El profesor (33 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—¿Jonathan?

—Puede que me diga usted que esto no viene a cuento, señor McCourt, pero ¿le hizo a usted su padre bailar alguna vez en la cocina?

—Nunca nos hacía bailar en la cocina, pero nos sacaba de la cama en plena noche y nos hacía cantar canciones patrióticas irlandesas y prometer que moriríamos por Irlanda.

—Sí, ya me imaginaba que esta poesía tenía algo que ver con la infancia de usted.

—Es verdad en parte, pero si os he pedido que leyeseis esto ha sido porque capta un momento, un estado de ánimo y puede haber, con perdón sea dicho, puede haber un significado más profundo. Algunos de vosotros queréis aprovechar al máximo todo. ¿Qué hay de la madre? ¿Sheila?

—Lo que sucede en esta poesía es muy sencillo. El tipo tiene un trabajo duro, en una mina de carbón o algo así. Vuelve a su casa con una herida en los nudillos, las manos con costras de suciedad. La mujer está allí sentada, enfadadísima, pero ya está acostumbrada. Sabe que eso va a pasar todas las semanas, cuando él cobre el sueldo. Igual que su padre, ¿verdad, señor McCourt? El chico quiere a su padre porque uno siempre se siente atraído por el más loco. No importa que sea la madre la que saca adelante la casa. Eso el chico lo da por supuesto. De manera que cuando el padre llega a casa, pues está muy animado por lo que ha bebido y emociona también al chico.

—¿Qué pasa cuando termina la poesía? ¿David?

—El padre se lo lleva a la cama bailando. La madre recoge las sartenes y vuelve a ponerlas en el estante. El día siguiente es domingo y el padre se levanta con muy mal cuerpo. La madre prepara el desayuno pero no habla con nadie, y el chico está en un compromiso entre los dos. Sólo tiene unos nueve años, ya que apenas si roza la hebilla del padre con la oreja. A la madre le gustaría largarse y pedir el divorcio, porque está harta de las borracheras y de esa vida de perros, pero no puede, porque está ahí perdida en medio de Virginia Occidental, y cuando uno no tiene dinero, tampoco tiene escapatoria.

—Jonathan?

—Lo que me gusta de esta poesía es que es un relato sencillo. Oh..., no. Un momento. No es tan sencillo. Pasan muchas cosas, y hay un antes y un después. Si quisieras llevar esta poesía al cine, te costaría mucho trabajo dirigir la película. ¿Pondrías al chico en la primera escena, donde la madre y el chico esperan al padre? ¿O lo enseñarías sólo a partir de los primeros versos, donde el chico hacemuecas al oler el whisky? ¿Cómo dirías al chico que se aferrara? ¿Levantando los brazos para asirse de la camisa? ¿Cómo harías que la madre frunciera el semblante sin que pareciera mala? Tendrías que decidir qué clase de tipo es ese padre cuando está sereno, porque si es así siempre, ni siquiera darían ganas de hacer una película sobre él. Lo que no me gusta es cómo marca el ritmo dando en la cabeza del chico con la mano sucia, que desde luego demuestra que trabaja duro.

—¿Ann?

—No sé. Ahora que han hablado de ello, hay muchas cosas. ¿Por qué no podemos dejarlo en paz? Aceptar el relato sin más, y sentir lástima del chico y la madre con su semblante, y puede que del padre, sin analizarlo hasta el agotamiento.

—¿David?

—No estamos analizando. Lo único que estamos haciendo es reaccionar. Cuando vas a ver una película, sales comentándola, ¿no?

—A veces, pero esto es una poesía, y ya se sabe lo que hacen los profesores de Lengua Inglesa con las poesías. Analizar, analizar, analizar. Buscar el significado profundo. Eso fue lo que me enemistó con la poesía. Alguien debería cavar una fosa y enterrar el significado profundo.

—Yo sólo os pregunté qué os pasó cuando leíais la poesía. Si no os pasó nada, tampoco es un delito. Cuando yo oigo música
heavy metal
se me ponen los ojos vidriosos. Es probable que algunos de vosotros me la pudiese explicar, y yo intentaría escuchar esa música entendiéndola hasta cierto punto, pero simplemente no me interesa. Uno no está obligado a reaccionar a todos los estímulos. Si
El vals de mí papá os
deja fríos, pues os deja fríos.

—Así será, señor McCourt, pero nosotros tenemos que andarnos con cuidado. Si uno dice algo negativo acerca de cualquier cosa, los profesores de Lengua Inglesa lo toman como cosa personal y se ponen furiosos. Mi hermana tuvo problemas con un catedrático de Lengua Inglesa en la Cornell por el modo en que había interpretado un soneto de Shakespeare. El catedrático dijo que estaba completamente equivocada, y ella replicó que un soneto se puede leer de cien maneras diferentes, pues de lo contrario ¿por qué se ven en las estanterías mil libros de crítica sobre Shakespeare? Y él se cabreó y le dijo que fuera a hablar con él a su despacho. Por esa vez estuvo amable con ella y ella cedió y dijo que quizá tuviera razón él, y fue a cenar con él a Ithaca, y yo me cabreé con ella por haberse dado por vencida de esa manera. Ahora sólo cruzarnos la palabra para saludarnos.

—¿Por qué no escribes algo acerca de eso, Ann? El caso se sale de lo común: que tu hermana y tú no os habléis por un soneto de Shakespeare.

—Podría, pero entonces tendría que entrar en todo el asunto del soneto, lo que dijo él, lo que dijo ella, y como a mí no me gusta nada meterme con los significados profundos, y como, en todo caso, ella no se habla conmigo, no conozco la historia completa.

—¿David?

—Invéntatela. Aquí hay tres personajes: Ann, su hermana y el catedrático, y está el soneto que está provocando todo el disgusto. Podrías pasarlo muy bien a costa de ese soneto. Podrías cambiar los nombres, dejar el soneto, decir que se trata de una pelea grande a raíz de
El vals de mi papá,
y antes de que te des cuenta tienes un relato del que quieren hacer la película.

—¿Jonathan?

—Sin ánimo de ofender a Ann, no se me ocurre nada más aburrido que un relato acerca de una estudiante universitaria que discute con un catedrático sobre un soneto. O sea, Jesús, con perdón, este mundo se está cayendo a pedazos, la gente se muere de hambre, etcétera, y esas personas no tienen otra cosa que hacer que discutir por una poesía. Yo no compraría nunca ese relato, ni tampoco iría a ver la película aunque me invitaran a verla gratis con toda mi familia.

—Señor McCourt.

—¿Sí, Ann?

—Dígale a Jonathan que me bese el culo.

—Lo siento, Ann. Ese recado se lo tendrás que dar tú en persona. Ha sonado el timbre, pero recordad, no tenéis por qué reaccionar a todos los estímulos.

Siempre que una lección perdía interés, siempre que ellos empezaban a distraerse, cuando eran demasiados los que pedían el pase para ir al baño, yo recurría al «interrogatorio de la cena». Los funcionarios, o mis superiores más inquietos, podrían haberme preguntado: «¿Es ésta una actividad educativa válida?».

—Sí que lo es, damas y caballeros, porque ésta es una clase de creación literaria, y a todo se le puede sacar provecho.

Además, el interrogatorio me hacía sentir como un fiscal jugando con un testigo. Si la clase se divertía, los laureles eran para mí. Era el protagonista: Profesor Magistral, Interrogador, Titiritero, Director de Orquesta.

—James, ¿qué cenaste anoche?

Pone cara de sorpresa.

—¿Qué?

—La cena, James. ¿Qué cenaste anoche?

Parece que hace memoria.

—James, no han pasado ni veinticuatro horas.

—Ah, sí. Pollo.

—¿De dónde salió?

—¿Qué quiere decir?

—¿Lo compró alguien, James, o entró volando por la ventana?

—Mi madre.

—¿De manera que la compra la hace tu madre?

—Bueno, sí, sólo que a veces se nos acaba la leche o algo así y ella manda a mi hermana a la tienda. Mi hermana siempre se queja.

—¿Tu madre trabaja?

—Sí, es secretaria en un bufete de abogados.

—¿Cuántos años tiene tu hermana?

—Catorce.

—¿Y tú?

—Dieciséis.

—De manera que tu madre trabaja y hace la compra, y tu hermana, que es dos años más pequeña que tú, tiene que ir corriendo a la tienda. ¿Nunca te mandan a ti a la tienda?

—No.

—Y bien, ¿quién guisa el pollo?

—Mi madre.

—¿Y qué haces tú mientras tu hermana corre a la tienda y tu madre se afana en la cocina?

—Estoy, tal que, en mi cuarto.

—¿Qué haces allí?

—Poniéndome al día con los deberes o, sabe, oyendo música.

—¿Y qué hace tu padre mientras tu madre guisa el pollo?

—Está, tal que, en el cuarto de estar viendo las noticias en televisión. Tiene que estar al día de las cosas, porque es broker.

—¿Quién ayuda a tu madre en la cocina?

—A veces la ayuda mi hermana.

—¿Y tú no, ni tu padre?

—No sabemos cocinar.

—Pero alguien tiene que poner la mesa.

—Mi hermana.

—¿Nunca la has puesto tú?

—Sí, una vez, cuando mi hermana estuvo en el hospital por el apéndice, pero no sirvió, porque yo no sabía dónde poner las cosas y mi madre se enfadó y me echó de la cocina.

—Está bien. ¿Quién lleva la comida a la mesa?

—Señor McCourt, no sé por qué me hace usted todas estas preguntas sabiendo lo que le voy a decir. La comida la lleva a la mesa mi madre.

—¿Qué comisteis con el pollo anoche?

—Tal que, sabe, ensalada.

—¿Qué más?

—Patatas asadas, mi padre y yo. Mi madre y mi hermana no las comen porque hacen régimen y la patata es criminal.

—¿Y cómo se puso la mesa? ¿Cenasteis en una mesa con mantel?

—¿Está usted de broma? Cenamos con manteles individuales de paja.

—¿Qué pasó durante la cena?

—¿Qué quiere decir?

—¿Conversasteis? ¿Cenasteis con buena música?

—Mi padre seguía escuchando la televisión, y mi madre se enfadó con él por no atender a la cena, después de todo lo que se había esforzado ella para prepararla.

—Ah, conflicto a la hora de la cena. ¿No comentasteis los hechos del día? ¿No hablasteis del instituto?

—Nah. Después, mi madre se puso a recoger la mesa porque mi padre se volvió a sentar delante del televisor. Mi madre se enfadó otra vez porque mi hermana dijo que no quería comerse el pollo. Dijo que el pollo la estaba engordando. Señor McCourt, ¿por qué hacemos esto? ¿Por qué pregunta usted todo esto? Es muy aburrido.

Se lo pasas a la clase.

—¿Qué creéis vosotros? Estamos en una clase de creación literaria. ¿Habéis aprendido algo acerca de James y su familia? ¿Hay aquí un relato? ¿Jessica?

—Mi madre no aguantaría jamás tanta tontería. A James y a su padre los tratan como a reyes. La madre y la hermana lo hacen todo, y ellos dos no hacen más que matar el rato y esperar que les sirvan la cena. Me gustaría saber quién recoge la mesa y quién lava los platos. No, no hace falta que lo pregunte: la madre, la hermana.

Se agitan las manos, todas de chicas. Veo que quieren atacar a James.

—Esperen, esperen, señoras. Antes de que pongan a James en su punto de mira, quisiera saber si cada una de ustedes es un dechado de virtud en la casa, siempre serviciales, siempre consideradas. Antes de que sigamos adelante, decidme una cosa: ¿cuántas de vosotras, después de cenar anoche, disteis las gracias a vuestras madres, las besasteis y las felicitasteis por la buena cena? ¿Sheila?

—Eso sonaría a falso. Las madres saben que valoramos lo que hacen.

Una voz disiente.

—No, no lo saben. Si James diera las gracias a su madre, la pobre se desmayaría.

Seguí actuando para la galería hasta que Daniel me bajó los humos.

—Daniel, ¿qué cenaste anoche?

—Medallones de ternera con una especie de salsa al vino blanco.

—¿Qué comiste con los medallones de ternera al vino blanco? —Espárragos y una ensalada mixta pequeña con salsa vinagreta. —¿Algún aperitivo?

—No. Sólo el plato principal. Mi madre opina que echan a perder el apetito.

—Así que los medallones de ternera ¿los guisó tu madre? —No; la criada.

—Ah, la criada. Y ¿qué hacía tu madre?

—Estaba con mi padre.

—De modo que la criada guisó la cena, y supongo que también la sirvió ella...

—Eso es.

—¿Y tú cenaste solo?

—Sí.

—¿En una gran mesa de caoba muy pulida, supongo?

—Eso es.

—¿Con una araña de cristal?

—Sí.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Tenías música de fondo?

—Sí.

—¿De Mozart, supongo? A juego con la mesa y la araña.

—No. De Telemann.

—¿Y después?

—Pasé veinte minutos escuchando la música de Telemann. Es uno de los favoritos de mi padre. Cuando terminó la pieza, llamé a mi padre.

—Y ¿dónde estaba tu padre, si puedo preguntar?

—Está en el hospital Sloan-Kettering, con cáncer de pulmón, y mi madre está con él constantemente porque se está muriendo.

—Ay, Daniel, lo siento. Deberías habérmelo dicho, en vez de consentir que te sometiera al interrogatorio de la cena.

—No tiene importancia. Se va a morir, de cualquier manera.

Se hizo el silencio en el aula. ¿Qué podía decir yo ahora a Daniel? Había jugado a mi jueguecito, el del profesor-interrogador ingenioso y divertido, y Daniel había tenido paciencia conmigo. El aula estaba llena de los detalles de su cena elegante y solitaria. Su padre estaba presente. Velábamos junto a una cama con la madre de Daniel. Recordaríamos siempre los medallones de ternera, la criada, la araña, y a Daniel solo ante la mesa de caoba pulida, mientras su padre agonizaba.

Digo a mis clases que los lunes deberán traer el
New York Times
para que podamos leer las críticas de restaurantes de Mimi Sheraton.

Se miran unos a otros y se encogen de hombros a la manera neoyorquina. Enarcan las cejas. Levantan las manos con las palmas hacia fuera, los codos apoyados en las costillas. Eso indica paciencia, resignación, extrañeza.

—¿Por qué nos pide que leamos críticas de restaurantes?

—Puede que os gusten, y, naturalmente, puede que amplíen y ensanchen vuestro léxico. Eso es lo que debéis comentar con las visitas importantes de Tapón y de otras partes.

—Hombre, venga, hombre, y después nos encargará traer notas necrológicas.

—Es una buena idea, Myron. Podríais aprender mucho leyendo las necrológicas. ¿Las preferiríais a Mimi Sheraton? Podríais traer algunas notas necrológicas llenas de enjundia.

—Señor McCourt, quedémonos con las recetas y las críticas de restaurantes.

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