Durante ese tiempo, el inspector Leroy había ido a hacer unas preguntas en el Ayuntamiento y en la Gendarmería.
En la atmósfera del café había algo gris, triste, sin que se pudiese precisar qué era. Por una puerta abierta, se veía el comedor donde las camareras con vestido bretón ponían las mesas para la cena.
La mirada de Maigret se fijó en un perro amarillo, echado al pie de la caja. Levantó la vista y vio una falda negra, un delantal blanco, un rostro sin gracia y al mismo tiempo tan interesante, que no dejó de observarlo durante la conversación que siguió.
Por otra parte, cada vez que volvía la cabeza era la chica de la recepción quien fijaba en él su mirada febril.
* * *
—Si ese pobre Mostaguen, que es el mayor bribón de la tierra, aparte de que tiene un miedo terrible a su mujer, no hubiese estado a punto de perder el pellejo, juraría que se trata de una broma de mal gusto.
Era Jean Servières quien hablaba. Le Pommeret llamó familiarmente:
—¡Emma!
Y la chica de la recepción se acercó.
—¿Qué toma?
En la mesa había vasos de cerveza vacíos.
—¡Es la hora del aperitivo! —advirtió el periodista—. Dicho de otro modo, la hora del
pernod
, Emma. ¿Verdad, comisario?
El doctor Michoux miró uno de sus gemelos con aire ensimismado.
—¿Quién hubiese podido prever que Mostaguen iba a pararse en el umbral a encender su cigarro? —prosiguió la voz sonora de Servières—. Nadie, ¿verdad? Ahora bien, Le Pommeret y yo vivimos al otro extremo de la ciudad. ¡No pasamos por delante de la casa vacía! A esa hora, nosotros tres éramos los únicos que nos encontrábamos en la calle. Mostaguen no es un tipo que tenga enemigos. Es de los que llaman de buena pasta. Un tipo cuya única ambición es poseer algún día la Legión de Honor.
—¿Qué tal la operación?
—Saldrá bien. Lo más gracioso es que su mujer le ha hecho una escena en el hospital, pues está convencida de que se trata de una historia de amor. ¿Se da cuenta? El pobre ni siquiera se atrevía a acariciar a su secretaria por miedo a tener complicaciones.
—¡Doble ración! —dijo Le Pommeret a la camarera que servía la imitación de ajenjo—. Trae hielo, Emma.
Era la hora de la cena y algunos clientes salieron. Por la puerta abierta, entró una ráfaga que movió los manteles del comedor.
—Ya leerá usted el artículo que he escrito sobre este asunto y en el que creo haber estudiado todas las hipótesis. Sólo una es plausible: que nos encontramos en presencia de un loco. Por ejemplo, nosotros, que conocemos toda la ciudad, no vemos en absoluto quién puede haber perdido la razón. Venimos aquí todas las tardes. A veces, viene el alcalde a jugar una partida con nosotros. O Mostaguen. Otras veces, para jugar al bridge, vamos a buscar al relojero que vive unas casas más allá.
—¿Y el perro?
El periodista esbozó un gesto de ignorancia.
—Nadie sabe de dónde ha salido. Por un momento, creímos que pertenecía al buque mercante que llegó ayer. El
Santa-María
. Parece ser que no. Hay un perro a bordo, pero es un «terranova», y yo desafío a cualquiera a que diga de qué raza es este horrible animal.
Mientras hablaba, cogió una jarra de agua y llenó el vaso de Maigret.
—¿Lleva mucho tiempo aquí la chica de la recepción? —preguntó el comisario a media voz.
—Unos años.
—¿No salió ayer por la noche?
—No se movió. Esperó a que nos fuésemos para acostarse. Le Pommeret y yo evocábamos viejos recuerdos, recuerdos de tiempos mejores, cuando éramos lo bastante apuestos para ofrecernos mujeres gratis. ¿No es verdad, Le Pommeret? ¡No dice nada! Cuando le conozca mejor comprenderá usted que, en cuanto se trata de mujeres, es capaz de pasarse toda la noche. ¿Sabe cómo llamamos a la casa donde vive frente al mercado de pescado? La
casa del pecado
. ¡Hum!
—A su salud, comisario —dijo, no sin cierta confusión, el hombre del que hablaban.
En ese mismo momento, Maigret se dio cuenta de que el doctor Michoux, que apenas había despegado los labios, se inclinaba para mirar su vaso al trasluz. Su frente estaba arrugada. Su rostro, pálido por naturaleza, tenía una expresión de inquietud realmente conmovedora.
—¡Un momento! —dijo de repente, después de haber dudado mucho tiempo.
Acercó el vaso a su nariz, metió en él un dedo y lo tocó con la punta de la lengua. Servières estalló en una carcajada.
—¡Bueno! Me parece que se está dejando influir por la historia Mostaguen.
—¿Qué pasa? —preguntó Maigret.
—Creo que es mejor no beber. Emma, vete a decir al farmacéutico de al lado que venga inmediatamente, es algo muy urgente.
Aquello cayó como un jarro de agua fría. La sala pareció aún más vacía, más triste. Le Pommeret se retorció el bigote con nerviosismo. Hasta el periodista se agitó desasosegado en su silla.
—¿Qué es lo que crees?
El doctor estaba muy serio. Miraba fijamente su vaso. Se levantó, y él mismo cogió del armario la botella de
pernod
, la acercó a la luz y Maigret distinguió dos o tres grumos blancos que flotaban en el líquido.
La chica de la recepción entró, seguida del farmacéutico, que tenía aún la boca llena.
—Oiga, Kervidon. Tiene que analizarnos inmediatamente el contenido de esta botella y de los vasos.
—¿Hoy mismo?
—Inmediatamente.
—¿Qué reacción tengo que probar? ¿Qué es lo que piensa?
Maigret nunca había visto aparecer tan de prisa la pálida sombra del miedo. Unos instantes habían sido suficientes. Todo el calor había desaparecido de las miradas, y en las mejillas de Le Pommeret las pecas parecían artificiales.
La chica de la recepción apoyó los codos en la caja y mojó la mina de un lápiz para ordenar cifras en un cuaderno de tapas de hule negro.
—¡Estás loco! —probó a decir Servières.
Aquello sonó falso. El farmacéutico tenía la botella en una mano y en la otra un vaso.
—Estricnina —murmuró el doctor.
Empujó al otro hacia fuera y volvió cabizbajo, con la tez amarillenta.
—¿Qué es lo que le hizo suponer? —empezó a decir Maigret.
—No sé. Una casualidad. Vi un granito de polvo blanco en mi vaso. Me pareció que tenía un olor raro.
—¡Autosugestión colectiva! —afirmó el periodista—. Si cuento mañana esto en mi diario significará la ruina para todos los bares de Finistère.
—¿Bebe usted siempre
pernod
?
—Todas las noches antes de cenar. Emma está tan acostumbrada que lo trae en cuanto ve que nuestro vaso está vacío. Tenemos nuestras pequeñas costumbres. Al atardecer, bebemos
calvados
.
Maigret fue a colocarse frente al armario de los licores y vio una botella de
calvados
.
—¡Ése no! La botella panzuda.
La cogió, la movió junto a la luz, vio también unos granos de polvo blanco. Pero no dijo nada. No era necesario. Los otros lo habían comprendido.
El inspector Leroy entró y anunció con voz indiferente:
—En la gendarmería no han notado nada sospechoso. Ningún vagabundo. No comprenden.
Le extrañó el silencio que reinaba, la angustia compacta que se agarraba a la garganta. Alrededor de las lámparas eléctricas se estiraba el humo del tabaco. El billar mostraba su paño verdoso igual que un césped pelado. Había trozos de cigarros en el suelo y unos escupitajos en el aserrín.
—… Siete y llevo uno… —decía Emma, mojando la punta del lápiz.
Y, levantando la cabeza, gritó:
—¡Voy, señora!
Maigret llenó su pipa. El doctor Michoux se obstinaba en mirar fijamente al suelo y su nariz parecía más torcida que antes. Los zapatos de Le Pommeret estaban relucientes como si nunca los hubiese utilizado para andar. De vez en cuando, Jean Servières se encogía de hombros como discutiendo consigo mismo.
Todas las miradas se volvieron hacia el farmacéutico cuando regresó con la botella y un vaso vacío.
Había corrido. Estaba jadeante. En la puerta, dio una patada en el vacío para apartar algo y gruñó:
—¡Sucio perro!
Y, apenas entró en el café:
—Es una broma, ¿verdad? ¿Nadie ha bebido?
—¿Y bien?
—¡Estricnina, sí! Han debido de echarla en la botella hace apenas una media hora.
Miró espantado los vasos aún llenos, a los cinco hombres silenciosos.
—¿Qué quiere decir? ¡Es inaudito! ¡Tengo derecho a saber! Ayer matan a un hombre al lado de casa. Y hoy…
Maigret le cogió la botella de las manos. Emma volvió, indiferente, y mostraba por encima de la caja su largo rostro con ojeras, de labios finos, su cabello mal peinado sobre el cual la cofia bretona se deslizaba siempre hacia la izquierda a pesar de que a cada momento se la colocaba en su sitio.
Le Pommeret iba y venía a grandes zancadas contemplando los reflejos de sus zapatos. Jean Servières, inmóvil, miró fijamente los vasos y estalló de repente, con una voz ahogada por un gemido de espanto:
—¡Diablos!
El doctor se encogió de hombros.
El inspector Leroy, que sólo tenía veinticinco años, se parecía más a lo que llaman un joven bien educado que a un inspector de policía.
Acababa de salir de la escuela. Era su primer asunto y desde hacía unos momentos observaba a Maigret con aire desolado. Trataba de atraer discretamente su atención. Acabó por murmurar enrojeciendo:
—Excúseme, comisario. Pero, las huellas…
Debía pensar que su jefe pertenecía a la vieja escuela e ignoraba el valor de las investigaciones científicas. Maigret, mientras daba una chupada a su pipa, dijo:
—Si quiere…
No volvieron a ver al inspector Leroy, que llevó con precaución la botella y los vasos a su habitación y se pasó la tarde preparando un paquete modelo, cuyo esquema tenía en el bolsillo, estudiado para hacer viajar los objetos sin borrar las huellas.
Maigret se sentó en un rincón del café. El dueño, con bata blanca y un gorro de cocinero, miró a su casa como si hubiese sido devastada por un ciclón.
El farmacéutico había hablado. Fuera, se oía a gente que cuchicheaba. Jean Servières fue el primero que se puso el sombrero.
—¡Esto no es lo único! Yo estoy casado y la señora Servières me espera. ¿Tú te quedas, Michoux?
El doctor contestó sólo encogiéndose de hombros. El farmacéutico intentaba representar un papel de primer plano. Maigret le oyó decir al dueño:
—… y que es necesario, naturalmente, analizar el contenido de todas las botellas. Puesto que hay aquí alguien de la policía, basta con que me dé la orden…
Había más de sesenta botellas de aperitivos variados y de licores en el armario.
—Es una buena idea. Sí, tal vez sea prudente.
—¿Qué es lo que piensa, comisario?
El farmacéutico era bajito, delgado y nervioso. Se agitaba el triple de lo necesario. Tuvieron que buscarle una cesta para las botellas. Luego telefoneó a un café de la vieja ciudad para que dijesen a su empleado que le necesitaba.
Sin sombrero, recorrió cinco o seis veces el camino del
Hotel del Almirante
a su oficina, atareado, encontrando tiempo para lanzar unas palabras a los curiosos que se habían agrupado en la acera.
—¿Qué va a ser de mí, si se me llevan toda la bebida? —gemía el dueño—. ¡Y nadie piensa en comer! ¿No va a cenar, comisario? ¿Y usted, doctor? ¿Vuelve a su casa?
—No. Mi madre está en París. La criada tiene permiso.
—Entonces, ¿va a dormir aquí?
* * *
Llovía. Las calles estaban llenas de un barro negro. El viento agitaba las persianas del primer piso. Maigret había cenado en el comedor, no lejos de la mesa donde se había instalado el doctor, con aspecto fúnebre.
A través de los vidrios verdes, podía uno imaginarse, fuera, las cabezas de los curiosos que, a veces, se pegaban a los cristales. La chica de la recepción permaneció ausente una media hora, el tiempo de poder cenar ella también. Luego volvió a su sitio de costumbre, a la derecha de la caja, con un codo apoyado en ésta y una servilleta en la mano.
—Deme una botella de cerveza —dijo Maigret.
Se dio cuenta de que el doctor le observaba mientras bebía y después de hacerlo, como esperando los síntomas del envenenamiento.
Jean Servières no volvió como había dicho. Le Pommeret tampoco. Así, el café quedó desierto, ya que la gente prefería no entrar y, sobre todo, no beber. Fuera, se decía que todas las botellas estaban envenenadas.
—¡Como para matar a toda la ciudad!
El alcalde telefoneó, desde su hotel de
Sables-Blancs
, para enterarse exactamente de lo que sucedía. Luego, volvió a reinar el triste silencio. En un rincón, el doctor Michoux hojeaba los periódicos sin leerlos. La chica de la recepción seguía inmóvil. Maigret fumaba plácidamente y, de vez en cuando, el dueño venía a echar un vistazo y asegurarse de esta manera que no había ocurrido un nuevo drama.
Se oía el reloj de la vieja ciudad dar las horas y las medias. Cesaron los pasos y los conciliábulos en la acera. Ya sólo se oía la queja monótona del viento y la lluvia que golpeaba los cristales.
—¿Duerme usted aquí? —preguntó Maigret al doctor.
Era tal el silencio, que el solo hecho de hablar en voz alta llenaba el ambiente de inquietud.
—Sí. Lo hago a veces. Vivo con mi madre, a tres kilómetros de la ciudad. En una casa enorme. Mi madre ha ido a pasar unos días a París y la criada me ha pedido permiso para asistir a la boda de su hermano.
Se levantó, dudó y dijo con bastante prisa:
—Buenas noches.
Desapareció por la escalera. Se le oyó quitarse los zapatos, en el primer piso, precisamente encima de la cabeza de Maigret. En el café sólo quedaron la chica de la caja y el comisario.
—¡Ven aquí! —le dijo recostándose en la silla.
Y al ver que permanecía de pie, en actitud afectada, añadió:
—¡Siéntate! ¿Qué edad tienes?
—Veinticuatro años.
Se notaba en ella una humildad exagerada. Sus ojos cansados, su manera de deslizarse sin hacer ruido, sin chocar con nada, estremeciéndose de inquietud a la mínima palabra, armonizaban muy bien con la idea que uno se hace de la fregona acostumbrada a soportarlo todo. Y sin embargo, tras su apariencia se notaba algo de orgullo que ella se esforzaba en ocultar.
Parecía anémica. Su pecho aplastado no estaba hecho para despertar la sensualidad. Sin embargo, atraía, por su inquietud, su cansancio, su aire enfermizo.