El protocolo Overlord (3 page)

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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Los dos hombres siguieron retrocediendo ante el avance de Raven. Su autocomplacencia se había convertido en pánico.

—Bien —continuó Nero—, un sabio dijo un día que la vida era fea, brutal y corta. Si no quieren saber hasta qué punto puede ser fea, brutal y corta, sugiero que me digan quién les envía.

Raven se aproximó, amenazadora.

—No, por favor… No sabemos quién nos manda… Fue un contrato anónimo… Por favor, no.

De pronto sonó un pitido intermitente que provenía de uno de los temblorosos matones. Pareció sorprenderse al bajar la mirada y descubrir una luz encendida en la hebilla de su cinturón. Sin titubear, Raven se lanzó sobre Nero y los dos cayeron al suelo mientras la explosión retumbaba por todo el callejón, volatilizando instantáneamente a los dos aspirantes a asesinos. Raven se apartó de Nero cuando el humo se disipó.

—¿Está bien? —le preguntó a Nero mientras este se incorporaba lentamente.

—Sí, estoy bien, gracias, Natalia. Pero de nuestros dos amigos no se puede decir lo mismo.

No quedaba ni rastro de los dos hombres. Solo una marca negra en los adoquines sobre los que habían estado de pie.

—El que los contrató no quería que hablaran con nosotros, eso está claro —dijo Nero.

—Le venían siguiendo desde el momento en que salió de la reunión. Sabían exactamente dónde iba a estar.

—Lo sé —repuso Nero.

Solo se podía sacar de aquello una conclusión. La persona que los había contratado estaba informada sobre la reunión del consejo.

—Ha tenido que ser él —continuó Raven—. Nadie más se hubiera atrevido a actuar contra usted tan a las claras.

—Es posible, pero no tenemos pruebas. El que envió a esos dos tipos se ocupó de que no las tuviéramos.

En la distancia sonaron las sirenas. Como era natural, la explosión había llamado la atención de las autoridades vienesas.

—Ahora tenemos que salir de aquí y volver a HIVE —dijo Nero sacudiéndose el polvo del traje—. Ya decidiremos lo que tenemos que hacer.

Capítulo 2

O
tto sacó uno de los pesados cojinetes de bolas que llevaba en el bolsillo y miró por el iluminado corredor en dirección a las puertas de acero reforzado que había al fondo. Hasta ese momento le habían impresionado las medidas de seguridad y no tenía por qué pensar que llegar a las puertas iba a ser tan fácil como parecía. Se puso de rodillas y echó a rodar el cojinete por el pasillo. Al principio no pasó nada. Pero cuando la pequeña esfera de acero rodó un poco más, se oyó un clic y un sonido silbante y, acto seguido, dos grandes rifles descendieron del techo y dispararon al mismo tiempo. Cuando los proyectiles impactaron en el cojinete, se expandieron envolviéndolo en una espuma pegajosa que se endureció hasta convertirse en un bloque sólido. Otto sonrió. Iba a ser más fácil de lo que pensaba.

Metió la mano en el otro bolsillo y sacó de él su último invento. Era un disco de metal, de unos diez centímetros de diámetro, que había perfeccionado trabajando varias horas en el laboratorio del profesor Pike. Había sospechado que podría serle útil, y ahora se estaban confirmando sus sospechas. Apretó un pequeñísimo botón, el disco se elevó en el aire y se detuvo justo encima de la palma de su mano.

—Pauta de vuelo:
Musca domestica malpense
. Acción —ordenó al disco, que salió disparado por el pasillo hacia los rifles.

Como antes, las armas se activaron y dispararon contra el disco, pero esta vez con un resultado muy distinto. Al producirse los disparos, el disco empezó a dar bandazos y a zigzaguear en el aire, trazando trayectorias totalmente imprevisibles. Los primeros disparos fallaron y los proyectiles se incrustaron en el suelo y en las paredes del pasillo, que empezó a cubrirse de espuma endurecida mientras el disco continuaba bailando por el aire. Los rifles seguían disparando, pero sus sensores se desconcertaron ante el vuelo disparatado de aquel blanco. El mismo Otto había escrito el código que dirigía ese baile enloquecido. Se basaba en la capacidad de evasión de la mosca casera y, como esperaba, a los sensores de movimiento de los rifles les resultaba imposible dar en el blanco. Estaban diseñados para disparar contra un objeto que se moviera de una manera predecible, y cualquiera que hubiera intentado aplastar a una mosca sabía que lo que el disco estaba haciendo era todo lo contrario a un movimiento predecible.

Otto se quedó mirando mientras el disco salía zumbando por el corredor, se alzaba hasta ponerse entre los dos rifles y luego se paraba en seco. Las dos armas dispararon y el disco se elevó evitando los disparos, cada uno de los cuales impactó en el arma de enfrente y luego se expandió hasta envolver los rifles en una espuma pegajosa que al instante empezó a solidificarse. Los mecanismos que dirigían las dos torretas robóticas soltaron un grito de protesta cuando la espuma adquirió una consistencia cementosa que inutilizaba a los dos centinelas gemelos. Mientras tanto, el disco cesó en su vuelo absurdo y se detuvo encima de ellos para confirmar la ausencia de nuevos proyectiles enemigos.

Otto avanzó con cautela por el pasillo, evitando los numerosos bultos informes de espuma que ahora decoraban el suelo y las paredes. Cuando llegó a las puertas de acero que habían custodiado los rifles, el disco voló hacia él y se posó suavemente en la palma de su mano. Otto se puso inmediatamente a desmontar el panel que controlaba las puertas y un momento después había descompuesto el mecanismo de cierre, forzando así la última puerta, que se abrió con un sordo crujido.

Encima de un pedestal situado en el centro de una habitación iluminada por una luz muy tenue estaba su objetivo: una simple tarjeta-llave de plástico. Pero llegar al pedestal no iba a ser tan fácil como parecía: se encontraba rodeado de rayos láser verdes y parecía imposible predecir sus movimientos aleatorios. Otto no podía saber lo que ocurriría si atravesaba uno de esos rayos, pero estaba dispuesto a apostar que las consecuencias no serían agradables.

Contempló durante medio minuto los rayos danzarines, siguiendo la pista a sus movimientos para tratar de discernir si respondían a alguna pauta. De pronto tuvo una sensación bastante familiar, era casi como si se accionara un interruptor en su cráneo y, en ese preciso instante, los rayos dejaron de ser simplemente un fantástico espectáculo y se convirtieron en grupos de trayectorias y coordenadas, siendo casi visibles los números que determinaban sus movimientos. Cerró los ojos y los números siguieron alterándose y moviéndose en su cabeza hasta quedar reducidos a una fórmula matemática. No hubiera sabido explicar cómo lo hizo, pero poco a poco aquellas filas de números acabaron siendo el simple algoritmo que el ordenador que dirigía los rayos estaba utilizando para aparentar que sus movimientos eran aleatorios.

Cuando abrió los ojos, le pareció que los rayos danzantes se movían de forma totalmente previsible. Respiró hondo, eligió el momento y se dirigió hacia el pedestal cruzando el campo de rayos láser. A un observador lo que estaba haciendo Otto le habría parecido tan imposible como caminar bajo la lluvia esquivando cada gota, pero para él era tan sencillo y natural como respirar. Varias veces pareció a punto de cortar alguno de los rayos, pero al final conseguía esquivarlo por milímetros y seguía avanzando.

A los pocos segundos llegó al pedestal. El complejo sistema de seguridad seguía sin enterarse de su presencia. Alargó el brazo para coger la tarjeta, pero, al hacerlo, una figura oscura bajó del techo produciendo un ruido chirriante.

Shelby Trinity, colgada de un cable casi invisible, llegó cabeza abajo a la altura del pedestal. Le dedicó una sonrisa y un guiño y se apoderó de la tarjeta antes de que Otto pudiera cogerla. Luego apretó un botón de su cinturón y el pequeño motor que llevaba adherido volvió a encenderse y la izó con rapidez hacia la oscuridad.

—El que llega segundo es el primero de los perdedores —dijo Shelby, riéndose, mientras se perdía entre las sombras.

Segundos después empezaron a sonar los timbres de alarma y una jaula de acero surgió del suelo, rodeando el pedestal y atrapando a Otto, a la vez que varios reflectores iluminaban la habitación con un brillo cegador.

Otto se preparó para lo peor; lo que fuera a pasar a continuación seguro que no iba a ser agradable. Las puertas de acero que había en el lado opuesto retumbaron al abrirse y una figura conocida avanzó trotando hacia él. Era una preciosa gatita blanca con un collar adornado con pie-as de colores. No era una aparición muy normal en una situación como esa, pero la vida en HIVE tenía muy poco de normal. En cualquier caso, no era una gata corriente, sino la señorita León, la directora del Departamento de Sigilo y Evasión, que se hallaba atrapada en el cuerpo de una gata desde que saliera rematadamente mal el experimento del profesor Pike destinado a proporcionar a su colega los instintos y la agilidad de un gato.

—Caramba, señor Malpense, parece que se le han adelantado en el último momento —le dijo. El cristal azul que llevaba en el centro del collar parpadeaba cada vez que hablaba, un reflejo del trabajo de la mente, el superordenador que se ocupaba de procurarle la voz que, de otra manera, su nuevo cuerpo le habría negado.

—Eso parece —repuso Otto cuando Shelby descendió otra vez del techo y se dirigió a la jaula que rodeaba a Otto.

La amplia sonrisa de su amiga dejaba muy claro que la situación le parecía divertidísima. A Otto no le importaba mucho que Shelby le hubiera ganado la partida. Podía parecer a veces una niña pija, pero en HIVE las apariencias solían engañar. Shelby, bajo el seudónimo de Espectro, era, en realidad, la ladrona de joyas más famosa del mundo y había demostrado en muchas ocasiones anteriores que carcajearse de los sistemas de seguridad era para ella coser y cantar. Si alguien le derrotaba, que al menos fuera la mejor.

—Qué poquito te faltó —dijo Shelby sin dejar de sonreír—. Ese número con los rayos láser fue fenomenal, pero algunas veces los métodos antiguos son los mejores.

—Los dos han estado bien —dijo la señorita León colándose entre los barrotes de la jaula y saltando de un brinco al pedestal, ahora vacío—. No muchos estudiantes llegan tan lejos en El Laberinto al primer intento.

El Laberinto era la prueba más compleja de la formación en la asignatura de Sigilo y Evasión, ya que consistía en una serie de mecanismos de seguridad supersofisticados y siempre cambiantes que habían sido diseñados para probar al límite la habilidad de los alumnos.

—Pero parece que hoy la ganadora ha sido la señorita Trinity —añadió la señorita León, evidentemente encantada de que hubiera ganado Shelby, pues, como todo el mundo sabía, era su alumna favorita—. A ver, Shelby, si tiene la bondad de utilizar la tarjeta para liberar al señor Malpense, podemos reiniciar El Laberinto para la pareja siguiente.

—Señorita León, me parece que la tarjeta no funciona —dijo Shelby, sorprendida. Volvió a insertarla y el panel parpadeó con unas luces rojas que indicaban que la tarjeta no era aceptada.

—Ah, perdona, creo que necesitas esto —dijo tranquilamente Otto.

Se sacó del bolsillo un duplicado exacto de la tarjeta y se la tendió por entre los barrotes. Shelby, confusa, la cogió y la insertó en el panel. Los indicadores se pusieron en verde y los barrotes que rodeaban a Otto volvieron a hundirse en el suelo.

—Pero ¿cómo…? —empezó a preguntar Shelby.

—¡Señor Malpense! Espero que tenga la bondad de decirnos qué significa esto.

—Pues… es que anoche encontré por casualidad esa tarjeta y me pareció que podía serme útil.

—Esa tarjeta estaba guardada en la caja fuerte, señor Malpense —dijo con brusquedad la señorita León—, una caja fuerte que se supone que es inexpugnable, permítame añadir.

—Alguien debió dejar abierta la puerta de la caja fuerte —repuso Otto con cara de inocencia—. Es la única explicación que se me ocurre.

La señorita León miró fijamente a Otto, entrecerrando sus ojos felinos.

—Una vez más, señor Malpense, no estoy segura de si debo dar un parte negativo sobre usted al doctor Nero o elogiarle —a fin de cuentas, era bien sabido que en HIVE acusar de tramposos a los alumnos era poco menos que un contrasentido.

—Bueno, señorita León, usted nos dijo que debíamos mantenernos siempre un escalón por encima de nuestros competidores. Yo no he hecho más que seguir su consejo.

Otto sabía que había corrido un gran riesgo al robar la tarjeta la noche anterior y no dudaba que en el futuro le iba a ser mucho más difícil hurgar en la caja fuerte, pero eso quedaba de sobra compensado por la impagable expresión de la cara de Shelby.

—Muy bien, tendré que pensar qué voy a hacer con ustedes después de este numerito —dijo la señorita León saltando del pedestal y dirigiéndose a la puerta—. Tengan la seguridad de que la próxima vez no les resultará tan fácil.

Y salió al trote de la habitación, manteniendo la cola en el aire y seguida de los dos alumnos.

—Bueno…, Shelby, ¿qué es eso que decías de que el que llega segundo es el primer perdedor…?

Otto y Shelby llegaron paseando hasta el punto de reunión que había a la salida de El Laberinto y allí se encontraron a sus compañeros del nivel Alfa, que estaban sentados charlando. El nivel Alfa era el grupo en el que se integraban los alumnos que HIVE preparaba para ser los líderes del mañana. Unos estaban allí por méritos propios, otros por la importancia de sus familias, pero sus uniformes negros les señalaban como un grupo distinto y especial dentro de la escuela.

La gran pantalla que colgaba de una de las paredes estaba apagada, pero Otto sabía que todos habían estado viendo qué tal les iba a Shelby y a él en su laberíntico ejercicio de entrenamiento. Se alegró de ver que Wing y Laura seguían allí, charlando en el extremo opuesto de la habitación. Los cuatro se habían hecho íntimos en los últimos seis meses, y mucho más desde su fracasado intento de fuga y el encuentro casi fatal con Violeta, la terrible planta mutante que por poco destruye la escuela. Los dos levantaron la vista cuando Otto y Shelby se reunieron con ellos.

—Enhorabuena, Otto —dijo Wing sonriendo—, aunque sospecho que no has entendido del todo cuál era el propósito de este ejercicio.

—Puede expresarse así. Pero yo lo llamo hacer trampa —apostilló Laura. También a ella le estaba costando contener la risa.

—Yo creo que fui la ganadora —dijo Shelby apartando a Otto y dejándose caer luego en el asiento de al lado de Laura—. Y no tuve que hacer trampas.

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