El quinto día (97 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

Anawak sintió que el aire frío le erizaba la piel.

La naturaleza se había acercado al ser humano y había sido traicionada. Desde entonces, decían las leyendas, los osos atacaban a los humanos. Allí fuera estaba su reino. Ellos eran los más fuertes. No obstante, el ser humano los había vencido y de ese modo se había vencido también a sí mismo. Aunque Anawak había dado la espalda a su tierra durante dos décadas, sabía muy bien que los vientos y las corrientes marinas llevaban químicos industriales como el DDT hasta el mar del Polo Norte o el sumamente tóxico PCB desde Asia, Europa y el norte de América. Esas sustancias tóxicas se acumulaban en los tejidos de las ballenas, focas y morsas; y como los osos y los humanos se alimentaban de ellas, enfermaban. En la leche materna de las inuit se habían registrado concentraciones de PCB veinte veces superiores al valor límite que recomendaba la Organización Mundial de la Salud. Los chicos sufrían trastornos neurológicos y cada vez obtenían peores resultados en los tests de inteligencia. Las áreas vírgenes quedaban contaminadas porque los quallunaat no entendían o no querían entender el principio según el cual funciona el planeta Tierra: que las corrientes de aire y las corrientes marinas son como una enorme bomba de circulación que tarde o temprano acaba distribuyendo cuanto por ella circula.

¿Era de extrañar que allí abajo alguien hubiera decidido poner fin a todo eso?

Tras dos horas de viaje volvieron a enfilar hacia la isla de Baffin. Rígidos de tanto estar sentados y de tantos golpes amortiguados, caminaron por la llanura de hielo comprimido y subieron por la tundra sin nieve entre peñascos cubiertos de líquenes. Entre el lodo lleno de musgo y de agua relucían aisladas algunas flores: saxífragas color rojo púrpura y cincoenramas. Habían escogido bien la estación. Más tarde, en el verano, habría infinidad de mosquitos.

El terreno subía suavemente. Uno de los conductores de los SkiDoos los llevó hasta una meseta con vistas al mar y a las montañas blancas; les mostró los restos de antiguas viviendas de la cultura de Thule y dos cruces sencillas. Allí estaban enterrados unos cazadores de ballenas alemanes. Varias siksiks, ardillas del Ártico, que se perseguían por la meseta desaparecieron en el interior de unos hoyos. Mary-Ann encontró un par de piedras y comenzó a hacer malabares con mucha habilidad. Mientras la observaba, Anawak se acordó de pronto que ése era uno de los juegos de los inuit, tan viejo como el mundo. Intentó imitarla, pero con resultados tan desastrosos que provocó la risa colectiva. Así eran los inuit: un pueblo infantil que se reía de las torpezas ajenas.

Tras tomar un breve almuerzo de sandwiches y café siguieron viaje. Vencieron una grieta de agua aún mayor y se dirigieron a la isla Bylot. Bajo las orugas de los SkiDoos el agua de deshielo saltaba para todos lados. La banquisa se alzaba en forma de barreras y los obligaba a dar nuevos rodeos. Tras un corto trayecto comenzaron a deslizarse bajo los acantilados de la isla Bylot. Se oían chillidos de aves. En las grietas de las rocas las gaviotas tridáctilas anidaban por millares, bandadas enteras se posaban y levantaban vuelo. Finalmente, el convoy disminuyó la velocidad y volvió a detenerse.

—Demos un paseo —dijo Akesuk.

—Pero si acabamos de hacerlo —se extrañó Anawak.

—Eso fue hace tres horas, muchacho.

¿Tres horas? ¡Cielo santo!

A diferencia de la isla de Baffin, donde la tundra ascendía suavemente, la isla Bylot era escarpada hasta en la región costera. El paseo se convirtió más bien en una escalada. Akesuk le señaló un rastro blanco de excrementos de ave que se perdía en una grieta situada por encima de sus cabezas.

—Halcones gerifaltes —dijo—. Bonitos animales.

Comenzó a silbar una serie de cantos extraños, pero los halcones no se dejaron ver.

—En el interior tendríamos más posibilidades de verlos. Y también a zorros, gansos nivales, lechuzas, halcones y busardos. —Akesuk sonrió burlón—. O quizá no. El Ártico es así, no se pueden concertar citas. Los animales y los inuit no son de fiar, ¿verdad, muchacho?

—No soy un quallunaaq, si es a lo que te refieres —replicó Anawak.

—Oh. —Su tío miró a su alrededor y olfateó el aire—. Bien. Creo que podemos ahorrarnos la subida. Ya volveremos. Como ya no eres un quallunaaq seguramente regresarás algún día. Seguiremos hasta el borde del hielo; con este tiempo tan bueno llegaremos sin dificultades.

A partir de allí el tiempo dejó de existir definitivamente.

Mientras avanzaban hacia el este y dejaban atrás la isla Bylot, el hielo se fue encrespando y los golpes de los patines eran cada vez más violentos. Debido a los vientos fríos, los charcos con agua procedente del deshielo estaban otra vez ligeramente congelados. Parecía que avanzaban sobre cristal. Anawak se incorporó y descubrió una pequeña grieta por la que entraba agua. Se la mostró al conductor del qamutik, pero éste ya la había visto. Se volvió hacia Anawak mientras seguía avanzando por el hielo sin disminuir la velocidad y le sonrió con un gesto de reconocimiento.

—No te has olvidado de todo —se rió Akesuk.

Anawak lo miró un momento indeciso. Luego comenzó a reírse. Estaba orgulloso. Le resultaba incomprensible pero lo cierto era que se sentía orgulloso de haber visto aquella pequeña grieta.

Por la tarde aparecieron en el cielo perros de sol. Así llamaban los inuit a los grandes anillos resplandecientes que se formaban a ambos lados del sol, cuando su luz se refractaba en diminutos cristales de hielo. En la lejanía, la banquisa se alzaba en barreras inmensas y muy escarpadas. Luego apareció a la derecha el agua lisa, abierta. Emergió una foca que los miró brevemente y desapareció. Pocos metros más adelante volvió a alzar la cabeza y miró curiosa. Dejaron atrás aquel agujero de agua y se dirigieron a otro de enormes dimensiones; finalmente Anawak se dio cuenta de que no era un agujero sino el borde del hielo. Tras él se extendía el mar abierto.

Poco después llegaron a un campamento y el convoy se detuvo. Les dispensaron una cariñosa bienvenida. Algunos se conocían, a los demás los presentaron con todo detalle. Aquellos hombres eran de Pond Inlet e Igloolik. Habían matado y descuartizado un narval y habían abandonado los restos en el este, cerca del borde del hielo, más o menos en la zona adonde se dirigía el grupo de Anawak. Repartieron pedazos de piel mientras hablaban de cuestiones técnicas de la caza. Luego se incorporaron dos cazadores que regresaban del borde con sus SkiDoos. Habían amarrado sobre sus qamutiks las canoas de caza y dos focas que habían matado el día anterior. Uno de ellos opinó que esta vez los animales se retirarían más temprano que de costumbre hacia sus zonas de alimentación y sus lugares de cría. Al mismo tiempo alzó un Winchester 5.6 y les recomendó que tuvieran cuidado. En su gorra decía: «El trabajo es para quienes no saben nada de caza». Anawak le preguntó si le había llamado algo la atención en el comportamiento de las ballenas, si reaccionaban con especial agresión o si los habían atacado, pero ninguno de ellos había observado nada extraño. De pronto el campamento entero se congregó a su alrededor. Todos conocían las noticias, todos estaban enterados de los acontecimientos que atemorizaban al mundo; pero parecía que de momento el Ártico no había sido afectado por las anomalías.

Al anochecer partieron del campamento.

Los dos cazadores regresaron a Pond Inlet, mientras que el convoy de Anawak siguió en dirección al borde del hielo. Poco después pasaron ante los restos del narval. Bandadas de pájaros se disputaban entre chillidos los trozos de carne. Continuaron para poner la mayor distancia posible entre ellos y el animal muerto, pero finalmente se detuvieron y quedó al alcance de su vista. A unos treinta metros del borde del hielo los guías levantaron el campamento. Desataron las cajas de los trineos y colocaron la antena de la radio para no perder contacto con el mundo exterior. Poco tiempo después ya habían montado las cinco tiendas de campaña, cuatro para los viajeros y una que servía de cocina, con suelo de tablas y alfombras aislantes. Tres planchas de madera de color blanco dieron como resultado una improvisada letrina en cuyo interior colocaron un balde con una bolsa de plástico azul y cubierto por una desgastada tapa de inodoro.

—Ya era hora —dijo Akesuk, radiante.

Fue el primero en desaparecer en la olla de miel —así llamaban los inuit a sus baños móviles—, mientras los demás seguían armando el campamento. Los guías propusieron hacer una carrera con los SkiDoos. Enseñaron a Anawak las maniobras necesarias, pero conducirlos resultó muy sencillo. Al poco tiempo corrían a toda velocidad por el hielo reluciente, virando en salvajes curvas, y él sintió el corazón más ligero.

Le gustaba estar allí.

Compitieron en varias carreras más hasta que un hombre de Igloolik se impuso como ganador del torneo. Sintieron hambre. Mary-Ann los espantó de la cocina, de modo que se quedaron fuera, bien apiñados para protegerse del frío y apoyándose en los trineos; una mujer joven empezó a contar una de esas historias inuit que se repiten una y otra vez con pequeñas variantes. Anawak recordó que a veces esas historias se prolongaban durante días. Los inuit creían que no había que contar los relatos de un tirón hasta el final. En el hielo los días eran largos y las historias también. ¿Por qué no repartirlas entonces?

Era cerca de la medianoche cuando Mary-Ann sirvió la cena. Se había superado a sí misma. Había un maravilloso olor a trucha ártica asada, costillas de caribú con arroz y patatas esquimales (un tubérculo local) salteadas. Para beber tenían té negro caliente. Teóricamente, en la tienda-cocina debía de haber espacio suficiente para todos ellos; sin embargo, resultó ser muy pequeña. Akesuk se enfadó y maldijo al hombre que se la había alquilado. Mas no por eso aumentó de tamaño, así que colocaron los platos sobre el armazón de los trineos y las cajas de las provisiones y comieron prácticamente hasta reventar.

Hacia la una y media, cuando los demás estaban ya rendidos de cansancio, Akesuk sacó una botella de champán del fondo de su equipaje. Le hizo un guiño a Anawak. Mary-Ann arrugó la nariz y se fue a dormir. Finalmente sólo estaban despiertos Anawak y su tío, además del hombre que hacía guardia para protegerlos de los osos; estaba en pie sobre un saliente del hielo, con el arma sujeta entre las piernas.

—¿Qué? ¿Nos la tomamos? —dijo Akesuk.

Anawak sacudió la cabeza.

—Yo no bebo.

—¡Ah, cierto! —Akesuk miró apesadumbrado la botella—. ¿Estás seguro? La guardaba para una ocasión especial. Y... bueno, como estás aquí, pensé que...

—No quiero perder el control, Iji.

—¿Sobre qué? ¿Sobre tu vida o sobre este instante? —Se encogió de hombros y volvió a guardar la botella—. Está bien. Habrá otras ocasiones especiales. Quizá tengamos una buena cosecha. O puede que matemos una ballena blanca o una morsa gorda y jugosa. ¿Qué te parece si caminamos un poco antes de acostarnos?

—De acuerdo, Iji.

Fueron caminando lentamente hasta el borde. Anawak dejó que su tío marchara delante. El viejo sabía mejor dónde era estable el hielo y dónde corrían peligro de hundirse. Los inuit tenían cientos de palabras para cada tipo de hielo y de nieve, pero ninguna que significara simplemente lo uno o lo otro. En ese momento se movían sobre hielo elástico. Mientras que los icebergs eran de agua dulce, pues la sal se desprendía con la congelación, en los témpanos y en el hielo marino quedaban algunos restos. Cuanto más rápido se congelaba el hielo, mayor era su contenido de sal. Y por eso se hacía elástico, lo cual en invierno constituía una ventaja porque no se rompía con facilidad y al comienzo de la primavera era una desventaja porque el peligro de que se quebrara era cada vez mayor. Si una persona se caía al agua helada podía llegar a morir, pero corría aún mayor peligro si era arrastrada por la corriente bajo la capa de hielo.

Encontraron un sitio cerca del borde y se apoyaron en un bloque de hielo. Ante ellos se extendía el mar plateado. Por encima de la superficie, Anawak vio pasar como flechas a varios tímalos con el lomo azul metálico. Durante un rato se quedó mirando en silencio. También Akesuk permanecía callado. Dejaron pasar el tiempo, cuando de pronto, como si la naturaleza hubiera decidido recompensarlos por su persistencia, salieron del agua dos cuernos con forma de tornillo como dos espadas cruzadas. A pocos metros del borde emergieron dos narvales machos. Aparecieron dos cabezas redondas con manchas de color gris oscuro; luego los animales se sumergieron lentamente. Volverían a emerger quince minutos después, era su ritmo.

Anawak estaba fascinado. Frente a la isla de Vancouver prácticamente no se veían narvales. Durante mucho tiempo estuvieron al borde de la extinción. Sus cuernos, que en realidad eran colmillos prolongados, eran de marfil puro, motivo por el cual habían sido cazados durante siglos. Seguían figurando en la lista de especies amenazadas, pero al menos la población que habitaba entre Nunavut y Groenlandia había vuelto a ascender a diez mil.

El hielo crujía y rechinaba levemente movido por el agua. Un poco más allá, las aves chillaban sobre los restos de la ballena muerta. Una luz suave cubría las rocas y los glaciares de la isla Bylot y dibujaba sombras sobre el mar congelado. Sobre la línea del horizonte había un sol pálido, helado.

—Me preguntaste si no había echado en falta todo esto —dijo Anawak.

Akesuk calló.

—Lo odiaba, Iji. Lo odiaba y lo despreciaba. Querías una respuesta, pues ahí la tienes.

Su tío suspiró.

—Despreciabas a tu padre —dijo.

—Puede ser. Pero intenta explicarle a un chico de doce años la diferencia entre su padre y su pueblo, cuando son tan miserables el uno como el otro. Mi padre era débil y estaba siempre borracho. Vivía lamentándose y quejándose y arrastró hasta tal punto a mi madre que ella no vio otra salida que matarse. Nómbrame una familia que en aquel entonces no tuviera que lamentar un suicidio. Todos eran así. Esas historias del pueblo orgulloso e independiente de los inuit están muy bien, pero yo no vi mucho de eso. —Miró a Akesuk—. Si en pocos años tu padre y tu madre se convierten en una ruina, son drogadictos y carecen de vitalidad, ¿qué puedes hacer para soportarlo? Si tu madre se ahorca porque no se soporta ni a sí misma y tu padre no hace más que gimotear y emborracharse. Yo le dije que parara. Que tenía fuerzas para los dos. Le grité que me pondría a trabajar, que haría algo, que quería ayudarlo, pero que sobre todo tenía que dejar de beber y tener las ideas claras como antes. ¡Y él me miró con ojos de imbécil y siguió gimoteando!

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