El profesor (12 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Entonces se echó a llorar, y varias madres corrieron a consolarla mientras yo seguía sentado a mi mesa. Norma debía encargarse de ir llamando a los padres, unos tras otros, pero estaba rodeada de ese grupo de madres que la consolaban, y yo no sabía si debía actuar por mi cuenta y decir: «Los siguientes, por favor». A los padres parecía interesarles más el disgusto de Norma que el futuro de sus propios hijos, y cuando sonó el timbre para anunciar el final de las reuniones, sonrieron y se marcharon diciendo que había sido agradable visitarme, y deseándome suerte en mi carrera profesional de profesor.

Es posible que la madre de Paulie tuviera razón. En mi segundo día de las Familias me dijo que yo era un farsante. Estaba orgullosa de su Paulie, un futuro fontanero, un buen chico que quería abrir su propio negocio algún día, casarse con una buena chica, criar una familia y no meterse en líos.

Yo debería haberme indignado y haberle preguntado con quién diantres creía que estaba hablando, pero siempre tenía en el fondo de la cabeza la duda pertinaz de si estaría ejerciendo la enseñanza sin estar cualificado para ello.

—Pregunto a mi chico qué ha aprendido en el instituto, y él me cuenta historias de Irlanda y sobre cuando usted llegó a Nueva York. Historias, historias, historias. ¿Sabe lo que es usted? Un farsante; un condenado farsante. Y lo digo con las mejores intenciones, con ánimo de ayudar.

Yo quería ser buen profesor. Quería recibir la aprobación que me ganaría cuando enviara a mis alumnos a sus casas llenos a rebosar de ortografía y de vocabulario y de todo lo que los llevaría a una vida mejor, pero,
mea culpa,
no sabía cómo.

La madre me dijo que era irlandesa, casada con un italiano, y que me había calado bien. Que había entendido mi juego desde el primer momento. Cuando le dije que estaba de acuerdo con ella, respondió:

—Ooh, ¿que está de acuerdo conmigo? ¿Es que sabe entonces que es un farsante?

—Sólo intento abrirme camino. Ellos me hacen preguntas acerca de mi vida, y yo les respondo porque cuando intento enseñar Lengua Inglesa no me escuchan. Miran por la ventana, dormitan, mordisquean sus bocadillos, piden el pase para ir al baño.

—Podría enseñarles usted lo que deben aprender, ortografía y las palabras cultas. Mi hijo Paulie tiene que abrirse camino en el mundo, y ¿qué va a hacer si no sabe ortografía ni palabras cultas? ¿Eh?

Dije a la madre de Paulie que tenía la esperanza de llegar a ser algún día un maestro de profesores, lleno de confianza en el aula. Hasta entonces, lo único que podía hacer era seguir intentándolo. Eso, por algún motivo, la emocionó y le arrancó lágrimas. Revolvió en su bolso buscando un pañuelo, y tardaba tanto tiempo en encontrarlo que le ofrecí el mío. Sacudió la cabeza.

—¿Quién le lava la ropa? —me preguntó—. Qué pañuelo. Jesús, ni me limpiaría el trasero con ese pañuelo. ¿Es usted soltero, o qué?

—Lo soy.

—Ya lo noto, por el aspecto de ese pañuelo, el pañuelo gris y más lastimoso que he visto en mi vida. Eso es gris soltero, eso es lo que es. Y sus zapatos, también. Nunca había visto unos zapatos tan lastimosos. Ninguna mujer le habría consentido comprarse unos zapatos como ésos. Bien se ve que nunca ha estado casado.

Se secó las mejillas con el dorso de la mano.

—¿Cree usted que mi Paulie sabe escribir «pañuelo»?

—Creo que no. No está en la lista.

—¿Ve usted lo que quiero decir? Ustedes no están en lo que tienen que estar. En su lista de palabras de ortografía no sale «pañuelo», y eso que él se sonará la nariz durante el resto de su vida. Y ¿saben qué palabra sale en la lista? Usufructo, por los clavos de Cristo. U-ese-u-efe-erre-u-ce-te-o. ¿A quién se le ha ocurrido? ¿Es una de esas palabras que utilizan en sus cócteles elegantes en Manhattan? Y ¿qué demonios va a hacer Paulie con una palabra así? Y aquí hay otra, ce-o-ene-de-i-ge-ene-o. He preguntado a seis personas si sabían qué significaba. Hasta se lo he preguntado a un director adjunto del instituto, en el pasillo. Hizo como que lo sabía, pero se le notaba que no decía más que gilipolleces. Fontanero. Mi chico va a ser fontanero y va a hacer visitas a domicilio cobrando bien caro, igual que un médico, de manera que no sé para qué tiene que abarrotarse la cabeza con palabras como «usufructo» y esa otra. ¿Lo sabe usted?

Yo le dije que hay que vigilar con qué se llena uno la cabeza. Yo mismo la tenía tan cargada de cosas de Irlanda y el Vaticano que apenas era capaz de pensar por mí mismo.

Ella me dijo que no le importaba lo que tuviera yo en la cabeza. Aquello era asunto mío, maldita sea, y la verdad era que debería guardármelo.

—Mi Paulie llega a casa todos los días contándonos esas historias
,
que a nosotros no nos interesan. Ya tenemos nuestros propios problemas.

Añadió que se veía claramente que yo acababa de desembarcar, tan inocente como un pajarillo caído del nido.

—No, no acabo de desembarcar. He hecho el servicio militar. ¿Cómo voy a ser inocente? He hecho trabajos de todas clases. He trabajado en los muelles. Me he licenciado en la Universidad de Nueva York.

—¿Lo ve? —dijo ella—. Eso es lo que quiero decir. Le hago una simple pregunta, y usted me suelta la historia de su vida. Eso es lo que debe controlar usted, señor McCurd. A estos chicos no les hace falta saber la vida de todos los profesores del instituto. Yo fui a las monjas. Ésas no te decían ni la hora. Les preguntabas por sus vidas y te decían que no te metieras en lo que no te importaba, te tiraban de las orejas, te daban golpes en los nudillos. Usted dedíquese a la ortografía y las palabras, señor McCurd, y los padres de este instituto se lo agradeceremos eternamente. Olvídese de contar cuentos. Si queremos cuentos, ya tenemos en casa la
Guía de Televisión
y el
Reader's Digest.

Luché. Pensé que me gustaría ser un profesor de Lengua Inglesa duro y serio, severo y erudito, que consentiría alguna risa de vez en cuando, pero nada más. Los veteranos me decían en el comedor de profesores:

—Hay que tener controlados a esos pequeños desgraciados. Si les das la mano, chico, ya no te la sueltan.

La organización lo es todo. Volvería a empezar de cero. Me trazaría un plan para cada clase, cubriendo hasta el último minuto del curso que quedaba. Yo era el patrón de este barco, y marcaría el rumbo. Ellos advertirían mi determinación. Sabrían dónde íbamos y qué se esperaba de ellos. De lo contrario...

—De lo contrario... sí, señor, eso es lo que dicen todos los profesores. De lo contrario. Nosotros habíamos creído que usted sería diferente, con eso de que era irlandés y tal.

Era hora de tomar el mando.

—Basta —dije—. Olvidaos de eso del irlandés. Se acabaron los cuentos. Se acabaron las tonterías. El profesor de Lengua Inglesa va a enseñar Lengua Inglesa, y no se lo van a impedir con truquitos de adolescentes.

—Sacad los cuadernos. Eso he dicho, los cuadernos.

Escribí en la pizarra: «John fue a la tienda».

Un quejido general recorrió el aula. «¿Qué nos está haciendo? Estos profesores de Lengua Inglesa son todos iguales. Allá va otra vez. El amigo John a la tienda. Gramática, por Dios.»

—Muy bien. ¿Cuál es el sujeto de esta oración? ¿Alguien sabe cuál es el sujeto de esta oración? ¿Sí, Mario?

—Trata de que ese tipo quiere ir a la tienda. Eso lo ve cualquiera.
[4]

—Sí, sí, de eso trata la oración, pero ¿cuál es el sujeto? Es una palabra. Sí, Donna.

—Creo que Mario tiene razón. Trata de...

—No, Donna. El sujeto es aquí una palabra.

—¿Cómo es eso?

—¿Cómo que cómo es eso? ¿No vas a clase de Lengua? ¿No te enseñan gramática en la clase de Lengua? ¿No os enseña la señorita Grober las partes de la oración?

—Sí, pero ella no nos está fastidiando siempre con que John va a la tienda.

Se me calienta la cabeza y me dan ganas de gritar: «¿Por qué sois tan condenadamente estúpidos? ¿Es que nunca os han dado una lección de gramática? Dios del cielo, hasta a mí me dieron lecciones de gramática, y en irlandés. ¿Por qué tengo que pasarme esta mañana de sol aquí luchando, mientras afuera cantan los pájaros de la primavera? ¿Por que tengo que estar mirando vuestras caras hoscas y resentidas? Vosotros os sentáis aquí con la tripa llena. Vais bien vestidos y abrigados. Os están dando una educación secundaria gratuita, y no la agradecéis en lo más mínimo. Lo único que tenéis que hacer es colaborar, participar un poco. Aprenderos las partes de la oración. Jesús. ¿Es eso tanto pedir?».

Hay días que me encantaría largarme de aquí, dar un portazo al salir, decir al director que se meta el trabajo por el culo, tirar cuesta abajo hacia el transbordador, hacer la travesía hasta Manhattan, caminar por las calles, tomarme una cerveza y una hamburguesa en el Caballo Blanco, sentarme en Washington Square viendo pasearse a las apetecibles estudiantes de la Universidad de Nueva York, olvidarme del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee para siempre. Para siempre. Está claro que no puedo enseñar ni la cosa más sencilla sin que ellos presenten objeciones. Sin que se resistan. Una oración simple: sujeto, predicado y, puede ser, si llegamos a ello algún día, complemento directo e indirecto. No sé qué hacer con ellos. Probar con las viejas amenazas. «Prestad atención, o vais a suspender. Si suspendéis, no os graduaréis, y si no os graduáis, bla, bla, bla. Todos vuestros amigos habrán salido al ancho mundo y estarán colgando sus diplomas del instituto de las paredes de sus despachos, personas de éxito, respetadas por todo el mundo. ¿Por qué no podéis mirar esta frase y, por una vez en vuestra miserable existencia de adolescentes, intentáis aprender?»

Toda clase tiene su química. Hay clases que se disfrutan y se esperan con interés. Ellos saben que los aprecias y, a cambio, te aprecian a ti. A veces te dicen que la lección ha estado muy bien, y tú te sientes el rey del mundo. Esas cosas, de alguna manera, te dan energía y ganas de pasarte el camino de vuelta a casa cantando.

Hay otras clases que te gustaría que se subieran al transbordador de Manhattan y no volvieran jamás. En su manera de entrar y salir del aula hay un algo de hostilidad que te da a entender lo que piensan de ti. Pueden ser imaginaciones tuyas, e intentas encontrar la manera de ganártelos. Pruebas a impartirles lecciones que dieron resultado con otras clases, pero ni siquiera eso sirve, y todo por esa química.

Saben cuándo te tienen asustado. Tienen instinto para detectar tus desilusiones. Había días en que me daban ganas de quedarme sentado a mi mesa y dejarles hacer lo que quisieran. Sencillamente, no era capaz de llegar hasta ellos. En 1962, tras cuatro años en el oficio, aquello ya no me importaba. Me decía que no me había importado nunca desde el primer momento. Los entretienes con historias de tu infancia desgraciada. Ellos te hacen esas falsas demostraciones de simpatía. «Ay, pobre señor McCourt, debió de ser horrible criarse en Irlanda de esa manera.» Como si les importara. No. Nunca tienen bastante. Debería haber seguido los consejos de los profesores veteranos, que me decían que mantuviera cerrada la bocaza. «No les cuentes nada. No harán más que aprovecharse de ti. Te buscan las vueltas, y se te echan encima como misiles térmicos. Descubren tus puntos vulnerables.» ¿Es posible que sepan que «John fue a la tienda» es lo más que sé de gramática? No me dejes caer en los gerundios, los participios colgantes, los complementos circunstanciales. Me perdería, sin duda.

Les eché una torva mirada y me senté tras mi mesa. Basta. No podía seguir adelante con la farsa del profesor de gramática.

—¿Por qué fue John a la tienda? —pregunté.

Pusieron cara de sorpresa. «Eh, hombre, ¿qué es esto? Eso no tiene nada que ver con la gramática.»

—Os he hecho una pregunta sencilla. No tiene nada que ver con la gramática. ¿Por qué fue John a la tienda? ¿No os lo figuráis? Se levanta una mano al fondo del aula.

—¿Sí, Ron?

—Creo que John fue a la tienda a comprarse un libro de gramática.

—¿Y por qué fue John a la tienda a comprarse un libro de gramática?

—Porque quería sabérselo todo y venir aquí a impresionar al bueno del señor McCourt.

—¿Y por qué quería impresionar al bueno del señor McCourt?

—Porque John tiene una novia que se llama Rose, y es buena chica y sabe la mar de gramática y se va a graduar y va a ser secretaria en una empresa grande de Manhattan, y John no quiere quedar por lerdo al pedir a Rose que se case con ella. Por eso va a la tienda para comprarse el libro de gramática. Va a ser buen chico y se va a estudiar el libro, y cuando no entienda algo se lo va a preguntar al señor McCourt, porque el señor McCourt lo sabe todo, y cuando John se case con Rose va a invitar al señor McCourt a la boda y pedirá al señor McCourt que sea padrino de su primer hijo, que se llamará Frank en honor al señor McCourt.

—Gracias, Ron.

La clase estalló en vítores y aplausos, pero Ron no tenía intención de dejarlo. Volvió a alzar la mano.

—¿Sí, Ron?

—Cuando John llegó a la tienda, no tenía dinero, así que tuvo que robar el libro de gramática, pero cuando quiso salir lo detuvieron y llamaron a los polis, y ahora está en Sing Sing y la pobre Rose está llorando a moco tendido.

Le dedicaron expresiones de simpatía. Pobre Rose. Los chicos le preguntaron su dirección y se manifestaron dispuestos a hacer de sustitutos de John. Las chicas fingían secarse las lágrimas, hasta que Kenny Ball, el duro de la clase, dijo que aquello no era más que un cuento y que a qué venían tantas tonterías, en todo caso.

—El profesor escribe una frase en la pizarra, y entonces resulta que el tipo que va a la tienda roba un libro y acaba en Sing Sing—dijo—. ¿Cuándo se han oído tantas chorradas, y estamos en clase de Lengua Inglesa, o dónde estamos?

—Bueno, me imagino que tú lo puedes hacer mejor, ¿no? —respondió Ron.

—Todos estos cuentos inventados no significan nada. No te sirven para encontrar trabajo.

Sonó el timbre. Se marcharon, y yo borré de la pizarra «John fue a la tienda».

Al día siguiente, Ron volvió a levantar la mano.

—Oiga, profesor, ¿qué pasaría si uno revolviese esas palabras?

—¿Qué quieres decir?

—Vale. Si escribe usted «A la tienda John fue». ¿Qué pasa entonces?

—Es lo mismo. John sigue siendo el sujeto de la oración.

—Vale. ¿Y qué tal «Fue John a la tienda»?

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