El reino de las sombras (39 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

A medida que nos aproximábamos al embarcadero, la multitud crecía y crecía, y el ruido aumentaba hasta convertirse en un turbulento rugido; tanto podía ser de sobrecogimiento como de rabia o de aprobación. El barco amarró, y al instante un equipo de hombres vestidos de oro salieron de la bodega y alzaron la barca, con la reina en su interior, y la cargaron sobre sus hombros. Ella se aferró a los asideros de su pequeña embarcación —un momento de humana tensión— como si pretendiese con ello mantener el equilibrio.

Pasamos del tranquilo aislamiento del río al ardiente caos de la tierra. Se abrió un sendero entre la multitud y avanzamos por él lentamente en dirección a la vía Real; de forma inexorable, paso a paso, camino del Gran Templo de Atón. Mucha más gente, que oraba o lanzaba exclamaciones de júbilo, fue uniéndose a la marea humana que parecía crecer como las aguas de una inundación contra los muros de los edificios y desbordaba las calles adyacentes. Las veinte sirvientas caminaban delante de nosotros, lanzando pétalos de flores amarillos y blancos al paso de la reina. Curiosamente, ella parecía no ver ni oír nada, seguía con la espalda tiesa e inmóvil, como la estatua de un panteón, por encima del caos. Pude ver el templo, que ya no estaba lejos, con sus muros recién pintados de blanco ya cubiertos de polvo, los estandartes ondeando bajo las ráfagas de viento que traían consigo arena de la Tierra Roja. Estaba preocupado tanto por el extraño clima como por el peligro que íbamos a correr al exponernos a fuerzas desconocidas que estaban contra nosotros.

Por todo el camino, la gente se postraba tumbándose bocabajo en el suelo, pero las tropas de medjay tenían sus armas preparadas. El aire estaba plagado de aromas: pan horneado y carne asada, incienso y flores; muchos de los jóvenes presentes ya estaban borrachos. Una especie de histeria colectiva se estaba adueñando de la masa entre una atmósfera de peligro, nerviosismo e inestabilidad, como si cualquier cosa pudiera ocurrir. El futuro adquiría forma con cada segundo que pasaba, y nosotros formábamos parte de él.

Cuando nos acercamos al templo, nuestro ritmo disminuyó. Nos detuvimos para saludar a la multitud y después nos dispusimos a atravesar las puertas. Durante unos segundos, los centinelas nos barraron el paso mientras discutían entre sí. Pero el sobrecogimiento que les produjo observar la estatua humana de la reina les obligó a retroceder, inclinar la cabeza y abrir las puertas de la primera torre.

El barco de la reina atravesó las grandes franjas de sombra y entró en el amplio espacio interior del templo. Nefertiti miraba al frente. De los enormes incensarios ascendían nubes de humo perfumado, que espesaban el aire, ya de por sí bastante cargado. A los pies de los altares había toda clase de ofrendas: ramos de lotos y azucenas, cártamos y amapolas, pirámides rojas de granadas, mazorcas de maíz amarillas y jarrones con aceites y ungüentos. Allí estaban presentes delegaciones de todo el mundo, ordenadas por hileras, esperando su turno para que les presentasen al hombre más poderoso del mundo. Habían traído tributos para dejar a los divinos pies de Ajnatón: escudos y arcos, pieles de animales y colecciones de plumas preciosas, especias y perfumes, pilas de anillos de oro y otros objetos extraños hechos con oro —como pequeños árboles, animalillos, dioses—, así como criaturas vivas: monos, gacelas aterrorizadas, leopardos que no dejaban de gruñir, incluso un león tímido y ansioso, con las orejas pegadas a la cabeza.

Más allá, sobre las postradas figuras y las cabezas de la gente, pude ver a Ajnatón y a sus hijas, pequeñas figuras de oro sentadas en tronos en lo alto de la rampa de las ofrendas bajo un gran dosel decorado con infinidad de cintas. La multitud los miraba. Pero cuando la reina entró, la atención de todos los presentes cambió al instante. Todo el mundo volvió la cabeza.

Se extendieron murmuraciones salpicadas por algunas expresiones de sorpresa. Mucha gente se postró de inmediato. Otros alzaron los brazos; otros miraron alternativamente al rey y a la reina, sin saber en quién centrarse. ¿Era aquella una estatua hecha de algún material de este mundo o un ser humano que había regresado del Otro Mundo? Entonces Ajnatón se desentendió de los rituales y quiso saber qué estaba ocurriendo. Las dos figuras doradas se miraron. Nadie se movió. Eché un vistazo alrededor del perímetro del muro y vi a una tropa de arqueros dispuesta a disparar tras una sola palabra de Ajnatón.

Pero, justo en ese instante, se produjo algo todavía más extraordinario. Nefertiti, haciéndose con las riendas de la situación, adquirió vida. El asombro hizo presa de la multitud cuando, de repente, ella alzó las manos, apretando el báculo y el mayal para llamar la atención de los dioses. Empezó a cantar; su voz se escuchó pura y fuerte y las largas y claras notas se impusieron sobre los cuchicheos del auditorio. Como si hubiesen reconocido al momento la melodía, los trompeteros del templo se unieron a ella, con sus instrumentos brillantemente alzados hacia el sol. Esto animó a los cantores del templo, que empezaron a dar palmas y a cantar. Se añadieron el resto de músicos con sus liras, laúdes y tambores, y también varias dobles arpas que aportaron sus diferentes tonos y sus poderosos ritmos. Al cabo de unos segundos, la voz de Nefertiti flotaba por encima de la música de la orquesta, y aquella canción transformó los rostros de la gente como si su armónico espíritu hubiese traído consigo un nuevo orden y un nuevo poder.

Mientras la música proseguía, la barca ceremonial siguió su camino hacia delante. Parecía como si Nefertiti, con los brazos alzados hacia Atón, navegase por un mar de caras, abriéndolo a su paso. La luz de los rayos del sol se veía aumentada por el oro del bote y del vestido, como si ella no estuviese hecha de carne y huesos sino de un material de imposible incandescencia. De ese modo, la que estaba muerta regresaba gloriosa como un dios vivo, imponiéndose sobre su inteligente marido y triunfando sobre sus enemigos; ¿quién osaría a partir de ese momento retar a semejante figura? Muchas de las personas más poderosas del mundo permanecieron en silencio, testigos mudos del milagro. Pero, a pesar de todo, no eran tontos. Sabían que se trataba de una representación. Por eso estaban esperando a ver qué sucedía a continuación.

La música concluyó y se impuso de nuevo un completo silencio. En lugar de unirse al rey en la rampa, Nefertiti se aproximó a la piedra sagrada colocada en el centro del recinto, sobre una alta columna redonda en lo alto de un estrado. Se inclinó despacio hacia delante y la tocó con una mano. De repente, algo se desplegó como si surgiese del interior de la mujer: una vibración de plumas y huesos que se convirtió en una garza, el pájaro que simboliza la resurrección. Desplegó sus largas y elegantes alas grises como si fuese a elevarse desde la piedra, pasó por encima de la cabeza de la reina y echó a volar hacia las colinas orientales.

Un pájaro puro y sagrado. Plumas doradas. Renacimiento. La diosa regresaba de la Muerte. Símbolo del sol naciente. Fue perfecto.

Nefertiti no se movió durante unos segundos, rodeada por miles de personas habitualmente cínicas y ahora conmocionadas, con la boca abierta como niños anonadados. Me desplacé hacia la parte de delante. Vi diversos personajes conocidos, algunas de las personas más cercanas a Ajnatón. Ay, con su rostro inescrutable, capaz de no evidenciar ni la más mínima sorpresa ante lo que estaba ocurriendo. Ramose, maravillosamente vestido, atónito tras la aparición de la reina y del pájaro. El calculador Horemheb, que no dejaba de mirar alternativamente a la mujer de luz y a Ajnatón. Parennefer, en segunda fila, cuyas cejas alzadas venían a decir: lo has conseguido. Y Najt, el honesto noble, quien, al verme, asintió a modo de reconocimiento. Esperaba ver a Mahu en algún oscuro rincón, pero aunque podía sentir su presencia por una especie de cosquilleo en la nuca, no lo vi por ninguna parte. La Sociedad de las Cenizas. ¿Quién entre los presentes poseería alguna de las plumas doradas? ¿Y quién de los allí presentes desearía tenerla?

Miré hacia el tejado del templo y vi a un centenar de arqueros todavía en posición, con los arcos tensos. A lo largo del perímetro interior había guardias medjay armados. ¿Acaso habíamos caído de forma voluntaria en una trampa insalvable? Ajnatón tan solo tendría que haber inclinado un poco la cabeza —¿o podrían hacerlo Ay o Horemheb?— para que una lluvia de flechas cayese sobre nosotros. Todo el plan parecía guardar un precario equilibrio.

Volví a mirar a Ajnatón y vi que tenía los ojos fijos en Nefertiti. Ahora se encontraban al mismo nivel, por encima de los demás, pero en todos los otros sentidos ella le había sobrepasado. Me dio la impresión de que él luchaba con las fuerzas contrapuestas que se habían desatado en su interior y que intentaba mantener el control. La princesa también quiso mostrarse impasible, pero sus ojos se llenaron de lágrimas, acorralada entre el deber de permanecer junto a su padre en aquel importante día y la necesidad de correr a abrazar a su madre.

Nefertiti, sin embargo, no transmitía signo alguno de afecto familiar. Le mantuvo la mirada a su marido. Parecían dos serpientes listas para atacar, balanceándose levemente, frías y calculadoras. De pronto, él le tendió la mano. Ella dio una orden y la barca avanzó hacia el rey. De la multitud surgió un murmullo parecido al ruido que hacen las olas al llegar a la orilla, escurriéndose entre las rocas. Ella ascendió por la rampa de las ofrendas y, lentamente, ocupó su lugar junto al trono de Ajnatón. En ese momento, pudimos contemplar una imagen digna de recordar: la familia real reunida ante la audiencia del imperio. Pero con una diferencia: allí estaba la reina, que había regresado, como nunca nadie había logrado hacer con anterioridad, del Otro Mundo. Ella alzó los brazos como si fuesen las alas doradas de Horus, y la luz del sol resplandeció en los muchos discos dorados de su chal, lanzando juguetones destellos sobre las paredes del templo y las acaloradas caras de la multitud. Un triunfo.

Yo observé aquellas caras con atención. ¿Qué harían ahora? Justo entonces, como un solo ser, liderados de forma ostentosa por Ay, todas aquellas personas reunidas en el templo se arrodillaron y se postraron siete veces como símbolo de lealtad. Nefertiti y sus hijas se volvieron y alzaron las manos hacia la ofrenda de los rayos del sol. La multitud hizo lo mismo. Los músicos volvieron a entonar la misma melodía de antes, y las trompetas ulularon sus fanfarrias.

Miré a Nefertiti, allí arriba, la mujer con la que yo había hablado, jugado a
senet
y discutido. Ahora estaba muy lejos, en un mundo distinto. Había restablecido el
maat
, la estabilidad y el orden, en el mundo, al tiempo que asumía el poder. Yo también sentí que mi trabajo había concluido, y que todo había sucedido de un modo que yo jamás habría podido imaginar. Al menos, había devuelto a la reina a su familia, y también a las Dos Tierras. Me consolé pensando que ahora podría abandonar aquel laberinto de poder, esa ciudad de sombras, y regresar a mi hogar.

Pero empezó a soplar el viento, que había sido hasta entonces domado y colocado a los pies de la reina; tiró de los vestidos ceremoniales y de las finas togas de lino bordadas de los dignatarios, y sacudió con rabia las columnas de humo de incienso. Las mujeres se esforzaron por arreglarse el cabello y la ropa, y los hombres se protegieron los ojos; todos miraron hacia el cielo, pues el perpetuo azul estaba amenazado por espesas nubes grises, como si un atronador ejército se aproximase encabezado por Set, dios de las tormentas y de las tierras desérticas. Incontables y diminutas motas de arena empezaron a caer sobre nuestros rostros y nuestros ojos. Una repentina y potente ráfaga de aire sopló dentro del recinto y una enorme pila de granadas se esparció por el suelo tras caer de una de las mesas de ofrendas con gran estrépito. La gente se cubrió el rostro con la tela de sus vestidos y se agrupó para protegerse del viento, que, cada vez más fiero y volátil, lanzaba puñados de arena contra las paredes del templo y las altas fachadas de las torres. Los estandartes flameaban ahora, azotados por el enloquecido viento. La Gloria de Atón, a quien se le había dedicado no solo aquella ciudad sino todo el imperio, de repente se esfumó para convertirse en un débil disco blanco de bordes rojos; su poder decaía precisamente durante el gran Festival de Luz, en el momento del triunfo, ante el poder sombrío del Caos.

Sabía qué iba a ocurrir. Había visto muchas otras tormentas de arena antes de esa y tendría que haberme tomado más en serio los avisos que había creído ver. Disponíamos de muy poco tiempo para resguardarnos. Nefertiti, las niñas y Ajnatón todavía seguían en la rampa. El parecía desconcertado, pero el rostro de ella se veía alerta y ansioso. Ella sabía el peligro que corrían, por eso agarró a las niñas de la mano y corrió para reunirse conmigo. A nuestro alrededor la multitud se dispersaba y corría en estampida hacia la única salida: la estrecha puerta de la torre. Las granadas caídas al suelo eran ya poco menos que pulpa roja; la gente resbalaba, caía y se manchaba.

Yo no me sentía nada optimista; la puerta era demasiado estrecha para contener semejante alud de gente. No tardó en formarse un terrible embudo, todo el mundo se empujaba, arrastrados por el pánico. Los guardias gritaban intentando controlar el gentío, pero no lograron imponer el orden, y al cabo de un rato se unieron a la multitud que luchaba por escapar. Los gritos y los chillidos se mezclaban con los silbidos del viento; vi cómo algunas personas caían al suelo y desaparecían bajo los pies de la turba.

Miré a nuestro alrededor en busca de otra salida, o al menos de un lugar en el que protegernos. Entonces vi que Horemheb hacía furiosos gestos en dirección a los soldados desplegados a lo largo del perímetro para que avanzasen en dirección a la familia real; no supe si era una orden para protegerla o para agredirla. Pero no tenía intención alguna de esperar a ver de qué clase de orden se trataba. Me pareció apreciar algo extraño en su afable rostro: el gesto de un hombre que intenta aprovechar una oportunidad inesperada. No me gustó.

—¿Hay alguna otra salida? —le grité a la reina por encima del ruido.

Asintió y emprendimos la marcha en dirección contraria a la de todos los demás. La arena revoloteaba furiosamente, por lo que con nuestros cuerpos intentamos actuar a modo de escudo para las niñas. Eché la vista atrás para mirar a Horemheb y a sus soldados y vi que se habían reunido y que él hacía gestos señalando hacia nosotros. Y entonces, para empeorar un poco más las cosas, entre la marabunta humana empujada por las terribles ráfagas de viento me fijé en una figura que, quieta como una estatua e inmune al caos que le rodeaba, nos observaba. Algo parecido a una sonrisa se dibujó en su rostro; parecía decir: o sea que esto era lo que iba a ocurrir… Después dejé de verlo.

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