo pagarlo, porque tengo que dar al banco diez mil francos por año. Pero piensa que tiene cien brazas cuadradas de vela y que andará sus diez nudos. Se puede ganar mucho transportando cebollas a Inglaterra. Eso quiere decir que no tardaremos en casarnos. Ya he encontrado flete para el primer viaje, pero tratan de entrenarme porque soy nuevo.
»Tu jefa podría darte dos días de permiso para el bautizo, porque todo el mundo va a emborracharse y no podrás volver a Concarneau. Ya he tenido que pagar varias rondas en los cafés a causa del barco, que ya está en el puerto y que tiene una bandera nueva.
»Me haré una fotografía subido encima y te la mandaré. Te quiero. Un abrazo en espera de que seas la mujer querida de tu
LEÓN».
* * *
Maigret metió la carta en su bolsillo, mirando con aire soñador la ropa tendida al otro lado del callejón. Ya no había nada más en la caja de las conchas, excepto un palillero de hueso en el que se veía, dentro de un círculo de cristal, la cripta de Nuestra Señora de Lourdes.
—¿Hay alguien en la habitación que ocupa habitualmente el doctor? —preguntó.
—No creo. Los periodistas están instalados en el segundo.
El comisario buscó aún más por la habitación, para quedarse tranquilo, pero no encontró nada interesante. Un poco después estaba en el primer piso, y empujó la puerta de la habitación 3, aquella cuyo balcón domina el puerto y la rada.
La cama estaba hecha y el suelo encerado. Junto al lavabo, había toallas limpias.
El inspector siguió con la mirada a su jefe, mientras en su cara se dibujaba una expresión entre curiosa y escéptica. Por otra parte, Maigret silbaba mientras miraba a su alrededor; se fijó en una mesita de roble colocada delante de la ventana y con una carpeta encima y un cenicero.
En la carpeta había papel de correspondencia con membrete del hotel y un sobre azul con el membrete. También había dos hojas grandes de papel secante, una casi negra de tinta y la otra apenas manchada con caracteres incompletos.
—¡Vaya a buscarme un espejo!
—¿Grande?
—¡No importa! Un espejo que pueda colocar en la mesa.
Cuando el inspector volvió, encontró a Maigret en el balcón, con los dedos metidos en los dobleces del chaleco, fumando su pipa con evidente satisfacción.
—¿Sirve éste?
Volvió a cerrar la ventana. Maigret colocó el espejo vertical en la mesa y, con la ayuda de dos candelabros que cogió de encima de la chimenea, colocó pegada al espejo la hoja de papel secante.
Los caracteres reflejados en el espejo no podían leerse muy fácilmente. Faltaban letras, palabras enteras. Otras había que deducirlas porque estaban demasiado deformadas.
—¡Comprendo! —dijo Leroy con aire maligno.
—¡Bueno! Entonces, vaya a pedir al dueño un cuaderno de cuentas de Emma, o cualquier cosa escrita por ella.
Transcribió las palabras, a lápiz, en una hoja de papel:
«…
verte… horas… deshabitada… absolutamente
…»
Cuando el inspector volvió, el comisario, rellenando aproximadamente los huecos, reconstruía la siguiente nota:
«Necesito verte. Ven mañana a las once a la casa deshabitada que se encuentra en la plaza, un poco más allá del hotel. Cuento absolutamente contigo. No tienes más que llamar y te abriré la puerta
».
—Aquí está el cuaderno de la lavandería que Emma llevaba al día —anunció Leroy.
—Ya no lo necesito. La carta está firmada. Mire aquí.
«mma
». Dicho de otro modo:
Emma
. ¡Y han escrito la carta en esta habitación!
—¿Dónde se reunía Emma con el doctor? —preguntó el inspector.
Maigret comprendió su repugnancia a admitir esta hipótesis, sobre todo después de la escena a la que habían asistido el día anterior encaramados en la cornisa.
—En ese caso, ¿sería ella quien…?
—¡Despacio! ¡Despacio, jovencito! ¡No saque conclusiones tan rápidas! ¡Y sobre todo no haga deducciones! ¿A qué hora llega el tren que nos trae a Jean Goyard?
—A las once treinta y dos.
—Fíjese en lo que tiene que hacer, amigo. Primero les dirá a los dos colegas que le acompañan que me lleven al hombre a la gendarmería. Por lo tanto, llegará hacia el mediodía. Telefoneará usted al alcalde diciéndole que me gustaría verle a esa misma hora, y en el mismo sitio. ¡Espere! Dará el mismo recado a la señora Michoux, llamándola por teléfono a su hotel. Y por último, es probable que de un momento a otro los policías o los gendarmes le traigan a Emma y a su amante. El mismo destino, y la misma hora. ¿No olvido a nadie? ¡Bueno! ¡Una recomendación! Que Emma no sea interrogada en mi ausencia. Impídale incluso que hable.
—¿Y el carabinero?
—No lo necesito.
—El señor Mostaguen.
—¡Eh! ¡No! ¡Eso es todo!
En el café, Maigret pidió una jarra de cerveza, que bebió con visible placer diciendo a los periodistas:
—¡Esto marcha, señores! Esta noche ya podrán ustedes volver a París.
* * *
Su paseo a través de las calles tortuosas de la vieja ciudad aumentó su buen humor. Y, cuando llegó frente a la puerta de la gendarmería, con la bandera tricolor en el balcón, le pareció que la atmósfera, por la magia del sol, de los tres colores, de la pared deslumbrante de luz, tenía una alegría de 11 de noviembre.
Un viejo gendarme, sentado en una silla al otro lado de la poterna, leía una revista cómica. El patio, con sus baldosas separadas por hileras de musgo verde, tenía la serenidad de un patio de convento.
—¿Y el brigada?
—Están todos en camino, el teniente, el brigada y la mayoría de los hombres, en busca del vagabundo que ya sabe.
—¿El doctor no se ha movido?
El hombre sonrió mirando a la ventana de barrotes del calabozo, a la derecha.
—¡No hay peligro!
—¿Quiere abrirme la puerta?
Y cuando corrió el cerrojo, dijo con una voz alegre, cordial:
—¡Buenos días, doctor! ¿Ha dormido usted bien, por lo menos?
Pero sólo vio un pálido rostro que asomaba por una manta gris encima de la litera. Con los ojos febriles, profundamente hundidos en las órbitas.
—¿Qué pasa? ¿No está bien?
—Muy mal —articuló Michoux inclinándose en su lecho con un suspiro—. Es mi riñón.
—¿Supongo que le darán todo lo que necesite?
—Sí. Es usted muy amable.
Se había acostado vestido. Sacó las piernas de debajo de la manta, se sentó, se pasó la mano por la frente. Y Maigret en ese mismo momento, se subió a caballo en una silla, se apoyó en el respaldo, resplandeciendo de salud, de animación.
—¡Pero, oiga! ¡Veo que ha encargado usted borgoña!
—Mi madre me lo trajo ayer. Me hubiese gustado tanto evitar esa visita. Ha debido enterarse de algo en París y ha vuelto.
Las ojeras le comían la mitad de las mejillas sin afeitar, que parecían más flacas. Y la falta de corbata y su traje arrugado, aumentaban la impresión de angustia que daba su persona.
Interrumpió su charla para toser. Incluso escupió ostensiblemente en su pañuelo y lo miró como alguien que teme la tuberculosis y que se observa con ansiedad.
—¿Sabe algo nuevo? —preguntó con cansancio.
—¿Le han contado los guardias el drama de esta noche?
—No. ¿Qué es? ¿Quién ha sido?
Se había pegado a la pared como si temiese que le atacasen.
—¡Bah! Un transeúnte que ha recibido una bala en una pierna.
—¿Y han cogido al… al asesino? ¡No puedo más, comisario! Reconozca que es para volverse loco. ¿Ha sido otro cliente del café del
Almirante
, no? ¡Van a por nosotros! Y por más que me rompo la cabeza no me explico por qué. Sí, ¿por qué? ¡Mostaguen! ¡Le Pommeret! ¡Goyard! Y el veneno que nos habían destinado a todos. Ya verá cómo acaban por matarme, ¡incluso aquí! Pero, ¿dígame?, ¿por qué?
Ya no estaba pálido. Estaba lívido. Y hacía daño verle de tanto como ilustraba la idea de pánico en su parte más lastimosa y detestable.
—No me atrevo a dormir. Esta ventana. ¡Mire! Hay barrotes. Pero se puede disparar a través de ellos, por la noche. Un guardia, puede dormirse, o estar pensado en otra cosa. Yo no he nacido para semejante vida. Ayer, me bebí toda esta botella, con la esperanza de dormir. ¡Y no he pegado un ojo! ¡He estado enfermo! Si por lo menos hubiesen logrado coger a ese vagabundo, con su perro canelo.
»¿Han vuelto a ver al perro? ¿Sigue rondando por los alrededores del café? No comprendo que no le hayan metido ya una bala en el cuerpo. ¡A él y a su amo!
—Su amo ha salido esta noche de Concarneau.
—¡Ah!
Al doctor parecía costarle trabajo creérselo.
—¿Inmediatamente después… después de su nuevo crimen?
—¡Antes!
—¿Pero entonces…? ¡No es posible! Sólo se puede pensar que…
—¡Eso es! Se lo decía al alcalde esta noche. Entre nosotros, el alcalde es un tipo extraño. ¿Qué piensa usted?
—¿Yo? No sé… Yo…
—En fin, le ha vendido los terrenos. Está usted en relaciones con él. Eran ustedes lo que se dice amigos.
—Teníamos sobre todo relaciones de negocios y éramos buenos vecinos. En el campo…
Maigret notó que la voz era más firme, que la mirada del doctor era menos turbia.
—¿Qué es lo que usted le decía?
Maigret sacó el cuadernito de su bolsillo.
—Le decía que la serie de crímenes o, si usted prefiere, las tentativas de asesinato, no habían podido ser cometidos por ninguna de las personas que todos conocemos actualmente. No voy a repetirle los dramas uno por uno. Hago un resumen. Hablo objetivamente, ¿verdad? ¿Como un técnico? Pues bien, es seguro que usted no ha podido disparar esta noche al carabinero, lo que podría ser suficiente para descartarle. Le Pommeret tampoco ha podido disparar, ya que le entierran mañana por la mañana. Ni Goyard, a quien acaban de encontrar en París. Ni el uno ni el otro podían encontrarse el viernes por la noche detrás del buzón de la casa vacía. Emma tampoco.