El quinto día (93 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El tambor. Cuando él era pequeño, las danzas de tambores eran frecuentes. Hacía mucho tiempo, cuando las cosas todavía estaban en orden.

¡Qué disparate! ¿Cuándo han estado aquí las cosas en orden?

Volvió a la calle y siguió caminando, mientras empezaba a sentir calor bajo la cristalina luz del sol. La iglesia anglicana parecía realmente un iglú con un remate en punta. La dejó atrás a su izquierda. Poco más de una hora después estaba otra vez en el vestíbulo del aeropuerto; se retiró a un banco con un periódico. Aparte de él, sólo el matrimonio esperaba el vuelo. Desplegó el diario para aislarse de las influencias externas, leyó los artículos sin prestar atención a su contenido y finalmente lo dejó a un lado.

La joven de la ventanilla les pidió que la siguieran. Por una puerta lateral del aeropuerto salieron a la pista, donde esperaba un pequeño avión de hélice con dos motores, tipo avioneta Piper. Anawak y el matrimonio subieron dos peldaños hasta el estrecho interior de la cabina. La avioneta sólo tenía seis asientos. En la parte posterior, tras unas redes, estaba colocado el equipaje. No había separación entre la cabina del piloto y el espacio de los pasajeros. Rodaron hasta la pista de despegue y tuvieron que esperar un momento para que aterrizase una avioneta del mismo tipo; tras una carrera breve y rápida, despegaron balanceándose un poco. El aeropuerto empequeñeció y desapareció. Abajo destellaba la bahía de Frobisher. Volaron hacia el oeste por encima de las montañas en parte cubiertas todavía de nieve y hielo, pulidas por los glaciares. A la izquierda la luz del sol resplandecía sobre el estrecho de Hudson; a la derecha destellaba sobre la superficie de un lago, de cuyo nombre Anawak se acordó espontáneamente: lago de Amadjuak.

Habían estado allí algunas veces.

Infinidad de cosas volvían a su memoria con una velocidad pasmosa. Los recuerdos se manifestaban como sombras en una tormenta de nieve y lo llevaban al pasado.

Pero él no quería volver al pasado.

La tierra se hizo más llana, se terminó. Durante veinte minutos su itinerario los llevó por encima del mar; luego volvió a verse tierra montañosa. Divisaron la bahía de Tellik Inlet con sus siete islas. En una de ellas se podía ver la pista de aterrizaje de Cabo Dorset.

Aterrizaron, Anawak sintió que el corazón se le salía. Estaba en casa. Estaba en el lugar al que jamás había querido volver. La resistencia y la curiosidad se mezclaron con el miedo mientras el Piper rodaba lentamente hacia el edificio de recepción.

Cabo Dorset: el Nueva York del norte, como la llamaban, medio con admiración y medio en broma, con sus casi mil doscientos habitantes, uno de los centros reconocidos del arte inuit.

Ahora era así.

En aquel entonces todo había sido distinto.

Cabo Dorset: Kinngait en la lengua de los inuit, «Montañas Altas», ubicado en las inmediaciones de Sikusiilaq, «donde no surge hielo en el mar», porque hasta en los inviernos más rigurosos las corrientes templadas impedían que la superficie del mar se congelara por completo en torno a la península de Foxe, prolongación suroeste de la isla de Baffin. Los nombres inundaron el cerebro de Anawak. Ahí estaba esa isla diminuta cercana a Cabo Dorset, Mallikjuaq, una reserva natural llena de pequeñas maravillas, con trampas para zorros del siglo XIX, restos de la antiquísima cultura de Thule, túmulos con un halo de leyenda y un lago romántico donde habían acampado muchas veces. Anawak recordó el pequeño amarradero para los kayaks. De niño le gustaba ir allí, a Mallikjuaq. Luego vio en su recuerdo a su padre y a su madre, y supo nuevamente qué lo había alejado de la tierra que por entonces aún no se llamaba Nunavut, sino Territorios del Noroeste.

Recogió su mochila y descendió del Piper.

Un hombre se abalanzó en seguida sobre el matrimonio. Al parecer se conocían. Los saludos fueron exagerados, pero casi siempre era así entre los inuit. Tenían infinidad de palabras para los recibimientos y ninguna para decir adiós. Tampoco a Anawak le había dicho nadie una palabra de despedida diecinueve años antes, ni siquiera el hombre que de pronto apareció en la pista, pequeño y apergaminado, cuando el matrimonio y su amigo nativo se alejaron charlando. Por un momento Anawak tuvo dificultades para reconocerlo: Ijitsiaq Akesuk había envejecido visiblemente y tenía un bigote delgado y gris que antes no tenía. Pero era él. Su rostro ajado se ensanchó en una sonrisa. Se acercó apresuradamente a Anawak y le abrazó con mochila y todo, mientras de sus labios brotaba una catarata de palabras en inuktituk. Luego se dio cuenta y dijo en inglés:

—León, muchacho mío. Qué joven doctor tan buen mozo.

Anawak aguantó el abrazo y le dio unas palmadas poco entusiastas en la espalda.

—Tío Iji. ¿Cómo te va?

—¿Cómo quieres que me vaya, con todo lo que pasa? ¿Has tenido un vuelo agradable? Debes de llevar viajando una eternidad, no sé a cuántos lugares habrás tenido que ir para poder llegar hasta aquí.

—Tuve que hacer un par de trasbordos.

—¿Toronto? ¿Montreal? —Akesuk le soltó y lo miró radiante. Anawak le vio en el maxilar superior el agujero de la dentadura típico de los inuit—. Por supuesto, Montreal. Viajas mucho, ¿no es cierto? Cuánto me alegro. Tienes que contarme muchas cosas. Por supuesto, te quedarás en casa, muchacho, todo está preparado. ¿Tienes más equipaje?

—No, eh... tío Iji...

—Iji, sólo Iji, deja esa tontería de tío. Eres demasiado grande para andar llamándome tío.

—He reservado habitación en el hotel.

Akesuk retrocedió un poco.

—¿Dónde?

—En el Polar Lodge.

Durante un segundo, el viejo pareció desilusionado. Luego volvió a sonreír.

—Pues cancelaremos la reserva. Conozco al gerente. Ya sabes que aquí nos conocemos todos, no hay problema.

—No quiero causarte molestias —dijo León.

«He venido para enterrar a mi padre bajo el hielo —pensó—. Y luego me marcharé en cuanto sea posible».

—No causas ninguna molestia —dijo Akesuk—. Eres mi sobrino. ¿Por cuánto tiempo has reservado?

—Dos noches. Será suficiente, ¿no?

Akesuk arrugó la frente y lo miró de arriba abajo. Luego lo tomó del brazo y lo llevó hacia la salida.

—Hablaremos de eso después. ¿No tienes hambre?

—Sí.

—Fantástico. Mary-Ann ha preparado un guiso de caribú y sopa de foca con arroz, dos platos exquisitos. ¿Cuánto tiempo hace que no comes algo así, eh?

Anawak se dejó llevar. Frente al edificio del aeropuerto había varios vehículos estacionados. Akesuk se dirigió con decisión a una camioneta.

—Deja la mochila ahí atrás. ¿Conoces a Mary-Ann? Ah, claro que no. Ya te habías marchado cuando vino de Salluit y nos casamos. Me resultaba insoportable vivir solo. Ella es más joven que yo, pero la verdad es que eso me parece muy bien. ¿Y tú?¿Te has casado? Cielo santo, hace tanto tiempo que no vives aquí que tenemos que contarnos infinidad de cosas.

Anawak subió al asiento del acompañante y permaneció callado. Akesuk parecía haber decidido hablar por los dos. Intentó recordar si el viejo era antes tan locuaz.

De pronto se le ocurrió que quizá su tío estaba tan nervioso como él.

Uno callaba y el otro hablaba. Cada uno actuaba a su manera.

Avanzaron a tumbos por la calle principal. Diversas sierras repartían Cabo Dorset en poblados. Al auténtico Kinngait se añadían Itjurittuq en el nordeste, Kuugalaaq en el oeste y Muliujaq en el sur. Por aquel entonces vivían en Kuugalaaq. La familia de Anawak residía allí. Akesuk, hermano de su madre, vivía en Kinngait.

Anawak no le preguntó si seguía viviendo en el mismo lugar. De todos modos lo averiguaría.

Dieron vueltas por el pueblo. Su tío le daba explicaciones sobre casi todos los edificios por los que pasaban, hasta que de pronto Anawak se dio cuenta de que su tío estaba ofreciéndole una visita guiada.

—Tío Iji, ya conozco el pueblo —dijo.

—Qué va, no conoces nada. Hace diecinueve años que no vienes. Hay un montón de cosas nuevas. Por ejemplo, allí enfrente, ¿te acuerdas del supermercado?

—No.

—Ves, ¿cómo vas a acordarte? ¡Todo es nuevo! Ahora tenemos uno más grande. Antes íbamos siempre al Polar Supply Store, no lo has olvidado, ¿verdad? Ahí atrás está la escuela nueva; en realidad no es tan nueva, pero para ti sí. ¡Mira a la derecha! Eso no puedes conocerlo, es el salón de fiestas Tiktaliktaq. ¿Sabes quiénes vinieron con motivo del festival de Cantos Guturales y las danzas de tambores? Pues Bill Clinton, Jacques Chirac y Helmut Kohl; por cierto, ese Kohl sí que es un gigante, a su lado parecíamos enanos. Espera, ¿cuándo estuvo...?

Y siguió relatando anécdotas. Luego pasaron por la iglesia anglicana y por el cementerio en que enterrarían a su padre. Anawak vio a una mujer inuit que en la puerta de su casa labraba la escultura de un enorme pájaro. La figura le recordó el arte de los nootka. Un edificio de dos plantas de color gris azulado y con una entrada futurista resultó ser la sede de gobierno. Debido a la administración descentralizada de Nunavut las poblaciones de cierto tamaño tenían edificios como ésos. Anawak se entregó a su destino, sobre todo porque confirmó que el Cabo Dorset de su infancia era distinto de aquél.

Y de pronto se oyó decir:

—Vamos al puerto, Iji.

Akesuk dio un volantazo. Volaron por una calle que descendía en dirección al agua. Casas de madera de todos los tamaños y colores se distribuían sin orden aparente por el paisaje marrón oscuro. Se veían algunas zonas aisladas de robusto pasto de tundra y aquí y allá áreas nevadas. El puerto de Cabo Dorset no era más que un muelle con grúas de carga en el que fondeaba el barco que los abastecía de mercancías imprescindibles una o dos veces al año. A poca distancia de allí estaba el Tellik Inlet; cuando bajaba la marea podían cruzarlo para llegar a la isla vecina... a Mallikjuaq, ese pequeño parque nacional con sus túmulos y el amarradero para kayaks y el lago en el que habían acampado tantas veces.

Se detuvieron. Anawak bajó, recorrió el muelle y miró el azul polar del agua. Akesuk lo siguió un trecho manteniendo la distancia.

El muelle era lo último que Anawak había visto al abandonar Cabo Dorset, ya que no se había marchado en avión, sino en el barco de abastecimiento. Tenía doce años. En el buque iban él y su nueva familia, que abandonaba aquella tierra en busca de una nueva vida llena de esperanza y de alegría; pero al mismo tiempo miraba con nostalgia aquel paraíso de hielo que sólo existía en el recuerdo.

Cinco minutos después Anawak regresó con paso lento a la camioneta y subió sin decir una palabra.

—Sí, nuestro viejo puerto —dijo Akesuk en voz baja—. El viejo puerto. No lo olvidaré jamás. Subiste y te fuiste, León. Se nos partió el corazón...

Anawak le dirigió una mirada penetrante.

—¿A quién se le partió el corazón? —preguntó.

—Bueno, a tu...

—¿A mi padre?, ¿a vosotros?, ¿a algunos vecinos?

Akesuk puso en marcha el motor.

—Venga —dijo—. Vayamos a casa.

Akesuk seguía viviendo en la misma casita del complejo de viviendas. Era bonita y estaba cuidada, con fachada color celeste y tejado azul oscuro. Por detrás, las colinas ascendían suavemente hasta unirse varios kilómetros más allá con el Kinngait, la «alta montaña», cuya superficie estaba cubierta por vetas de nieve. Se alzaba como una montaña de mármol; más que una montaña alta, parecía una sierra achaparrada. En la memoria de Anawak, el Kinngait llegaba hasta el cielo. Sus altas cimas invitaban a explorarlas a pie, provisto de un buen equipo.

Akesuk llegó a la parte trasera de la camioneta antes que Anawak y bajó la mochila. Aunque era delgado y de baja estatura no parecía pesarle en absoluto. Con una mano sostuvo la mochila y con la otra abrió la puerta de su casa sin llamar previamente.

—Mary-Ann —gritó—.¡Ya ha llegado! ¡El muchacho está aquí!

Salió un cachorro que se movía con torpeza. Akesuk saltó por encima de él, desapareció en la casa y volvió segundos después acompañado de una mujer bastante corpulenta, cuyo amable rostro descansaba sobre una imponente papada. Abrazó a Anawak y lo saludó en inuktitut.

—Mary-Ann no habla inglés —dijo Akesuk disculpándose—. Espero que todavía entiendas un poco tu lengua.

—Mi lengua es el inglés —dijo Anawak.

—Sí, claro... ahora.

—Pero aún entiendo mucho. Comprendo lo que dice.

Mary-Ann le preguntó si tenía hambre.

Anawak contestó que sí en inuktitut. Ella descubrió una dentadura incompleta, cogió al perro, que olfateaba las botas de Anawak, y le dio a entender que la siguiera. En la entrada había varios pares de zapatos. Anawak se quitó mecánicamente las botas de trekking y las dejó allí.

—Por lo menos no has olvidado tu buena educación —se rió su tío—. No te has vuelto un quallunaaq.

Quallunaaq, en plural quallunaat, era el término genérico para designar a los que no eran inuit. Anawak se miró, se encogió de hombros y siguió a Mary-Ann a la cocina. Estaba equipada con modernos aparatos eléctricos como los que se veían en las viviendas de Vancouver; nada en ella recordaba a la desolación de su antiguo hogar. Bajo la ventana había una mesa redonda, y en el lateral una puerta llevaba al balcón. Akesuk intercambió unas cuantas palabras con su mujer y empujó a Anawak desde la cocina hasta una sala agradablemente amueblada. Grandes muebles tapizados se agrupaban en torno a una torre con televisor, vídeo, radio y un aparato de radioaficionado. La cocina y el salón estaban comunicados por una pequeña ventana. Akesuk le mostró el cuarto de baño, el lavadero contiguo y la despensa situada tras él; y luego el dormitorio y un pequeño cuarto con una sola cama. Sobre la mesilla de noche había flores frescas: amapolas del Ártico, saxífragas y brezos.

—Las recogió Mary-Ann —dijo Akesuk. Parecía una invitación a ponerse cómodo.

—Gracias... —Anawak sacudió la cabeza—. Creo que es mejor que duerma en el hotel.

Había esperado que su tío lo tomara como una ofensa, pero Akesuk sólo lo miró unos segundos pensativo.

—¿Quieres tomar una copa? —preguntó.

—No bebo.

—Yo tampoco. En las comidas tomamos zumo. ¿Quieres?

—Sí, gracias.

Akesuk mezcló zumo concentrado y agua y fueron con los vasos al balcón, donde el tío encendió un cigarrillo. Mary-Ann no estaba del todo satisfecha con su guiso, de modo que anunció que tendrían que esperar quince minutos más antes de que hubiera algo para comer.

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