El profesor (35 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Llevaba unos pantalones cortos que eran unos pantalones largos cortados por las rodillas, y no, no hacían juego con la chaqueta, de modo que no había relación con Orson Welles.

Llevaba unos calcetines grises tan pesados que le caían en montones de lana sobre las botas amarillas de albañil.

No llevaba cartera, ni libros, ni cuadernos, ni bolígrafo. Decía en broma que en parte era culpa mía, por la pasión con que había hablado una vez de Thoreau, y de que hay que simplificar, simplificar, simplificar, y liberarse de las posesiones.

Cuando había en clase alguna tarea escrita o algún examen, me preguntaba si tenía la bondad de prestarle un bolígrafo y algo de papel.

—Bob, ésta es una clase de Creación Literaria. Se requieren ciertos materiales.

Él me aseguraba que todo iría bien y me recomendaba que no me preocupara. Desde el alféizar me dijo que empezaban a asomarme a la cabeza las nieves, y que debía disfrutar de los años que me quedaban.

—No, no —dijo a la clase—. No os riáis.

Pero ya estaban riendo como locos, y con tanto ruido que tuve que esperar a que se callaran para volver a oírle. Dijo que dentro de un año me acordaría de este momento y me preguntaría por qué había derrochado mi tiempo y mis emociones porque él no tuviera bolígrafo ni papel.

Tuve que representar el papel del profesor severo.

—Bob, si no participas, puedes suspender la asignatura.

—Señor McCourt, me parece increíble que me esté diciendo esto usted, precisamente, con su infancia desgraciada y todo lo demás, señor McCourt. Pero no importa. Si me suspende usted, repetiré la asignatura. No hay prisa. ¿Qué importan un año o dos más o menos? Puede que le importen a usted, pero yo sólo tengo diecisiete años. Tengo todo el tiempo del mundo, señor McCourt, aunque usted me suspenda.

Preguntó a la clase si alguien quería sacarlo del apuro prestándole bolígrafo y papel. Se lo ofrecieron diez, pero él aceptó los del que tenía más cerca, para no tener que bajarse de su alféizar.

—¿Lo ve usted, señor McCourt? —dijo—. Vea lo buena que es la gente. Mientras ellos lleven esas carteras tan grandes, yo no tendré que preocuparme por los materiales.

—Sí, sí, Bob, pero ¿de qué te va a servir eso la semana que viene, cuando tengamos el gran examen sobre
Gilgamesh?

—¿Qué es eso, señor McCourt?

—Viene en el libro de Literatura Universal, Bob.

—Ah, sí, recuerdo ese libro. Un libro grande. Lo tengo en casa, y mi padre está leyendo las partes que hablan de la Biblia y todo. Mi padre es rabino, sabe usted. Se alegró mucho de que nos diera usted ese libro en el que salen los profetas y todo, y dijo que usted debe de ser un gran profesor, y que va a venir a verlo la tarde de las Familias. Yo le dije que usted es un gran profesor, sólo que tiene esa manía de los bolígrafos y el papel.

—Basta ya, Bob. No has mirado el libro siquiera.

Me instó de nuevo a que no me preocupara, ya que su padre, el rabino, solía hablar del libro, y él, Bob, se enteraría de todo lo relacionado con Gilgamesh y con cualquier otra cosa que sirviera para tener contento al profesor.

La clase volvió a estallar de nuevo, los alumnos se abrazaban, se intercambiaban palmadas en las manos.

Yo también sentía ganas de estallar, pero tenía que mantener la dignidad de profesor. Dije de un lado a otro del aula, alzando la voz entre las risitas, los suspiros y las carcajadas:

—Bob, Bob. Lo que me pondría contento sería que leyeras el libro de Literatura Universal y dejaras en paz a tu pobre padre.

Dijo que a él le encantaría leerse el libro de cabo a rabo, pero que no encajaba en sus planes.

—Y ¿cuáles son tus planes, Bob?

—Voy a ser granjero.

Sonrió, agitando el bolígrafo y el papel que le había cedido tan amablemente Jonathan Greenberg, y dijo que lamentaba haber interrumpido la clase y que quizá debiésemos empezar a escribir lo que yo quería que escribiésemos desde el principio de la hora, ya que el tiempo corría deprisa. Él, Bob, estaba preparado, y proponía a la clase que guardase silencio para que el señor McCourt pudiera seguir adelante con su trabajo. Les dijo que la enseñanza es el trabajo más difícil del mundo y que bien lo sabía él, porque una vez, en un campamento de verano, él había intentado dar a un grupo de niños pequeños una lección sobre las cosas que crecen en la tierra pero no le hacían caso, corrían por ahí persiguiendo a los bichos, hasta que él se enfadó y dijo que les iba a dar una patada en el culo, y así terminó su carrera en la enseñanza, o sea que tened un poco de consideración al señor McCourt. Pero antes de que entrásemos en materia quería explicar que él no tenía nada en contra de la literatura universal, sólo que ahora no leía más que publicaciones del Departamento de Agricultura y revistas relacionadas con la vida en el campo. Dijo que en la agricultura y la ganadería hay más de lo que se ve a primera vista, pero que ése era otro tema y se daba cuenta de que yo quería seguir adelante con mi lección, y ¿de qué trataba esa lección, señor McCourt?

¿Qué iba a hacer yo con aquel chico grande del alféizar, judío y afiliado a los Futuros Granjeros de Estados Unidos? Jonathan Greenberg levantó la mano y preguntó qué tenía la agricultura y la ganadería que no se veía a primera vista. Bob puso cara de tristeza por un momento.

—Se trata de mi padre —dijo—. Le cuesta trabajo aceptar lo del maíz y los cerdos. Dice que los judíos no comen maíz en mazorca. Dice que puedes subir y bajar por las calles de Williamsburg y de Crown Heights y mirar por las ventanas de los judíos a la hora de cenar y que no verás jamás a nadie mordisqueando una mazorca de maíz. Es que, sencillamente, no es cosa judía. Se manchan las barbas. Enséñame a un judío comiendo maíz en mazorca, y te enseñaré a uno que ha perdido la fe. Eso lo dice mi padre. Pero la gota que colmó el vaso fue lo de los cerdos. Dije a mi padre que me gustaban. No es que piense comérmelos ni nada de eso, pero sí que me gustaría criarlos y vendérselos a los gentiles. ¿Qué tiene eso de malo? La verdad es que son unos animalitos muy agradables, y pueden ser muy cariñosos. Dije a mi padre que yo me casaría y tendría hijos y que a ellos les gustarían los cochinillos. Estuvo a punto de volverse loco, y mi madre tuvo que irse a acostar. Quizá no debí decírselo, pero ellos me habían enseñado a decir la verdad, y tarde o temprano iba a salir a relucir.

Sonó el timbre. Bob se bajó del alféizar y devolvió el bolígrafo y el papel a Jonathan. Dijo que su padre, el rabino, vendría a verme la semana siguiente, la tarde de las Familias, y que lamentaba haber interrumpido la clase.

El rabino se sentó ante mi mesa, alzó las manos al cielo y dijo
oí.
Pensé que estaba de broma, pero al ver cómo apoyaba la barbilla en el pecho y cómo sacudía la cabeza, comprendí que aquél no era un rabino feliz.

—A Bob, ¿cómo le va? —dijo. Tenía acento alemán.

—Bien —dije.

—Nos está matando, nos está partiendo los corazones. ¿Se lo ha dicho a usted? Quiere ser granjero.

—Es una vida sana, señor Stein.

—Es un escándalo. No vamos a pagarle una educación universitaria para que pueda criar cerdos y maíz. En nuestra calle nos señalarán con el dedo. Esto matará a mi esposa. Le hemos dicho que si quiere seguir por ese camino, tendrá que pagárselo él, y eso es definitivo. Él dice que no nos preocupemos. Hay amplios programas gubernamentales con becas para chicos que quieren ser granjeros, y él está muy bien enterado de eso. Tiene la casa llena de libros y cosas de Washington y de no sé qué escuela universitaria de Ohio. Así que lo estamos perdiendo, señor McCoot. Nuestro hijo ha muerto. No podemos tener un hijo que convive con cerdos.

—Lo siento, señor Stein.

Seis años más tarde me encontré con Bob en Lower Broadway. Era un día de enero, pero él iba vestido como de costumbre, con pantalones cortos y su chaqueta de Orson Welles.

—Hola, señor McCourt. Hace un día estupendo, ¿verdad?

—Está helando, Bob.

—Ah, eso no tiene importancia.

Me dijo que ya estaba trabajando para un granjero en Ohio, pero que no podía seguir adelante con lo de los cerdos, que aquello destrozaría a sus padres. Le dije que era una decisión buena y llena de amor.

Hizo una pausa y se me quedó mirando.

—Señor McCourt, a usted no le caía bien, ¿verdad?

—¿Que no me caías bien, Bob? ¿Estás de broma? Era una alegría tenerte en mi clase. Jonathan decía que ahuyentabas la tristeza.

Díselo, McCourt, dile la verdad. Cuéntale cómo te alegraba los días, cómo hablabas de él a tus amigos, lo original que era, cómo admirabas su estilo, su buen humor, su sinceridad, su valor, cómo habrías vendido el alma a cambio de tener un hijo como él. Y dile lo hermoso que era y que es en todos los sentidos, cuánto lo querías entonces y cuánto lo quieres ahora. Díselo.

Se lo dije, y se quedó sin habla, y a mí me importaba la maldición gitana lo que pensara la gente que pasaba por Lower Broadway cuando nos vieran fundidos en un largo abrazo, el profesor de secundaria y al grandullón judío afiliado a los Futuros Granjeros de Estados Unidos.

Ken era un chico coreano que odiaba a su padre. Contó a la clase que tenía que asistir a lecciones de piano a pesar de que no tenían piano en casa. Su padre le hizo practicar escalas en la mesa de la cocina hasta que pudieron comprarse un piano, y si su padre sospechaba que no estaba practicando debidamente le pegaba en los dedos con una espátula. A su hermanita de seis años, lo mismo. Cuando compraron un piano de verdad y la hermana se puso a tocar
Los palillos
con dos dedos, la levantó del taburete del piano, la llevó a empujones a su cuarto, sacó de sus cajones un montón de ropa suya, la metió en una funda de almohada y llevó a su hija a rastras por el pasillo para que le viera tirar su ropa al incinerador de basuras.

Así aprendería a practicar como es debido.

Cuando Ken estaba en la escuela elemental, tuvo que afiliarse a los Boy Scouts y acumular insignias a los méritos, más que nadie de su tropa. Luego, en secundaria, el padre se empeñó en que alcanzara el grado de Águila Scout porque quedaría bien cuando Ken solicitara el ingreso en Harvard. Ken no quería perder el tiempo esforzándose por llegar a Águila Scout, pero no le quedaba otra opción. Harvard estaba en lontananza. Además, su padre le exigía que dominara las artes marciales, que fuera subiendo de un cinturón a otro hasta llegar al negro.

Obedeció en todo hasta que llegó la cuestión de elegir la universidad. Su padre le dijo que debía concentrarse en solicitar el ingreso en dos universidades, la de Harvard y el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Hasta en Corea todo el mundo sabía que allí es donde hay que ir.

Ken dijo que no. Iba a presentar la solicitud para la Universidad de Stanford, en California. Quería vivir en el otro extremo del continente, bien lejos de su padre. Éste dijo que no. No lo consentiría. Ken dijo que si no iba a Stanford no pensaba ir a la universidad. El padre, en la cocina, se acercó a él y le amenazó. Ken, experto en artes marciales, dijo: «Tú inténtalo, papá», y papá reculó. Papá podía haber dicho: «Está bien. Haz lo que quieras», pero ¿qué dirían sus vecinos? ¿Qué dirían en su parroquia? Imagínate que un hijo tuyo se gradúe en el Instituto de Secundaria Stuyvesant y no vaya a la universidad. Papá quedaría deshonrado. Sus amigos estaban orgullosos de mandar a sus hijos a Harvard y al Instituto de Tecnología de Massachusetts, y si Ken tenía algún respeto por la reputación de la familia, debía olvidarse de Stanford.

Me escribió desde Stanford. Le gustaba el sol que hacía allí. La vida en la universidad era más fácil que en el instituto Stuyvesant, menos presión, menos competencia. Acababa de recibir una carta de su madre, que le decía que debía concentrarse en sus estudios y no participar en ninguna actividad extraacadémica, ni en deportes, ni en clubes, ni en nada, y que no debía volver a casa por Navidad a no ser que tuviera sobresaliente en todas las asignaturas. En la carta me decía que eso le venía bien. En todo caso, no quería volver a su casa por Navidad. Si iba a su casa era sólo para ver a su hermana.

Unos días antes de Navidad se presentó en la puerta de mi aula y me dijo que yo le había ayudado a superar el último año de instituto. En cierto momento había tenido la fantasía de meterse en un callejón oscuro con su padre para que sólo saliera uno de los dos. Naturalmente habría salido él, pero allá en Stanford había empezado a pensar en su padre y en lo que había sido venirse de Corea, trabajar día y noche vendiendo fruta y verduras cuando apenas sabía el inglés justo para ir tirando, aguantar, con el deseo desesperado de que sus hijos recibieran la educación que él no había tenido en Corea, que en Corea no se podía ni soñar, y un día, en una clase de Lengua Inglesa en Stanford, cuando el profesor había pedido a Ken que hablase de alguna poesía favorita suya, le había venido a la cabeza
El vals de mi papa,
y, Jesús, había sido demasiado, se había hundido y echado a llorar delante de toda esa gente, y el profesor había estado estupendo, le había puesto un brazo en el hombro y lo había acompañado por el pasillo a su despacho hasta que Ken pudo sobreponerse. Se quedó una hora en el despacho del profesor, hablando y llorando, y el profesor le decía que no pasaba nada, que él tenía un padre al que consideraba un polaco judío hijo de perra y ruin, olvidándose de que ese polaco judío hijo de perra y ruin había sobrevivido a Auschwitz y logrado llegar a California y criado al profesor y otros dos hijos. Le contó que su padre llevaba una tienda de alimentación en Santa Bárbara, con la salud minada en el campo de concentración, mientras cada uno de los órganos de su cuerpo amenazaba con fallarle. Añadió que los padres de ambos habrían tenido mucho de qué hablar, aunque eso nunca llegaría a pasar. El tendero coreano y el judío polaco propietario de la tienda de alimentación jamás encontrarían las palabras que acuden con tanta facilidad en una universidad. Ken me dijo que en el despacho de aquel profesor se le había quitado de encima un peso enorme. O podría decirse que había eliminado venenos de todas clases. Algo así. Ahora iba a comprar una corbata para su padre por Navidad, y flores para su madre. Sí, era una locura comprarle flores teniendo en cuenta que las vendían en su tienda, pero las flores que se compraban en una floristería de verdad eran muy distintas de las que se podían comprar en la tienda del coreano de la esquina. No dejaba de acordarse de una cosa que había dicho el profesor, que el mundo debía permitir que el padre judío polaco y el padre coreano se sentaran al sol con sus esposas, si es que tenían la suerte de tenerlas. Ken se reía al recordar cuánto se había emocionado el profesor. Que les dejaran sentarse al sol, maldita sea, y nada más. Pero el mundo no se lo permitía porque no hay nada más peligroso que dejar que los vejestorios se sienten al sol. Podrían ponerse a pensar. Lo mismo pasa con los chicos. Hay que tenerlos ocupados porque de lo contrario pueden ponerse a pensar.

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