El quinto día (94 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

—No puedo fumar dentro —dijo Akesuk—. Para eso se casa uno. Siempre fumé en casa. Pero es mejor así. No es sano. Si lo pudiera dejar... —Se rió e inhaló el humo con visible satisfacción—. Déjame adivinar: no fumas.

—No.

—Y tampoco bebes. Bien, eso está bien.

Durante un momento miraron en silencio las crestas de las montañas con sus vetas de nieve. Nubes distribuidas en franjas brillaban en lo alto del cielo. Más abajo, unas gaviotas marfil de color blanco brillante pasaban planeando y de vez en cuando se lanzaban en picado.

—¿Cómo murió? —preguntó Anawak.

—Simplemente se desplomó —dijo Akesuk—. Estábamos en el campo. Vio una liebre, quiso perseguirla y se desplomó.

—¿Tú lo trajiste de vuelta?

—Su cuerpo, sí.

—¿Estaba completamente borracho?

La amargura con la que hizo la pregunta le dio terror de sí mismo. Akesuk no lo miró, contempló las montañas y se envolvió en el humo.

—Según el médico de Iqaluit sufrió un infarto. Se movía muy poco y fumaba demasiado. Hacía diez años que no probaba el alcohol.

El guiso de caribú estaba exquisito. Sabía como los de su infancia. La sopa de foca, en cambio, nunca le había gustado, pero se sirvió una abundante ración. Mary-Ann lo miraba comer con cara de satisfacción. Anawak intentó recordar su inuktitut, pero con resultados más bien lamentables. Entendía prácticamente todo, pero le costaba hablar. Así que conversaron principalmente en inglés sobre los acontecimientos de la última semana, sobre los ataques de las ballenas y la catástrofe en Europa, y sobre las demás noticias que llegaban a Nunavut. Akesuk traducía. Intentó desviar la conversación varias veces al padre muerto, pero Anawak volvía a cambiar de tema. El funeral tendría lugar al atardecer en el pequeño cementerio de la iglesia anglicana. En esa época del año enterraban en seguida a los muertos, mientras que en invierno, como el suelo solía estar demasiado duro para cavar una tumba, los depositaban en una cabaña cerca del sepulcro.

Gracias al frío natural del Ártico los muertos se conservaban durante una cantidad de tiempo asombrosa, pero tenían que vigilar el cobertizo. Nunavut era tierra salvaje. Los lobos y los osos polares, especialmente si estaban hambrientos, no retrocedían ni ante los vivos ni ante los muertos.

Tras la comida Anawak fue al Polar Lodge. Akesuk no insistió con que durmiera bajo su techo. Trajo las flores del cuartito y las colocó sobre la mesa.

—Aún puedes pensártelo —fue lo único que dijo.

A Anawak le quedaban dos horas hasta el entierro. Durante ese tiempo no salió de su habitación del hotel; se tumbó en la cama e intentó dormir. No sabía qué hacer. En realidad sabía que podía ir a Mallikjuaq, quizá incluso caminando; el Tellik Inlet todavía estaba congelado y soportaría su peso. O que podía preguntar a Akesuk. Seguro que se hubiera dedicado a pasearlo con gran entusiasmo por medio Cabo Dorset y a presentarle a cuantos se encontraran, pues en los poblados inuit todos estaban emparentados de algún modo. En Cabo Dorset, capital mundial del arte inuit, semejante paseo hubiera sido como un gran vernissage. Uno de cada dos habitantes del poblado era artista y muchos exponían sus obras en galerías del mundo entero. Pero Anawak sabía que esa exhibición de su persona habría sido como el regreso del hijo pródigo, y no quería que creyeran que había vuelto a casa. Estaba decidido a mantener cierta distancia como protección. Si permitía que ese mundo se le aproximara se abrirían ciertas heridas, de modo que se quedó tumbado en su cama mirando al techo hasta que finalmente se adormiló.

El despertador lo arrancó del sueño.

Cuando salió a la puerta del Polar Lodge, el sol había descendido pero seguía brillando claro y agradable. Más allá de la superficie helada del Inlet vio Mallikjuaq a muy poca distancia. El Lodge se hallaba en el extremo nordeste de Cabo Dorset; el cementerio, en el lado opuesto del pueblo. Anawak miró la hora. Tenía tiempo suficiente. Había acordado con Akesuk que pasaría a recogerlo en su camioneta. Junto al Lodge, en la calle que llevaba a la playa, estaba el Polar Supply Store. Al mirar mejor, Anawak se dio cuenta de que la tienda funcionaba también como servicio de paquetería, alquiler de vehículos y taller mecánico. Recordaba el edificio, pero tenía un cartel nuevo, y cuando entró, los dos dependientes que estaban en el mostrador le resultaron desconocidos. No eran inuit. Curioseó un rato por el supermercado. Era un lugar acogedor que parecía una tienda de ocasión.

Vendían prácticamente de todo, desde salchichas secas de caribú hasta botas robustas, y en la parte trasera tenían litografías y esculturas.

Aquello no era para él.

Salió y recorrió lentamente la calle camino del centro. Sentado ante un pequeño soporte de madera que tenía delante de su casa, un viejo trabajaba en la estatuilla de un colimbo; pocos metros más adelante una mujer tallaba un halcón en mármol blanco. Ambos lo saludaron y Anawak les devolvió el saludo al pasar. Sintió que lo seguían sus miradas. La noticia de su llegada debía de haberse extendido como un reguero de pólvora por el pueblo. No era necesario que lo presentaran. Todos sabían que el hijo del fallecido Manumee Anawak había llegado a Cabo Dorset, y probablemente no dejarían de comentar por qué vivía en el hotel y no en la casa de su tío.

Akesuk lo estaba esperando en la puerta. Recorrieron en la camioneta los pocos metros que había hasta la iglesia anglicana, donde ya estaban reunidas bastantes personas.

Anawak preguntó si todos estaban allí por su padre.

Akesuk lo miró asombrado.

—Por supuesto. ¿Qué pensabas?

—No sabía que tuviera tantos... amigos.

—Es la gente con la que vivió. Amigos o no, ¿qué importa? Cuando alguien muere se separa de los demás, y ellos lo acompañan en el último trecho.

El entierro fue breve y poco emotivo. Anawak tuvo que estrechar la mano a mucha gente. Se le acercaban y lo abrazaban personas que no había visto nunca. El reverendo leyó un fragmento de la Biblia y pronunció una oración; luego depositaron el ataúd en una fosa con la profundidad justa para recibirlo y lo cubrieron con un plástico azul. Varios hombres comenzaron a amontonar piedras sobre el ataúd. La cruz que coronaba la fosa estaba tan torcida sobre el duro suelo como el resto de las que se veían en el cementerio. Akesuk le entregó una cajita de madera con tapa de vidrio que contenía algunas flores descoloridas, un paquete de cigarrillos y un diente de oso engastado en metal. Lo empujó ligeramente y Anawak, obediente, se dirigió a la tumba y colocó la caja al pie de la cruz.

Akesuk le había preguntado si deseaba ver a su padre por última vez, pero Anawak se había negado. Mientras el reverendo hablaba, intentó imaginarse cómo era el hombre que yacía en el ataúd. De repente se dio cuenta de que el muerto ya no podía cometer más errores. Su padre se había despedido definitivamente de la existencia y con ello pasaba a un estadio más allá de toda culpa e inocencia. Todo lo que hubiera hecho u omitido en vida perdía importancia en vista del austero ataúd depositado en el frío suelo. Ya antes había dejado de tener importancia. Para Anawak el viejo había muerto tantos años atrás que el entierro le pareció una ceremonia celebrada con retraso.

No se esforzó por sentir algo. Sólo deseaba irse lo más rápido posible.

Quería regresar a casa.

¿Dónde estaba su hogar?

Súbitamente, mientras la comunidad entonaba un cántico, lo invadió una helada sensación de abandono y de pánico. Comenzó a temblar, y no precisamente por el frío del Ártico. Había pensado en Tofino y en Vancouver, pero su hogar no estaba allí.

Vio un agujero negro.

Su campo visual empezó a estrecharse; ante sus ojos giraban espirales. La oscuridad cayó sobre él como una ola enorme e ineludible. Se veía a sí mismo como un animal atrapado, sin salida.

—León.

Se estremeció de miedo.

—¡León!

Akesuk lo había tomado del brazo. Anawak miró confundido su rostro lleno de arrugas con el bigote plateado.

—¿Estás bien, muchacho?

—Sí, claro —murmuró.

—¡Dios mío! Apenas puedes tenerte en pie —dijo Akesuk, compasivo. Muchos de los presentes los miraron.

—Ya se me ha pasado. Gracias, Iji, estoy bien.

Vio en los rostros de los demás lo que pensaban; se equivocaban. En sus miradas se leía la rutina del duelo. Uno se desmaya junto a la tumba de sus seres queridos, aun cuando sea inuk y esté orgulloso de no ceder ante nada ni ante nadie.

Salvo, quizá, ante el alcohol y las drogas.

Anawak empezó a sentirse mal.

Se volvió y abandonó el cementerio a paso rápido. Su tío no lo detuvo. Cuando sintió la tierra bien apisonada bajo sus pies, lo asaltó el impulso de escapar, pero no corrió. Dio un par de pasos a un lado y a otro ante la iglesia, con el corazón latiéndole enloquecido. No sabía adónde huir. No tenía una dirección determinada.

Cenó temprano en el Polar Lodge. Mary-Ann había preparado algo, pero él le explicó a su tío que quería estar solo. El viejo asintió brevemente y lo llevó al hotel. Estaba triste; parecía no creer que Anawak deseara estar a solas y en silencio consigo mismo y con su padre.

Permaneció tumbado durante horas en una de las dos pequeñas camas de su cuarto mirando el televisor encendido. Se preguntaba cómo iba a soportar un día más en Cabo Dorset manteniendo al tiempo los recuerdos a raya. Había reservado habitación para dos noches, ya que probablemente habría cuestiones pendientes y alguna que otra formalidad que arreglar, pero Akesuk ya se había ocupado de todo. En el fondo no lo necesitaban. Daba igual si partía en seguida.

Decidió cancelar la segunda noche. Podía conseguir plaza en el siguiente vuelo de regreso a Iqaluit. Luego, con un poco de suerte, enlazaría con el Boeing que llevaba a Montreal. Una vez allí, no le importaba cuánto tiempo habría de esperar hasta el próximo vuelo. Montreal era una ciudad digna de ver y sobre todo quedaba lejos de aquel terrible fin del mundo llamado Cabo Dorset.

Finalmente lo venció el sueño.

Anawak dormía, pero su espíritu seguía intentando evadirse de Nunavut. Se vio sentado en el avión y sobrevolando Vancouver. Giraban y giraban sin cesar a la espera de que les permitieran descender. La torre se negaba a autorizar el aterrizaje. El piloto se volvió y le dijo:

—No nos permiten aterrizar. No puede ir a Vancouver ni a Tofino.

—¿Por qué? —Gritó Anawak—. ¿Por qué no podemos aterrizar?

—En la torre de control dicen que es por usted. Que éste no es su hogar.

—Pero yo vivo en Vancouver. Vivo en Tofino, en un barco.

—Ya hemos preguntado. Usted no vive donde dice. Allí abajo no conocen a ningún León Anawak. Los de la torre de control dicen que lo lleve a su casa, de modo que ¿adónde tengo que ir?

—No lo sé.

—Tiene que saber dónde está su casa.

—Mi casa está allí abajo.

—Bien.

El avión descendió y se preparó para aterrizar. Describió varias curvas. Las luces de la ciudad se acercaron, pero eran muy pocas para ser Vancouver. Aquella ciudad no era Vancouver. Había nieve por todas partes y témpanos que iban a la deriva por un mar negro; al fondo se alzaba una montaña de mármol.

Aterrizaron en Cabo Dorset.

De pronto estaba otra vez en casa con sus padres, que festejaban algo con él. Era su cumpleaños. Habían acudido muchos chinos del vecindario y bailaban desenfrenados a su alrededor. Su padre propuso hacer una carrera en la nieve. Entregó a Anawak un enorme paquete mal embalado, y le explicó que ése era su único regalo, algo muy valioso.

—En él encontrarás todo lo que necesitas para tu vida futura —dijo—. Pero debes llevarlo contigo cuando corramos afuera.

Anawak intentó llevar sobre la cabeza el enorme paquete sujetándolo con los dos brazos. Salieron. La nieve relucía en la oscuridad. Una voz le susurró que no tenía más opción que ganar la carrera, porque si no los demás lo matarían. No se habían atrevido a decírselo, pero eso era indudablemente lo que se proponían. Durante la noche se convertirían en lobos y lo despedazarían si no bajaba hasta el agua con suficiente rapidez. De modo que debía correr a toda velocidad.

Anawak comenzó a llorar. No podía comprender por qué alguien quería hacerle algo así. Maldijo su cumpleaños, pues sabía que pronto sería adulto, y él no quería ser adulto y que lo hicieran pedazos. Con los dedos clavados en el paquete, comenzó a correr. Había tanta nieve que se hundió hasta las caderas; apenas podía avanzar. Miró para todos lados, pero nadie corría con él. Estaba solo. La casa de sus padres había quedado un poco más atrás, con la puerta cerrada y a oscuras. La fría luz de la luna caía sobre ella, y de golpe se hizo un silencio mortal.

Anawak se detuvo.

Pensó en regresar a casa, pero allí no parecía quedar nadie. Le pareció extraña y repulsiva, un lugar lleno de incertidumbres. No se veía un alma en aquella noche helada, iluminada por la luna; tampoco se oía ruido alguno. Recordó que los lobos hambrientos lo esperaban para comérselo vivo. ¿Estarían en la casa? ¿Habrían devorado ya a sus ocupantes? Pero nada hacía suponerlo. Cabo Dorset y la casa parecían estar de un modo enigmático más allá de todas las leyes naturales. En aquel lugar acababan de celebrar su cumpleaños, pero acaso sucedió en otro tiempo, en un futuro lejano o en un pasado aún más lejano. O quizá el tiempo se había detenido y él contemplaba un universo en el que ninguna vida era posible.

Se impuso el miedo. Se volvió y comenzó a descender hacia el mar. Allí no estaba el muelle, como en el auténtico Cabo Dorset, sino una superficie de hielo. El paquete era ahora más pequeño, lo llevaba con una mano sin apenas esfuerzo; y además podía avanzar mucho mejor, de modo que llegó al hielo tras unos pocos pasos.

Miró hacia afuera.

La luz de la luna destellaba sobre las olas negras y encrespadas y sobre las placas de hielo a la deriva. El cielo estaba lleno de estrellas. Alguien gritó su nombre. La voz llegaba débil desde un montón de nieve, y Anawak, aguijoneado por el temor y la curiosidad, se acercó con pasos vacilantes hasta que pudo ver que no era nieve sino dos cuerpos que yacían muy juntos, cubiertos por la ventisca. Eran sus padres. Miraban al cielo con ojos vacíos y estaban muertos, o cuanto menos no estaban en condiciones de hablar con él o de percibir su presencia.

«Soy adulto —pensó—. Tengo que abrir el paquete».

Other books

Pleamares de la vida by Agatha Christie
Stand and Deliver by Swann, Leda
Watching Over Us by Will McIntosh
Case One by Chris Ould
Dangerous by Sylvia McDaniel
Burn by Sarah Fine
Star Shine by Constance C. Greene
Appealed by Emma Chase
Cop Appeal by Ava Meyers