El puente de Alcántara (126 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El imponente salón de la planta superior, con su columna central de una braza de ancho, que en aquel entonces había estado repleto del brillo del oro, estaba ahora completamente vacío. El golpe de la puerta cerrándose a sus espaldas resonó hueco en la bóveda. En algún lugar, en la parte posterior de la cámara, ardía una luz, que de pronto se movió, deslizando una sombra negra sobre las paredes y acercándose lentamente, hasta que el príncipe salió de detrás de la columna. Tenía un candelabro de varios brazos, que levantó por encima de su cabeza cuando estuvo frente a Ibn Ammar.

—¡Sí, mira a tu alrededor! —dijo, mientras el brazo del candelabro describía un amplio arco—. Lo que estás viendo es obra tuya. Todo el oro que alguna vez hubo aquí, ahora está en manos de los españoles. Tú se lo diste. Decías que podías comprar la paz con él. ¿Dónde está la paz? ¿Dónde está mi oro?

Ibn Ammar no dijo nada. Estaba de espaldas a la puerta, encorvado para llevar mejor el peso de las cadenas. Se sentía demasiado débil para enderezar la espalda, demasiado cansado. Sabía perfectamente lo que le esperaba desde el momento mismo en que vio aparecer a los tres askari en la trampilla del techo de su celda. Prestó atención a su interior. No sentía miedo.

El príncipe dejó el candelabro sobre uno de los arcones vacíos dispuestos en fila junto a la pared. Había bebido, pero no estaba borracho, como si lo había estado diez días atrás, en el palacio de az–Zahir. De pie junto a la columna, con los hombros encogidos, parecía un tronco.

Ibn Ammar vio la expresión forzada de su rostro y tuvo que sonreír. Lo conocía demasiado bien. Se daba cuenta de que el príncipe estaba buscando con apasionado celo las palabras adecuadas al papel que se había propuesto desempeñar: el papel de amigo defraudado y príncipe traicionado. El mismo escenario, la cámara del tesoro vacía, había sido cuidadosamente elegido para aquella representación, lo mismo que el traje negro que llevaba. Era aquella vieja afición por lo teatral, que el príncipe había mostrado ya desde joven y que ahora, con la edad, resultaba cada vez más grotesca.

Ibn Ammar lo observó con una curiosidad extraña, indiferente. Las cadenas tiraban inexorablemente de sus muñecas. Ibn Ammar se dio por vencido: dejó que su espalda resbalara contra la puerta, hasta quedar sentado en el suelo, con las cadenas entre sus piernas.

—¡Levántate! —rugió el príncipe con voz de trueno—. ¡Te ordeno que te levantes!

Ibn Ammar no se movió.

—Venga, Muhammad —dijo, cansado—. Las cadenas pesan demasiado.

—¡No me hables en ese tono! —gritó el príncipe—. ¡Estás hablando con tu señor! —Se acercó dos pasos y estiró la mano, en un ademán imperativo—. ¡Levántate! —gritó—. ¡Tienes que levantarte!

Iba Ammar lo miró tranquilamente a los ojos.

—¿Qué quieres, Muhammad? —dijo—. ¿Quieres asustarme?

Vio que el príncipe se hinchaba y contenía el aire, al tiempo que lo miraba con expresión de rabia contenida. Vio que al alcance de la mano, en la columna central, entre algunos objetos polvorientos de la colección de curiosidades del antiguo qadi, colgaba también un hacha. La reconoció: era aquella pesada hacha de guerra que don Alfonso, el rey de León, le entregó como obsequio para al–Mutamid después de las negociaciones del armisticio, seis años atrás.

El príncipe se volvió de repente y se puso a andar de un lado a otro, junto a la columna.

—¡Has intentado volver a mi hijo contra mi! —dijo, escupiendo cada palabra—. ¡Has intentado ponerlo de tu parte!

—Eso es lo que tú dices, Muhammad —contestó Ibn Ammar—. Tu hijo comparte mis puntos de vista; eso es lo que lo ha puesto de mi parte. Es demasiado inteligente para dejarse influenciar.

—¡Has intentado engatusarlo con tus malditos versos! —gritó el príncipe, con creciente furia.

—Un pequeño poema, Muhammad, sólo dos o tres versos —replicó Iba Ammar, pero el príncipe lo interrumpió de un grito.

—¿De dónde sacaste las cosas para escribir? ¿Quién te dio el papel? ¿Quién?

—¿Qué importa eso, Muhammad? —respondió Ibn Ammar.

—¡Quiero saberlo! —gritó el príncipe—. ¡Quiero saberlo! — La voz le salía chillona de rabia, e Ibn Ammar comprendió de repente que aquella rabia ya no era fingida. Ya no era una pose, no era un papel estudiado. Era la misma furia que Ibn Ammar le había visto una vez, cuando eran jóvenes, en Silves, y al–Mutamid llamó al verdugo. El hijo del príncipe, con su rostro campechano, ardiendo en celos porque la bailarina a la que amaba con delirio, aunque estaba sin duda a su disposición, a sus espaldas se entregaba a su amigo, más afortunado. La envidia del príncipe, pequeño y regordete, hacia el alto y joven poeta que tenía a su lado, que siempre atraía todas las miradas, escribía los mejores versos y sabía hallar la respuesta más ingeniosa.

¿Había estado alguna vez su amistad, incluso en las épocas más felices, libre de esas tensiones, producto de la diferencia social y ahondadas aún más por el abismo que existía entre el talento del uno y del otro, y por sus evidentes diferencias físicas? Desde el principio, habían sido demasiado distintos para ser amigos. El príncipe, que quería ser todo lo que encarnaba Ibn Ammar y lo tomó por amigo para así, como mínimo, poder estar cerca de su sueño, y el insignificante poeta que ansiaba el poder y sólo podía participar en él a través de ese amigo. ¿No había sido obvio que esa amistad tenía que fracasar? ¿No había sido evidente que el uno, que sólo podía construir sobre su poder ilimitado, volvería algún día ese poder contra el otro?

Ibn Ammar escuchaba los gritos del príncipe. Su voz rebotaba con tal intensidad en la bóveda que Ibn Ammar apenas entendía sus palabras.

—¡Dime quién escribió esos malditos versos! ¡Dime si lo hiciste tú! ¡Dímelo!

¿No eran esas las mismas preguntas que le había hecho hacía ya dos años, inmediatamente después de su llegada a Sevilla? Las mismas absurdas preguntas sobre el autor de aquel denigrante poema que había terminado definitivamente con su amistad. ¡Qué delgada debía de ser la coraza del honor del príncipe, si bastaban unos pocos versos calumniantes para afectarlo! ¡Qué débil era al–Mutamid, qué inseguro de si mismo, qué insignificante, bajo esa conducta ampulosa!

—¡Dime si tu escribiste esos versos! —gritó el príncipe—. ¡Quiero saberlo! ¡Dímelo! ¡Quiero saber la verdad!

—Ya es demasiado tarde, Muhammad —respondió Ibn Ammar en voz baja—. Aunque te dijera la verdad, no me creerías.

—¡Dímelo! —gritó el príncipe—. ¡Dime la verdad!

Iba Ammar lo miró sonriendo.

—Es lo que tú supones, Muhammad —dijo.

Vio que el príncipe se estremecía y se ponía rojo, como si una vena le hubiera estallado en la cabeza. Vio que estiraba el brazo y buscaba a tientas el hacha. Todavía no sentía miedo.

Entre el remolino de imágenes y jirones de recuerdos que le vinieron a la mente se encontraba también aquella inquietante historia que una vez le contara su padre sobre Abd–ar–Rahmán an–Nasir, el gran califa de Córdoba, quien en su lecho de muerte, tras vivir setenta años, cincuenta de ellos gobernando Andalucía en la guerra y en la paz, cogió su diario y contó los días de completa felicidad de que había gozado en toda su vida. El califa había llegado a contar catorce.

Iba Ammar pensó en los días de completa felicidad de que había gozado él. ¿Cuántos habían sido? ¿Bastantes para una vida de cincuenta y cinco años? ¡Cuántas cimas, cuántos abismos! Suficiente de ambas cosas, que, además, eran inseparables. ¡Una gran vida! Nunca había necesitado depositar sus esperanzas en el paraíso. Nunca se había dejado llevar por el miedo al infierno. Había vivido. Ahora veía la muerte ante sus ojos. ¡Qué muerte tan tonta!

No hizo el menor intento de esquivar el hacha. No tenía miedo. Ni rastro de miedo.

KHATM
Postludio

Cuando murió Ibn Ammar, los almorávides ya habían puesto el primer pie en Andalucía. Yusuf ibn Tashfin había comprendido rápidamente que el príncipe de Sevilla intentaba detenerlo para llegar a un acuerdo con los españoles. Cuando el emisario sevillano regresó de Ceuta a Algeciras, fue escoltado por varios barcos bereberes que llevaban tropas ocultas a bordo. Nada más llegar, atacaron por sorpresa y conquistaron de inmediato el puerto y los astilleros adyacentes. Esa misma noche llegaron refuerzos de Ceuta, entre los cuales había unidades de jinetes que sitiaron la ciudad. Por la mañana se planteó un ultimátum al gobernador de Algeciras, dándole tiempo hasta el mediodía para que desalojara completamente la ciudad. A al–Mutamid de Sevilla no le quedó más remedio que resignarse.

Cuando la noticia del desembarco de los almorávides llegó a León, don Alfonso, el rey, envió una petición de ayuda a los caballeros franceses y empezó a reunir su ejército. A principios de octubre puso en marcha sus tropas y montó un campamento al norte de Badajoz, cerca del castillo de az–Zallaka.

Desde Sevilla, donde al–Mutamid le había preparado un gran recibimiento para abrir la campaña, le salieron al encuentro el ejército del emir almorávide Yusuf ibn Tashfin y los de los príncipes andaluces.

El jueves 22 de octubre de 1086 se reunieron los portavoces de ambos bandos y acordaron celebrar la batalla el sábado. Don Alfonso no respetó el acuerdo y atacó el viernes. Sus tropas consiguieron poner en retirada a las unidades andaluzas. Sólo al–Mutamid consiguió afirmar su posición, gracias a su valor personal. Luego atacaron los jinetes bereberes y las unidades negras de los almorávides, y la situación se invirtió. El ejército de don Alfonso sufrió una dura derrota, en la que el rey mismo fue herido mientras huía. Los vencedores amontonaron en el campo de batalla las cabezas cortadas de los españoles y franceses y las enviaron a todas las ciudades de Andalucía y el norte de África, junto con la noticia de la victoria.

La batalla de az–Zallaka frenó momentáneamente el avance de los españoles cristianos y concedió un descanso a los príncipes andaluces. También Yusuf ibn Tashfin, el verdadero vencedor, se retiró sorprendentemente después de la batalla y regresó a África. Pero había visto cuán fácil era vencer a los desunidos príncipes andaluces, y se quedó con el punto de apoyo de Algeciras.

El emir regresó en el año 1089. Sitió al aventurero español García Jiménez en la fortaleza de Aledo, destruyendo ésta hasta tal punto que los españoles tuvieron que abandonarla. Acto seguido, ayudó a al–Mutamid a recuperar Murcia y a apresar a Ibn Rashiq.

En el verano del año 1090 sus tropas sitiaron Toledo. Para esa fecha, los príncipes andaluces habían empezado, por fin, a comprender que no eran los amos de su propio país, y trabaron negociaciones con don Alfonso para ganarse su apoyo contra los almorávides. Pero ya era demasiado tarde.

Yusuf ibn Tashfin levantó el sitio de Toledo y se dirigió a Granada. Depuso al príncipe de esa ciudad, Abd–Alá, lo mismo que a su hermano Tamin, que gobernaba Málaga, y se procuró así un punto fácil de defender, desde donde podría intentan la conquista de toda Andalucía.

El año 1091 los almorávides tomaron Córdoba y mataron al gobernador de la ciudad, el príncipe al–Fath, enviando la cabeza a su padre, al–Mutamid. En septiembre de ese mismo año atacaron también Sevilla. Al–Mutamid fue tomado prisionero y llevado con su familia a Agmat, un pequeño nido cercano a Marrakech, donde murió en 1095. En su último poema, el que una vez fuera el príncipe más rico y poderoso de Andalucía se queja de que su hija tiene que andar descalza y en harapos.

La Edad de Oro de Andalucía encontró un abrupto final. Tras la toma de poder de los almorávides, fueron los militares y los fundamentalistas ortodoxos quienes llevaron la voz cantante. Prohibieron el vino, arrancaron los tapices de los palacios y las casas particulares, obligaron a las mujeres a volver a llevan rigurosamente el velo y vejaron a judíos y cristianos. Se quemaron libros, científicos y librepensadores tuvieron que esconderse, poetas y literatos dejaron de encontrar mecenas. El espíritu libre y vivo de Andalucía fue reemplazado por un sombrío fanatismo.

Sin embargo, los estrictos almorávides tampoco tardaron en caer en el estilo de vida ligero de Andalucía. Pero a mediados del siglo XII, antes de que volviera la antigua libertad, llegó del norte de África la siguiente oleada de bereberes ortodoxos: los almohades. Éstos, que incluso superaban a sus predecesores en su celo religioso, destruyeron todas las iglesias y sinagogas e hicieron que judíos y cristianos eligieran entre convertirse al islam o ser desterrados.

Sólo cuando Andalucía estuvo dominada por los almorávides y almohades, la guerra contra los españoles cristianos del norte se convirtió en esa despiadada guerra religiosa que condujo a ambos bandos a un fanatismo y una intolerancia cada vez mayores. Ahora también los españoles bautizaban a la fuerza o desterraban a todo aquel que no profesaba la religión correcta. Al guerrero religioso musulmán, que esperaba ganarse el paraíso en la «guerra santa» contra los infieles, los cristianos opusieron las órdenes caballerescas, los monjes guerreros, uno de los fenómenos más nefastos de la Edad Media. La tendencia a la intolerancia, y la supremacía de la Iglesia y el Ejército, cargas que España ha seguido soportando hasta el presente, son herencia de aquella larga lucha que no terminó hasta 1492, cuando se expulsó al último príncipe moro de Granada.

Sólo en Toledo pervivieron un poco más el espíritu y la tolerancia que habían florecido en la Andalucía del siglo XI. Allí, cristianos, musulmanes y judíos siguieron conviviendo en paz bajo un gobierno cristiano durante un siglo más. En el año 1091, la viuda del príncipe asesinado en Córdoba, al–Fath, huyó a Toledo con su séquito, se convirtió en amante de don Alfonso, el rey de León, y le dio un hijo. (Este hijo murió en el año 1108, luchando contra los almorávides; de no haber sido así, el hijo de una princesa mora hubiera subido al trono español de León). Cien años después, en Toledo todavía era posible que un sucesor del rey, Alfonso VIII, mantuviera oficialmente en Galiana, un castillo situado a las puertas de la ciudad, a una amante judía: la famosa judía de Toledo.

Gracias a su variopinta mezcla de habitantes españoles, andaluces y franceses, miembros de todas las religiones y conversos en todas las direcciones, en el siglo XII la ciudad del Tajo era la ciudad más viva de Europa y, junto con Palermo, el único lugar en el que había suficientes eruditos que, gracias a su conocimiento de idiomas y a su voluntad de recorrer el mundo, estaban en condiciones de revelar el amplio mundo del saber árabe a la sed de conocimientos europea. La Edad Media europea bebió en abundancia de esa fuente, y el desarrollo cultural de Europa tiene en ella una de sus principales raíces.

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