El puente de Alcántara (123 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Lope fue destinado a la tropa avanzada, que debía levantar un campamento cerca del territorio del animal. El conde y su séquito llegaron dos días más tarde. Como muchos señores franceses, el conde concedía la máxima importancia a la caza del venado. Él mismo se ocupó de todos los detalles: examinó la jauría de perros y los caballos que utilizaría durante la montería. El mismo día de su llegada, inspeccionó personalmente el territorio del animal y el terreno en el cual supuestamente se desarrollaría la caza. Al atardecer habló con los cazadores y los perreros, acordó con ellos las señales de cuerno, la colocación de los caballos de reemplazo, las medidas necesarias para el caso de que el venado intentara huir hacia atrás y consiguiera hacerlo sin que lo advirtieran sus perseguidores.

Partieron al día siguiente, antes del amanecer. El grupo se detuvo a una cierta distancia del territorio del venado, y sólo siguieron adelante el cazador que llevaba al sabueso y el conde con su mozo, ambos a caballo. El bosque era tan espeso que los demás no tardaron en perderlos de vista.

Al salir el sol sonó el primer toque de cuerno, indicando que el conde había llegado al borde de la espesura en que vivía el venado y que penetraría en ella a pie, acompañado solo del cazador.

Lope y los otros aguardaron la siguiente señal. Lope estaba al lado del condestable. Esperaba que el venado fuera lo bastante fuerte para resistir una persecución prolongada, y que, en ese territorio de bosque tupido e impracticable, el grupo de cazadores no tardara en desmembrarse. Desde luego, el condestable parecía dispuesto a mantenerse pegado a los talones de su señor, pero si la cacería se prolongaba y el conde cambiaba de caballo varias veces, se quedaría rezagado en algún momento.

Media hora después llegó del denso monte la triple señal, que abría la montería. El sabueso había guiado al cazador y al conde hasta el refugio del venado. Ahora el animal había escapado y la señal llamaba a la jauría de perros y a los mozos de los caballos, para que el conde pudiera emprender la persecución. El grupo de cazadores también se puso en marcha y siguió las señales de cuerno, que ahora se repetían a intervalos regulares para estimular a los perros e indicar la dirección en que había huido el venado. A veces, cuando el viento estaba a favor, se oían los penetrantes ladridos de la jauría, que corría tras el sabueso, llevado de una larga cuerda.

El venado se dirigió primero valle arriba, deteniéndose en el espeso bosque cercano al fondo del valle, donde la maleza era tan intrincada que los caballos apenas podían atravesarla. Los toques de cuerno se sucedían rápidamente. Parecía como si, a pesar de las dificultades del terreno, el conde quisiera reducir las distancias desde un primer momento, para que los perros no pudieran perder el rastro fácilmente cuando el venado saliera a campo abierto.

Lope se quedó rezagado, para cuidar su caballo. Se detuvo a mitad de la ladera, donde el bosque era más ralo, y prestó atención únicamente a las señales de cuerno de los hombres más adelantados, que le indicaban la dirección, de manera que podía ahorrarse todas las curvas y rodeos que daba el venado en su huida.

En algún momento tuvo a la vista el río y vio a la jauría de perros en la orilla. Vio también que el conde perdía mucho tiempo porque el cazador que llevaba al sabueso registró la otra orilla primero río arriba, como era costumbre, hasta que finalmente se dio cuenta de que el venado había avanzado un buen trecho río abajo. Lope esperó hasta que apareció el resto del grupo, y vio que todos se lanzaban a cruzar el río, encabezados por el condestable. Lope decidió no vadear el río, pues estaba seguro de que el venado no intentaría huir por las colinas; le parecía mucho más probable que el animal volviera a cruzar el río para alcanzar de nuevo el terreno que le era más familiar. Se quedó a la misma altura que antes. No temía perder el contacto con el grupo, pues los ruidos de la cacería le llegaban con tal nitidez desde la ladera opuesta del valle que hasta oía los constantes gritos del encargado de la jauría.

Durante una media hora, la cacería se desarrolló a un ritmo vertiginoso, río abajo. El venado salió del bosque y huyó por un terreno más abierto, en el que era más veloz. Lope no tenía problemas para seguirlo.

Pero luego el valle se ensanchó de repente en un lugar en el que desembocaba un estrecho riachuelo, y el venado huyó hacia el valle lateral, dejando a Lope en el inesperado dilema de si debía seguir al grupo a todo galope o si debía confiar en que el animal volviera por el mismo camino. Esto último era su única esperanza si no quería agotar a su caballo.

Oyó que los ladridos de la jauría se hacían cada vez más lejanos, hasta finalmente desvanecerse. Vio al condestable, montado en su bayo, que se había separado del grupo de cazadores y ya casi había dado alcance al conde. Esperó hasta que todos los jinetes hubieron desaparecido por el valle lateral, y observó con satisfacción que el maestro de cazadores apostaba en la salida del valle a un mozo con un caballo de reemplazo, lo cual indicaba que el hombre que mejor conocía la región también contaba con la posibilidad de que el venado volviera sobre sus pasos. Luego desmontó y se acomodó a la sombra de un árbol.

No se sentía ni una ligera brisa. El aire estaba quieto y el sol calentaba el bosque, hasta el punto que el olor resinoso de los pinos era más intenso que el perfume del romero. Las señales de cuerno, que sonaban como alargados lamentos, se tornaron cada vez más débiles. Pronto no hubo más sonido que el canto de los grillos, el zumbido de las abejas, y el agudo chillido de un ave rapaz, que volaba tan alto que se perdía en el caliente azul del cielo.

Lope esperó, nervioso, levantándose una y otra vez y llevándose las manos a las orejas para escuchar en la dirección de la que esperaba al venado. Pero todo estaba en silencio. Tal vez los perros habían cogido al venado al final del valle. El mozo apostado a la orilla del río ya tampoco parecía contar con que hicieran falta sus servicios; había atado las patas delanteras del caballo y se había echado a dormir entre los arbustos.

Pero entonces, de repente, volvió a oírse el sonido del cuerno. Las señales tocaban a largos intervalos, y se acercaban rápidamente. Y Lope vio al venado. Al parecer, había cruzado el arroyo más arriba, pues ahora bajaba por el otro lado del valle. Unos pocos perros ya casi lo habían alcanzado, y el resto de la jauría se acercaba ladrando. Estaba tan agotado que las patas delanteras se le doblaban una y otra vez mientras corría ladera abajo, en dirección al río y al bosque, probablemente con la esperanza de desembarazarse de los perros en el agua o arrastrándolos hacia la espesura. El conde estaba a menos de ochenta cuerpos de caballo del animal; estaba solo, no se veía ni a su mozo ni al resto de los cazadores.

Cuando el mozo apostado en la entrada del valle hizo la señal para que el conde se percatara del caballo de reemplazo, éste dejó momentáneamente la persecución, bajó la ladera, cambió de caballo y luego siguió por la orilla, río abajo, hasta llegar al lugar donde el venado se había arrojado al agua, y donde la mayor parte de la jauría husmeaba la orilla entre furiosos ladridos. Lope esperó a que el conde cruzara el río, seguido por el mozo, y luego bajó rápidamente para colocarse en el punto donde el venado y sus perseguidores habían vuelto a salir del río.

En ese lugar el río era estrecho y profundo, y sus orillas tan pantanosas que el caballo se hundía hasta el vientre. Lope llevó el caballo a terreno más firme y lo ató entre los árboles, de modo que no se viera desde el río. Luego, pisando islas firmes de hierba, volvió a la orilla siguiendo a pie las profundas huellas dejadas por el venado, los perros y los dos caballos de los perseguidores, y se ocultó entre los arbustos de la orilla. Confiaba en que el siguiente en llegar al río sería sire Hugues. Había planeado esperar a que el condestable se lanzara al río con su caballo y entonces, amenazándolo con una flecha, obligarlo a dirigirse río abajo hasta el siguiente recodo, donde los demás no los verían. El cuerno del conde le llegaba ya desde muy lejos, desde lo más hondo del bosque que se extendía en la parte baja del valle. Oyó la señal que indicaba que los perros habían cercado al venado, y que llamaba al resto de cazadores y compañeros para que presenciaran el final de la cacería.

Oyó dos débiles toques de respuesta al otro lado del río. Sacó el arco de la aljaba y tensó la cuerda. De repente, Lope sintió surgir dentro de él una temblorosa inquietud, una fiebre suscitada por la cacería, que le hizo recordar tiempos muy lejanos, cuando cazaba lobos al servicio del conde de Foix. Era el mismo sentimiento, extrañamente ambiguo, que lo había embargado en aquel entonces cada vez que intuía el final de una larga cacería, cada vez que, tras semanas de busca y minuciosa preparación, un lobo viejo y experimentado saltaba sobre el cabrito atado en el centro de la trampa. Era un sentimiento de orgullo por el éxito de la caza, pero también un sentimiento de tristeza por su inevitable final. Y un miedo indeterminado al vacío de lo que vendría después.

Llevaba casi tres años tras los hombres del puente. De los trece nudos que hiciera en el extremo de su látigo, había desatado siete: cuatro por el capitán normando y sus hombres; dos por el castellán y su hijo; uno por su mozo, de quien se había encargado otro, matándolo en una pelea en Sepúlveda. Faltaban aún seis hombres, y un séptimo, el condestable, que no había estado en el puente, pero que había sido el jefe de la banda. Cuando el condestable estuviera en sus manos, cogería a los seis que aún faltaban. Y entonces habría terminado por fin esa cacería.

Vio al condestable bajando la ladera del valle. El bayo que montaba tenía el hocico lleno de espuma y se tambaleaba de agotamiento. Cerca de la orilla, el caballo se quedó empantanado en el lodo, e intentó en vano volver a salir. El condestable empezó a darle golpes con las manos y los pies. Era un desalmado; también a sus hombres los trataba con despiadada dureza y crueldad. Gritando, golpeó al caballo con el lado plano de la espada. Pero el animal estaba al limite de sus fuerzas; sólo balanceó la cabeza de un lado a otro, incapaz de defenderse de los golpes, para luego dejarla caer suavemente y no volverse a mover.

—¡Sire! —gritó Lope—. ¡Sire! —Tuvo que gritar varias veces antes de que el condestable dejara por fin al caballo muerto y se volviera hacia él. Dirigió a Lope una mirada confusa, y en un primer momento no lo reconoció. Debajo del yelmo, su rostro estaba rojo como la carne cruda.

—¡Un caballo! ¡Necesito un caballo! —gritó el condestable, al tiempo que se dirigía hacia la orilla jadeando y remando con los brazos por el lodo—. ¡Dame tu caballo! ¿Dónde está tu caballo? —gritó, y, sin vacilar, se arrojó al agua, como si no fuera consciente de que el río podía ser peligroso. Se hundió hasta los hombros, y, en ese mismo instante, lo cogió la corriente, arrastrándolo como a una piedra. Volvió a salir a la superficie un trecho más adelante, echando agua por la boca, resoplando y chapoteando contra la superficie del agua. Por un breve instante, pudo mantener los pies firmes en el fondo del río, pero pronto volvió a arrastrarlo la corriente; ya no tenía fuerzas para mantenerse a flote, sus manos se asían al vacío. Y luego volvió a hundirse, sólo sus pies volvieron a emerger, mientras la corriente seguía arrastrándolo río abajo. Llevaba peto, y para cazar se había puesto debajo una coraza de hierro. Había forzado a su caballo hasta reventarlo, y ahora él mismo estaba a punto de perder la vida sólo por aquel principio que le mandaba estar siempre cerca de su señor y preparado para luchar.

Lope metió el arco en la aljaba y corrió dando grandes zancadas, saltando de una isla de hierba a otra, a lo largo de la orilla. Detrás del recodo del río vio el cuerpo inerte emergiendo una vez más del agua, con los pies por delante. En ese lugar, el río se hacía más ancho y llano, y se dividía en dos brazos ante un gran peñasco plano, para volver a unirse treinta pasos más allá en un torrente de cascadas y remolinos. Lope se arrojó entre los arbustos, corrió tan rápido como pudo por el banco de arena, vadeó el río hasta alcanzar el peñasco y consiguió coger el pie del condestable justo antes del primer remolino. Sacó del agua el cuerpo inerte del condestable y, apenas lo tuvo en terreno seco, lo levantó de los pies.

Un chorro de agua le salió de la boca. El condestable se revolvía como un pez en el anzuelo. Volvió en si, tosiendo y escupiendo, se dobló en el suelo, intentando tomar aire con la boca muy abierta. Aún tenía en los ojos el miedo a la muerte, con la que acababa de enfrentarse.

Lope le quitó la espada y el cuchillo, apartó ambos, se acuclilló a su lado y esperó a que volviera a la vida. Escuchaba los gritos con que los cazadores azuzaban a sus caballos por el río, más arriba, y escuchaba el ir y venir de señales de cuerno, apagadas por el intenso rugir del agua.

Cuando el condestable intentó incorporarse, Lope lo cogió del pecho y volvió a empujarlo hacia el suelo.

—Tengo que hacerte unas cuantas preguntas —dijo.

El condestable no se dejó intimidar.

—¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué quieres? ¿Qué preguntas? —increpó.

—Soy yo quien hace las preguntas —dijo tranquilamente Lope, sosteniéndolo contra el suelo—. Te he sacado del agua, pero me basta un pequeño empujón para volver a arrojarte. —Sintió que el condestable se ponía tenso bajo su mano—. Llevo tres años buscándote, viejo; eso es lo primero que tienes que saber —dijo, y le explicó por qué lo buscaba. Lo empujó un poco más hacia el borde del peñasco y vio que el miedo se reflejaba en sus ojos. El condestable podía ser muy valiente para luchar, pero frente al agua era un cobarde.

—¿Por qué me has sacado del agua si deseas mi muerte? —chilló. Estaba hecho un manojo de nervios.

—Quiero saberlo todo, desde el principio —dijo Lope.

—¿Qué quieres que te diga? ¡Yo no sé nada! ¡Ya ni siquiera recuerdo cómo se llamaban los hombres que envié! —gritó el condestable.

Lope le dijo los nombres.

—El que se llamaba Álvar Pérez te dio la noticia de que el joven conde de Guarda estaba de regreso de Sevilla con su novia mora. ¡De él sí que te acordarás!

—Sé a quién te refieres —respondió el condestable—. Un infanzón venido a menos. ¡No acudió a mi! ¿Por qué supones que acudió a mí? Se dirigió directamente a la gente del rey. Sólo después el rey lo envió a mi señor. —Hablaba precipitadamente, como si temiera que Lope no le diera tiempo suficiente para decir todo lo que quería alegar en su defensa.

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