El perro canelo (15 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

»Y para impedirle que corra, apunta a la pierna.

»Este crimen, totalmente inútil, es la peor de las acusaciones contra Michoux, si no tuviésemos ya otras. Por la mañana, cuando llego aquí, está febril. No sabe que Goyard ha sido detenido en París. Sobre todo ignora que en el momento en que se hizo el disparo que alcanzó al carabinero, yo tenía ante mi vista al vagabundo.

»Pues León, perseguido por la policía, se quedó en la manzana de casas. Tiene prisa por acabar. No quiere alejarse de Michoux.

»Duerme en una habitación de la casa vacía. Desde su ventana, Emma le ve. Y va a reunirse con él. Le asegura que no es culpable. Se echa a sus pies.

»Es la primera vez que la ve frente a frente, la primera vez que oye de nuevo su voz. Ha sido de otro, de otros.

»¿Pero no ha vivido él demasiado? Se le parte el corazón. La coge brutalmente como para pegarla, pero la besa.

»Ya no está solo. Ya no es un hombre con una sola idea, un solo fin. Llorando, ella le ha hablado de la posible felicidad, de una vida nueva.

»Y se marchan los dos, sin una perra, en la noche. ¡Van a cualquier parte! Dejan a Michoux abandonado con su terror.

»Tratarán de ser felices en otra parte.

Maigret llenó su pipa, lentamente, mirando una a una a todas las personas allí presentes.

—Le pido excusas, señor alcalde, por no haberle tenido al corriente de la investigación. Pero, cuando llegué aquí, tuve la certeza de que el drama no había hecho más que empezar. Para conocer los hilos que lo unían, tenía de dejarle desarrollar evitando lo más posible los daños. Le Pommeret ha muerto, asesinado por su cómplice. Pero, tal y como le vi, estoy convencido de que se hubiese matado él mismo el día de su detención. Un carabinero ha recibido una bala en la pierna. Dentro de ocho días ya no tendrá nada. Por el contrario, puedo firmar ahora mismo una orden de arresto contra el doctor Ernest Michoux por tentativa de asesinato y heridas causadas al señor Mostaguen, y por envenenamiento premeditado de su amigo Le Pommeret. Otra orden de arresto contra la señora Michoux por agresión nocturna. En cuanto a Jean Goyard, llamado Servières, creo que no puede ser perseguido más que por ultraje a la magistratura, por la comedia que ha representado.

Fue el único incidente cómico. ¡Un suspiro! Un suspiro feliz lanzado por el periodista regordete. Y tuvo el descaro de decir:

—Supongo que en ese caso puedo quedar en libertad bajo fianza. Estoy dispuesto a entregar cincuenta mil francos.

—De eso se ocupará el Ministerio fiscal, señor Goyard.

La señora Michoux estaba hundida en su silla, pero su hijo tenía más fuerza que ella.

—¿No tiene nada que añadir? —le preguntó Maigret.

—Contestaré en presencia de mi abogado. Mientras tanto, me reservo mi opinión sobre la legalidad de esta confrontación.

Y estiraba su cuello de pollo delgado donde sobresalía una nuez amarillenta. Su nariz parecía más torcida que de costumbre. No había soltado el carnet en el que había cogido notas.

—¿Y estos dos? —murmuró el alcalde al levantarse.

—No tengo nada de que acusarlos. León Le Glérec ha confesado que su único fin era hacer que Michoux le disparase. Para eso, sólo ha hecho que le vea. No hay ninguna ley que…

—A menos que se le acuse de vagabundear —intervino el teniente.

Pero el comisario se encogió de hombros de un modo que el otro se sonrojó por su sugerencia.

* * *

Aunque ya hacía tiempo que había pasado la hora de la comida, había una gran multitud fuera y el alcalde consintió en prestar su coche, cuyas cortinas cerraban casi herméticamente.

Emma fue la primera en subir, luego León Le Glérec, y por último Maigret que se sentó al lado de la joven en el asiento de atrás, mientras que el marino se sentó torpemente en un traspuntín.

Atravesaron a toda velocidad entre la muchedumbre. Unos minutos después, se dirigían hacia Quimper, y León, confuso, con la mirada turbia preguntó:

—¿Por qué dijo eso?

—¿Qué?

—Que fue usted quien envenenó la botella.

Emma estaba muy pálida. No se atrevía casi a sentarse y tal vez fuese la primera vez que subía en automóvil.

—¡Una idea! —gruñó Maigret apretando con sus dientes la boquilla de su pipa.

Y la joven, entonces, exclamó:

—¡Le juro, señor comisario, que no sabía ya ni lo que hacía! Michoux me había hecho escribir la carta. Acabé por reconocer al perro. El domingo por la mañana vi a León que andaba por los alrededores. Entonces comprendí. Intenté hablar a León y se fue sin mirarme siquiera. Quise vengarle. Quise… ¡No sé! Estaba como loca. Sabía que querían matarle. Yo seguía amándole. Me pasé todo el día ideando algo. Fue al mediodía, durante la comida, cuando corrí al hotel de Michoux para coger el veneno. No sabía cuál elegir. Me había enseñado frascos diciéndome que había allí para matar a todo Concarneau.

»Pero le juro que no les hubiera dejado beber. O al menos, no lo creo.

Estaba llorando. León, torpemente, le daba palmadas en la rodilla para calmarla.

—No sabría nunca cómo darle las gracias, comisario —exclamó entre sus gemidos—. Lo que usted ha hecho es… es… no encuentro palabras, ¡es tan maravilloso!

Maigret miró a uno y a otro, él con su labio partido, su pelo al cepillo y su cara de bruto que intenta humanizarse, ella con su cara empalidecida en aquel acuario del café del
Almirante
.

—¿Qué van a hacer?

—Aún no sabemos. Salir del país. Tal vez, llegar a El Havre. He encontrado la manera de ganarme la vida en los muelles de Nueva York.

—¿Le devolvieron sus doce francos?

León se sonrojó y no contestó.

—¿Qué cuesta el tren de aquí a El Havre?

—¡No! No haga eso, comisario. Porque entonces, no sabríamos cómo… ¿comprende?

Maigret golpeó con el dedo el cristal del coche al pasar por delante de una estación. Sacó dos billetes de cien francos de su bolsillo.

—Cójanlos. Los incluiré en la nota de gastos.

Una vez solo, en el coche, alzó por tres veces los hombros, como un hombre con unas terribles ganas de reírse de sí mismo.

* * *

El proceso duró un año. Durante un año, el doctor Michoux se presentó hasta cinco veces por semana en casa del juez de instrucción, con una cartera de cuero repleta de documentos.

Y a cada interrogatorio se complicaba más el juicio.

Cada pieza de la ficha daba lugar a controversias, investigaciones y contrainvestigaciones. Michoux seguía más delgado, más amarillento, con peor aspecto, pero no se desarmaba.

—Permitan a un hombre a quien no quedan más que tres meses de vida…

Era su frase favorita. Se defendió con empeño, con maniobras oscuras, con respuestas insospechadas. Y había descubierto un abogado más agrio que el que le relevaba.

Pero una fotografía de hace apenas un mes, aparecida en todos los periódicos, le mostró delgado y amarillento como siempre, con la nariz torcida, el saco a la espalda, embarcando en L’Ile de Ré a bordo de
La Martinière
, que conducía ciento ochenta presos a Cayenne.

En París, Mme. Michoux, que tuvo una pena de tres meses de prisión, rebusca en los medios políticos. Pretende obtener la revisión del proceso.

Ya tiene dos periódicos a su favor.

León Le Glérec pesca el arenque en el mar del Norte a bordo de
La Francette
, y su mujer espera un bebé.

FIN

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