—¿Qué materiales utilizas para crear estas maravillas? —pregunté.
—Piedra caliza, principalmente. Alabastro y obsidiana para los ojos.
—¿Y los colores? ¿Cómo los consigues? Son tan vivaces…
Se colocó tras la imagen y la acarició con el dedo sin apenas tocar la superficie.
—Su piel es una fina mezcla de polvo de cal con un polvo ocre rojo más fino todavía, un óxido de algún tipo de metal. Los amarillos con sulfuro de arsénico, bonito pero venenoso. El verde es polvo de cristal con cobre y hierro añadidos. El negro es carbón u hollín.
—Y a partir de esos polvos has creado la ilusión de realidad.
—Podría decirse que sí. Pero parece que hable de maquillaje. Sin embargo, esta figura posee su propia realidad. Nos sobrevivirá a todos. —Observó sus trabajos con reverencia.
—¿Has creado imágenes parecidas de Ajnatón?
Se encogió de hombros.
—Solo en los últimos tiempos. Al principio, él trabajaba con otro escultor.
—He visto esas estatuas. La gente las encuentra muy extrañas.
—Sabe que vivimos en la era de las imágenes. Quiere que le vean de modo distinto a los demás reyes anteriores a él. Por eso el artista cambió las antiguas proporciones. Lo hizo más alto que un hombre, alto como un dios, y lo recreó tanto en forma de hombre como de mujer, y más que ambos. Las imágenes son muy poderosas. Ajnatón lo ha entendido mejor que nadie. Sabe que las imágenes forman parte de la política. Es la encarnación de Atón, y las imágenes le representan así, sin importar cómo sea su cuerpo mortal. El arte no solo tiene que ver con la belleza. No solo tiene que ver con la verdad. También está relacionado con el poder.
Cubrió con la tela la pieza nueva; sus ojos y aquellos silenciosos labios desaparecieron. Luego apagó la lámpara.
Salió de la habitación y nosotros atravesamos el pasillo tras él en silencio. Me fijé en algo brillante que vi por la rendija de una puerta. Tutmosis se percató de mi interés.
—Ah, mi posesión más preciada, el fruto dorado del éxito.
Se trataba de un carro fantástico. Construido para el placer y la ostentación, era excepcionalmente ligero —casi era posible alzarlo con las dos manos— y su diseño era absolutamente perfecto. Su forma —el amplio chasis semicircular abierto por detrás, decorado con hojas doradas— era convencional, pero la calidad del trabajo y de los materiales era excepcional. Rodeé el vehículo, disfrutando de su perfección. Lo toqué con cuidado y la delicada construcción respondió de inmediato a mi roce con un ligero balanceo.
—¿Aceptarías que te llevase de vuelta en él?
Había espacio únicamente para dos. Jety, en cualquier caso, tendría que hacerse cargo de nuestro destartalado carromato, así que nos siguió intentando mantener el ritmo. Tiraban del carro dos estupendos caballos blancos pequeños —una extraña pareja— que Tutmosis hacía correr a gran velocidad. La malla de cuero del suelo aportaba una maravillosa sensación de suavidad a la carrera, a pesar de los socavones y las piedras del camino. Las elegantes ruedas susurraban bajo nuestros pies. Por primera vez escuché el canto de los pájaros mientras nos desplazábamos bajo la luz de última hora de la tarde. Él dijo:
—¿A que te sientes como si pudieses alcanzar el cielo?
Asentí.
—Espero que tengas suerte en tu investigación.
—La necesitaré. Tengo la impresión de estar persiguiendo imágenes e ilusiones. Lo real parece evitarme a cada nuevo paso que doy. Alargo el brazo para atraparlo y descubro que en la mano solo tengo aire.
Sonrió de medio lado.
—¡Es un misterio metafísico! Supongo que una desaparición es exactamente eso. La pregunta es más difícil de responder: por qué, no cómo.
—Yo creo que hay razones para todo. Simplemente tengo que encontrarlas. Tengo retales y pedazos, pero todavía no puedo relacionarlos. Y esta ciudad no ayuda mucho. Es intrincada y extraña, y todo el mundo interpreta un papel en ella, por lo que todo es muy intenso. Pero hay algo en este asunto que no me gusta.
Soltó una carcajada.
—Tienes que ir más allá de las apariencias. Impresionan mucho pero, créeme, tras esas imponentes fachadas se desarrollan las mismas viejas historias de siempre: hombres que venden a sus propios hijos por una parcela de poder y mujeres que tienen el corazón de una rata.
Atravesamos un puente provisional, hecho con tablones de madera, sobre la ancha corriente de agua.
—¿Qué puedes decirme de Mahu?
Tutmosis me miró a los ojos.
—Es muy influyente en la ciudad y la familia real confía mucho en él. Le llaman el Perro. Su lealtad es de todos conocida. Así como la ira que es capaz de mostrar hacia aquellos que le fallan.
—Lo creo.
Me miró con detenimiento.
—Yo estoy centrado en mi arte. La política y esas cosas me parecen negocios sucios.
—Pero ¿no es ese el aire que se respira aquí?
—Cierto. Pero intento no respirar demasiado hondo. O bien me tapo la nariz.
Durante un rato fuimos en silencio. Tras pasar sobre las pequeñas vías de agua que atravesaban el camino, entramos en el centro urbano, tan limpio y ordenado. Me dejó en la encrucijada. Tenía que hacerle una pregunta más.
—¿Le sería posible a una mujer muy parecida a la reina llegar a formar parte del servicio de la corte, o trabajar en la ciudad? ¿De dónde habría salido esa chica?
—Nunca he oído hablar de algo así, pero el único lugar en el que una mujer podría mantenerse escondida, a pesar de vivir en la ciudad, sería en el harén. Tal vez deberías echarle un vistazo.
—Lo haré.
—¿Por qué me lo has preguntado?
—Me temo que no puedo decírtelo.
Se disponía a marcharse cuando, en el último instante, volvió a detener el carro.
—Esta ciudad, este espléndido y luminoso nuevo mundo, este glorioso futuro… Todo parece glorioso, pero está construido sobre arena. Todo el mundo se ha visto obligado a creer que era posible construirlo. Pero sin ella, sin Nefertiti, no es un proyecto viable. No es real. No funcionaría. Todo se vendría abajo. Ella es como el Gran Río; ella hace que esta ciudad esté viva. Sin ella estamos de nuevo en el desierto. Quienquiera que se la haya llevado lo sabe.
Después de esa explicación, y con un estudiado restallar de las riendas, el carro se puso en marcha destellando bajo la luz dorada.
Permanecí allí, en el cruce de caminos. La ciudad, a medida que las perfectas sombras de los angulosos edificios se alargaban siguiendo el mandato de Ra, me pareció un extraño reloj de sol, con una luz apabullante y una poderosa oscuridad. La tarde se transformaba en noche. La imagen del rostro de Nefertiti se hacía cada vez más precisa en mi imaginación. Coloqué el escarabajo en la palma de mi mano y lo observé de nuevo. El femenino de Ra. Entrecerré los ojos, deslumbrado por la luz, y recité una oración dedicada al extraño dios del sol cuyos desplazamientos en el carro celeste medían el poco tiempo que me quedaba.
La recepción la organizaba Ramose, visir de Ajnatón. Aquellas que eran consideradas personas lo bastante influyentes o relevantes para ser invitadas llegaron desde todos los rincones del imperio; en ocasiones viajaron durante semanas, por tierra o por vía fluvial, para asegurarse un lugar en el que alojarse en la nueva ciudad. La mayoría no cometió el error de iniciar a última hora el largo viaje, plagado, incluso en nuestros tiempos, de peligros e incertidumbres. Puedo imaginar perfectamente los preparativos durante los meses previos: el lento intercambio de cartas e invitaciones, las negociaciones relativas a los séquitos y los alojamientos, los delicados problemas referentes a la jerarquía y el estatus.
Nadie que fuese alguien —y en esa ciudad ser «alguien» era lo más importante— llegaría a pie a la recepción. Y ese detalle, según me advirtió Jety, también nos incluía a nosotros, así que nos presentamos montados en el maltrecho carro. Su pobreza resultó más evidente debido al vergonzoso contraste con los magníficos vehículos que atestaban las calles y los concurridos caminos, por los que no había más remedio que avanzar muy lentamente, expuestos a las miradas críticas. A medida que nos acercamos a la casa nos vimos en un ansioso y alborotado atasco de carros, palanquines y tronos de viaje. Personalidades importantes, funcionarios, sirvientes y esclavos se insultaban unos a otros, se daban órdenes; todos pretendían afianzarse en una posición de superioridad. El ruido, el calor y las manifestaciones de ira resultaban impresionantes. Los porteadores, a los que no cesaban de increpar sus pasajeros, luchaban por apartar los palos de sus carruajes de las sillas competidoras, al tiempo que se esforzaban con desesperación por no rayar las brillantes superficies de sus caros vehículos. Los caballos relinchaban sin dejar de removerse en sus correajes; bajo los elaborados arneses sudaban, por eso no dejaban de mover los ojos, alarmados. Algunos de ellos lucían las plumas blancas propias de los altos funcionarios, y algunos de los destacados hombres que portaban miraban con malevolencia hacia la multitud desde sus elevadas sillas. No tenía ni idea de quién era quién, y en el caótico trasiego de las lámparas de viaje, aparecían y desaparecían las caras y los perfiles frente a mis narices antes de que pudiese observarlos con detenimiento. Era como estar en medio del mar sumido en una violenta tormenta de apariencia y vanidad.
Por lo visto, la otra mitad de la ciudad había salido a las calles para contemplar aquel estúpido y extravagante espectáculo. Hombres, mujeres y niños observaban embobados desde la vía Real, donde permanecían apelotonados en una compacta multitud tras un sencillo cordón de seguridad. Rezaban o gritaban, señalaban hacia los personajes destacados, comían pasteles de azúcar o daban tragos de jarras de cerveza como si aquello no fuese sino otro entretenimiento; y, sin duda, lo era. La élite, en todo su esplendor, desfilaba para su público.
Finalmente, nuestro carro alcanzó, o más bien fue empujado, hasta la plataforma elevada. Jety se encogió de hombros.
—¿Bajamos?
Así pues, echamos a andar por una zona alfombrada, iluminada por grandes cuencos de aceite llameante. Me alegró haber llevado conmigo un par de sandalias de más y, al menos, una muda de ropa decente, pero en general el grado de refinamiento era extraordinario.
—Me siento notablemente poco elegante, Jety.
—Tienes buen aspecto, señor.
—Quiero conocer a los personajes más destacados. Asegúrate de presentármelos. Particularmente a Ramose.
Un deje de preocupación tiñó su rostro.
—No puedo presentártelo. No sería apropiado.
Por lo visto tendría que acercarme por mi cuenta.
Dejamos atrás la aglomeración concentrada en la puerta de los guardias, después de que estos comprobaran nuestros nombres, y salimos a una gran sala de recepción con columnas, abierta a la luna y a las estrellas, abarrotada no solo por miles de personas sino también por varias grandes estatuas de Ajnatón y Nefertiti llevando a cabo ofrendas. Sus iconos miraban hacia abajo con aparente benevolencia, hacia la sociedad que se reunía en su honor. El ruido era increíble. Los músicos tocaban una agradable melodía mientras intentaban imponerse al rugido de unas personas que, a su vez, deseaban hacerse oír. Los sirvientes pasaban, con gestos de hostilidad apenas disimulados, entre la compleja maraña de codos, hombros y caras, ofreciendo exóticas bebidas y diminutas bandejas con comida. Jety chasqueó los dedos, pero ninguno de los sirvientes le prestó atención. Entonces pasó una grácil sirvienta, con un vestido tan vaporoso como el humo, y yo agarré dos copas a cambio de una breve sonrisa. Le pasé una a Jety.
Nos las estábamos bebiendo más rápido de la cuenta cuando una persona rotunda, de aspecto competente, con una cabeza de considerable tamaño, como un loro que intentase parecer un águila, emergió de aquel océano de figuras, se aproximó y se presentó formalmente. Jety dio un paso atrás con deferencia.
—Soy Parennefer. —Sonrió. Yo también le sonreí.
—Rahotep.
—Bienvenido a la Gran Ciudad de Ajtatón. Sé quien eres. Soy el supervisor de todos los trabajos en la Casa de Ajnatón. Encantado de conocerte. Me dijeron que estarías aquí esta noche, y quería ofrecerte mi ayuda.
—No sabía que nadie estuviese al corriente de que iba a venir.
—Todo el mundo lo sabía —dijo como quien no quiere la cosa.
Presenté a Jety como mi compañero y ayudante medjay. Parennefer asintió brevemente y Jety hizo una reverencia.
—Vayamos a un rincón más tranquilo en el que podamos hablar —propuso acompañando sus palabras con un gesto.
—¿Qué te parece si nos alejamos todo lo posible de los músicos?
—¿No te gusta la música?
—La música me encanta.
Parennefer supo apreciar la ironía con el superficial entusiasmo propio del anfitrión de una fiesta. Nos instalamos en unos bancos de cuero. Nos trajeron más bebida y comida al instante y nos lo dejaron todo sobre una mesa de servir adornada con flores. Recordé que debía beber despacio.
—Y bien, ¿qué impresión te ha causado hasta ahora nuestra ciudad? —me preguntó.
La respuesta exigía diplomacia. Siendo el supervisor de los trabajos debía de ser el responsable del diseño de los edificios y de la planificación de la ciudad. Me esforcé.
—Una impresión fantástica. La arquitectura parece responder exquisitamente a las posibilidades de la luz y del espacio.
Le gustó mi respuesta. Juntó sus manos cargadas de anillos.
—Dios del sol, un agente medjay que sabe apreciar los edificios. Me halaga. Creo que es la primera vez que un arquitecto tiene el honor de diseñar a semejante escala, sobre un papiro en blanco y con toda la riqueza a su disposición. Tenemos que trabajar deprisa, por supuesto. Ajnatón tuvo una visión y nosotros nos esforzamos por realizarla.
—Supongo que se os está echando el tiempo encima, porque tendréis que tenerlo todo acabado para el festival…
De repente, sus plumas se alborotaron.
—En absoluto. Todo será perfecto. —Y entonces sonrió deliberadamente, como si con ello fuese a lograr que sus palabras se hiciesen realidad.
Me abstuve de decirle que tenía la impresión de que iba a necesitar otro año para acabar de materializar esa visión.
—Estuve en el Palacio de la Reina esta mañana. Por lo visto, ella también tuvo una visión. La construcción es muy poco usual. Jamás había visto una casa como esa. ¿El diseño es obra tuya?