El rapto de la Bella Durmiente (6 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

—De acuerdo —dijo Bella—, ¿qué es lo que queréis decirme?

—Sólo que sois tan preciosa, querida princesa, que poseéis tanta belleza. Incluso cuando estabais allí, caray, ¿cuántas mujeres que aparentemente son hermosas podrían haber preservado su belleza en un trance semejante? Vos estuvisteis tan hermosa, princesa. —Una y otra vez repetía esta palabra, hermosa, aunque era evidente que buscaba otras palabras

mejores que ella desconocía—. Estabais... tan graciosa, princesa —dijo—. Lo soportasteis tan bien, con tanta obediencia hacia su alteza, el príncipe.

Bella no dijo nada. Otra vez volvía a pensar en lo que debió de imaginar la muchacha. Pero hizo que Bella se sintiera tan consciente de sí misma que detuvo sus pensamientos. Esta muchacha la había visto tan de cerca... vio la rojez de la piel mientras era castigada y notó sus retortijones incontrolados.

Bella hubiera vuelto a llorar de nuevo, aunque no quería hacerlo.

Por primera vez, a través de una fina capa de ungüento, sintió sobre su piel los dedos desnudos de la muchacha que masajeaban los moratones.

—¡Oooh! —gimió la princesa.

—Lo siento —dijo la muchacha—. Trato de hacerlo con cuidado.

—No, continuad. Haced que penetre bien —suspiró Bella—, de hecho, es agradable. Quizá sea el momento en el que retiráis los dedos... —cómo intentar explicarlo, sus nalgas colmadas de este dolor, picándole, las pequeñas sacudidas de intenso dolor, como de guijarros, en los moratones, y esos dedos pellizcándolas y soltándolas a continuación.

—Todo el mundo os adora, princesa —susurró la muchacha—. Todos han contemplado vuestra hermosura, sin nada que la disimule u oculte las imperfecciones. No tenéis defectos.

se desmayan por vos, princesa.

—¿Es eso cierto o lo decís para consolarme? —preguntó Bella.

—Oh, claro que sí—dijo la muchacha—. Debíais haber oído a las mujeres ricas que estaban esta noche en el patio de la fonda. Fingían no sentir envidia, pero todas ellas sabían que desnudas no eran rivales para vos, princesa. Y, por supuesto, el príncipe estaba tan apuesto, tan guapo y tan...

—Ah, sí —suspiró Bella.

La muchacha ya había untado por completo las nalgas pero continuó añadiendo más ungüento para que penetrara en la carne. Esparció un poco más por los muslos. Detuvo sus dedos justo antes de llegar al vello del pubis y, una vez más, Bella sintió, con intenso malestar y vergüenza, que el placer volvía a ella. ¡Y con esta muchacha!

«Oh, si el príncipe se enterara», se le ocurrió de pronto. No le pareció que aquello fuera a agradarle y repentinamente pensó que podría castigarla en cualquier ocasión que sintiera este placer si no era él quien se lo daba. Bella intentó alejar de su mente estos pensamientos. Le hubiera gustado saber dónde se encontraba él en aquel momento.

—Mañana —dijo la muchacha—, cuando vayáis al castillo del príncipe, a lo largo de todo el recorrido, la calzada estará bordeada de gente que querrá veros. Corre la voz por todo el reino...

Bella se sobresaltó al oír estas palabras.

—¿Estáis segura de ello? —preguntó temerosa. Así, de repente, no podía asimilarlo. Recordó aquel momento apacible por la tarde en el bosque. Se hallaba sola delante del príncipe y casi consiguió olvidarse de los soldados que venían tras ellos. Pero de pronto, ¡la gente a lo largo del camino, esperando para verla! Recordó las calles concurridas del pueblo, aquellos momentos ineludibles cuando sus muslos desnudos o incluso sus pechos habían notado el roce de un brazo o del tejido de una falda; sintió que se le cortaba la respiración.

«Pero es lo que él quiere de mí —recapacitó—. No sólo que él me vea sino que todos me vean.» «A la gente le produce tanto placer contemplaros», le había dicho esa noche cuando entraban en la pequeña ciudad. La había empujado delante de él y ella lloró violentamente; lo único que veía a su alrededor eran los zapatos y las botas de los que no se atrevía a levantar la vista.

—Sois tan hermosa, princesa, que lo contarán a sus nietos —dijo la cantinera—. Están impacientes por regalarse la vista, y vos no les defraudaréis, no importa lo que les hayan

contado antes. Imaginaos, no defraudar nunca a nadie... —la voz de la muchacha se apagó como si pensara: «Oh, me gustaría poder seguiros para verlo.»

—Pero, no lo entendéis —susurró Bella, repentinamente incapaz de contenerse—, no os dais cuenta...

—Sí, sí que me doy cuenta —dijo la muchacha—. Por supuesto... he visto a las princesas cuando pasan por aquí con sus magníficas capas cubiertas de joyas y me imagino lo que se debe sentir al verse expuesta al mundo como si fuerais una flor, mientras todos los ojos os fisgonean como dedos entrometidos, pero vos sois... tan espléndida, en definitiva, princesa, y tan única. Vos sois su princesa. Él os ha reclamado y todos saben que estáis en su poder y que le debéis obediencia. Eso no es ninguna vergüenza para vos, princesa. ¿Cómo podría serlo, con un príncipe tan admirable que os da órdenes? Oh, ¿creéis que no hay mujeres que renunciarían a todo para ocupar vuestro lugar, sólo por poseer vuestra belleza?

Bella se quedó admirada al oír esto. Pensó en ello. Mujeres que renunciarían a todo, que ocuparían su puesto. No se le había ocurrido. Volvió a recordar aquel momento en el bosque.

Pero luego también rememoró los azotes en la fonda mientras todos los demás la observaban. Recordó que había sollozado desesperadamente y que llegó a odiar su propio trasero colgado en el aire, y sus piernas separadas, así como esa pala que bajaba una y otra vez. En realidad, el dolor era lo de menos.

Pensó en la multitud que se agolpaba en el camino. Intentó imaginárselos. Todo eso iba a sucederle al día siguiente.

Ella sentiría esa inmensa humillación, ese dolor; y toda la gente estaría allí para verlo, para intensificar su deshonra.

La puerta se había abierto.

El príncipe entró en la alcoba. La joven cantinera se levantó de un brinco y le hizo una reverencia.

—Alteza —dijo la muchacha casi sin aliento. —Habéis hecho un buen trabajo—fueron las palabras del príncipe.

—Ha sido un gran honor, alteza —contestó la muchacha.

El príncipe se acercó a la cama y, cogiendo a Bella por la muñeca derecha, la levantó y la puso de pie a un lado. Ella bajó la mirada obedientemente y, sin saber qué hacer con las manos, se las llevó rápidamente a la nuca.

Casi podía sentir la satisfacción del príncipe.

—Excelente, querida mía —dijo—. ¿No es preciosa, vuestra princesa?—le preguntó a la cantinera.

—Oh, sí, alteza.

—¿Le habéis hablado y consolado mientras la lavabais?

—Oh, sí, alteza, le expliqué cuánto la admiraba todo el mundo y cuánto querían...

—Sí, verla—dijo el príncipe.

Se hizo una pausa. Bella se preguntaba si ambos estarían mirándola y, súbitamente, se sintió de nuevo desnuda, a la vista de los dos. Tenía la impresión de que soportaría a uno o al otro, pero los dos juntos, contemplando sus pechos y su sexo, era demasiado para ella.

El príncipe la abrazó como si comprendiera que lo necesitaba y palpó cuidadosamente la carne irritada, lo que provocó en Bella otra sacudida de placer deshonroso que le recorrió todo el cuerpo. Ella sabía que su cara se habría puesto roja; siempre se sonrojaba con facilidad. ¿Había otras maneras de que él pudiera darse cuenta de lo que sus manos le provocaban? Si no conseguía anular este creciente placer, no tendría otro remedio que gritar.

—De rodillas, querida mía —dijo el príncipe acompañando la orden con un leve chasquido de los dedos.

Bella obedeció asustada y ante sí vio las maderas rugosas del suelo. Distinguió las botas negras del príncipe y luego los toscos zapatos de la sirvienta.

—Ahora, acercaos a vuestra sirvienta y besadle los zapatos. Mostradle lo agradecida que estáis por su lealtad.

Bella no se detuvo a pensarlo, pero notó que se le saltaban las lágrimas mientras obedecía y besaba el cuero gastado de los zapatos de la muchacha con toda la gratitud que era capaz de expresar. Por encima, escuchó cómo la cantinera murmuraba las gracias al príncipe.

—Alteza —dijo la muchacha—, soy yo quien quiere besar a la princesa, os lo ruego.

El príncipe debió asentir con un gesto puesto que la joven se dejó caer de rodillas, acarició el pelo de Bella y besó su rostro con gran respeto.

—Y ahora, ¿veis los postes al pie de la cama? —preguntó el príncipe. Bella sabía que la cama tenía altos pilares que sostenían un techo artesonado sobre ella—. Atad a vuestra princesa a estos pilares, con las manos y las piernas suficientemente separadas, de modo que mientras esté echado pueda mirarla —explicó el príncipe—. Hacedlo con estas cintas de raso para que su piel no se lastime, pero atadla con firmeza porque deberá dormir en esta posición y el peso no debe hacer que se suelte.

Bella se quedó pasmada.

Sintió que deliraba mientras la muchacha la alzaba para que se quedara erguida al pie de la cama. Cuando la cantinera le dijo que separara las piernas, Bella obedeció dócilmente. Sintió el raso que le apretaba el tobillo derecho y que luego ligaba firmemente el tobillo izquierdo. Después, la muchacha, de pie ante ella sobre la cama, ligó las manos de la princesa en lo alto a cada uno de los lados del lecho.

Allí estaba, con las piernas y los brazos extendidos, la mirada clavada en la cama. Llena de terror, Bella se dio cuenta de que el príncipe veía cómo sufría; tenía que ver la vergüenza de la humedad entre las piernas, esos fluidos que ella no podía frenar ni disimular. Volvió el rostro para hundirlo en su brazo y gimoteó en silencio.

Pero lo peor de todo era que él no tenía intención de poseerla. La había atado ahí, fuera de su alcance, para que mientras él dormía ella pudiera verlo abajo.

El príncipe despidió a la cantinera, quien antes de salir depositó en secreto un beso en la cadera de Bella. Ésta, que lloraba en silencio, supo que se había quedado a solas con el príncipe, y no se atrevía a levantar la vista para mirarlo.

—Mi hermosa obediente—suspiró él. Cuando el príncipe se acercó, Bella sintió horrorizada que el duro mango de la terrible pala de madera le tocaba levemente su lugar húmedo y secreto, tan cruelmente expuesto por sus piernas abiertas.

La princesa se esforzó por simular que esto no sucedía, pero sentía con toda certeza aquel fluido delator, y tuvo la certeza de que el príncipe estaba al corriente del placer que la atormentaba.

—Os he enseñado muchas cosas y estoy sumamente satisfecho de vos —dijo— pero ahora conocéis un nuevo sufrimiento, un sacrificio más que ofrecer a vuestro amo y señor. Yo podría calmar el ardiente anhelo que sentís entre vuestras piernas pero permitiré que lo padezcáis para que conozcáis su significado, para que sepáis que sólo vuestro príncipe puede datos el alivio que ansiáis.

Bella fue incapaz de reprimir un gemido, pese a que intentó amortiguarlo contra su brazo. Temía mover sus caderas en cualquier momento, en una súplica impotente, humillante.

El príncipe apagó las velas de un soplido. La habitación se quedó a oscuras, Bella percibió bajo sus pies que el colchón cedía con el peso del príncipe. Apoyó la cabeza en su propio brazo y cuando se dejó colgar de las cintas de raso se sintió firmemente sujeta a ellas. Pero ese tormento, esa tortura... y no había nada que ella pudiera hacer para aliviarlo.

Imploró para que cesara la hinchazón que crecía entre sus piernas, tal y como estaban cesando gradualmente y se aliviaban las palpitaciones en su trasero. Luego, cuando empezaba

a quedarse dormida, pensó con calma, casi en un estado de ensoñación, en las multitudes que la esperaban a lo largo de los caminos que la llevarían hasta el castillo del príncipe.

EL CASTILLO Y EL GRAN SALÓN

Al dejar la fonda, Bella estaba sofocada y sonrojada. Pero el motivo no eran las multitudes que bordeaban las calles del pueblo, ni las que iban a encontrarse más adelante cuando siguieran la calzada durante el trayecto a través de los campos de trigo.

El príncipe envió mensajeros por delante de la comitiva y explicó a Bella, mientras le adornaban el pelo con flores blancas, que si se daban un poco de prisa llegarían al castillo por la tarde.

—En cuanto crucemos al otro lado de las montañas nos hallaremos en mi reino —anunció orgulloso.

Bella no sabía con certeza qué reacción debía mostrar ante esto.

Pero el príncipe, como si intuyera su extraña confusión, la besó en la boca antes de subir al caballo y le dijo en voz baja, para que sólo lo oyeran los que estaban alrededor:

—Cuando entréis en mi reino, seréis mía de un modo más completo que nunca. Seréis enteramente mía, sin tregua, y os resultará más fácil olvidar todo lo sucedido con anterioridad y entregar vuestra vida tan sólo a mí.

entonces partieron del pueblo. El príncipe llevaba su caballo al paso, justo detrás de Bella, que se dispuso a andar a buen ritmo sobre los adoquines recalentados.

El sol brillaba con más fuerza que antes y el gentío era numerosísimo: todos los granjeros se habían acercado a la calzada, la gente apuntaba hacia ella, observaba atentamente y se ponía de puntillas para ver mejor, mientras Bella sentía la gravilla suelta bajo sus pies y de vez en cuando pisaba algunos manojos de hierba sedosa o de flores silvestres.

La princesa caminaba con la cabeza erguida, como el príncipe le había ordenado, pero entrecerraba los ojos. El aire fresco sosegaba sus miembros desnudos y ella pensaba sin cesar en el castillo del príncipe.

De tanto en tanto, alguna murmuración procedente de la multitud la hacía sentirse repentina y dolorosamente consciente de su desnudez; incluso, una o dos veces, alguna mano se adelantó precipitadamente del grupo para tocarle la cadera antes que el príncipe, que iba tras ella, restallara inmediatamente el látigo.

Finalmente penetraron en el oscuro paso entre los árboles que les conduciría a través de las montañas. Allí los grupos de campesinos aparecían más diseminados, atisbaban desde los robles de tupido follaje, entre una bruma que flotaba a ras del suelo. Bella se sintió amodorrada y lánguida pese a que seguía caminando. Notaba sus pechos pesados y blandos, y su desnudez le parecía extrañamente natural.

Pero su corazón se aceleró cuando la luz del sol apareció a raudales y descubrió ante ellos un valle que se extendía completamente verde.

Los soldados que marchaban a su espalda, lanzaron una gran aclamación lo que le permitió adivinar que, en efecto, el príncipe había llegado a casa. Más adelante, al otro lado de la verde pendiente, en lo alto de un precipicio que colgaba sobre el valle, vio alzarse el castillo del príncipe. Era una mescolanza de torreones oscuros, y mucho mayor que el hogar de Bella. Daba la impresión de que encerraba todo un mundo, y sus puertas abiertas se desplegaban como una boca ante el puente levadizo.

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