El rapto de la Bella Durmiente (5 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

La princesa se esforzaba por entender su vida. Recordó que por la tarde, en el acogedor bosque, al caminar delante del príncipe, que iba a caballo, sintió el roce de su propia melena sobre el trasero, y entonces se preguntó si a él le parecería hermosa. En aquel momento deseó que la subiera a su lado, que la besara y la acariciara. Por supuesto, no se atrevió a volver la vista. No se imaginaba lo que él habría hecho si hubiera sido tan necia, pero el sol había dibujado sus sombras por delante de ella y al ver su silueta Bella sintió tal placer que le dio vergüenza; sus piernas flaquearon y en su interior percibió la más extraña de las sensaciones, algo que nunca conoció en su vida anterior, aunque quizá sí en sueños.

En este instante, al pie de la cama, la despertó la orden que el príncipe le dio en voz baja pero con firmeza.

—Venid aquí, querida mía —dijo, e hizo un gesto para que se arrodillara ante él—. Esta camisa tiene que abrirse por delante. Aprenderéis a hacerlo con los labios y los dientes. Yo seré muy paciente con vos.

Bella pensaba que le tocaría sufrir la pala, así que al oír estas palabras se acercó con gran alivio, casi con demasiada prisa por obedecer, y tiró de la gruesa lazada que cerraba la camisa por la garganta. La carne del príncipe le pareció cálida y suave. Carne de hombre. «Tan diferente», pensó. Rápidamente soltó la segunda lazada y la tercera. Forcejeó con la cuarta, que estaba en la cintura, pero él no se movió y, luego, cuando acabó, inclinó la cabeza, mantuvo las manos, igual que antes, en la nuca y esperó. —Abridme los pantalones —le dijo él.

Las mejillas se le encendieron; Bella lo intuía. Pero, una vez más, no vaciló. Tiró del tejido por encima del gancho hasta que se soltó. Entonces vio su sexo, allí abultado, dolorosamente torcido. De pronto quiso besarlo, pero no se atrevió y su propio impulso la escandalizó.

El príncipe había extraído su miembro. Estaba duro. Bella se lo imaginó entre sus propias piernas, turbulento y demasiado grande para su abertura virginal, llenándola de aquel tremendo placer que la noche anterior la inundó y la devastó. Sabía que se estaba sonrojando desesperadamente.

—Ahora, id al estante que hay en ese rincón y traed la palangana con agua.

Ella casi se precipitó por el suelo. En la fonda, él le había repetido en varias ocasiones que se moviera con rapidez y, aunque al principio le resultó odioso, ahora lo hacía instintivamente. Trajo la palangana con ambas manos y se la ofreció. En el agua había un paño.

—Escurrid bien el paño —dijo él— y lavadme, deprisa.

Bella obedeció al instante, sin dejar de observar maravillada aquel sexo, su longitud, su dureza y la punta con su pequeña abertura. El día anterior aquel miembro la había dejado escocida, aunque de todos modos el placer la había paralizado. Jamás hubiera imaginado que pudiera existir semejante placer secreto.

—Y ahora, ¿sabéis lo que quiero de vos? —preguntó el príncipe con voz tierna. Su mano le acarició cariñosamente la mejilla y le echó el pelo hacia atrás. Ella se moría de ganas de mirarle, deseaba tanto que le ordenara que lo mirara a los ojos. Era algo que la aterrorizaba pero tras el primer instante le resultaba tan maravilloso: su expresión, aquel rostro hermoso y casi delicado, y aquellos ojos negros que parecían no aceptar ningún compromiso.

—No, mi príncipe, pero sea lo que fuere... —empezó ella.

—Sí, querida mía... estáis siendo muy buena. Quiero que os la introduzcáis en la boca y que la frotéis suavemente con la lengua y los labios.

Ella se escandalizó. Nunca había imaginado algo así. De pronto, cruelmente, se dijo que ella había sido una princesa, y repasó mentalmente toda su existencia antes de quedarse dormida. Estuvo a punto de empezar a gemir, le estaba dando una orden su príncipe y no una

persona desagradable a quien la hubieran entregado como esposa, así que cerró los ojos y se metió el miembro en la boca mientras notaba su enorme tamaño y su endurecimiento.

El pene le tocaba ligeramente la parte posterior de la garganta mientras ella empujaba la boca adelante y atrás, siguiendo las indicaciones del príncipe.

El sabor era casi delicioso; tuvo la impresión de que unas pequeñas gotitas de un líquido salado entraban en su boca. Luego, él dijo que era suficiente, y se detuvo.

La princesa abrió los ojos.

—Muy bien, Bella, muy bien —dijo el príncipe.

De pronto pudo advenir que él padecía por la necesidad, y esto la hizo sentirse orgullosa; en ella surgió, incluso en su desamparo, un sentimiento de poder.

Pero él ya se había incorporado y la ayudaba a levantarse. Mientras estiraba las piernas se dio cuenta de que aquel placer extenuante se había apoderado de ella. Por un instante sintió que no podía tenerse de pie, pero desobedecerlo era algo impensable. Rápidamente se puso firme, con las manos detrás del cuello, y evitó humillarse con cualquier movimiento de sus caderas. ¿Se habría dado cuenta él? Bella volvió a morderse el labio y sintió que estaba dolorido.

—Hoy os habéis componado maravillosamente bien, habéis aprendido mucho —dijo el príncipe con ternura. Su voz resultaba sumamente dulce y tremendamente firme al mismo tiempo. Le hacía sentirse casi adormilada; aquel placer se fundía en su interior.

Luego se percató de que él se estiraba hacia atrás para coger la pala, y sin darse tiempo para contenerse Bella soltó un grito sofocado, y sintió que la mano de él la cogía por el brazo, le retiraba las manos de la nuca y le daba la vuelta. Bella quería gritar; «¿qué he hecho?», se preguntó.

Pero la voz del príncipe le susurraba al oído. —Yo mismo he aprendido una lección muy importante: el dolor debilita vuestra resistencia, hace que todo os resulte más fácil. Ahora sois infinitamente más maleable que antes de que os propinaran aquella zurra en la posada.

Ella quiso negarlo con la cabeza pero no se atrevió. La atormentaba el recuerdo de todas aquellas personas que presenciaron cómo la azotaban: le habían dado la vuelta para que todos los que estaban en las ventanas vieran su trasero y su entrepierna, y para que los soldados observaran su cara. Fue terriblemente doloroso. Al menos ahora sólo estaría su príncipe. Si se lo pudiera decir: por él era capaz de hacer cualquier cosa, pero con todos los demás... era un castigo tan atroz...

Ella sabía que esto no estaba bien, que no era lo que él quería que pensara, lo que él intentaba enseñarle. Pero en ese momento era incapaz de pensar.

El príncipe se situó a su lado. Sostenía su barbilla con la mano izquierda. Le había ordenado que doblara los brazos en la espalda, algo que le resultaba difícil, pues era peor que enlazar las manos detrás del cuello. Esta posición le arqueaba el cuerpo, la obligaba a sacar el pecho y hacía que sintiera la penosa desnudez de sus senos y su cara. Bella gimió en silencio mientras él le echaba el pelo hacia atrás y colocaba la larga melena sobre el hombro derecho.

El pelo le cubría el brazo, pero él lo apartó de los pezones, que luego pellizcó con fuerza, con el índice y el pulgar, levantando ambos pechos y dejándolos caer por su propio peso.

Con toda seguridad, la cara de Bella estaba encendida, pero ella sabía que lo que vendría a continuación sería aún peor.

—Separad las piernas lentamente. Apoyaos firmemente en el suelo —dijo—, para aguantar los golpes de la pala.

Bella quiso ponerse a gritar, e incluso a través de sus labios apretados los sollozos le sonaron muy fuertes.

—Bella, Bella —ronroneó—. ¿Queréis complacerme?

—Sí, mi príncipe —lloró ella. El labio le temblaba espasmódicamente.

—Entonces, ¿por qué lloráis si ni siquiera habéis sufrido la pala? Vuestro trasero sólo está un poco dolorido. Hay que ver, la hija del mesonero tenía tan poca fuerza...

Bella lloró casi con amargura, como si a su manera, sin palabras, quisiera decirle que tenía razón pero que era sumamente difícil.

En aquel instante él le sostenía la barbilla con firmeza, sujetándole todo el cuerpo, y entonces Bella sintió el primer y fuerte golpe de la pala. Fue una explosión de dolor punzante en la caliente superficie de su carne. El segundo azote llegó mucho antes de lo que creía, y luego un tercero, un cuarto y, contra su voluntad, se puso a gritar con todas sus fuerzas.

El príncipe se detuvo y la besó con suavidad por toda la cara:

—Bella, Bella —suspiró—. Ahora os doy permiso para hablar... decidme qué queréis hacerme saber.

—Quiero complaceros, mi príncipe —ella luchaba en vano—, pero duele mucho, aunque he intentado complaceros con ahínco.

—Pero, querida mía, me complacéis soportando ese dolor. Ya os he explicado antes que el castigo no será siempre consecuencia de una falta. A veces simplemente sucederá para contentarme. —Sí, mi príncipe—sollozó ella.

—Os diré un pequeño secreto sobre el dolor. Sois como una cuerda de arco tensada. El dolor os relaja, os ablanda, como a mí me gusta veros. Es digno de mil órdenes y reprimendas, y no debéis resistiros. ¿Comprendéis lo que os digo? Debéis entregaros al dolor. Con cada golpe estrepitoso de la pala tenéis que pensar en el siguiente y en el siguiente, y en que es vuestro príncipe quien os está pegando, provocándoos este dolor.

—Sí, mi príncipe —contestó ella con resignación.

De nuevo, él le levantó la barbilla y volvió a zurrarle en el trasero una y otra vez. Bella sentía cómo sus nalgas se calentaban más y más a causa del dolor. Los palazos le sonaban muy fuertes y casi demoledores, como si el propio sonido fuera tan espantoso como el dolor. No podía comprenderlo.

Cuando él volvió a detenerse, Bella estaba sin aliento y lloraba frenéticamente, como si aquel torrente de golpes la hubiera humillado más que el peor dolor jamás sufrido.

Entonces el príncipe la rodeó con sus brazos. Al notar la áspera ropa y la fuerza de sus hombros contra su firme pecho desnudo, Bella sintió un placer tan tranquilizador que mitigó los sollozos y su boca lánguida se fue abriendo cada vez más, apoyada en él.

Los ásperos pantalones del príncipe rozaban su sexo. Bella se apretaba cada vez más contra aquel cuerpo hasta que él la obligó a retroceder con un suave movimiento, como si la reprendiera en silencio.

—Besadme —dijo, y la sacudida de placer que recorrió su cuerpo cuando él cerró la boca sobre la suya fue tal que Bella casi se sintió incapaz de tenerse en pie, lo que la obligó a dejar caer su peso contra él.

El príncipe la volvió hacia la cama.

—Es suficiente por esta noche—dijo con ternura—. Mañana se nos presenta un duro viaje.

Él le dijo que se echara.

De repente, Bella se dio cuenta de que el príncipe no iba a poseerla. Le oyó desplazarse hasta la puerta y, de pronto, ese placer que Bella sentía entre las piernas se convirtió en una agonía. Todo cuanto podía hacer era llorar en silencio contra la almohada, e intentar impedir que las sábanas tocaran su sexo porque temía no poder evitar algún movimiento ondulante. Además, estaba segura de que él la observaba. Era evidente que el príncipe pretendía que ella sintiera placer, pero ¿sin su permiso?

Bella permaneció echada, rígida, llorando. Un momento después oyó voces a su espalda. —Lavadla y ponedle un ungüento calmante en las nalgas—decía el príncipe— y si queréis podéis hablar con la princesa, y ella con vos. Tratadla con el mayor de los respetos — ordenó él. Luego Bella oyó cómo sus pasos se desvanecían.

Se quedó tumbada boca abajo, demasiado asustada para mirar hacia atrás. La puerta volvió a cerrarse. Oyó pasos, y el sonido de un paño en la palangana de agua.

—Soy yo, querida princesa—dijo una voz femenina. Era una mujer joven, de su misma edad, así que no podía ser otra que la hija del mesonero.

Bella hundió la cara en la almohada. «Esto es insoportable», pensó y de pronto odió al príncipe con toda su alma, aunque se sentía demasiado humillada para pensar en ello. Percibió el peso de la muchacha cuando se apoyó en la cama, a su lado y, a continuación, el roce de la tela del delantal contra su trasero avivó la irritación y el escozor de su carne.

La princesa tenía la impresión de que sus nalgas eran enormes, aunque sabía que no era cierto, o de que, debido a su rojez, desprendían algún tipo de luz espantosa. La muchacha tenía que sentir aquel calor. Precisamente esa muchacha, ella entre todas, era la que tanto se había esforzado en complacer al príncipe, azotándola con mucha más fuerza de lo que su alteza creía.

El paño húmedo le frotaba suavemente los hombros, los brazos, el cuello. Le friccionaba la espalda, luego los muslos, las piernas y los pies, mientras la muchacha evitaba con sumo cuidado tocar el sexo y la zona irritada de la princesa. Luego, después de escurrir el paño, le tocó levemente las nalgas.

—Oh, ya sé que duele, queridísima princesa —le dijo en tono amistoso—. Lo siento, pero ¿qué podía hacer yo después de recibir las órdenes del príncipe? —El trapo era áspero al contacto con la irritación y Bella advirtió que, en esta ocasión, tenía un montón de ronchas. Gimió y, aunque detestaba a la muchacha con una repugnancia violenta que no había sentido por nadie más en su breve vida, tuvo que reconocer que el paño le produjo una agradable sensación.

Aquello conseguía calmarla; era como un delicado masaje aplicado a una picazón. Bella se serenó poco a poco mientras la muchacha continuaba lavándola con cuidadosos masajes circulares.

—Queridísima princesa —dijo la muchacha—, sé cómo sufrís, pero él es tan guapo, y siempre se sale con la suya, no se puede hacer nada al respecto. Por favor, habladme, decidme que no me despreciáis.

—No os desprecio —respondió Bella con una vocecita apocada—. ¿Cómo podría culparos o despreciaros?

—Tuve que hacerlo. Vaya espectáculo. Princesa, debo deciros algo. Quizás os enfadéis conmigo, pero tal vez os sirva de consuelo.

Bella cerró los ojos y posó la mejilla contra la almohada. No quería oírla pero aquella voz, el respeto y la delicadeza que transmitía, le gustaban. La muchacha no quería hacerle daño. La princesa sentía ese temor reverencia) en la muchacha, esa humildad que Bella había reconocido en sus sirvientes durante toda su vida. En este momento no era diferente, ni siquiera con esta joven que la había sostenido sobre sus rodillas en una taberna y la había azotado en presencia de rudos hombres y pueblerinos. Bella la recordó como la había visto en la puerta de la cocina: su cabello oscuro y rizado formando bucles que le caían sobre la carita redonda, y esos grandes y recelosos ojos. ¡Qué feroz le habría parecido el príncipe! ¡Qué temor debió de sentir esperando que en cualquier momento el príncipe ordenara que la desnudaran y la humillaran a ella también! Bella, al pensar en esto, sonrió. Sintió ternura por la muchacha, y por sus dulces manos que en aquel momento le lavaban la carne caliente y dolorida con sumo cuidado.

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