El rapto de la Bella Durmiente (7 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

En ese instante, empezaron a surgir por doquier los súbditos del príncipe, como meras manchas en la distancia que aumentaban poco a poco de tamaño; todos iban en dirección a la carretera que descendía serpenteante para luego volver a subir ante ellos.

Unos jinetes atravesaron el puente levadizo y se dirigieron al trote hacia la comitiva, haciendo sonar sus trompetas mientras sus numerosos estandartes ondeaban a sus espaldas.

El aire era más cálido, como si este lugar estuviera protegido de la brisa del mar. Tampoco era tan oscuro como los angostos pueblos y bosques por los que habían pasado. Bella advirtió que los atuendos de los campesinos eran más claros y brillantes.

Pero a medida que se acercaban al castillo Bella vio, a lo lejos, no sólo a los campesinos que habían mostrado su admiración a lo largo de todo el camino, sino también una gran multitud de nobles y damas ataviados con suntuosos ropajes.

Bella estaba segura de que articuló un grito ahogado, y es muy probable que bajara la cabeza de inmediato, porque el príncipe se adelantó para situarse a su lado, la acercó al caballo y le susurró al oído:

—Ahora, Bella, ya sabéis lo que espero de vos. Ya habían llegado al empinado camino de acceso al puente y Bella comprobó que se trataba precisamente de lo que ella más temía: allí había hombres y mujeres de su misma condición, todos ellos vestidos de terciopelo blanco con ribetes dorados, o de colores alegres y festivos. No se atrevió a mirar, notó de nuevo el rubor en sus mejillas y por primera vez se sintió tentada a abandonarse a la merced del príncipe y a suplicarle que la ocultara. Una cosa era ser mostrada ante los campesinos que la elogiaban y la convertirían en una leyenda, pero oír las risas, las murmuraciones y los comentarios arrogantes era muy distinto, y le resultaba insoportable.

Sin embargo, el príncipe desmontó, le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo con dulzura que así era como debía entrar en el castillo.

Bella se quedó petrificada. La cara le ardía, pero se dejó caer rápidamente para obedecer, y a su izquierda vislumbró las botas del príncipe mientras ella se esforzaba por mantener su ritmo al cruzar el puente levadizo.

Mientras la conducían a través del sombrío corredor, la princesa no se atrevió a alzar la vista, aunque reparó en las espléndidas capas y botas relucientes que la rodeaban. A ambos lados, nobles y damas se inclinaban ante el príncipe. Se oían susurros de bienvenida y le lanzaban besos mientras ella avanzaba desnuda a cuatro patas como si no fuera más que un pobre animal.

Cuando llegaron a la entrada del gran salón, una estancia mucho más vasta y sombría que cualquier sala de su propio palacio, en el hogar ardía un inmenso fuego crepitante, pese a que los cálidos rayos del sol se derramaban a través de las altas y estrechas ventanas. La princesa tenía la impresión de que los nobles y las damas pasaban apresuradamente a su lado y discurrían silenciosamente junto a las paredes en dirección a las largas mesas de madera. Sobre las mesas habían dispuesto ya platos y copas. El aire estaba impregnado del aroma de la cena.

Entonces Bella vio a la reina, que estaba sentada en el extremo más alto de una elevada tarima. Llevaba un velo en la cabeza, ceñida a su vez por una corona de oro, y las largas mangas de su túnica verde estaba ribeteadas de perlas y bordados de oro.

Un rápido chasquido de los dedos del príncipe instó a Bella a avanzar hacia delante. La reina se había puesto en pie y en aquel momento abrazaba a su hijo que se había colocado ante el estrado.

—Un tributo, madre, del otro lado de las montañas, el más hermoso que hayamos recibido en mucho tiempo, si no me falla la memoria. Mi primera esclava del amor, y estoy muy orgulloso de haberla reclamado.

—Tenéis motivos para ello —dijo la reina con una voz que sonaba a la vez joven y fría. Bella no se atrevió a alzar la vista en dirección a la soberana. Pero fue la voz del príncipe la

que más la asustó: «mi primera esclava del amor.» Bella recordó la enigmática conmiseración que había mostrado ante sus padres, la mención de su vasallaje en la misma tierra, y sintió que el pulso se le aceleraba.

—Exquisita, absolutamente exquisita —dijo la reina—, pero debería echarle un vistazo toda la corte. ¡Lord Gregory! —llamó con un gesto gracioso.

Se oyó un gran murmullo procedente de los nobles y damas reunidos alrededor de ellos y seguidamente Bella vio que se aproximaba un hombre alto de pelo canoso, aunque no lo veía con claridad. Llevaba unas finas y ajustadas botas de cuero que se doblaban a la altura de la rodilla y mostraban un forro de piel del más delicado armiño.

—Enseñad a la muchacha...

—Pero, madre...—protestó el príncipe. —Tonterías, si todos los plebeyos la han visto, nosotros también—dijo la reina.

—¿Habrá que amordazarla, majestad?—preguntó el extraño hombre alto con las botas forradas de piel.

—No, no hará falta. Aunque, por supuesto, la castigaréis si habla o empieza a gritar.

—Y el cabello, todo ese pelo la oculta...—dijo el hombre mientras levantaba a Bella y rápidamente la obligaba a enlazar las muñecas por encima de la cabeza. Al quedarse de pie, Bella sintió de nuevo la desesperación de ser exhibida y no pudo evitar llorar. Temió una reprimenda del príncipe. Entonces podía ver mucho mejor a la reina, aunque no quería mirarla. Bajo su velo diáfano distinguió el cabello negro de la soberana que caía en bucles sobre los hombros y unos ojos tan negros como los del príncipe.

—Dejad el pelo como está—intervino el príncipe casi celoso.

«¡Oh, va a defenderme!», pensó Bella. Pero luego oyó que él ordenaba:

—Subidla a la mesa para que todo el mundo la vea bien.

La mesa era rectangular y se hallaba en el centro de la estancia. A Bella le recordó un altar. La obligaron a subirse y a ponerse de rodillas, de frente a los tronos donde el príncipe ya había ocupado su puesto al lado de su madre.

El hombre de pelo canoso le colocó con movimientos rápidos un gran tarugo de madera lisa debajo del vientre. Podía descansar su peso sobre él y así lo hizo, mientras él le estiraba las piernas, separando las rodillas de modo que éstas no tocaran la mesa. Seguidamente le ligó los tobillos a los extremos de la mesa con unas tiras de cuero y luego hizo lo mismo con sus muñecas. Ella ocultaba la cara cuanto podía, sin dejar de lloriquear.

—Permaneced callada—le dijo el hombre con tono gélido— o me encargaré yo mismo de que no podáis estar de otra manera. No interpretéis erróneamente la indulgencia de la reina. Si no os amordaza es porque a la corte le divierte mirar vuestra boca tal y como es y veces luchar contra vuestra propia voluntad.

Entonces, para vergüenza de Bella, el noble le levantó el mentón y debajo de él colocó un largo y grueso descanso de madera para la barbilla. No podía bajarla, aunque sí la vista. De todos modos veía la habitación en la que se encontraba en toda su extensión.

Vio a los nobles y a las damas que se levantaban de las mesas de banquetes, el inmenso fuego, y luego vio también a ese hombre, con su delgado rostro angular y los ojos grises que no eran tan fríos como su voz; por un momento incluso le pareció que revelaban cierta ternura.

Cuando se imaginó a sí misma: estirada y elevada para que todos pudieran inspeccionar hasta su rostro si así lo querían, la recorrió un prolongado escalofrío. Intentó disimular los sollozos apretando los labios con fuerza, y ni siquiera le quedaba el consuelo de que el pelo la tapara, ya que caía uniformemente a ambos lados de la cara y no cubría parte alguna de su cuerpo.

—Joven, pequeña —susurró el hombre de pelo canoso— estáis muy asustada, pero es inútil —su voz parecía mostrar cierto afecto—. ¿Qué es el miedo, después de todo? No es más que

indecisión. Buscáis una forma de resistir, de escapar, pero no hay ninguna. No pongáis vuestros miembros en tensión. No sirve de nada.

Bella se mordió el labio y sintió las lágrimas que le caían por el rostro, pero sus palabras la calmaron un poco. Entonces le alisó el pelo hacia atrás desde la frente, con una mano ligera y fría, como si comprobara si tenía fiebre.

—Ahora, estaos quieta. Todo el mundo viene a veros.

Los ojos de Bella se nublaron aunque seguía viendo los tronos distantes donde el príncipe y su madre conversaban con toda naturalidad. Toda la corte se había levantado y avanzaba hacia el estrado. Los nobles y las damas se inclinaban ante la reina y el príncipe antes de darse la vuelta para aproximarse a Bella.

La princesa se retorció. Parecía que hasta el mismo aire le tocaba las nalgas desnudas y el vello púbico. Forcejeó para bajar la cara púdicamente pero el firme descanso de madera de la barbilla no cedía y lo único que pudo hacer fue volver a bajar la vista.

Los primeros nobles y damas estaban ya muy cerca. Oía el crujido de sus vestimentas y podía ver los destellos de sus brazaletes dorados, que captaban la luz del fuego y de las antorchas distantes; la débil imagen del príncipe y la reina parecía vacilante.

Bella gimió.

—Silencio, querida mía —dijo el hombre de ojos grises. De pronto su presencia le resultaba un gran alivio.

—Ahora levantad la vista a la izquierda—dijo en aquel momento, y a Bella le sorprendió ver que sus labios dibujaban una sonrisa—. ¿Veis?

Durante un instante, la joven princesa contempló lo que con toda certeza era algo imposible, pero antes de que pudiera volver a cerciorarse o aclararse las lágrimas de los ojos, una gran dama se interpuso entre ella y aquella visión distante y, con un sobresalto, notó que las manos de la dama se posaban sobre su cuerpo.

Sintió cómo los fríos dedos atenazaban sus pesados pechos y los retorcían casi dolorosamente. Empezó a temblar e intentó desesperadamente no gritar. Más personas se habían reunido a su alrededor y, un par de manos, muy lentas y pausadas, le separaban las piernas desde detrás. En aquel instante alguien le tocaba el rostro y otra mano le pellizcaba la pantorrilla casi con crueldad.

Tuvo la impresión de que su cuerpo se concentraba enteramente en los lugares más indecorosos y secretos. Los pezones le palpitaban y aquellas manos parecían frías, como si ella estuviera ardiendo. Entonces notó que unos dedos examinaban sus nalgas e inspeccionaban incluso la más pequeña y escondida de las aberturas.

No tuvo otra opción que gemir, aunque mantuvo los labios fuertemente cerrados mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Por un instante pensó únicamente en lo que había vislumbrado un momento antes de que la procesión de nobles y damas interceptara su visión: en lo alto, a lo largo del muro del gran salón, sobre una ancha repisa de piedra, entrevió durante un instante, una fila de mujeres desnudas.

No parecía posible, pero la había visto. Eran todas jóvenes como ella, permanecían de pie con las manos enlazadas en la nuca, y también mantenían la vista baja como el príncipe le había enseñado. Distinguió el resplandor del fuego sobre el rizo de vello púbico entre cada par de piernas, y los pezones hinchados y rosados de sus senos. No podía creerlo. No quería que fuera cierto pero, si de todos modos era verdad... bueno... todo era tan confuso. ¿Estaba aún más aterrorizada o contenta de no ser la única que soportaba esta indecible humillación?

Ni siquiera pudo seguir pensando en ello, pese a la impresión que le había causado aquella imagen, ya que varias manos se movían sobre todo su cuerpo. Al sentir que le tocaban el sexo y le acariciaban el vello, soltó un grito agudo y a continuación, horrorizada, con la

cara ardiendo y los ojos fuertemente apretados, notó cómo un par de largos dedos se escurrían dentro de la abertura vaginal y la abrían.

Estaba todavía irritada por las embestidas del príncipe y, aunque los dedos se movían delicadamente, sintió de nuevo aquel escozor.

Lo cierto era que en ese instante le abrían aquella parte tan mortificante, sin más, mientras oía cómo sus voces serenas hablaban de ella:

—Inocente, muy inocente —decía una, y otra comentaba que tenía unos muslos muy delgados y que su piel era demasiado elástica.

Eso pareció provocar nuevas risas, alegres y tintineantes, como si todo esto fuera la mayor de las diversiones. De pronto, Bella cayó en la cuenta de que estaba forcejeando con toda su alma para cerrar las piernas, aunque era completamente imposible.

Los dedos habían desaparecido de su vagina pero ahora alguien le daba unas palmaditas en el sexo y cerraba con un pellizco los pequeños labios ocultos. Bella volvió a retorcerse y de nuevo oyó las risas, que en esa ocasión provenían del hombre que estaba a su lado.

—Pequeña princesa —le dijo cariñosamente al oído y se inclinó rozándole el brazo desnudo con la capa de terciopelo—, no podéis ocultar a nadie vuestros encantos.

Bella gimió como si intentara pedir clemencia, pero él le tapó la boca con el dedo.

—Ahora tengo que sellaros los labios, si no el príncipe se enfurecerá. Debéis resignaros y aceptar. Es la lección más dura; comparado con esto el dolor ciertamente no es nada.

Bella percibió que él levantaba el brazo para que ella supiera que la mano que ahora le tocaba el pecho era la suya. Había aprisionado su pezón y lo apretaba rítmicamente.

Al mismo tiempo, alguien te acariciaba los muslos y el sexo y, para su vergüenza, Bella experimentó, incluso en esta degradación, aquel placer deshonroso.

—Eso es, eso es —la animó—. No os resistáis; haceos dueña de vuestros encantos, eso es: dejad que vuestra mente ocupe vuestro cuerpo.

»Estáis desnuda e indefensa. Todos se deleitarán con vos y, ¿qué otra cosa podéis hacer? Por cieno, os diré que con vuestros retortijones sólo conseguís mostraros más exquisita. Sería sumamente cautivador si no fuera un gesto tan rebelde. Ahora, volved a mirar, ¿habéis entendido lo que os he explicado?

Bella asintió con un gesto y levantó los ojos temerosa. Veía lo mismo que antes: la hilera de mujeres jóvenes con la vista baja y los cuerpos desnudos exhibidos tan vulnerablemente como el suyo.

Pero ¿qué sentía exactamente? ¿Por qué la sometían a sentimientos tan confusos? Había pensado que ella era la única persona expuesta y humillada de tal modo, como un gran trofeo para el príncipe, al que, por cierto, ya había dejado de ver. ¿Acaso no estaba aquí, al descubierto, en el mismo centro del salón?

Pero entonces, ¿quiénes eran estas prisioneras? ¿Sería ella tan sólo una de ellas? ¿Era éste el significado de la conversación que mantuvo el príncipe con sus padres? No, ellos no podían haber servido de este modo. Sintió una rara mezcolanza de celos incontenibles y alivio.

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