Dejó que la arena del desierto se colase entre sus dedos y cayese al suelo; luego, se volvió hacia Nefertiti.
—Hay cuestiones de carácter más práctico que requieren nuestra inmediata atención. Te ofrezco lo siguiente: regresa a Tebas y yo negociaré un nuevo acuerdo con todas las partes. Tú aceptarás retomar las antiguas costumbres. Adorarás públicamente a Amón en los templos de Karnak ante una congregación de sacerdotes. Eso es absolutamente imprescindible. A cambio, a tus hijas se les perdonará la vida. A tu marido se le perdonará la vida, se le permitirá llevar la corona, pero no tendrá autoridad alguna. Podrá quedarse en esta ridícula ciudad si le apetece, adorando al polvo y al sol de mediodía como el lunático en el que se ha convertido. Nadie lo sabrá. Dispondrá de los sirvientes necesarios para cuidar de él.
—¿Y tú?
—Soy el Padre del Dios. El Hacedor de lo Correcto. Seguiré siéndolo.
—Tú eres la sociedad —dije—. La Sociedad de las Cenizas. Qué nombre tan apropiado. Los hombres de ceniza.
Esbozó una calculada sonrisa.
—Eso es otro asunto. Un ritual, si lo prefieres. Pero funciona bien. A los hombres les atrae el poder de los secretos. Es interesante saber qué serían capaces de dar a cambio de conocer el gran secreto del poder. Siete plumas de oro del pájaro del renacimiento. Creo que todavía guardas una en tu poder. Por favor, entrégasela ahora a su auténtico propietario.
—La dejaste ahí para que yo la encontrase.
Asintió, como si se limitara a aceptar un cumplido.
Busqué en mi maletín, encontré la pluma y se la entregué a Nefertiti. La observó como si pudiese leer en ella el futuro. Como si ahora conociese el final de la historia. Y no era el que a ella le habría gustado que fuese.
—Bien —dijo Ay—. Lo prepararé todo para mañana, la gente te adora, hija. Tu estrategia para burlar a tus enemigos fue admirable. Has regresado del Otro Mundo. Por supuesto, haremos uso de eso. Tienes que convertirte en corregente. Eres una estrella entre nosotros, meros mortales.
—¿Y qué pasaría si no aceptase tu propuesta?
Rió sin aspavientos.
—Eres mi hija. Te conozco demasiado bien. No perdamos tiempo. Llevaré a cabo los preparativos necesarios y te esperaré en el palacio para la ceremonia pública del regreso, que será mañana. Los guardias se quedarán aquí para escoltarte de vuelta, cuando tomes la decisión adecuada. De no ser así, seguirán mis órdenes. Supongo que sabes cuáles son. Mañana será otro día.
—¿Matarías a tus propias nietas?
—Recuerda: no existe el amor, solo el poder. Como bien sabe tu criada. ¿No es así, Senet? Puedes preguntarle a ella, y también sobre escarabajos. Me gusta dejar mi marca, ya sabes.
Se dio la vuelta y se marchó. Nadie se atrevió a decir nada. Senet temblaba.
—Es tan poderoso… —susurró, avergonzada y asustada.
—Déjame contarte una historia —dije con tanto tacto como pude.
Ella asintió.
—Tú mataste a Seshat.
Alzó la vista, pero no lo negó.
—La mataste. Le destrozaste la cara. Dejaste el escarabajo en su cuerpo.
Ella no apartó la mirada.
—Llevabas guantes puestos para ocultar las heridas de tus manos. Me dejaste pensar que había desaparecido alguna de las joyas de la reina. Me hiciste creer que el escarabajo pertenecía a la reina. Pero el escarabajo te lo había dado Ay. El te dijo en qué lugar del cuerpo dejarlo. Ha dicho que es su marca, su signo. Y tiene razón. El proviene del estiércol de la tierra. Lo más bajo entre lo bajo. Y sin embargo empuja a reyes y reinas como si fuesen soles nacientes en un nuevo día.
Senet miró a la reina, quien la miró a su vez con algo parecido a la compasión.
—Seguiste sus instrucciones. Condujiste a la chica disfrazada río arriba y, en la oscuridad, cuando menos lo esperaba, la golpeaste. Es posible que la hirieses mortalmente con el primer golpe, pero fue necesaria mucha más fuerza de voluntad para destrozar su cara.
Me miró directamente.
—Lleva mucho tiempo matar a alguien —dijo—. El primer golpe fue sencillo. Pero no murió. Siguió haciendo ruidos, a pesar de no tener boca. La golpeé hasta que quedó en silencio. Me llevó un buen rato.
La cámara estaba en silencio. Proseguí con la historia.
—Se vistió con las ropas que tú escogiste del vestuario de la reina. Tenía que llevar un pañuelo cubriéndole la cabeza, como indicaban las instrucciones. Por lo que no supiste, hasta que te lo dije, a quién habías matado. Solo sabías que era una mujer. Por lo que a Ay respecta poco importaba quién vivía y quién moría. Pero a ti sí te importaba. Asesinaste y mutilaste a una mujer inocente. Su familia la adoraba.
—Y yo —dijo ella con orgullo—. La quería con todo mi corazón.
Habían sido amantes. Esa era la pura y simple verdad.
—Muéstrame tu pelo, por favor.
Ella asintió, revelando poco a poco una mata de pelo color caoba. Jety me miró y enseguida me entendió.
Senet habló de nuevo, en esta ocasión dirigiéndose a la reina.
—El lo sabía todo. Podía leer mis pensamientos y mi sueños. Me dijo que lo haría públicos, lo de Seshat y yo; no solo te lo diría a ti, mi señora, sino a todo el mundo. Eso podía soportarlo. Pero entonces me dijo que la mataría si no hacía lo que me pidiese. Si no se lo contaba todo. Me dijo lo que debía hacer. Me dijo que llevase las instrucciones selladas y las ropas al harén como si fueran de la reina. Traerían a una mujer. Y me dijo lo que tenía que hacer. Me ordenó que no hablase. Me indicó dónde llevarla y cómo hacer lo que debía. ¿Qué opciones tenía? ¿Qué habrías hecho tú?
Esas últimas preguntas iban dirigidas a mí, pero lo único que yo podía ofrecerle era una mirada comprensiva. De repente, se puso a sollozar de dolor, agachándose y golpeándose la cabeza.
—Hator, Señora del Cielo, Señora del Destino, la poderosa, perdóname. ¡Maté a la mujer que amaba! Me dejé llevar por el amor y el miedo. Ahora no queda nada más que muerte.
Nefertiti le tocó el hombro en un gesto de amabilidad.
—Si hubieses acudido a mí con la verdad, yo podría haberte protegido.
La criada alzó lentamente la mirada.
—Él es más grande que todos nosotros. Él es la Muerte. ¿Sabías que me besó? En los labios. A partir de ese momento estuve condenada. —Agarró la daga que yo había tirado, salió de la cámara mortuoria y desapareció en la oscuridad. Sabía que nadie podía salvarla, sabía que nunca la encontraríamos. Deseé que la diosa Nut la tomase entre sus brazos y encontrase un lugar para ella entre las imperecederas estrellas.
Jety y yo salimos a tomar el aire. Era la hora más oscura de la noche, y la luna se había ocultado en el horizonte. Nos sentamos como dos monumentos abatidos.
—Creía conocer bien a Senet —dijo—. ¿Cuándo te diste cuenta?
—Supe que había elementos extraños y vacíos en su historia. Pero su dolor la traicionó.
Asintió.
—Ese hombre es un monstruo.
—No creo en monstruos, Jety. Eso hace que todo sea más fácil para los demás. En última instancia, Ay es uno de los nuestros.
—Eso lo empeora todo.
No tuve más remedio que asentir.
Nefertiti salió de la cámara. Jety se retiró respetuosamente para dejarnos a solas. Ahora tenía cosas que decirle.
—Esa no era la historia que me contaste cuando nos conocimos acerca de tu padre y tu familia. Me engañaste.
Me miró sin alterarse.
—Cuando no conoces a tus padres, pasas mucho tiempo imaginándolos. Los imaginas como personas perfectas. Te inventas innumerables historias para completar tus sueños, y esas historias te parecen reales. Hasta que un día…
—La verdad.
—Sí. Había imaginado que mi padre era un hombre bueno, maravilloso y amable. Llegué a pensar que algún día vendría a rescatarme. Creía que podría llevarme con él a cabalgar sobre su caballo blanco, juntos, para siempre. A salvo.
—Podrías haber acabado con su vida.
Se detuvo a recapacitar.
—No. Podrías haberlo matado, pero entonces se habría quedado en mi interior, dentro de mi cabeza, hasta el fin de los días. Eso probablemente habría sido peor. Tal vez lo único que puedo hacer es perdonarle. Por lo que me ha hecho a mí. Por lo que ha hecho a otros. Si logro hacer eso, entonces nunca más tendrá fuerza sobre mí.
De nuevo me sentí anonadado y horrorizado.
—¿Perdonarle? Ha usado tu vida, y la de tus hijas, como medio para conseguir un fin, como un camino al poder, y ha amenazado con matarte y matar a las niñas. No hay ni una pizca de amor en él.
—Eso no significa que no deba perdonarle. El amor engendra amor. El odio engendra odio. Ha llegado el fin de todo por lo que hemos trabajado, ha llegado el fin del sueño de un mañana mejor. Pero sé algo: el mundo nos pide cosas, me pide cosas, y no puedo decir que no. Tengo poder suficiente para salvar a los que amo e influir en el curso del futuro. Tengo responsabilidades con el futuro.
De repente me asaltó un pensamiento con total nitidez.
—No volveré a verte.
Tomó mis manos entre las suyas.
—Nunca te olvidaré.
Permanecimos allí sentados durante un buen rato, juntos.
Bastante antes del alba, con la intención de regresar sin ser vistos, descendimos desde la tumba y echamos a andar por la fría y oscura llanura camino de la ciudad y de un desconocido futuro. Miré a Nefertiti, la Perfecta, que caminaba a mi lado. Parecía tranquila, resuelta; llevaba la cabeza alta, miraba hacia el frente. Tal vez pensaba que conocer la verdad era mejor, a pesar de los horrores que podía conllevar, que vivir con incertidumbre. Sus hijas mayores iban a su lado, todavía medio dormidas; Jety y yo llevábamos a hombros a las más pequeñas, que se balanceaban de un lado a otro, sumidas en el más dulce y extraño de los sueños. Ajnatón iba arrastrando el pie sobre el oscuro y árido suelo. Los guardias de Ay nos seguían a escasa distancia.
Nefertiti decidió regresar al Palacio Septentrional, lugar de retiro de la familia, pues se encontraba apartado de la ciudad y de los barrios. No estaba bien fortificado, y no disponía de alojamiento para residentes, por lo que la seguridad no sería la más adecuada. Pero ella dijo que tenía sus razones para hacerlo; además, su aislamiento suponía una ventaja. Meretatón y Meketatón, ya despiertas, participaron en la conversación e insistieron en ir al Palacio Septentrional, pues así podrían ver a sus pequeñas gacelas.
Desde la distancia, todo lo que podía verse del palacio era su inacabable y alto muro de ladrillos de barro, que parecían rodear una amplia zona de tierra que se extendía hasta la orilla del Gran Río. No había ventanas en los muros, y cuando llegamos nos encontramos frente a unas sólidas puertas de madera cerradas. Llamé con tanta fuerza como pude. Parecía que el sonido, extrañamente fuerte, se alejaba en el silencio anterior al alba. Finalmente, oí una especie de traqueteo y un gruñido; después, la pequeña puerta que hacía de mirilla se abrió. Un viejo parpadeó varias veces, al reconocer a los visitantes vestidos con las togas reales, su cara compuso un gesto de sobrecogimiento y empezó a rezar en voz alta. Había más miedo que reverencia en su mirada. No tuve ninguna paciencia con él y empujé las pesadas puertas hasta abrirlas por completo. El hombre se postró sin dejar de rezar, así que pasamos por encima de él y nos adentramos en el recinto palaciego. Al cabo, se puso en pie y nos siguió, diciéndonos que el palacio estaba vacío pero que había sido bien defendido con honor por una sola persona, él mismo.
—Soy el único que queda aquí, todos los demás se han ido, pero yo sabía que regresarías, y aquí me quedé para esperarte. —Parecía un bodeguero esperando una propina. Nefertiti le dio las gracias en voz baja por su lealtad.
La arena se había apilado contra las paredes del patio, y todas las puertas interiores y las ventanas seguían cerradas. La reina siguió caminando, abrió puertas y atravesó salas de recepción llenas de columnas, desiertas y resonantes. Jety y yo estábamos alerta, pues no podíamos estar seguros de que no hubiese allí fuerzas hostiles, tal vez gente de Horemheb. Sin embargo, no encontramos rastro de presencia alguna.
Los guardias de Ay se quedaron en la puerta, así que Jety y yo hicimos guardia en el patio principal mientras Nefertiti llevaba a las niñas a sus habitaciones para descansar y prepararlas para el día siguiente. Ajnatón las siguió contrariado. Observamos cómo se apagaban las últimas estrellas; acto seguido, la azulada luz del alba empezó a transformar la cúpula celeste. Lentamente, la luna se hundió en el Otro Mundo. Ladraban perros en la lejanía, y dio comienzo el incansable canturreo de los pájaros junto al río. La vida se reiteraba a sí misma.
Entonces Ajnatón apareció en la puerta. Se detuvo a contemplar a su dios, Atón, ahora de un rojo claro, que se vislumbraba sobre el borde de los acantilados orientales. Sin embargo, en aquel acto no había sentido alguno de celebración. Alzó las manos en silenciosa adoración. Su aspecto transmitía futilidad y absurdo. Apartamos la vista respetuosamente, esperando no tener que imitarle.
—Ven, quiero enseñarte algo.
Se dio la vuelta y cojeando enfiló el pasillo, cubierto de arena. Yo le seguí, dejando a Jety de guardia. Caminamos durante un rato hasta toparnos con una espléndida puerta de madera tallada de doble hoja. La abrió e insistió en que yo entrase primero. Me encontré en una cámara cuadrada de altas paredes. No tenía techo; únicamente había tres paredes en las que un artista había plasmado una visión de la Vida Perfecta. Había pintado varios martín pescador en pleno vuelo, con sus alas blancas y negras cortando el aire inmóvil, dispuestos a zambullirse en el agua; había otros que ardían sobre las puntas de grandes cañas de papiro dos veces más altas que un hombre. De repente, ocurrió algo extraño: con un breve y agudo grito una forma apareció volando a toda velocidad; un destello de alas brillantes recorrió la cámara y desapareció, tal como había aparecido, en el interior de la pared. ¿Qué era lo que había visto? No podía creer a mis ojos.
Ajnatón dio una palmada y rió como un niño; le había encantado mi sorpresa.
—¡Son nidos escondidos en la pared! Lo ves, incluso a los pájaros se les puede engañar con el buen arte. ¡Creen que están realmente en el río!
Estaba entusiasmado con aquel mundo de apariencias, pero para mí aquello era otra prueba de que su perfecta ciudad de pintura, barro, luz y sombras no era más una simple ilusión. Había sido testigo del lado oscuro de su creación, había visto cómo funcionaba, y había entendido, por encima de todo, que había sido creada no por la belleza o por el poder, sino para dar miedo.