El puente de Alcántara (127 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

NOTA DEL AUTOR

Los judíos de la Edad Media tenían prohibido quemar o tirar a la basura papeles que llevaran escrito el nombre de Dios. Estos escritos —que eran la mayoría, pues en casi todos los textos se intercalaba alguna bendición— tenían que ser enterrados. Con este fin, en las sinagogas había una especie de buzón de correos, la llamada «geniza», donde uno podía echar todos los papeles que ya no necesitaba. En una sinagoga de Fustat (el antiguo El Cairo) se ha conservado de este modo toda la herencia escrita de la comunidad judía de ese lugar en los siglos XI y XII, en total más de 200.000 hojas: cartas, documentos, escritos religiosos, sentencias judiciales, notas, cuentas, listas de precios, contratos, y muchas otras cosas, hasta esos papelitos de la compra con los que la dueña de casa enviaba a la criada al bazar y que el comerciante iba clavando en un pincho para hacer las cuentas a fin de mes.

Este tesoro permaneció intacto un largo tiempo, porque los judíos de Fustat temían que cayera sobre ellos una desgracia si lo tocaban; pero esa creencia cedió en el siglo XIX. Parte de los papeles de la geniza fueron robados, otros fueron regalados o vendidos, hasta que, por fin, en 1896 los restos del tesoro (aproximadamente la mitad) pudieron ser llevados a Cambridge y puestos a salvo.

Sesenta años después, el arabista Salomo Dob Goitein se enfrascó en la tarea de reunir todo el material, que entre tanto se había dispersado en muchas colecciones de todo el mundo, para estudiarlo y analizarlo por primera vez desde una perspectiva histórico–social. Goitein publicó numerosos artículos al respecto, para finalmente, tras décadas de trabajo, publicar una gigantesca obra en cinco volúmenes titulada A Mediterranean Society, que describe con una riqueza de conocimientos digna de admiración la vida cotidiana y las circunstancias en que vivían los judíos de los siglos XI y XII en los países mediterráneos, dominados por los árabes.

En el año 1013, el monje Bernard de Angers viajó al monasterio de Conques (al sur de Francia), consagrado a Santa Fides. El monje casi se muere de espanto al ver que sus compañeros de orden tenían en el altar de su iglesia una pesada estatua de oro adornada con piedras preciosas que representaba a la santa, y que la exponían para que sus feligreses la veneraran. En el riguroso norte de Francia, de donde él procedía, esos materiales nobles y el privilegio de la representación plástica estaban reservados exclusivamente al Hijo de Dios. A los santos sólo podía representárselos en pinturas murales o en ilustraciones de libros.

Sin embargo, Bernard de Angers presenció varios milagros realizados por la estatua de Santa Fides, renunció a sus ideas, se convirtió en un fervoroso adorador de la mártir milagrera y empezó a escribir sobre los milagros que hacía: historias de ciegos que recuperaban la vista y de prisioneros que salían milagrosamente en libertad; historias de campesinos, artesanos y pequeños nobles, en su mayoría miembros, pues, de aquellos estratos sociales de los que apenas hablan las crónicas de la época. En el transcurso del siglo XI, otros monjes continuaron la lista de milagros empezada por Bernard de Angers. Se hicieron diferentes transcripciones.

El historiador andaluz Ibn Hayyán (987/88–1076) escribió una historia de su país en sesenta volúmenes, que abarca exclusivamente la época que presenció él mismo. El original de esta gran obra se ha perdido, pero algunas de sus partes se han conservado en los escritos de cronistas andaluces más jóvenes, y gracias a la minuciosidad de los autores árabes, que empezaron a identificar las citas mucho antes que los europeos, ha podido ser reconstruida en parte.

Ibn Hayyán trabajaba como un moderno historiador de la época contemporánea, por cuanto investigaba los hechos in situ y entrevistaba a testigos oculares. Así, poco después de la conquista de Barbastro hizo preguntas sobre la clase caballeresca franca y aragonesa a un comerciante, que había viajado a la ciudad para negociar el rescate de determinadas personas. Su informe, inusualmente vivaz y transcrito parcialmente de forma literal, ha llegado hasta nosotros con todos sus detalles.

El informe de Ibn Hayyán me ha servido como base para describir los acontecimientos de la toma de Barbastro. El episodio de la mujer que, desde lo alto de la muralla, quiere comprar agua a un soldado del ejército de sitio, también está sacado de allí, mientras que el «Informe del comerciante Ibn Eh» es prácticamente una cita, aunque con algunas modificaciones.

Del Libro de los milagros de Santa Fides proceden muchos detalles de los capítulos que se desarrollan en Conques, como, por ejemplo, la historia del niño ciego, lo mismo que el relato del caballero francés apresado por los sarracenos, que el capitán hace suyo.

He complementado ese relato con un episodio sobre el pirata Jabbara, el emir de Barqa (Cirenaica), quien asoló las rutas marítimas del Mediterráneo oriental en torno al año 1050. La información referente a esto procede de los papeles de la geniza de El Cairo, analizados por S. D. Goitein.

De la misma fuente he extraído muchos detalles sobre la forma de vestir y la vida cotidiana, lo mismo que los hechos del informe del viaje del sabí desde Adén y Alejandría y, entre otras cosas, el modelo para el personaje de Zohra.

Los ejemplos mencionados han de servir para mostrar el tipo de fuentes que he empleado para escribir este libro, y de qué manera las he empleado. Me he esforzado al máximo en permanecer fiel a la realidad histórica transmitida, y el lector puede confiar en que las historias que se cuentan en la novela encajan perfectamente en el marco de los datos históricos que poseemos. Si en algunos pasajes me he desviado de la historia oficial, lo he hecho intencionadamente: las fuentes a veces permiten distintas lecturas.

A continuación incluyo algunas explicaciones sobre el texto:

Cada capítulo está precedido de tres fechas, la que corresponde al calendario cristiano, que parte del nacimiento de Cristo, la musulmana, que toma como punto de partida la huida del Profeta a Medina, y la judía, que empieza en la creación del mundo. Musulmanes y judíos dividen el tiempo en años lunares, que constan de doce meses de 29 o 30 días (cada mes empieza con la luna nueva, y la mitad del mes está marcada por la luna llena). El año lunar es, pues, once o doce días más corto que el año solar. Los judíos equilibran esta diferencia introduciendo siete veces cada diecinueve años un decimotercer mes. El año nuevo musulmán va desplazándose progresivamente a lo largo del año solar, de modo que, aproximadamente, lo recorre tres veces cada cien años; así un árabe centenario sólo tiene 97 años según el cómputo solar (sin embargo, en la novela todas las edades se han calculado en años solares). Los meses lunares musulmanes y judíos a veces no coinciden en uno o dos días. Esto se explica por cuanto los musulmanes determinan el primer día del mes por la observación real de la luna, esto es, por lo que ven sus ojos, mientras que los judíos se basan en cálculos astronómicos.

Otra dificultad para los cálculos de tiempo estriba en que en la Edad Media el día no empezaba a medianoche, como ahora, sino con la puesta de sol del día anterior, modo de dividir el día que aún recordamos en la cena de Navidad, que nos hace empezar la fiesta el 24 de diciembre. Sin embargo, en la novela he renunciado a este confuso modo de medir los días, utilizando, en todo caso, paráfrasis como «la noche siguiente a ese día».

La estrecha convivencia de musulmanes, judíos y cristianos, de las culturas árabe, judía y occidental, sobre el suelo de la Península Ibérica, puede ser motivo de confusión en algunos aspectos. El término Andalucía designa hoy en día una región del sur de España. Para los españoles del siglo XI, que vivían bajo dominio musulmán, al–Andalus era toda la península (supuestamente el nombre procede de los vándalos, que se detuvieron brevemente en España durante su migración hacia el norte de África). Por su parte, los españoles cristianos llamaban España a toda la península, y a los musulmanes del sur los llamaban moros (del latín maurus, negro, de piel oscura), un nombre burlón con que los romanos ya habían designado a los bereberes (bárbaros) del norte de África. Los moros se llamaban a si mismos andaluces, y daban el mismo nombre a los judíos y cristianos que vivían bajo dominio musulmán. Para los cristianos andaluces (que en el siglo XI aún eran una pequeña minoría, al menos en las ciudades), había todavía un nombre más: mozárabes (del árabe mustarib, extranjero, de otra religión).

En la novela se llama Andalucía básicamente a la zona de dominio musulmana, y España al norte cristiano de la península.

Españoles y andaluces hablaban la misma lengua, nacida del latín, a la que en la novela se llama simplemente «español». En Andalucía, las clases sociales alta y media, y en las ciudades probablemente también la mayor parte de la clase baja, hablaban árabe con fluidez, y los ilustrados dominaban no sólo el árabe vulgar, sino también el árabe clásico de la literatura. Si consideramos la gran difusión alcanzada por el inglés en la India después de tan sólo unos ciento cincuenta años de ocupación continuada por una tropa reducida y no establecida en el país mismo, podemos calcular el fuerte dominio que debieron de tener la lengua y la cultura árabe en la Andalucía del siglo XI.

Las lenguas románicas nacidas del latín estaban tan estrechamente emparentadas unas con otras en aquella época que andaluces, españoles, franceses (como mínimo los provenzales) e italianos podían comunicarse sin dificultad. Probablemente, esto valía asimismo para los bereberes de las costas norteafricanas, que también hablaban un dialecto del latín, hasta que el árabe se impuso a lo largo del siglo XI. Los andaluces bilingües (los andaluces judíos cultos hablaban además el hebreo) poseían gracias a esto un cosmopolitismo raro aun en nuestros días.

He empleado en el texto algunas palabras árabes, en parte porque no existe ningún término equivalente en nuestro idioma, en parte para dar un poco de colorido árabe a los capítulos que se desarrollan en Andalucía
[1]
.

Un apóstrofe, como en Qur'an, señala dónde han de dividirse las silabas de la palabra (es decir, no se pronuncia Cu–ran, sino Cur–an).

Por último, una nota personal:

Quiero dar las gracias a mi esposa, Annette von Heinz, por las muchas sugerencias y por la paciencia, a veces a regañadientes pero siempre firme, con que ha sobrellevado mi largo viaje de cinco años al siglo XI. Agradezco también a los colaboradores de la Bayerischen Staatsbibliothek Munchen por las toneladas de libros que pusieron a mi disposición. Vaya así mismo mi agradecimiento al doctor Paul Gerhard Dannhauer, arabista, por haber revisado los capítulos andaluces de la novela. Y gracias a mi editor y a su colaboradora, la doctora Gisela Menza, por leer mi manuscrito.

GLOSARIO

ADALID.— Palabra de origen árabe, que designa a un explorador y caudillo, generalmente andaluz que guiaba una tropa española a través de territorio moro. Si la cabalgada tenía éxito, le correspondía una especial recompensa. Según el derecho de la ciudad de Teruel, por ejemplo, el adalid podía elegir libremente para si una de las casas del lugar conquistado gracias a sus informes.

AJEDREZ.— En el siglo XI, el ajedrez se jugaba de manera distinta de la actual. Los peones no podían avanzar dos casillas al comienzo; el caballo podía saltar sobre otras piezas, pero no avanzaba más de dos casillas; el visir podía moverse en todas las direcciones, pero, a diferencia de la dama actual, sólo una casilla cada vez; el que provocaba las tablas, perdía, lo mismo que el que se quedaba sólo con el rey. Estas reglas daban pie a una prolongada fase de apertura, y llevaban a una larga lucha de posiciones.

AL–BARRAZ.— Duelista profesional tanto de las cortes andaluzas como de las españolas. Luchaba al servicio de su señor ante las filas de batalla, contra un desafiante enemigo, o en un duelo sujeto a normas cuando su señor o algún miembro de su familia o de su séquito no podía librarse de otro modo de una grave acusación. Mediado el siglo XI, el príncipe de Zaragoza contrató a un al–Barraz que recibía una paga anual de quinientos dinares y luchaba con un látigo, tal como cuenta la novela.

ALDEA.— Pequeña población de colonos en los territorios ocupados por los españoles en el siglo XI, comprendidos entre el Duero, por el norte, y las sierras de Gredos y Guadarrama, por el sur.

ALFÉREZ.— Palabra de origen árabe, que designa a los abanderados de un príncipe.

AMIL.— Importante funcionario administrativo, con poder para recaudar impuestos.

ARIF.— Capitán, jefe de una tropa de cuarenta a cien hombres.

ARMARIUS.— Bibliotecario de un monasterio. En el siglo XI no era todavía un cargo muy importante. Las bibliotecas de los monasterios de aquella época no tenían más que unas docenas de libros, a lo sumo dos o tres centenares (el gran monasterio de Cluny poseía sesenta y cuatro volúmenes en 1042–1043, y setenta y cinco en 1158–1161), incomparablemente menos que las grandes bibliotecas públicas y privadas de Andalucía. Por lo general, al comenzar la cuaresma cada monje recibía un libro, que debía estudiar durante los siguientes doce meses.

ASKARI.— Soldado de a pie, montado a caballo.

AS–SAUT.— Látigo.

AS–SAYIDA AL–KUBRA.— La gran señora. Titulo honorífico que lleva la esposa principal de un príncipe.

BAWARIH.— Viento del desierto que, hacia el 15 de mayo, señala el inicio de la época de calor en el sur de España.

CABALGADA.— Expedición armada a caballo hacia, los territorios moros. Durante siglos, ocupación predilecta de los nobles españoles y de numerosos aventureros. Entre los moros, esta práctica recibía el nombre de razzia.

CAPCIARIUS SACRISTA.— Sacristán y tesorero de un monasterio, encargado de la iglesia y de los objetos de culto, así como del tesoro, compuesto principalmente de ornamentos para el altar y de objetos de culto realizados con valiosos materiales, como vestiduras sagradas de seda y cálices, candelabros y relicarios de oro.

CLAUSTRUM.— Recinto interior del monasterio, donde sólo podían entrar los monjes, y consistía en la sala del cabildo, el refectorium (comedor) y el dormitorium (un dormitorio o bien la sección de celdas).

CONDESTABLE.— (del latín comes stabuli) Término usual en francés (connétable) e inglés (constable) para designar a un sirviente de alto rango, originariamente el caballerizo. En la novela se llama así al maestro armero de un príncipe, encargado del arsenal y de la moral del cuerpo de guardia de su señor.

CONGREGACIÓN PALESTINA.— La judería de la Edad Media estaba dividida en varias confesiones. Los «rabinistas» se apoyaban en las normas de la doctrina y en la Tora (las sagradas escrituras), así como también en el Talmud (la exégesis de las escrituras). Los «qaranistas» sólo daban valor a la Tora, no permitiendo ninguna exégesis. Junto a éstas, había muchas pequeñas sectas, como los «samaritanos», entre otros. Los rabinistas, a su vez, estaban divididos en una congregación babilónica y una congregación palestina. La primera seguía el Talmud babilónico, originario del país de los dos ríos, mientras que los segundos seguían el Talmud palestino, procedente de Jerusalén. Los judíos andaluces eran en su mayor parte rabinistas de la congregación babilónica, que pasaba por ser más conservadora que la palestina.

DABIQI, LINO DE.— En la Edad Media, la ropa no sólo era un importante símbolo de posición social (los príncipes orientales recompensaban los méritos especiales de sus súbditos obsequiándoles con ropajes de honor), sino también una inversión. De acuerdo con esto, se buscaba un gran lujo en el vestir. En las zonas dominadas por los musulmanes, los pobres vestían lana en invierno y algodón en verano; los ricos, seda y lino. El lino más delicado, ligero como una pluma y transparente, procedía de Dabiq y Tinnis, dos ciudades del delta del Nilo, de las que hoy ya no se conoce siquiera la situación exacta. Este lino se utilizaba, sobre todo, en fajas para la cabeza y ropa interior.

DINAR / DIRHEM.— Unidad monetaria de los países musulmanes. El dinar era una moneda de oro de 4,23 gramos de peso nominal. Los dinares de valor entero (es decir, aquellos cuyo contenido en oro superaba en una cantidad determinada el peso nominal) eran llamados «mithqal». Los españoles, que en el siglo XI apenas acuñaban monedas propias, empleando las de los árabes, hablaban de «meticales». Al dinar de valor inferior lo llamaban «mancuso», pues en este caso no podían emplear la palabra árabe; en la vecina Francia se llamaba «denario» (del latín denarius, francés denier) a la moneda de céntimo de uso corriente en toda Europa. Estos denarios también circulaban en España. Eran monedas de plata de 1,25 gramos de peso aproximadamente. Doscientos cuarenta denarios formaban una libra. Los denarios de plata europeos solían ser tan malos (muy poco peso, muy poco contenido en plata), que los cambistas árabes sólo los aceptaban con grandes descuentos. También el dirhem, la moneda de plata árabe, tenía diversos pesos y contenidos en plata. Por lo general, cuarenta dirhems hacían un dinar. La paga de un día ascendía a dos o tres dirhems. Los ingresos anuales de un pequeño artesano eran de unos veinticinco dinares. Una esclava corriente para las tareas de la casa costaba veinte dinares; una casita pequeña en la ciudad, cincuenta dinares.

DJARIA (pl. DJAWARI).— Esclava que hacía de concubina.

EMIR.— Caudillo de una tribu, vasallo prominente de un príncipe, equivalente a los conceptos europeos de duque o conde.

FAKIH (pl. FUKAHA).— Jurista.

FUNDUQ.— Posada para comerciantes extranjeros con establos y almacenes en la planta baja y habitaciones en la primera planta.

FUTA.— Prenda que se vestía en los baños.

GAON (hebreo).— El director de una academia talmúdica judía.

GHILALA.— Prenda interior. Las mujeres distinguidas llevaban ropa interior del más fino lino transparente.

GHULAM.— Mozo, criado.

HADJIB.— En Andalucía, el principal funcionario de Estado de un príncipe. Originariamente, el camarero mayor, que decidía a quién debía conceder audiencia el príncipe.

HAFIZ.— Musulmán piadoso, que se sabe de memoria el Qur'an (Corán).

HAKIM.— Erudito seglar, doctor de las ciencias, médico ilustrado.

HALWA.— Nicho o habitación separada en los establecimientos de baños, donde el cliente podía descansar o, en bañeras privadas, entregarse a otros placeres.

HAMMAMI.— Bañero.

HARÉN.— Parte cerrada de la casa, a la que sólo podían entrar las mujeres e hijos del dueño y las mujeres de sus vasallos.

HAVER.— Jurista. Máximo nivel de erudición entre los judíos. A finales del siglo XI, en Fustat (El Cairo antiguo) había, entre los 3.500 habitantes judíos, veintinueve de estos «Hijos de la Tora», que estaban capacitados para ejercer de jueces y rabis, y a quienes parte de la comunidad daba una paga fija para que pudieran continuar sus estudios con tranquilidad.

HAZZAN.— (hebreo) Cantor.

HIDALGO.— Mercenario de caballería español.

HIDJAZ.— Región montañosa de Arabia, a lo largo de la costa del mar Rojo.

HULLA.— Traje de fiesta. De este término proviene nuestra palabra «gala».

HYDROPS ANASARCA / HYDROPS ASCITES.— Los antiguos médicos sabían que los pacientes ancianos frecuentemente mostraban una acumulación de líquido tisular en las piernas y, como consecuencia, también en las partes superiores del cuerpo, la cual venía acompañada de una aguda insuficiencia cardíaca; pero no veían ninguna relación causal entre lo uno y lo otro, y por ello llamaron a la enfermedad hidropesía (hydrops). Según el médico romano Galeno, debían diferenciarse varios tipos de hidropesía: la hydrops ascites atacaba sólo las piernas; la hydrops anasarca, todo el cuerpo.

IMAM.— Jefe religioso musulmán.

INFANZÓN.— Caballero feudal español de la baja nobleza.

INFIRMARIUS.— Director del hospital de un monasterio.

JUBBA.— Túnica con mangas, para hombres y mujeres.

KAHRAMAN.— Camarero mayor, mayordomo.

KARAVANSARAI.— Lonja, gran edificio con patios interiores, en el que los comerciantes extranjeros podían alojarse, almacenar su mercadería y ponerla a la venta.

KATIB.— Secretario, funcionario.

KATIB AZ–ZIMAM.— Director de las autoridades financieras.

KHÁDIM / KHASI.— Criado o funcionario de la corte castrado. Los eunucos de las cortes principescas orientales y andaluzas no sólo tenían como tarea vigilar y servir a las mujeres del harén del príncipe, sino que ocupaban cargos elevados en la corte y la administración. Muchos alcanzaban posiciones de gran influencia. Los soberanos preferían eunucos en los puestos de confianza, porque los esclavos castrados, que no tenían detrás a ningún clan familiar, dependían únicamente del favor de su señor, y porque la fortuna que acumulaban en el cargo volvía íntegra a su señor cuando morían. (Por la misma razón, los príncipes occidentales cubrían muchas veces los altos puestos administrativos con sacerdotes, que habían hecho votos de celibato). Por lo regular, los funcionarios de palacio eran esclavos de raza blanca; en Andalucía, dichos esclavos procedían mayoritariamente del este de Europa (la palabra esclavo proviene de «eslavo»). Los esclavos de palacio solían ser negros. La castración se realizaba antes de la pubertad. A los jóvenes negros se les extirpaban completamente los genitales, mientras que a los esclavos blancos, por lo general, bastaba con hacerlos estériles. La operación, que en muchos casos acarreaba la muerte, era realizada por médicos cristianos. Judíos y musulmanes tenían prohibido efectuarla. La costumbre la trajeron los árabes de Bizancio.

KRASIS.— Término técnico de los antiguos médicos para designar la constitución del paciente, esto es, la proporción, armónica o alterada, de los cuatro humores corporales —sangre, mucosidad, bilis amarilla y bilis negra—, de la cual pensaban que dependía la salud o enfermedad.

COGULLA (Del latín cuculla).— Hábito monacal para días festivos, con amplias mangas.

LITHAM.— Velo para la cara que, en las regiones dominadas por los musulmanes, llevaban las mujeres cuando salían de casa. Los bereberes de Sanhadja, entre los que se encontraban los almorávides, prescribían que también los hombres se cubrieran la cara con un velo en público, como aún es costumbre entre los tuaregs.

MADJDULA.— Mujer bien proporcionada según el gusto de la época, es decir, delgada pero con redondeces.

MADJLIS.— Salón representativo de la casa, en el que el dueño recibía a sus invitados. Ronda de conversaciones que solía tener lugar en la casa de un personaje prominente.

MADJUS.— Nombre que daban los árabes a los normandos o vikingos, cuyos ataques sufrieron también las ciudades costeras andaluzas a partir del siglo IX.

MAJSHAR.— Casa de campo. Todos los andaluces distinguidos poseían estas casas de campo, junto con grandes propiedades administradas por esclavos y arrendatarios.

MAKHSAN (pl. MAKHAZIN).— Almacén de mercancías. De aquí proviene nuestra palabra «almacén».

MAQSURA.— Lugar especialmente adornado de una mezquita, en el que el príncipe hacía sus oraciones.

MALHAFA.— Especie de capote o de gran pañolón.

MASLAH.— Sala de descanso de un establecimiento de baños, en la que los clientes se cambiaban de ropa y descansaban tras los diversos baños.

MASTABA (pl. MASATIB).— Galería elevada en la sala de descanso de un establecimiento de baños, reservada a los clientes distinguidos.

MAWLA.— Señor. Tratamiento árabe dado a una personalidad prominente. El esclavo también se dirigía así a su amo.

MESNADA / MESNIE.— Término español/francés para designar el séquito de un señor de la nobleza.

MITHQAL.— Véase Dinar.

MUHTASIB.— Inspector de un mercado, alto funcionario administrativo, a quien competía no sólo la tranquilidad del mercado, sino también controlar los pesos y medidas, la recogida de desperdicios, el orden del cementerio, la moral y las buenas costumbres, etc.

MUNYA.— Casa de campo.

NAGID HA–NEGIDIM (hebreo).— Supremo entre los supremos. Titulo honorífico dado al jefe de toda la comunidad judía de un país.

NAQIB.— Coronel, jefe de un gran tropa o terrateniente noble, que manda sobre hombres propios o reclutados.

NASI.— Jefe de la comunidad judía de una ciudad.

PARASHA (hebreo).— Fragmento de la Tora. En el transcurso de un año, toda la Tora (los cinco libros de Moisés) era leída por miembros de la comunidad en las celebraciones del sabbat. A los hombres de mérito se los honraba concediéndoles un capitulo especialmente importante.

PARDOS.— Nombre popular con que se aludía a los «caballeros villanos», que no eran caballeros ni soldados profesionales, sino milicianos, es decir, pequeños propietarios plebeyos del campo o las ciudades españolas fronterizas, lo bastante adinerados como para procurarse caballo y armamento y participar, de tanto en tanto, en cabalgadas por territorios moros.

PARNAS (hebreo).— Jefe, caudillo.

PÉSAJ.— Fiesta judía de siete días de duración que se inicia en la primera luna llena de la primavera. Prototipo en el que se basa la fiesta cristiana de la Pascua, que empieza el primer domingo después de la primera luna llena posterior al comienzo de la primavera. Como inicio de la primavera se toma el momento en que el día dura lo mismo que la noche.

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