El rapto de la Bella Durmiente (28 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

que me provocaba contrariarla. Su grueso pene presionaba la parte posterior de mi garganta, los labios y las mandíbulas me dolían mientras intentaba chuparlo correctamente. La reina me dio instrucciones para que las fricciones fueran más largas, para que utilizara la lengua adecuadamente, y me ordenó que lo hiciera cada vez más deprisa. Mientras obedecía me azotaba sin piedad. Sus golpes ruidosos seguían perfectamente el ritmo de mis lametazos. Por fin su simiente me llenó la boca y se me ordenó tragarla.

»Pero la reina no se había quedado muy complacida con mi reticencia. Me dijo que no debía mostrar aversión a nada.

Bella hizo un gesto de asentimiento al recordar las palabras que el príncipe de la corona le dijo en la posada: debía servir a los humildes para complacerle.

—Así que su majestad tuvo la idea de mandar buscar a todos los príncipes que habían sido torturados durante un día entero en la sala de castigos y a mí me condujo hasta una gran sala anexa. »Cuando los seis jóvenes entraron en la estancia de rodillas, imploré clemencia a la reina del único modo que podía: con gemidos y besos. No tengo palabras para explicar cómo me afectó su presencia. Había sido maltratado por campesinos en la cocina, había obedecido humildemente, con avidez, a un rudo mozo de cuadra, pero aquello parecía aún más bajo que las otras humillaciones, y más digno al mismo tiempo. Eran príncipes de mi mismo rango, altivos y orgullosos en sus propias tierras, en el mundo al que pertenecían y en aquel momento eran esclavos tan abyectos y humildes como yo mismo.

»No era capaz de entender mi propia miseria. Entonces supe que conocería infinitas variaciones de la humillación. No me enfrentaba simplemente a una jerarquía de castigos, sino que más bien se trataba de una serie de cambios interminables. »De todos modos, estaba demasiado asustado ante la posibilidad de fallarle a la reina, así que no tuve oportunidad de pensar demasiado. Una vez más, el pasado y el futuro estaban fuera de mi perspectiva.

»Mientras me arrodillaba a sus pies y lloraba en silencio, la reina ordenó a todos estos príncipes, que estaban rendidos después de la tortura de la sala de castigos, con el cuerpo dolorido e irritado, que cogieran palas del cofre que ella tenía para este propósito.

»Formaron una hilera de seis a mi derecha, cada uno de ellos de rodillas, con el pene endurecido, tanto por la visión de mi sufrimiento como por la posibilidad de que les proporcionara al cabo de un rato algún tipo de placer.

»Se me ordenó incorporarme sobre las rodillas, con las manos a la espalda. Mientras me maltrataran no se me permitiría adoptar la posición a cuatro patas, más fácil y protectora, sino que debería hacer el esfuerzo con la espalda tiesa, las rodillas separadas, y mi propio órgano expuesto, avanzando lentamente mientras intentaba escapar a sus palas. Además, podrían verme el rostro. Me sentía más al descubierto que cuando me tuvieron atado en la cocina.

»El juego de la reina era sencillo: me harían correr baquetas, y el príncipe cuya pala le complaciera más a la reina, es decir, el que me golpeara con más fuerza e ímpetu, sería recompensado, tras lo cual yo debía volver a comenzar y repetir la operación.

»Su majestad me instó a moverme a toda prisa; si yo desfallecía o si mis castigadores conseguían darme demasiados golpes, me prometió que me entregaría a ellos durante una hora o más. Me aterrorizó la idea de que pudieran dedicarse a sus juegos brutales durante tanto tiempo. Ella ni siquiera estaría presente. No seria para su placer.

»Comencé de inmediato. Para mí todos sus golpes eran igual de sonoros y violentos. Sólo su risa llenaba mis oídos mientras me esforzaba torpemente en una posición que hacía tiempo que había aprendido a mantener.

»Se me permitía descansar únicamente durante la breve sesión en la que yo debía satisfacer al príncipe que me había producido las marcas más severas. Luego tenía que regresar hasta donde él se encontraba de rodillas. Al principio, a los otros sólo se les permitía

observar, y así lo hacían, pero después les dio autorización para que también pudieran darme instrucciones.

»Tenía media docena de maestros ansiosos por enseñarme con desdén cómo satisfacer al que sostenían en sus brazos mientras él cerraba los ojos y disfrutaba de los cálidos y ansiosos lametones que yo le proporcionaba.

»Por supuesto, todos ellos prolongaban aquel momento cuanto podían, para lograr una mayor satisfacción, y la reina, que estaba sentada allí cerca, acodada en el brazo de la silla, lo observaba todo con gesto de aprobación.

»Sentí una serie de extrañas transformaciones mientras desempeñaba mis deberes. Experimenté el frenesí del esfuerzo al pasar bajo sus palas con las nalgas escocidas, las rodillas irritadas y, sobre todo, la vergüenza de que pudieran verme el rostro tan fácilmente, así como los genitales.

»Pero mientras me concentraba en los lametazos, estaba absorto en la contemplación del órgano en mi boca, en su tamaño y forma, e incluso en su sabor; aquel sabor salado y amargo de los fluidos que vaciaba en mí. Era el ritmo de las chupadas más que ninguna otra cosa lo que me ensimismaba. Las voces a mi alrededor eran como un coro que en algún momento se convirtió en ruido, mientras me invadía una curiosa sensación de debilidad y abyección. Fue muy similar a los momentos que había experimentado con mi señor mozo de cuadra, cuando estuvimos solos en el jardín y él me obligó a ponerme en cuclillas encima de la mesa. Entonces sentí la excitación a flor de piel, como en el instante en que relamía los diversos órganos y me llenaba de su simiente. Soy incapaz de explicar cómo de repente aquel deber se tornó placentero. Se repetía y yo no podía hacer otra cosa. Siempre se reiteraba como un descanso de la pala, del frenesí de la pala. Mis nalgas palpitaban, aunque las sentía calientes; yo notaba ese hormigueo y saboreaba la deliciosa verga que bombeaba su fuerza dentro de mí.

»Aunque no lo admití de inmediato, descubrí que me gustaba que hubiera tantos ojos observándome. Pero todavía me gustaba más la debilidad que me invadía de nuevo, esa languidez del espíritu. Estaba perdido en mi sufrimiento, en mi esfuerzo, mi ansiedad por complacer.

»Así sucedía con cada nueva tarea que me presentaban. Al principio me resistía con terror, luego, en algún momento, en medio de aquella indecible humillación, experimentaba tal sensación de tranquilidad que mi castigo se tornaba tan dulce como mi propia liberación.

»Me veía a mí mismo como uno de esos príncipes, de esos esclavos. Cada vez que me ordenaban que chupara el pene con mayor esmero, les prestaba toda mi atención. Cada instante que me azotaban con la pala, recibía el golpe, doblaba mi cuerpo, me entregaba a ello.

»Quizá sea imposible entenderlo, pero yo avanzaba hacia la rendición absoluta.

»Cuando finalmente mandaron salir de la sala a los seis príncipes, todos ellos debidamente recompensados, la reina me tomó en brazos y me premió con sus besos. Mientras yo permanecía echado en el catre junto a su cama, sentí el más delicioso de los agotamientos. Incluso el aire que se agitaba a mi alrededor parecía placentero. Lo sentía contra mi piel, como si mi desnudez fuera acariciada, y me dormí satisfecho de haber servido a mi reina como se merecía.

»Sin embargo, la siguiente gran prueba de capacidad llegó una tarde en que ella estaba muy enojada conmigo por mi ineptitud para cepillarle el pelo y me envió de mascota para las princesas.

»Casi no daba crédito a mis oídos. Ni siquiera se dignaría a presenciarlo. Mandó llamar a lord Gregory y le dijo que me condujera a la sala de castigos especiales, donde sería entregado a las princesas. Durante una hora, podrían hacer conmigo todo lo que quisieran, y

luego me atarían en el jardín donde me fustigarían los muslos con una correa de cuero y permanecería atado hasta la mañana siguiente.

»Suponía mi primera gran separación de la reina, y yo era incapaz de imaginarme a mí mismo, desnudo y desamparado, sirviendo únicamente para recibir el castigo, entregado a las princesas. La causa de todo ello es que había dejado caer dos veces el cepillo del pelo de la reina, y también había derramado un poco de vino. Todo parecía superar mis mejores esfuerzos e incluso mi capacidad de autocontrol.

»Cuando lord Gregory me propinó varios fuertes azotes, sentí una gran vergüenza y temor. Incluso tuve la impresión de que era incapaz de moverme por mi propio impulso a medida que nos aproximábamos a la sala de castigos especiales.

»Lord Gregory me había colocado un collar de cuero alrededor del cuello. Tiraba de mí, y me zurraba sin demasiado ímpetu mientras me explicaba que las princesas debían disfrutar plenamente de mí.

»Antes de entrar en la sala, me sujetó un letrero alrededor del cuello con una pequeña cinta. Previamente me lo enseñó, y yo me estremecí al ver que me anunciaba como un esclavo torpe, testarudo y malo, que necesitaba enmendarse. »Luego sustituyó el collar de cuero por otro con numerosas anillas, cada una de las cuales era lo suficientemente grande para permitir pasar un dedo por ella. De ese modo las princesas podrían tirar de mí en cualquier dirección, y corregirme si oponía la menor resistencia, me dijo.

»En los tobillos y en las muñecas me pusieron otros tantos e idénticos grilletes. Tenía la impresión de que apenas podía moverme mientras él tiraba de mí hacia la puerta.

»No sabría expresar cómo me sentí cuando se abrió la puerta y las vi a todas. Eran unas diez princesas, un harén desnudo repantigado por la sala bajo la mirada vigilante de un criado. Todas ellas recibirían como premio por su buena conducta una hora de placer. Más tarde me enteré de que cuando castigan severamente a alguien, éste es entregado a las princesas. Sin embargo, ese día no esperaban a nadie, y en cuanto me vieron chillaron de contentas, dando palmas y cuchicheando unas con otras. A mi alrededor sólo veía melenas largas, cabellos rojos, dorados, negro azabache, formando ondas marcadas y espesos rizos, senos desnudos y vientres, y esas manos que me señalaban y escondían sus propios susurros tímidos y vergonzosos.

»Cuando me rodearon, yo me encogí intentando ocultarme, pero lord Gregory me levantó la cabeza tirando del collar. Sentí sus manos en todo mi cuerpo; palpaban mi piel, daban palmetazos en mi verga y me tocaban los testículos mientras proferían chillidos y se reían. Algunas no habían visto nunca a un hombre tan de cerca, aparte de sus señores, que tenían poder total sobre ellas.

»Yo me estremecía y temblaba con violencia. No había roto a llorar pero me aterrorizaba la idea de que inconscientemente me diera media vuelta e intentara escapar, puesto que sólo conseguiría recibir un castigo aún peor. Intentaba desesperadamente mostrarme impasible e indiferente, pero sus redondos pechos desnudos me volvían loco. Podía sentir el roce de sus muslos e incluso el húmedo vello púbico mientras se amontonaban a mi alrededor para examinarme.

»Se mofaban y admiraban satisfechas a su esclavo absoluto, a mí que, cuando sentí sus dedos tocar mis testículos, sopesándolos y friccionándome el pene, me volví loco.

»Era infinitamente peor que el rato que pasé con los príncipes. Sus voces comenzaban a burlarse con desprecio y expresaban su intención de disciplinarme, de devolverme a la reina tan obediente como ellas eran. "Vaya, así que sois un principito malo, ¿no es así?", me susurró una de ellas al oído, una encantadora princesa de pelo negro azabache con las orejas perforadas y adornadas de oro. Su cabello me produjo un hormigueo en el cuello, y cuando sus dedos me retorcieron los pezones, sentí que perdía el control.

»Yo temía que me soltara e intentara escapar. Entretanto, lord Gregory se había retirado a un rincón de la estancia. Dijo que los criados estaban autorizados a ayudarlas según sus deseos, y él las instó a realizar bien su trabajo en consideración a la reina. Todas ellas gritaron complacidas. Inmediatamente sentí que unas cuantas manitas duras me palmoteaban y que varios dedos separaban mis nalgas y las apretaban mientras yo me revolvía, en un intento por mantenerme inmóvil, sin mirarlas.

»Cuando me levantaron a la fuerza y me ataron las manos por encima de la cabeza, colgándome de la cadena que pendía del techo, me invadió un inmenso alivio; supe que de esta manera no había posibilidad de escapar si sentía ese impulso. »Los criados les proporcionaban las palas que querían. Unas cuantas también escogieron largas correas de cuero, uno de cuyos extremos se ligaban a las manos. En la sala de castigos especiales no tenían que permanecer de rodillas, podían andar como les apeteciera. Inmediatamente, me introdujeron el mango redondeado de una pala en el ano y tiraron de mis piernas hasta dejarlas muy separadas. Me estremecí de miedo y, cuando el mango de la pala procedió a violarme con embestidas adelante y atrás, con la misma violencia que cualquier otro miembro que me hubiera poseído en mi vida, supe que mi rostro se sonrojaba y noté la amenaza de mis lágrimas. De tanto en tanto, también sentía pequeñas lengüecitas frías que inspeccionaban mi oreja, y dedos que me pellizcaban el rostro, me acariciaban la barbilla y asaltaban de nuevo mis pezones.

"Hermosas tetitas —dijo una de las muchachas mientras lo hacía. Tenía un pelo muy rubio, tan liso como el vuestro—. Cuando finalice mi trabajo, se sentirán como pechos", y procedió a estirarlos y a friccionarlos.

»Entretanto, para mi vergüenza, mi órgano estaba duro como si reconociera a sus señoras, aunque yo me negara a hacerlo. La muchacha del pelo rubio empujó sus muslos contra los míos, yo sentía su sexo húmedo contra mí y cómo tiraba cada vez con más fiereza de mis pezones. "Creéis que sois demasiado bueno para sufrir en nuestras manos, ¿príncipe Alexi?", canturreó. No le contesté.

»Luego el mango de la pala introducido en mi ano embistió aún con más dureza y brutalidad. Mis caderas eran empujadas hacia delante con tanta crueldad como cuando lo hizo mi señor mozo de cuadra, casi me alzaban del suelo. "¿Creéis que sois demasiado bueno para recibir nuestro castigo?", volvió a preguntar. Las otras chicas se reían y observaban cuando aquella rubia comenzó a atizarme con fuerza en el miembro, de derecha a izquierda. Yo di un respingo, estaba fuera de mí, sin control alguno. Deseaba más que ninguna otra cosa estar amordazado, pero no lo estaba. Pasó sus dedos por mis labios y dientes para recordarme que debía guardar silencio y me ordenó que respondiera respetuosamente.

»Al ver que no lo hacía, cogió su propia pala y, después de retirar el instrumento violador, procedió a azotarme sonoramente mientras mantenía su cara cerca de la mía, con las pestañas haciéndome cosquillas. Era evidente que entonces yo estaba siempre irritado, igual que todos los esclavos, y sus golpes eran muy fuertes, sin ningún ritmo. Me cogió desprevenido y cuando me estremecí y gemí, todas las muchachas se rieron.

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