El profesor (13 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Lo mismo.

—O «John a la tienda fue». ¿Estaría bien eso?

—Claro. Tiene sentido, ¿no? Pero también podrías convertirlo en algo absurdo. Si dijeras a alguien «John tienda a la fue», les parecería un galimatías.

—¿Qué es un galimatías?

—Un lenguaje que no tiene sentido. —Tuve una idea repentina, una inspiración—. La psicología es el estudio de cómo se comporta la gente —dije—. La gramática es el estudio de cómo se comporta el lenguaje.

—Adelante, profe. Cuéntales tu descubrimiento brillante, tu gran hallazgo. Pregúntales: «¿Quién sabe qué es la psicología?». Escribe la palabra en la pizarra. Les gustan las palabras importantes. Se las llevan a casa e intimidan a sus familias.

—La psicología. ¿Quién lo sabe?

—Es cuando la gente se vuelve loca y hay que averiguar lo que les pasa antes de meterlos en el manicomio.

La clase rió.

—Sí, sí. Como este instituto, hombre.

Yo insistí.

—Si alguien hace locuras, el psicólogo lo estudia para descubrir lo que le pasa. Si alguien habla de una manera rara y no lo entendemos, entonces estamos pensando en la gramática. Como en «John tienda a la fue».

—Así que es un galimatías, ¿no?

La palabra les había gustado, y yo me felicité por habérsela traído, una noticia del ancho mundo de la lengua inglesa. Enseñar consiste en traer las noticias. Un gran avance para el profesor nuevo. Galimatías. Se lo decían unos a otros y reían, pero se les metía en la cabeza. Llevaba varios años ejerciendo la enseñanza y ya había conseguido que se les quedara una palabra. Dentro de diez años oirían decir «galimatías» y se acordarían de mí. Estaba pasando algo. Estaban empezando a entender lo que era la gramática. Si insistía, hasta podría entenderlo yo.

El estudio de cómo se comporta el lenguaje.

Yo ya estaba lanzado. Dije:

—Tienda la al fue John. ¿Tiene eso sentido? Claro que no. De manera que, como veis, las palabras tienen que seguir un orden debido. El orden debido aporta el sentido, y si no hay sentido estás farfullando, y vienen los hombres de las batas blancas y te llevan. Te meten en el departamento de galimatías del psiquiátrico. Eso es la gramática.

La novia de Ron, Donna, levantó la mano.

—¿Y qué pasó con John, el primer chico de la historia que fue a la cárcel por robar un libro de gramática? Lo dejó usted en Sing Sing, con toda esa gente mala. Y ¿qué fue de Rose? ¿Esperó a John? ¿Le fue fiel?

Ken, el duro, dijo:

—Quia, nunca te esperan.

—Perdona —dijo Donna, adoptando un aire sarcástico—. Yo esperaría a Ron si lo metieran en la cárcel por robar un libro de gramática.

—Por hurtar —tercié yo.

El profesor de Lengua Inglesa tiene órdenes de sus superiores de corregir estos pequeños errores.

—¿Qué? —dijo Donna.

—No sería «robar». Lo correcto sería «hurtar».

—Sí. Vale.

Cállate, me dije. Deja de interrumpirles. ¿A quién le importa un pedo de violinista la diferencia entre robar y hurtar? Déjales que hablen.

Ken replicó a Donna con sorna.

—Sí, claro. Todos esos tipos a los que les volaron el culo a tiros en Francia y Corea, enseguida recibían cartas de sus novias y sus mujeres. «Querido John...» Ya, ya.

Tuve que intervenir.

—De acuerdo, de acuerdo. Estábamos hablando de John, al que habían condenado a Sing Sing por haber hurtado un libro de gramática.

Ken volvió a replicar en tono sarcástico.

—Sí; en Sing Sing saben mucho de gramática. Todos esos asesinos que están en el corredor de la muerte no hablan más que de gramática todo el día.

—Ken, no se trata de Ron, sino de John —dije.

—Eso es —dijo Donna—. El que está allí metido es John, y empieza a enseñar gramática a todos y todos salen de Sing Sing hablando como catedráticos de universidad, y el gobierno se lo agradece tanto a John que le dan un puesto de profesor de Gramática en el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee.

Ken quiso replicar, pero los demás de la clase vitorearon y aplaudieron y dijeron: «Eso es, Donna, eso es», y no pudo intervenir.

Los profesores de Lengua Inglesa dicen que si eres capaz de enseñar gramática en un instituto de formación profesional, es que eres capaz de enseñar cualquier cosa en cualquier parte. Mis clases atendían. Participaban. No sabían que les estaba enseñando gramática.

Puede que pensaran que no hacíamos más que inventarnos cuentos sobre John en Sing Sing, pero cuando salían del aula me miraban de una manera distinta. Si la enseñanza pudiera ser así todos los días, podría seguir en ello hasta cumplir los ochenta. «Ahí delante tenéis al viejo Canas de Plata, está un poco encorvado, pero no lo infravaloréis. Basta con que le hagáis una pregunta sobre la estructura de la oración para que se enderece y os cuente la historia de cómo equiparó la psicología y la gramática, hace mucho tiempo, a mediados del siglo xx.»

6

Mikey Dolan me entregó una nota de su madre en la que se explicaba su ausencia el día anterior:

«Estimado señor McCort, la abuela de Mikey que es mi madre y tiene ochenta años se cayó por las escaleras por haber tomado demasiado café y yo hice que Mikey se quedara en casa para cuidar de ella y de su hermanita pequeña para poder ir yo a mi trabajo en la cafetería de la terminal de los transbordadores. Le ruego que dispense a Mikey y él rendirá al máximo de ahora en adelante pues le gusta la clase de usted. Atentamente, Imelda Dolan. P. D. Su abuela está bien.»

Cuando Mikey me entregó aquella nota que había falsificado con tanto descaro delante de mis narices, no dije nada. Se la había visto escribir en su pupitre, con la mano izquierda para disimular su propia letra que, gracias a los años que había pasado en escuelas primarias católicas, era la mejor de la clase. A las monjas les daba igual que fueras al cielo o al infierno o que te casases con una protestante, con tal que tuvieras una letra clara y bonita, y si flaqueabas en ese sentido te doblaban los pulgares hacia atrás hasta que chillabas pidiendo compasión y prometías hacer una caligrafía que te abriría las puertas del cielo. Además, si escribías con la mano izquierda era prueba evidente de que habías nacido con un ramalazo satánico, y las hermanas se encargaban de doblarte los pulgares, incluso aquí, en Estados Unidos, la tierra de los libres y el hogar de los valientes.

Y allí estaba Mikey, escribiendo trabajosamente con la izquierda para disimular su exquisita caligrafía católica. No era la primera vez que falsificaba una nota, pero no le dije nada, porque la mayoría de las notas paternas de disculpa que guardaba en el cajón de mi mesa estaban escritas por los chicos y chicas del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, y si yo tuviera que enfrentarme a todos los falsificadores estaría ocupado veinticuatro horas al día. También suscitaría indignaciones, sentimientos heridos y tensión en las relaciones entre ellos y yo.

A un chico le dije:

—¿Esta nota la ha escrito tu madre de verdad, Danny? Se puso a la defensiva, hostil.

—Sí. La ha escrito mi madre.

—Es una nota muy bonita, Danny. Escribe bien.

—Los alumnos del McKee estaban orgullosos de sus madres, y sólo un bruto dejaría de agradecer este comentario.

Me dio las gracias y volvió a su sitio.

Podía haberle preguntado si la nota era suya, pero sabía que no debía hacerlo. Yo lo apreciaba, y no quería verlo con cara de resentimiento en la tercera fila. Contaría a sus compañeros de clase que yo había sospechado de él, y también ellos podían resentirse, porque llevaban falsificando notas de disculpa desde que habían aprendido a escribir, y no querían que al cabo de los años los fastidiaran unos profesores que de pronto se habían vuelto moralistas.

Una nota de disculpa no es más que uno de los elementos de la vida escolar. Todo el mundo sabe que son obras de ficción, así que ¿para qué darle tantas vueltas?

Los padres que hacen salir a los chicos de la casa por la mañana no tienen mucho tiempo para escribir notas que saben que, en todo caso, acabarán en el cubo de la basura del instituto. Están tan apurados que les dicen: «Ah, ¿necesitas una nota de disculpa por lo de ayer, cielo? Escríbela tú mismo, y yo la firmo». La firman sin mirarla siquiera, y lo triste es que no saben lo que se pierden. Si leyeran esas notas, descubrirían que sus hijos son capaces de escribir la mejor prosa norteamericana: fluida, imaginativa, clara, dramática, fantástica, enfocada, persuasiva, útil.

Arrojé la nota de Mikey a un cajón de la mesa, con otras docenas más: notas escritas en papel de todos los tamaños y colores, garabateadas, rasgadas, emborronadas. Aquel día, mientras los alumnos de mi clase hacían una prueba, me puse a leer notas que hasta entonces sólo había mirado de pasada. Hice dos montones, uno con las notas auténticas escritas por las madres, otro con las falsificaciones. El segundo era el mayor, con textos que iban de lo imaginativo a lo delirante.

Estaba teniendo una revelación. Siempre me había preguntado cómo sería tener una revelación, y ahora me preguntaba también por qué no había tenido hasta entonces aquella revelación concreta.

¿No es notable —pensé— cómo se resisten a cualquier tipo de tarea de redacción, en clase o en casa? Gimen y dicen que están ocupados y que juntar doscientas palabras sobre cualquier tema es una labor penosa. Pero cuando falsifican estas notas de disculpa, son brillantes. ¿Por qué? Tengo un cajón lleno de notas de disculpa que podría convertirse en Antología de las Grandes Disculpas o las Grandes Mentiras.

El cajón estaba lleno de muestras de talento que nunca se había cantado ni contado ni estudiado. ¿Cómo podía haber pasado yo por alto ese tesoro, esas joyas de la ficción, la fantasía, la creatividad, la hipocresía, la autocompasión, con problemas familiares, explosiones de calderas, hundimientos de techos, incendios que devoraban manzanas enteras, niños de pecho y animales de compañía que se meaban sobre los deberes, partos inesperados, ataques de corazón, apoplejías, abortos, atracos a mano armada? Aquí estaba el mejor estilo de redacción de los institutos: crudo, auténtico, directo, lúcido, sucinto, mentiroso:

«La estufa se incendió y se prendió el papel pintado y los bomberos no nos dejaron entrar en la casa en toda la noche.»

«El retrete estaba atascado y tuvimos que ir al bar Kilkenny al final de la calle, donde trabaja mi primo, para usar su retrete, pero éste también estaba atascado de la noche anterior, y ya se imaginará usted lo difícil que ha sido para mi Ronnie prepararse para ir al instituto. Espero que le disculpe esta vez, y no volverá a suceder. El hombre del bar Kilkenny estuvo muy amable, ya que conoce a su hermano de usted, señor McCord.»

«Arnold no lleva hoy hechos los deberes porque ayer cuando se apeaba del tren las puertas al cerrarse le pillaron la cartera y el tren se la llevó. Él gritó al conductor, que le dijo cosas muy vulgares mientras el tren se marchaba. Deberían hacer algo.»

«El perro de su hermana se le comió la tarea, y ojalá reviente.» «Su hermanita pequeña se le hizo pis encima del relato esta mañana, cuando estaba en el baño.»

«En el piso de arriba se murió un hombre en la bañera, y el agua se salió y estropeó todos los deberes de Roberta, que estaban en la mesa.»

«Su hermano mayor se enfadó con ella y le tiró la redacción por la ventana, y salió volando por Staten Island, y eso no está bien porque la leerá la gente y se pensará lo que no es, si no leen el final, donde se explica todo.»

«Tenía la redacción que le mandó escribir usted, pero cuando la estaba repasando en el transbordador vino una racha de viento fuerte y se la llevó.»

«Nos desahuciaron del piso y el ruin del alguacil dijo que si mi hijo seguía pidiéndole a gritos el cuaderno nos haría detener a todos.»

Me imaginé a los redactores de las notas de disculpa en los autobuses, en los trenes, en transbordadores, en cafeterías, en bancos del parque, intentando discurrir disculpas nuevas y lógicas, intentando escribir como creían que escribirían sus padres.

No sabían que las notas de disculpa auténticas de los padres solían ser sosas. «Peter ha llegado tarde porque no ha sonado el despertador.» Una nota como ésta no se merecía siquiera un lugar en la papelera.

Hacia el final del curso pasé a máquina una docena de notas de disculpa, las reproduje con multicopista y las repartí entre los alumnos de mis dos clases de último curso. Las leyeron en silencio y con atención.

—Eh, señor McCourt, ¿qué es esto?

—Notas de disculpa.

—¿Cómo es eso? ¿Notas de disculpa? ¿Quién las ha escrito?

—Las habéis escrito vosotros, o algunos de vosotros. He suprimido los nombres para proteger a los culpables. Supuestamente las escribieron los padres, pero vosotros y yo sabemos quiénes fueron sus verdaderos autores. ¿Verdad, Mikey?

—Entonces ¿qué tenemos que hacer con estas notas de disculpa?

—Las leeremos en voz alta. Quiero que os deis cuenta de que ésta es la primera clase de toda la historia del mundo en que se estudia el arte de la nota de disculpa, la primera clase de la historia en que se practica el arte de escribirla. Tenéis mucha suerte de tener a un profesor como yo, que ha tomado vuestra mejor obra escrita, la nota de disculpa, y la ha convertido en objeto de estudio.
Sonríen. Entienden. Somos cómplices en esto. Pecadores.

—Algunas notas de esa hoja fueron escritas por gente de esta clase. Vosotros mismos os reconoceréis. Pusisteis en juego vuestra imaginación y no os contentasteis con la vieja historia del despertador. Os pasaréis el resto de vuestras vidas inventando disculpas, y querréis que sean creíbles y originales. Hasta puede que acabéis escribiendo disculpas para vuestros propios hijos, cuando lleguen tarde o falten o hayan hecho alguna diablura. Probad ahora. Imaginaos que tenéis un hijo o hija de quince años que necesita una disculpa por ir retrasado en la asignatura de Lengua Inglesa.

No se miraron unos a otros. No mordisquearon los bolígrafos. No remolonearon. Estaban deseosos, ansiosos de inventar disculpas para sus hijos e hijas de quince años. Era un acto de lealtad y amor y, quién sabe, esas notas podrían hacerles falta algún día.

Crearon una rapsodia de disculpas que iban desde una epidemia familiar de diarrea hasta el choque contra la casa de un camión de cuatro ejes, pasando por una intoxicación alimentaria aguda achacada al comedor del Instituto McKee.

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