El rebaño ciego (46 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Sanidad:
A lo cual hay que unir el hecho hoy definitivamente establecido de que el momento y lugar de los primeros ataques fulminantes de esa terrible enteritis coincidieron con un viaje efectuado por un delegado comercial extranjero durante las dos semanas anteriores, ostensiblemente para fines de negocio legítimos…

Agricultura:
Y nadie podrá hacerme creer que esos malditos jigras adquirieron su inmunidad a un tan amplio espectro de pesticidas sin ninguna ayuda. Ni que una firma importadora responsable y respetada pudiera simplemente no haber detectado la presencia del tipo indeseable de gusanos en tantas de sus expediciones.

Estado:
De modo que es obvio que no tenemos que enfrentarnos con la obra de un fanático aislado, como esos raids de globos incendiarios sobre San Diego.

Presidente:
Sí, sólo hay una posible conclusión. Dejo a su criterio el decidir si hay que hacer público o no este asunto, pero de todos modos va no podemos tener ninguna duda Los Estados Unidos están siendo atacados.

SEPTIEMBRE
VIOLAMADRES

…Entre vapores y exhalaciones

Que hicieron que lágrimas poco viriles bañaran mis mejillas,

Con rostros negros como de Moros por el tizne, músculos vigorosos,

Los Fundidores me condujeron hacia las profundidades

De la intolerable Oscuridad. Espetaron la Espira del horno

Y sacaron una repentina gota de Fuego

Que atrajo la preciosa Agua de mi cadáver

Y tensó mi Visión con una tan horrible fuerza

Que pareció que abría mis ojos al Sol del trópico

O el rayo traspasaba la impenetrable oscuridad de la Medianoche,

O contemplaba asombrado el poderoso pozo del Hekla.

Me maravillé de cómo el Hombre, con la inteligencia dada por DIOS,

Había dominado el Elemento de la salamandra

Y liberado el Metal del vientre de la montaña

Para hacer para nosotros Sierras, y Cizallas, y útiles Arados,

Espadas para nuestras manos, y Cascos para nuestras cabezas,

El Bisturí del cirujano, vehículo de la Salud,

Y todas nuestras humildes Herramientas para hacernos ricos.

—«De Arte Munificente», siglo XVII.

PUNTO MUERTO

…unánimemente atribuido al miedo a las atrocidades trainitas por los expertos de tráfico de toda la nación. En muchos lugares el control de paso de coches en una hora ha reflejado las cifras más bajas de los últimos treinta años. Aquellos que se han arriesgado a salir en su Día del Trabajador no han encontrado a menudo la acogida que esperaban. En Bar Harbor, Maine, los ciudadanos han formado patrullas de vigilantes para desviar a los conductores de coches a vapor y eléctricos, personas que llevaban alimentos biológicos y otros sospechosos de ser trainitas. Se ha informado de dos víctimas como consecuencia de enfrentamientos entre turistas y residentes. Otras dos muertes se han producido en Milford, Pennsylvania, cuando los clientes de un restaurante, irritados al no conseguir platos relacionados en el menú, prendieron fuego al local con bombas de gasolina. El propietario declaró más tarde que sus suministros se habían visto interrumpidos por los asaltos a los camiones de comida. Comentando el suceso a la orilla de su lago privado en Minnesota, Prexy dijo, cito, Todo hombre tiene derecho a su bistec con patatas fritas, fin de la cita. California: los expertos encargados de evaluar los daños de los morterazos en el Bay Bridge…

CARGADO

—No podemos seguir así —dijo Hugh obstinadamente—. El ambiente está cargado. Cristo, he sido detenido y registrado cuatro veces en dos días.

—¿Y tus papeles de identidad no eran buenos? —restalló Ossie.

—Mierda, ¿si no lo hubieran sido estaría ahora aquí? ¿Pero durante cuánto tiempo más seguirán siéndolo? No Ossie, tenemos que dejar marcharse al chico.

—¡Pero su viejo aún no ha transigido!

—¡Ese asqueroso hijo de puta
nunca
va a transigir! —gritó Carl—. Tiene el complejo de Abraham en su mayor extensión posible.

—Y Hector está enfermo —dijo Kitty. Estaba sorprendentemente sobria—. Apenas ha comido nada en una semana. Y su mierda… ¡uf! Blanda y pestilente. Y chorrea ríos de sudor.

Los otros dos presentes eran Chuck y Tab, los co-conspiradores originales. Ossie apeló a ellos.

—Hugh tiene razón —dijo Chuck. Se rascó con aire ausente la ingle; pulgas y ladillas estaban siendo peores que nunca en toda la Bahía. Tab asintió también.

—Tendremos que dispersarnos si lo soltamos —dijo Ossie tras una pausa. Fruncía el ceño, pero sonaba como si hubiera estado esperando aquella decisión durante mucho tiempo.

—No es necesario —dijo Hugh—. Nos ha visto, seguro, pero no conoce quienes somos ninguno de nosotros. Excepto yo, y éste es mi problema. —Decir aquello le hacía sentirse heroico. Lo había estado ensayando—. Ossie, a ti sólo te conoce como «Austin Train», ¿no?

—¿Has visto que la ABS ha encontrado a Train? —interrumpió Kitty.

—¡Claro que sí! —todos ellos a coro, y Ossie continuó:

—¡Y os digo una cosa! Si ese bastardo no dice las palabras que deben ser dichas, voy a ir a Nueva York aunque sea andando y lo voy a hacer pedacitos. A menos que alguien se me adelante.

—Ajá —dijo Hugh, y volvió al tema—. Bien, conoce los nombres de pila del resto de nosotros, pero hay miles de Hughs y Chucks y Tabs. Y Kittys. Lo siento por el lugar, querida.

Ella se alzó de hombros.

—No hay nada aquí a lo que sienta un apego especial. Puedo meter todo lo que me interesa en una maleta.

—Pero no podemos simplemente ponerlo en la calle y dejar que se marche —dijo Tab, preocupado.

—Cuando esté dormido, simplemente nos vamos —replicó Hugh—. Dejamos la puerta abierta. Cuando quiera, que se vaya.

—¿Y si está demasiado enfermo? —dijo Kitty.

—Mierda, no va a morirse en las próximas veinticuatro horas. Nos damos este margen, luego llamamos a los polis para que vengan a buscarle si no ha salido por sus propios pies… Ossie, ¿qué estás haciendo?… Ossie había tomado un bloc de notas y un bolígrafo. Sin alzar la vista, dijo:

—Preparo la nota que le dejaremos. Para defender nuestra postura. Le hemos dado la mejor comida posible, toda de Puritan, ¿no? Y agua del grifo puesto que no ha habido ningún aviso de no beber. Así que si se ha puesto enfermo es debido a los sucios hijos de madre que están jodiendo al mundo, ¿no?

Asentimientos.

—Y puesto que su viejo ama más el dinero que a su propio hijo, ¿no? No ha querido suministrarles purificadores de agua a los necesitados.

—Quizá les ha hecho un favor —dijo Carl.

—¿Qué?

—Allá en Colorado todos se han obstruido a causa de las bacterias. Es todo un escándalo. Están hablando de entablar una demanda contra los fabricantes.

—No mencionaremos eso —dijo Ossie.

Oscuridad. Pero constelada con las brillantes y horribles imágenes de la pesadilla. Le dolía el estómago. Estaba empapado de sudor. Le dolía el pene, le dolía el ano, le dolía el vientre. Gritó pidiendo que viniera alguien.

Nadie respondió.

Se cayó de la cama al intentar ponerse de pie, golpeándose la cadera y el codo izquierdo. Vacilando hacia la puerta para golpearla, tropezó con el orinal y esparció la orina y los excrementos líquidos sobre sus pies.

La puerta se abrió por sí misma al primer golpe. Estaba demasiado atontado como para darse cuenta de lo que ocurría: golpeó de nuevo. Sus puños batieron el aire. Cayó hacia adelante, llorando y gimiendo. Más allá había una habitación con el suelo cubierto por colchones sucios. Entraba algo de luz de una farola de la calle. El cielo estaba oscuro. Era la primera vez en toda una eternidad que veía el cielo.

Gritó de nuevo, roncamente, y el mundo se tambaleó. Tenía fiebre, estaba seguro de ello. Y le dolía todo. Y el interior de sus calzoncillos estaba asquerosamente sucio, por delante y por detrás. Un infierno. Aquello era un infierno. ¡El mundo debería ser limpio, agradable, puro!

Cada vez más débil, se arrastró gimiendo hasta la puerta delantera del apartamento y la encontró abierta también, avanzó hacia las escaleras, las bajó, dos o tres peldaños de golpe cada vez. Abajo un sucio vestíbulo, donde seguramente los niños, y también los adultos se habían orinado más de una vez. Como chapotear en una cloaca. Pero lo hizo hasta llegar a la puerta de la calle. Se tensó para alcanzar el pestillo. Detrás había otro escalón. Lo bajó también, casi cayéndose, y se encontró en medio de la acera, gritando:

—¡Soy Hector Bamberley! ¡Ayúdenme! ¡Hay una recompensa! ¡Mi padre les dará una recompensa!

Pero los chicos drogados o locos eran algo común, y todo el mundo sabía que Roland Bamberley se había negado categóricamente a dar ninguna recompensa por su hijo, por miedo de que fueran los propios raptores quienes la cobraran. Tuvo que pasar más de una hora antes de que uno de los raros transeúntes se lo tomara en serio, y por aquel entonces había caído ya en el delirio.

Además, el aire lo había privado de su voz en unos pocos minutos, y era difícil entender lo que estaba diciendo entre los accesos de tos y los vómitos.

—¿Y bien doctor? —Más delgado que su hermano mayor Jacob, dedicado al ejercicio y a la poca vida al aire libre que era posible hoy en día debido a que se sentía orgulloso de su fuerte y correoso aspecto de pionero del oeste, Roland Bamberley se dirigió al hombre con el rostro cubierto por una mascarilla aséptica que salía del pabellón del hospital.

El doctor, quitándose la mascarilla, se pasó una cansada mano por la frente. Dijo:

—Bien…

—¡Dígamelo! —Austero, como un patriarca seguro de su convicción de que Dios aprobaba su proceder.

—Es una larga lista —dijo el doctor, y se sentó, tomando un bloc de notas del bolsillo de su bata blanca—. Ha tenido un par de intervalos de lucidez, pero la mayor parte del tiempo ha estado… esto… divagando. Déjeme ver… Oh, sí. Dice que ha sido bien alimentado. Dice que los secuestradores no le han dado nada excepto productos de Puritan, y que siempre se quejaban de lo caros que les resultaban. Le daban regularmente desayuno, comida y cena. Pero tuvo que beber agua del grifo. Directamente agua del grifo.

—¿Y? —Ninguna emoción detectable.

—Tiene una hepatitis. Aguda. Tiene fiebre alta, casi treinta y nueve. También una violenta diarrea, enteritis o disentería imagino, aunque deberemos esperar los cultivos de sus heces para asegurarnos. Eso es lo más importante.

—¿Y el resto?

Era una orden. El doctor suspiró y se humedeció los labios.

—Bien… Una afección cutánea. Menor. Impétigo. Es endémica por aquellos barrios. Uno de sus ojos está un poco inflamado, probablemente conjuntivitis. Es endémico también. Y su lengua está llena de manchas e hinchada… parece moniliasis. Una enfermedad debida a unos hongos. Lo que ellos llaman afta. Y por supuesto está lleno de pulgas y de piojos.

La máscara de autocontrol de Roland Bamberley se desmenuzó como una capa de hielo bajo presión.


¿Pulgas?
—jadeó—.
¿Piojos?

El doctor lo miró con una curva irónica en su boca.

—Exactamente. Hubiera sido un milagro que escapara de ellos. Cerca de un treinta por ciento de los edificios del centro de la ciudad están infestados. Son inmunes a los insecticidas, incluso a los ilegales. Imagino que las enteritis y las hepatitis van a mostrarse pronto resistentes a los antibióticos también. Normalmente ya empiezan a serlo hoy en día.

Las mejillas de Bamberley estaban grises.

—¿Alguna otra cosa? —dijo, con la tensa voz de un hombre buscando una excusa para iniciar una pelea, deseando ser pinchado una vez más para poder achacarla a su temperamento.

El doctor vaciló.

—¡Adelante, dígamelo! —Como una lima raspando contra madera dura.

—Muy bien. También tiene gonorrea, muy avanzada, y si es eso está a punto de tener NSU, y si tiene ambas cosas entonces lo más probable es que tenga sífilis. Aunque para estar seguros hemos de esperar al Wassermann.

Hubo un largo silencio. Finalmente Bamberley dijo:

—Pero tienen que haber sido peor que animales. La gente no puede vivir así.

—Tienen que vivir así —dijo el doctor—. No se les ha dado otra elección.

—¡Mentira! ¿Pulgas? ¿Piojos? ¿Enfermedades venéreas? ¡Por supuesto que tienen otra elección! —ladró Bamberley.

El doctor se alzó de hombros. No era buena política discutir con un hombre tan rico como aquel. Desde que su hermano Jacob había muerto era inconcebiblemente rico. Era el heredero de todos sus bienes. Los hijos adoptivos de Jacob no eran elegibles.

Tampoco Maud.

—¿Puedo verle? —dijo Bamberley tras un rato.

—No, señor. Son órdenes médicas. Le hemos administrado sedantes para que duerma, y debemos dejarle descansar al menos durante veinticuatro horas. La combinación de medicamentos que hemos debido administrarle podría… esto… perturbar además sus facultades de razonamiento.

—Pero los antibióticos… —Bamberley husmeó, como un perro de caza siguiendo un nuevo rastro. Dijo, suspicazmente—: Hay algo más. Usted no me lo ha dicho todo.

—¡Oh, infiernos! —El doctor perdió finalmente la paciencia. Llevaba tres horas ininterrumpidas con el chico—. ¡Sí, señor Bamberley! ¡Claro que hay más! Usted lo crió en ese medio ambiente prácticamente gnotobiótico… ¡no posee ninguna de las inmunidades naturales corrientes! ¡Tiene las amígdalas inflamadas! ¡Faringitis! ¡Alergias causadas por la mierda que Puritan vende con la etiqueta de alimentos apuros»! ¡Rasguños que se han vuelto sépticos, forúnculos en el ano llenos de hediondo pus! ¡Exactamente lo mismo que tiene
todo el mundo
que vive en las condiciones en que él ha estado viviendo durante los dos últimos meses, sólo que más pronunciado!

—¿Todo el mundo? —cortante; peligroso.

—¡Exactamente, todo el mundo! Creo que eso es lo que querían probar los secuestradores.

En el mismo momento en que las palabras surgían de su boca supo que había ido demasiado lejos. Bamberley saltó sobre sus pies.

—¡Usted simpatiza con esos demonios! ¡No lo niegue!

—Yo no he dicho que…

—¡Pero eso es lo que piensa! —un rugido—. ¡Bien, puede tomar sus sucias ideas trainitas y llevárselas a algún otro lugar!

El doctor dudó apenas un instante entre decir lo que tenía en la cabeza y limpiar su conciencia o conservar su sueldo y multiplicar sus ahorros. Estaba planeando trasladarse a Nueva Zelanda.

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