El reino de las sombras (8 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

Le dije a Tjenry que esperase fuera. No le gustó, así que tuve que explicarme:

—No quiero atosigar a la chica con la presencia de agentes medjay. Se asustaría demasiado y no hablaría.

El se encogió de hombros, asintió y encontró un lugar a la sombra en el que sentarse.

La entrada estaba vigilada, pero cuando Jetty y yo nos aproximamos y mostramos la autorización, ellos nos franquearon el paso hasta un jardín con el suelo de alabastro y con una serie de estrechos caños de agua que se desplegaban hasta alcanzar la fuente central, donde un chorro de agua pura bailaba sin cesar. El modo en que la luz incidía en el agua aumentaba la sensación de placer. Por primera vez desde que había llegado a la ciudad me sentí casi relajado. Reaccioné al instante tensándome de nuevo; un reflejo típico de investigador. Nada es más peligroso que la relajación.

Nos condujo al interior de la casa una muchacha vestida de lino blanco, al igual que todas las chicas que fueron apareciendo y desapareciendo a medida que cruzábamos patios y estancias. Cada habitación daba paso a la siguiente de un modo que posibilitaba la variedad, la yuxtaposición, la interacción entre espacios interiores y exteriores, entre ladrillo y madera, entre luz y sombras, lo que producía la curiosa sensación de que ambos mundos, el de la casa y el de la naturaleza, coexistían armoniosamente. Los largos tejados tenían voladizos de los que pendían toldos que se extendían sobre las terrazas; podría decirse que dichas construcciones parecían flotar en el aire. Me fijé en los juguetes de los niños, en los papiros y los materiales de dibujo dejados aquí y allá, en las colecciones de hermosos objetos colocados encima de las mesas, en la variedad de plantas situadas en los rincones sombreados.

Nos dijeron que esperásemos en una estancia con dos largos bancos. Al poco entró una joven y se presentó. Yo había supuesto que esas chicas no serían demasiado guapas, lo justo para contrarrestar la entrega absoluta a los deseos de su señora. Pero esa muchacha era delgada, elegante y refinada. Llevaba el cabello recogido con un pañuelo. Me gustó a simple vista. Hacía gala de una calidez y una sinceridad que no tenía la menor intención de traicionar. El afecto que sentía por su señora resultaba obvio. Al igual que su nerviosismo durante nuestro encuentro.

Le mostré este diario para darle a entender que deseaba dejar constancia escrita de sus palabras. He descubierto que ese gesto a menudo causa un efecto intimidatorio durante las entrevistas. Se sentó, con sus manos enfundadas en unos elegantes guantes amarillos cruzadas sobre el regazo, y esperó.

—¿Sabes por qué estamos aquí?

—Sí. Y quiero ser útil.

—Entonces tendrás que contarme todo lo que consideres relevante, pero también todo lo que no te lo parezca.

—Haré todo lo que esté en mi mano.

—Bien, empecemos. ¿Informaste tú de la desaparición de la reina?

Asintió.

—No estaba en su habitación cuando entré para vestirla. No había dormido en su cama.

—Háblame de tu relación con ella.

—Soy su criada. Mi nombre es Senet. Me eligió siendo niña para que viviese con ella. Para ayudarla a vestirse y arreglarse. Para cuidar de los niños. Para conseguirle lo que necesitase. Para escucharla.

—Así pues, ¿hablaba contigo? ¿De asuntos privados?

—A veces. Pero tengo mala memoria.

Dirigió una rápida mirada a Jety, cuyo significado entendí. Sería peligroso para ella hablar de las confidencias de la reina en su presencia.

—Veamos cómo transcurrieron los días anteriores a su desaparición. ¿Podrás hacerlo? Cuéntamelo todo.

—Mi señora siempre está contenta. Todos los días. Pero tuve la impresión de que últimamente había algo que la preocupaba. Había algo a lo que no dejaba de darle vueltas.

—Es la reina. Es normal que mantenga su mente ocupada.

La intervención de Jety resultó inesperada para los dos. De hecho, incluso pareció sorprenderse él mismo.

—Será mejor que lleve a cabo esta entrevista sin interrupciones —le dije.

—Sí, señor.

Pude sentir la tensión en su cuerpo, como si hubiese tenido que agachar las orejas como un perro.

—¿Tienes alguna idea de por qué estaba preocupada? —proseguí centrando de nuevo mi atención en Senet.

—A Setepenra, la menor de las princesas, le están saliendo los dientes y no duerme bien. Sé que no es habitual, pero ella misma cuidaba de la niña.

Senet me miró de un modo que no supe interpretar. ¿Realmente pensaba que la reina no tenía otras preocupaciones? ¿O simplemente se mostraba poco dispuesta a colaborar incluso en las pesquisas iniciales?

—¿Le gustan los niños?

—Mucho. Sus hijas son su vida.

—Así pues, ¿no las deja mucho tiempo solas?

—No, no. Odia abandonarlas. Ellas no entienden qué está ocurriendo…

Por primera vez, su mirada la traicionó mostrando una profunda emoción, estaba al borde de las lágrimas.

—Y, ahora, por favor, rememora la última vez que viste a la reina.

—De eso hace siete noches. Las niñas ya estaban en la cama. Ella salió y se sentó en la terraza que tiene las vistas al río para contemplar la puesta de sol. Lo hace a menudo. La vi allí, sentada, pensando.

—¿Cómo sabes que estaba pensando?

—Le llevé un chal. No tenía nada en las manos, ni un texto ni un papiro ni un pincel. Estaba mirando el agua. El sol ya se había puesto. Había muy poco que ver. Estaba oscureciendo. Cuando fui a ofrecerle el chal y una lámpara, se sobresaltó como si la hubiese asustado. Entonces me tomó de la mano durante un momento. Me fijé en su rostro. Estaba tenso, rígido. Le pregunté si podía hacer algo por ella. Me miró, negó con la cabeza lentamente y se volvió. Le dije que sería mejor que entrase, porque no me parecía correcto que se quedase sola fuera. Así lo hizo, con una lámpara en la mano, y se encaminó a su dormitorio. Esa fue la última vez que la vi, recorriendo el pasillo hacia su habitación rodeada por el círculo de luz de la lámpara.

Durante un momento, nadie dijo nada.

—¿No la acompañaste a su habitación?

—No. Ella no quiso.

—¿Te lo dijo?

—No. Pero yo lo entendí.

—¿Estás segura de que regresó a su habitación?

—No, no lo estoy.

Parecía ansiosa.

—¿Quién más estaba en casa esa noche?

—Las niñas, su cuidadora y supongo que el resto del personal: las cocineras, las sirvientas y los guardias nocturnos.

—¿A qué hora cambian de turno los guardias?

—A la puesta de sol y a la salida del sol.

Me tomé un segundo antes de decidir qué hacer.

—Tenemos que reconstruir de nuevo sus últimos pasos. ¿Puedes llevarnos a la terraza y después guiarnos hasta su dormitorio?

—¿Está eso permitido?

—Lo está.

Nos llevó hasta una amplia terraza de piedra con escalones que llevaban hasta la orilla del agua, protegida del sol y de las miradas indiscretas por un espectacular emparrado. Había una silla colocada bajo esa zona de sombra; más allá, se extendía la Tierra Roja brillando en la distancia. En la neblina de la orilla pude ver un extraño edificio, una torre baja o fortificación solitaria bajo el sol, como un espejismo. El agua, gris y verdosa, lamía la desgastada piedra.

Sumido en el silencio, acallé mis pensamientos para poder absorberlo todo. Entonces me arriesgué y me senté en la silla. Su silla. Jety parecía nervioso ante ese quebrantamiento de un tabú, y la chica parecía realmente molesta. Recorrí los bordes del cojín con la punta de los dedos. Nada. Quería sentir la forma de la mujer desaparecida en los contornos de la silla, por si cabía la posibilidad de descubrir algún mensaje, una pista o algún tipo de conexión entre nosotros. Sin embargo, me sentí demasiado corpulento, demasiado torpe. No pude adaptar mi cuerpo a la fluida forma natural de la silla. Permanecí sentado un rato, con mis dedos sobre los brazos de madera en los que habían estado posados sus dedos. Toqué la madera tallada en forma de garras, sin uñas, de león. Su textura era suave. La pintura era lisa. La imaginé mirando hacia el río, hacia la luz inescrutable. Y pensando, pensando, con la mente clara como el agua fresca.

Abrí de nuevo los ojos y me percaté de algo que antes se me había pasado por alto. La fortaleza, si se trataba de una fortaleza, de la orilla opuesta estaba emplazada justo en línea recta respecto a la silla. Ella había estado sentada allí, mirando a otro lado del río, hacia el oeste, hacia la fortificación. ¿Qué tenía en mente?

—Vayamos al dormitorio, por favor.

La chica se colocó a la cabeza. El pasillo giraba a la izquierda, después a la derecha y de nuevo a la izquierda. Llegamos ante una sencilla puerta de dos hojas de madera. No tenía símbolos heráldicos, ni disco de Atón, ni símbolos de realeza. Senet me miró pidiéndome permiso. Asentí y ella abrió las puertas.

La estancia me deparó una agradable sorpresa. En contraste con la elegancia del resto de la casa, allí se apreciaba el mundo privado de una mujer, por lo que el desorden que salió a nuestro encuentro supuso una especie de alivio tras el buen gusto y el refinamiento del que habíamos sido testigos. Había varios arcones alineados en una de las paredes, con las tapas y los compartimientos abiertos; podía verse un buen número de togas y vestidos, los unos al lado de los otros como si hubiesen sido descartados tras un proceso de selección. Un arcón tras otro lleno de sandalias, con compartimientos especiales para guardar las colecciones. Había un gran espejo de bronce pulido colocado sobre un arcón que hacía las veces de tocador, con la tapa cubierta por pequeños tarros de alabastro y cajitas de oro y cristal: cosméticos, perfumes, pintura para ojos, ungüentos y cremas. Los cajones abiertos dejaban al descubierto piezas de pizarra para mezclar, y en uno de ellos podía apreciarse restos secos de pasta color ocre y negra, y aplicadores en forma de lágrima, los suficientes para pintar cien pares de ojos; bastarían para todo un teatro. Estatuillas y figuritas de dioses y diosas, de animales y bestias. Un collar formado por diminutos peces voladores y conchas de oro engarzadas entre cuentas de color rojo, verde y negro. Y algunas gloriosas piezas antiguas, menos llamativas y elaboradas que los trabajos actuales: un escarabajo alado con incrustaciones de cornalina y lapislázuli; anillos de oro con ranas y gatos de cornalina en el bisel; brazaletes con gatos de oro tumbados, y un escarabajo de oro en forma de anillo.

Ese no era el escenario de un crimen. El desorden era natural e incluso agradable, no había prueba alguna de lucha o precipitación. No había nada inapropiado. No la habían sacado de allí a la fuerza.

—¿Falta algo? —le pregunté a la chica.

—No me habría atrevido a comprobarlo, o a saberlo.

—Entonces, por favor, te pido que lleves a cabo un inventario. Señala cualquier cosa que no esté donde debería.

Ella se centró en los arcones, los recorrió con la mirada y con los dedos rozó las ricas y coloristas telas, al tiempo que movía los labios como si informase a alguien del nombre de los vestidos.

—Falta un conjunto —anunció Senet tras un rato—. Una larga túnica de color oro, sandalias doradas y ropa interior de lino. Pero recuerdo que era lo que llevaba puesto esa noche.

O sea que sabía cómo iba vestida cuando desapareció.

—Ahora la cómoda, por favor.

La revisó de arriba abajo. Su memoria, después de todo, debía de ser excepcional. Se detuvo durante unos segundos, como si mentalmente comprobase de nuevo uno de los compartimientos. Sus ojos describieron un arco más amplio, como si buscase algo significativo, pero entonces los cerró lentamente.

—Todo lo que recuerdo está en su lugar, excepto algo que llevaba puesto la última noche que la vi.

—¿Qué era?

—Un collar de oro.

—¿Algo más?

—No.

Iba a hacerle más preguntas cuando de repente llamaron a la puerta. Jety abrió. Era Tjenry, con un gesto de alarma que alteraba los rasgos de su joven rostro. Salimos al patio a un lado de la casa, donde esperaba que nadie pudiese oírnos hablar.

—Un cadáver —dijo Tjenry—. Han encontrado un cadáver.

11

Permanecía tumbada sobre una duna baja, en alguna parte de la Tierra Roja tras los límites de la zona norte de la ciudad, entre los altares del desierto hacia el este. Estaba recubierta de una segunda capa de piel formada por la tierra gris, que el ligero viento había barrido parcialmente de su magnífico vestuario: una larga túnica dorada, un elegante collar de oro, sandalias doradas y ropa interior de lino. Se hallaba colocada sobre un costado, con las piernas recogidas, abrazada a sí misma como una niña que durmiese. Miraba hacia el oeste, hacia el sol poniente; tal como se colocaría el cuerpo en un entierro tradicional. Todo parecía un error. Su quietud. El sordo susurro del desierto, como si se tratase de una habitación abandonada. El calor del mediodía, que caía sobre todos nosotros. El ofensivo olor dulce de la carne muerta recientemente. Y, sobre todo, el furioso vuelo de las moscas. Conocía a la perfección esa clase de zumbido.

La cara estaba parcialmente vuelta hacia la arena. Con un pedazo de tela cubriéndome la nariz y la boca, junto a Mahu, su fiel y sofocado perro, y Jety a una distancia prudencial, toqué el hombro de la mujer con cuidado. El cuerpo rodó hacia mí. La rigidez del movimiento me indicó que la muerte debía de haberse producido a primeras horas de la noche. Confieso que entonces di un respingo hacia atrás. Donde debía estar su cara apareció una bulliciosa máscara de moscas que, alteradas por mi brusco gesto, echaron a volar alrededor de mi cabeza, pero al poco volvieron a lo suyo, al bárbaro zumbido de la actividad frenética a la que se entregaban con devoción: los sanguinolentos restos de labios, dientes, nariz y ojos. Oí vomitar a Tjenry. Mahu permaneció inmóvil, su larga y afilada sombra se cernía sobre mí mientras me acuclillaba de nuevo junto al cadáver de la reina, cuyo glorioso y memorable rostro había sido brutalmente destrozado. Entendí inmediatamente el significado y las repercusiones de la mutilación; esa espectacular muestra de brutalidad significaba que los dioses no podrían reconocerla y que jamás podría pronunciar su nombre cuando llegase su sombra al Otro Mundo. Había sido asesinada en esta vida y también en la siguiente: marginada de la eternidad. Pero algo no encajaba. ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?

—Creo que aquí acaba su trabajo.

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