No sabía dónde ponerse. Maigret le preguntó:
—¿No se acuesta?
—Todavía no. No me duermo nunca antes de las nueve de la mañana.
Se esforzaba por esbozar una sonrisa falsa que mostraba dos muelas de oro.
—Francamente, ¿qué piensa usted?
El reloj luminoso de la vieja ciudad dejó oír diez campanadas. Llamaron al comisario por teléfono. Era el alcalde.
—¿Todavía nada?
¿Esperaba también él un drama?
Pero, de hecho, ¿no lo esperaba también Maigret? Fue a hacer una visita al perro que se había dormido y que, sin miedo, abrió un ojo y miró cómo avanzaba hacia él. El comisario le acarició la cabeza, le puso un poco de paja bajo las patas.
Vio al dueño detrás.
—¿Cree usted que esos señores de la prensa se van a quedar aquí mucho tiempo? Porque en ese caso tendré que pensar en las provisiones. El mercado es mañana a las seis.
Cuando no se estaba acostumbrado a Maigret, en semejante caso, se sentía uno desorientado al ver sus enormes ojos fijos en la frente como sin ver, y luego oírle gruñir algo ininteligible mientras se alejaba con aspecto de indiferencia.
El redactor del
Petit Parisien
volvió y sacudió el agua de su impermeable.
—¡Vaya! ¿Llueve? ¿Qué hay de nuevo, Groslin?
Brillaba una llamita en los ojos del joven que dijo unas palabras en voz baja al fotógrafo que le acompañaba. Luego, descolgó el receptor del teléfono.
—
Petit Parisien
, señorita. Servicio de Prensa. ¡Prioridad! ¿Qué? ¿Tiene comunicación directa con París? Entonces, póngame inmediatamente ¡Oiga, oiga! ¿El
Petit Parisien
? ¿Señorita Germaine? Póngame con la secretaria de servicio. ¡Aquí, Groslin!
Su voz era impaciente, y su mirada parecía desafiar a los compañeros que le escuchaban. Maigret, que pasó por detrás de él, se detuvo para escuchar.
—¡Oiga! ¿Es usted, señorita Jeanne? Rápido, ¡eh! Aún da tiempo para algunas ediciones de provincia. Los otros no lo tendrán hasta la edición de París. Diga al redactor-jefe que escriba el artículo. Yo no tengo tiempo.
«Asunto de Concarneau. Nuestras previsiones eran exactas. Nuevo crimen. ¡Oiga! ¡Sí,
crimen
! Un hombre asesinado, si prefiere».
Todo el mundo se había callado. El doctor, fascinado, se acercó al periodista que proseguía, febril, triunfante contento:
—¡Después del señor Mostaguen, después del periodista Jean Servières, el señor Le Pommeret! Sí. Le he deletreado el nombre hace un momento! Acaban de encontrarle muerto en su habitación. ¡En su casa! Ninguna herida. Tiene los músculos rígidos y todo hace pensar en un envenenamiento. Espere. Termine por: «el terror reina». ¡Sí! Vaya en seguida a ver al redactor-jefe. Dentro de un momento le dictaré un artículo para la edición de París, pero el informe tiene que pasar a las ediciones de provincia.
Volvió a colgar, respiró hondo, y lanzó a su alrededor una mirada de júbilo.
El teléfono sonó.
—¡Oiga! ¿El comisario? Hace un cuarto de hora que intentamos hablar con usted. Aquí la casa del señor Le Pommeret. ¡Rápido! ¡Está muerto!
Y la voz repitió:
—Muerto.
Maigret miró a su alrededor. En casi todas las mesas había vasos vacíos. Emma, exangüe, seguía al comisario con la mirada.
—¡Que no toquen ningún vaso ni ninguna botella! —ordenó—. ¿Comprende, Leroy? No se mueva de aquí.
El doctor, con la frente empapada de sudor, se había quitado el pañuelo y se veía su pescuezo delgado, con el cuello de la camisa abrochado.
* * *
Cuando Maigret llegó al piso de Le Pommeret, un médico que vivía en la casa vecina había hecho ya las primeras comprobaciones.
Había allí una mujer de unos cincuenta años, la dueña de la casa, la misma que había telefoneado.
Era una bonita casa de piedras grises frente al mar. En donde cada veinte segundos, el pincel luminoso del faro iluminaba las ventanas.
Un balcón. Un asta de bandera y un escudo con las armas de Dinamarca.
El cuerpo estaba extendido sobre la alfombra rojiza de un estudio lleno de pequeños adornos sin valor. Fuera, cinco personas vieron pasar al comisario sin pronunciar una sola palabra.
En las paredes, fotografías de actrices, dibujos recortados de revistas y enmarcados, algunas dedicatorias de mujeres.
Le Pommeret estaba sin camisa y sus zapatos aún estaban llenos de barro.
—¡Estricnina! —dijo el médico—. Al menos lo juraría. Mire sus ojos. Y sobre todo dese cuenta de la rigidez del cuerpo. La agonía ha durado media hora. Tal vez más.
—¿Dónde estaba usted? —preguntó Maigret a la mujer.
—Abajo. Subarrendaba todo el primer piso al señor Le Pommeret, que comía en mi casa. Llegó a cenar hacia las ocho. No tomó casi nada. Recuerdo que dijo que la electricidad era muy floja, cuando la luz era normal.
»Me dijo también que iba a volver a salir, pero que antes tomaría una aspirina, porque sentía la cabeza pesada.
El comisario miró al doctor de una manera interrogante.
—¡Eso es! Los primeros síntomas.
—Que se declaran… ¿cuánto tiempo después de la absorción del veneno?
—Depende de la dosis y de la constitución de la persona. A veces media hora. Otras veces, dos horas.
—¿Y la muerte?
—No sobreviene hasta el final de una parálisis general. Pero antes hay parálisis locales. Estaba echado en ese diván.
Aquel mismo diván que hacía que llamasen a la casa de Le Pommeret: ¡La casa del pecado! Las fotos de revistas eran más abundantes alrededor del mueble. Una lamparilla lanzaba una luz rosácea.
—Se agitó igual que en una crisis de
delirium tremens
. Murió en el suelo.
Maigret se dirigió hacia la puerta por la que quería entrar un fotógrafo y se la cerró en las narices.
Calculaba a media voz:
«Le Pommeret salió del café del
Almirante
un poco después de las siete. Había bebido. Aquí, un cuarto de hora después, bebió y comió. Según lo que usted me dice de los efectos de la estricnina, pudo ingerir el veneno tanto allí como aquí».
Descendió en seguida a la planta baja, donde la casera lloraba, rodeada por tres vecinas.
—¿Dónde están los platos y los vasos de la cena?
Durante unos momentos no comprendió. Y cuando quiso contestar, Maigret ya había visto en la cocina una palangana de agua aún caliente, a la derecha platos limpios y a la izquierda otros sucios y vasos.
—Estaba fregando, cuando…
Entró un guardia urbano.
—Vigile la casa. Eche a todo el mundo fuera, excepto a la dueña. ¡Y ningún periodista, ningún fotógrafo! Que no toquen ningún vaso ni ningún plato.
Había que recorrer quinientos metros en medio de la borrasca para llegar al hotel. El pueblo estaba en la penumbra. Apenas quedaban dos o tres ventanas iluminadas, a gran distancia una de otra.
Por el contrario, en la plaza, en la esquina del muelle, las tres ventanas verdosas del
Hotel del Almirante
estaban encendidas, pero a causa de los cristales, daba la impresión de un monstruoso acuario.
Al acercarse, se oían ruidos y voces, el timbre del teléfono, el motor de un coche que ponían en marcha.
—¿Dónde va? —preguntó Maigret.
Se dirigió a un periodista.
—¡La línea está cortada! Voy a otro sitio a telefonear para mi edición de París.
El inspector Leroy, de pie en el café, tenía aspecto del profesor que vigila el estudio de la tarde. Alguien escribía sin parar. El viajante de comercio estaba embobado, pues se sentía apasionado en aquella atmósfera nueva para él.
Todos los vasos seguían en las mesas. Había algunas copas que habían contenido aperitivos, vasos de cerveza manchados aún de espuma, vasitos de licor.
—¿A qué hora han quedado vacías las mesas?
Emma trató de recordar.
—No podría decirlo. Hay algunos vasos que he ido quitando a medida que estaban vacíos Otros llevan ahí toda la tarde.
—¿El vaso del señor Le Pommeret?
—¿Qué bebió, señor Michoux?
Fue Maigret quien contestó:
—Un
coñac
.
Miró los platitos uno tras otro.
—Seis francos. Pero he servido un
whisky
a uno de estos señores y es el mismo precio ¿Quizá sea este vaso? Tal vez no.
El fotógrafo, que no perdía ocasión, tomaba fotos de todos los vasos instalados en las mesas de mármol.
—¡Vaya a buscar al farmacéutico! —ordenó el comisario a Leroy.
Y fue verdaderamente la noche de los vasos y los platos. Los trajeron de casa del vicecónsul de Dinamarca. Los reporteros entraban en el laboratorio del farmacéutico como en su propia casa y uno de ellos, antiguo estudiante de medicina, participaba incluso en los análisis.
El alcalde se había contentado con decir por teléfono con voz tajante:
—… toda su responsabilidad…
No se encontraba nada. Por el contrario, el dueño, de repente, preguntó:
—¿Qué han hecho con el perro?
El cuartucho donde le habían echado encima de la paja estaba vacío. El perro, incapaz de andar ni siquiera de arrastrarse, a causa de la venda que aprisionaba sus patas traseras, había desaparecido.
Los vasos no descubrían nada nuevo.
—Tal vez han lavado el del señor Le Pommeret. Ya no me acuerdo. ¡Con este jaleo! —decía Emma.
En la casa, también la mitad de los cacharros habían sido fregados seguramente con agua caliente.
Ernest Michoux, con la tez terrosa, estaba principalmente preocupado por la desaparición del perro.
—Han venido a buscarle por el patio. Hay una entrada que da al muelle. Una especie de callejón sin salida. Habrá que clausurar la puerta, comisario. Si no… Piense que han podido entrar aquí sin que nadie lo advirtiera. ¡Y volverse a marchar con el animal en brazos!
Se diría que no se atrevía a salir del fondo de la sala, que permanecía lo más alejado posible de las puertas.
Eran las ocho de la mañana. Maigret, que no se había acostado, se acababa de bañar y terminaba de afeitarse delante de un espejo colgado de la contraventana.
Hacía más frío que los días anteriores. La lluvia turbia parecía nieve derretida. Abajo, un reportero esperaba la llegada de los periódicos de París. Habían oído el pito del tren a las siete y media. Faltaba poco para que apareciesen los vendedores de las ediciones sensacionales.
La plaza que se encontraba ante los ojos del comisario estaba ocupaba por el mercado semanal. Pero se adivinaba que aquel mercado no tenía su animación habitual. La gente hablaba en voz baja. Algunos campesinos parecían preocupados al enterarse de las noticias.
En el terraplén, había unos cincuenta puestos de venta, con mantequilla, huevos, legumbres, tirantes y medias de seda. A la derecha, se estacionaban carricoches de todos los modelos y el conjunto estaba dominado por las cofias blancas con anchos encajes.
Maigret no se dio cuenta de que algo anormal sucedía hasta que vio que una parte del mercado cambiaba de fisonomía, las gentes se amontonaban y todas miraban a una misma dirección. La ventana estaba cerrada. No oía los ruidos, o más bien, lo que le llegaba tan sólo era un rumor confuso.
Buscó más allá con la mirada. En el puerto, algunos pescadores cargaban en las barcas las cestas vacías y las redes. Mas de pronto, se quedaron inmóviles, abriendo paso a dos gendarmes que llevaban a un preso hacia el Ayuntamiento.
Uno de los policías era muy joven, imberbe. De rostro ingenuo. El otro tenía grandes mostachos castaños y unas cejas espesas y unidas le daban un aspecto terrible.
En el mercado, habían cesado las discusiones, todos miraron a los tres hombres que avanzaban y señalaban las esposas que sujetaban las muñecas del malhechor.
¡Un coloso! Andaba inclinado hacia delante, lo que hacía que sus hombros pareciesen el doble de anchos. Arrastraba los pies por el barro y parecía que era él quien tiraba de los agentes a remolque.
Llevaba una chaqueta vieja. La cabeza descubierta, y un pelo tieso, muy corto y moreno.
El periodista corrió por la escalera, abrió una puerta y gritó a su fotógrafo que dormía:
—¡Benoît! ¡Benoît! ¡De prisa! Arriba… ¡Una foto imponente!
Ni él mismo estaba convencido de decir toda la verdad. Pues mientras Maigret se quitaba de las mejillas las últimas manchas de jabón y buscaba su americana sin dejar de mirar a la plaza, tuvo lugar un acontecimiento verdaderamente extraordinario.
La multitud no tardó en agolparse alrededor de los gendarmes y del prisionero. Bruscamente, éste, que debía de haber esperado mucho tiempo la ocasión, dio una violenta sacudida con sus manos.
Desde lejos, el comisario vio los trozos de cadena rotos que colgaban de las manos de los policías. Y el hombre se abalanzó sobre el público. Una mujer rodó por el suelo. Otras personas huyeron. Nadie había salido de su estupor cuando el prisionero saltó por un callejón sin salida, a veinte metros del
Hotel del Almirante
, al lado de la casa vacía por cuyo buzón había salido una bala de revólver el viernes anterior.
Un agente —el más joven— estuvo a punto de disparar, dudó y se puso a correr llevando su arma de una manera que Maigret esperaba el accidente. Un saledizo de madera cedió bajo la presión de los que huían y su tejado de lona cayó sobre los puestos de mantequilla.
El joven agente tuvo el valor de precipitarse él solo por el callejón sin salida.
Maigret, que conocía el lugar, acabó de vestirse sin apresurarse.
Pues ahora sería un milagro encontrar al hombre. La calleja, de dos metros de ancho, formaba dos recodos en ángulo recto. Veinte casas que daban al muelle y a la plaza tenían una salida al callejón. Y además, había cobertizos, los almacenes de una cordelería y artículos para barcos, un depósito de latas de conserva, todo un montón de construcciones irregulares, rincones y recodos, tejados fácilmente accesibles que hacían casi imposible una persecución.
Ahora, la multitud se mantenía a distancia. La mujer, a la que habían tirado, levantaba el puño roja de indignación, en todas direcciones, mientras que las lágrimas temblaban al rodar por su barbilla.
El fotógrafo salió del hotel, con un
trench coat
encima del pijama, y los pies descalzos.
* * *
Media hora más tarde, llegó el alcalde, y poco después el teniente, cuyos hombres empezaron a registrar las casas vecinas.