Tras cien años de sueño profundo, la Bella Durmiente abrió los ojos al recibir el beso del príncipe. Se despertó completamente desnuda y sometida en cuerpo y alma a la voluntad de su libertador, el príncipe a la Corona de un reino desconocido para ella, quien argumenta que por haberla liberado de ese sueño maldito a ella y a su reino ahora le pertenece para prestar vasallaje (En la sociedad medieval, vínculo de dependencia y fidelidad que una persona establece con su señor.) en su reino, ahora el príncipe por ser su dueño por tiempo indefinido, le ordena que de ahora en adelante toda actividad la tendrá que hacer sin prenda alguna; lo cual a la princesa le parece un castigo.
Al llegar al reino del príncipe, la princesa Bella descubre que no es la única que está siendo esclavizada, ya que observa a varios príncipes en su misma situación, desnudos, pero ella logra percatar algo peculiar en todo ello, que los demás príncipes y princesas no están sufriendo como ella, que cada momento que pasa lo disfrutan, y ella en lo único que puede pensar es de qué forma va a poder sobrevivir a tal humillación y que cosas atroces le deparan.
Anne Rice
El rapto de la Bella Durmiente
Trilogía La bella Durmiente - 1
ePUB v2.0
Piolín.39
14.07.12
Título original:
The Claiming of Sleeping Beauty
Anne Rice como A. N. Roquelaure, octubre 1997.
Traducción: Rosa Arruti
Diseño/retoque portada: Piolín.39
Editor original: Piolín.39 (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
A S.T. Roquelare con amor
Durante toda su juventud, el príncipe había oído la historia de la Bella Durmiente, condenada a dormir durante cien años, al igual que sus padres, el rey y la reina, y toda la corte, después de haberse pinchado el dedo en un huso.
Pero no creyó en la leyenda hasta que estuvo dentro del castillo.
Ni siquiera la había creído al ver los cuerpos de otros príncipes atrapados en las espinas de los rosales trepadores que cubrían los muros. Ellos sí habían acudido movidos por un convencimiento, eso era cierto, pero él necesitaba ver con sus propios ojos el interior del castillo.
El príncipe, imprudente por efecto del dolor que sentía tras la muerte de su padre y demasiado poderoso bajo el reinado de una madre que lo favorecía en exceso, cortó de raíz las imponentes trepadoras, impidiendo de este modo que lo apresaran entre su maraña. No era el deseo de morir sino el de conquistar el que lo empujaba.
Avanzando con tiento entre los esqueletos de los que no habían logrado resolver el misterio, se introdujo a solas en la gran sala de banquetes.
El sol brillaba en lo alto del cielo y las enredaderas habían retrocedido permitiendo que la luz cayera en haces polvorientos desde las encumbradas ventanas.
Todavía instalados ante la mesa de banquetes y cubiertos por varias capas de polvo, el príncipe descubrió a los hombres y mujeres de la antigua corte que dormían con los rostros inanimados y rubicundos envueltos por telas de araña.
Se quedó boquiabierto al ver a los sirvientes dormidos contra las paredes, con las ropas consumidas y convertidas en andrajos.
Así que la antigua leyenda era cierta. Con la misma osadía de antes, inició la búsqueda de la Bella Durmiente, que debía hallarse en el centro de todo aquello.
La encontró en la alcoba más alta de la casa. Finalmente, tras sortear los cuerpos de doncellas y criados dormidos, y respirar el polvo y la humedad del lugar, se halló en el umbral de la puerta de su santuario.
Sobre el terciopelo verde oscuro de la cama, el cabello pajizo de la princesa se extendía largo y liso, y el vestido, que formaba holgados pliegues, revelaba los pechos redondeados y las formas de una joven.
Abrió las contraventanas cerradas. La luz del sol resplandeció sobre ella. El príncipe se acercó un poco más y soltó un ahogado suspiro al tocar la mejilla, los labios entreabiertos y los dientes y, después, los delicados párpados.
El rostro le pareció perfecto; y la túnica bordada, que se le había pegado al cuerpo y marcaba el pliegue entre sus piernas, permitía adivinar la forma de su sexo.
Desenvainó la espada con la que había cortado todas las enredaderas que cubrían los muros y, deslizando cuidadosamente la hoja entre sus pechos, rasgó con facilidad el viejo tejido del vestido que quedó abierto hasta el borde inferior. Él separó las dos mitades y la observó. Los pezones eran del mismo color rosáceo que sus labios, y el vello púbico era castaño y más rizado que la larga melena lisa que le cubría los brazos hasta llegar casi a las caderas por ambos costados.
Separó de un tajo las mangas y alzó con suma delicadeza el cuerpo de la joven para liberarlo de todas las ropas. El peso de la cabellera pareció tirar de la cabeza de ésta, que quedó apoyada en los brazos de él al tiempo que la boca se abría un poco más.
El príncipe dejó a un lado la espada. Se quitó la pesada armadura y a continuación volvió a alzar a la princesa sosteniéndola con el brazo izquierdo por debajo de los hombros y la mano derecha entre las piernas, el pulgar en lo alto del pubis.
Ella no profirió ningún sonido; pero si fuera posible gemir en silencio, la princesa gimió con la actitud de su cuerpo. Su cabeza cayó hacia él, quien sintió la caliente humedad del pubis contra su mano derecha. Al volver a tenderla, le apresó ambos pechos y los chupó suavemente, primero uno y luego el otro.
Eran éstos unos pechos llenos y firmes, pues la joven tenía quince años cuando la maldición se apoderó de ella. Él le mordisqueó los pezones, al tiempo que le meneaba los senos casi con brusquedad, como si quisiera sopesarlos; luego se deleitó palmoteándolos ligeramente hacia delante y atrás.
Al entrar en la estancia el deseo le había invadido con fuerza, casi dolorosamente, y ahora le incitaba de forma casi cruel.
Se subió sobre ella y le separó las piernas, mientras pellizcaba suave y profundamente la blanca carne interior de los muslos. Estrechó el pecho derecho en su mano izquierda e introdujo su miembro sosteniendo ala princesa erguida para poder llevar aquella boca hasta la suya y, mientras se abría paso a través de su inocencia, le separó la boca con la lengua y te pellizcó con fuerza el pecho.
Le chupó los labios, le extrajo la vida y la introdujo en él. Cuando el príncipe sintió que su simiente explotaba dentro del otro cuerpo, la joven gritó.
Luego sus ojos azules se abrieron. —¡Bella! —le susurró.
Ella cerró los ojos, con las cejas doradas ligeramente fruncidas en un leve mohín mientras el sol centelleaba sobre su amplia frente blanca.
Le levantó la barbilla, besó su garganta y, al extraer su miembro del sexo comprimido de ella, la oyó gemir debajo de él.
La princesa estaba aturdida. La incorporó hasta dejarla sentada, desnuda, con una rodilla doblada sobre los restos del vestido de terciopelo esparcidos encima de la cama, que era tan Esa y dura como una mesa.
—Os he despertado, querida mía—le dijo—. Habéis dormido durante cien años, igual que todos los que os querían. ¡Escuchad, escuchad! Oiréis cómo este castillo vuelve a la vida, algo que nadie antes que vos oyó nunca.
Un agudo grito llegó desde el corredor, donde la sirvienta estaba de pie con las manos en los labios.
El príncipe se acercó hasta la puerta para hablar con ella.
—Id a buscar a vuestro amo, el rey. Decidle que el príncipe que había de liberar esta casa de la maldición ha llegado y también que ahora permaneceré reunido a puerta cerrada con su hija.
Cerró la puerta, echó el cerrojo y se volvió para observar a Bella.
Se tapaba los pechos con las manos. Su larga y lisa cabellera dorada, espesa e increíblemente sedosa, caía a su alrededor, abriéndose sobre la cama.
La princesa reclinó la cabeza de manera que el pelo cubriera su cuerpo. Pero miraba al príncipe, y éste se sorprendió al ver aquellos ojos carentes de miedo o malicia. Estaban abiertos de par en par, sin expresión alguna, como los de uno de esos tiernos animales del bosque instantes antes de caer abatidos en una cacería.
El seno de la princesa se agitaba al compás de su respiración anhelante. Él se echó a reír, se aproximó un poco más y le retiró el pelo del hombro derecho.
Ella alzó la mirada y la mantuvo fija en él. Un rubor novicio afluyó a sus mejillas y, de nuevo, el príncipe la besó.
Le abrió la boca con los labios y con la mano izquierda le sujetó las muñecas, bajándoselas hasta el regazo desnudo para poder así cogerle los pechos y examinarlos mejor.
—Beldad inocente—susurró.
Sabía lo que ella estaba viendo: un joven sólo tres años mayor que la princesa cuando se convirtió en la Bella Durmiente. Él contaba dieciocho, apenas un hombre, pero no temía nada ni a nadie. Era alto, con el pelo negro; su figura delgada le daba un aspecto ágil.
Le gustaba pensar en sí mismo como en una espada: ligero, directo, muy preciso y absolutamente peligroso.
Había dejado a muchos tras él que podían corroborarlo.
En aquel momento, no albergaba orgullo sino una inmensa satisfacción. Había llegado hasta el centro del castillo maldito.
En la puerta se oían golpes y gritos.
No se molestó en contestar. Volvió a tender a Bella sobre la cama.
—Soy vuestro príncipe —dijo—, así os dirigiréis a mí, y por este motivo me obedeceréis.
Al separarle otra vez las piernas, vio la sangre de su inocencia sobre la tela y, riéndose tranquilamente para sus adentros, volvió a entrar en ella con suma suavidad.
Bella soltó una suave sucesión de gemidos que en los oídos del príncipe sonaron como besos.
—Contestadme como corresponde—susurró. —Mi príncipe —dijo.
—Ah —suspiró—, qué delicia.
Cuando abrió de nuevo la puerta, la habitación estaba casi a oscuras. Comunicó a los sirvientes que cenaría entonces y que recibiría al rey de inmediato. Le ordenó a Bella que cenara con él, que se quedara a su lado y, en tono firme, le dijo que no debía llevar ropa alguna.
—Es mi deseo que estéis desnuda y siempre disponible para mí—sentenció.
Podría haberle dicho que estaba inmensamente bonita cubierta sólo por su cabello dorado, por el rubor de sus mejillas y por sus manos, con las que intentaba en vano resguardar el sexo y los pechos. Pero aunque lo pensaba no lo dijo en voz alta.
En vez de esto, la cogió por las muñecas, se las sostuvo a la espalda mientras los sirvientes traían la mesa, y luego le ordenó que se sentara frente a él.
La anchura de la mesa le permitía alcanzar sin dificultad a Bella; podía tocarla y acariciar sus pechos si así le apetecía. Estiró el brazo y le levantó la barbilla para inspeccionarla a la luz de las velas que sostenían los criados.
Sirvieron asados de cerdo y ave, y frutas dispuestas en grandes y resplandecientes cuencos de plata. Al instante, el rey apareció en el umbral de la puerta. Ataviado con sus pesadas vestimentas ceremoniales y una corona de oro ceñida a la cabeza, se inclinó ante el príncipe y esperó la orden para entrar.
—Vuestro reino ha estado desatendido durante cien años —dijo el príncipe mientras levantaba su copa de vino—. Muchos de vuestros vasallos han escapado para irse con otros señores y buenas tierras están sin cultivar. Pero conserváis vuestra riqueza, vuestra corte y vuestros soldados. Es mucho lo que os queda por delante.