El reino de las sombras (4 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

—No, es una gran dama que añora su amor perdido. Parece como si lo llamase.

Seguimos hablando. Ella me contó con total sinceridad lo que guardaba en su corazón, lo bueno y lo malo, sin tener en cuenta el riesgo que entrañaba su confesión, y yo supe en ese mismo instante, debido a su honestidad, que ella iba a cambiar mi vida con amor. Como es lógico, no todo fue tan sencillo. Bien saben los dioses cómo soy: taciturno, egoísta, triste.

Sentí una punzada de añoranza. Me puse en pie y miré hacia las negras aguas. Estaba asustado, fuera de lugar. Deseé que el bote diese media vuelta y volver a su lado lo antes posible. Entonces, de repente, más rápida que un halcón, surgió una flecha de la oscuridad. La vi después de sentir cómo la fría punta atravesaba el aire junto a mi ojo izquierdo. Sentí —¿o lo imaginé?— las cálidas plumas acariciando mi rostro al pasar, brillantes, iluminadas por un furioso punto de luz. Entonces vi surgir las llamas del lugar en el que se había incrustado la flecha, la madera del mástil, bajo el Ojo de Horus, colocado allí a modo de protección para la travesía. La mente es más lenta que el tiempo, más lenta que el fuego y el aire. Después un ruido, parecido a un aplauso entusiasmado, me sacó de ese trance. Grité como un loco. Las hambrientas bocas del fuego habían ascendido por el mástil, convertido ahora en un árbol en llamas, y habían alcanzado la vela. Llegó el capitán y se puso a tirar de los cabos, mientras los marineros extraían cubos de agua del río y los lanzaban contra la rugiente garganta de fuego. Eso interesó al dios; después, poco a poco, fue aplacándolo y, finalmente, lo apagó.

Tardé en recuperar la compostura. Todos los pasajeros se reunieron en la cubierta, con ropa de dormir, abrazándose entre sí, sollozando o mirando hacia la oscuridad, ahora amenazante, que rodeaba el frágil y dañado bote. Yo podía oír el sonido de las gotas de agua, el agua que nos había salvado, que caían de la madera carbonizada. Todos sabían que el objetivo de aquella flecha era yo. Todos sabían también que era mi presencia en el bote lo que había puesto en peligro sus vidas. Y sabían que yo no era lo que había dicho ser.

Cara de Luna habló:

—Señor, no has sido sincero con nosotros. Un funcionario de Finanzas no merece esa clase de atención.

Me encogí de hombros. La mujer hermosa me miró con renovado interés, interrogativamente. Y el capitán, con la humillación y la rabia reflejadas en el rostro, estudió los restos ennegrecidos de la flecha.

—Me debes un barco —dijo.

Se disponía a desclavar la flecha cuando le grité que no lo hiciese. Se trataba de una prueba. Hice que se apartase y la estudié. No podía arriesgarme a sacar la punta incrustada en la madera. El fuego la había dejado en tan mal estado que muy posiblemente se convertiría en cenizas de un momento a otro. Aunque estaba muy maltrecha observé dos cosas que me interesaron. Una: la punta, a pesar de estar ennegrecida, era de metal, probablemente de plata. No era de piedra. No se trataba, por lo tanto, de una acción violenta casual, pues algo de semejante calidad entrañaba una considerable destreza, además de un enorme gasto. Y dos: en el palo de la flecha podían verse dos signos jeroglíficos. Cobra. La serpiente, la gran maga, colocada en lo alto de la corona del faraón, protectora de Ra en su paso por el Inframundo de la Noche. Y Set con su cola de tridente, dios del caos y la confusión, de la Tierra Roja y de la guerra. Era el trabajo de un experto, por lo que tenía mucha suerte de seguir vivo. Lo curioso era que no me sentía en absoluto afortunado. Sentí que aquello era una especie de aviso. Ya hubiese salido ileso por pura casualidad o porque hubiesen querido que sobreviviese. Ya fuese porque el desconocido asesino hubiese fallado por centímetros —el afortunado influjo de la brisa nocturna, el piar repentino de un pájaro alterando el destino final de la flecha— o porque hubiese acertado justo donde quería.

Fuera como fuese, aquel hombre había firmado su trabajo.

5

El resto del viaje estuvo marcado por un incómodo silencio. Ahora, tanto el pasaje como los tripulantes desconfiaban de mí, por lo que no dudaban en mantener las distancias. El capitán logró subsanar los problemas que había causado el fuego pero nuestro ritmo se ralentizó, lo que nos convertía en una presencia desagradable y excesivamente visible entre el ingente tráfico habitual del río. Incluso los niños de los pueblos ribereños, que acostumbraban a reír y a saludar con la mano a los barcos, nos observaban pasar en silencio. Le dije al capitán que exigiese a los medjay una compensación económica por los daños. Pero ambos sabíamos que las posibilidades de recibir algún dinero de su parte eran remotas. Si ni siquiera nos pagaban nuestros sueldos, ¿cómo iban a hacerse cargo de gastos inusuales? Pero yo le di al capitán mi palabra, que era todo lo que podía ofrecerle. A él no le impresionó. De algún modo, tenía que convertir lo ocurrido en una ventaja para mí. Tenía que ceñirme a lo obvio: alguien poderoso sabía que yo estaba en camino y no quería que llegase a Ajtatón, una ciudad que, hasta el momento, ni siquiera había visto nunca.

Al otro extremo de una curva del río, de repente, tras no haber visto otra cosa que campos y aldeas y, más allá de las mismas, siempre las interminables y cambiantes piedras escarpadas de la Tierra Roja, apareció una visión: una blanca y brillante ciudad dispuesta en forma de media luna a lo largo de la orilla este del río, con las espaldas cubiertas por una hilera de acantilados rojos y grises que rodeaban y perfilaban el límite oriental del territorio, en cuyo centro se extendía un profundo y estrecho valle, como un gran corte en medio del tronco de un árbol. Los acantilados alcanzaban el río en el extremo noroccidental. De ese modo, la ciudad parecía casi encajada en aquel llano de tierra. No se asemejaba en nada al resto de ciudades de nuestro mundo; no tenía la habitual improvisación caótica de edificios antiguos y temporales. Más bien parecía un gran y ordenado jardín en el que crecían torres, templos, oficinas y villas, desplegándose a partir de la orilla del río hacia los límites del desierto que se extendían detrás. Nutridas bandadas de pájaros volaban por el aire describiendo círculos y, a pesar de la distancia, el sonido de sus cantos y piares llegó hasta donde yo me encontraba.

Conmovidos, los pasajeros se aglutinaron en la proa del bote sin apartar la vista de aquel imposible paraíso en mitad del desierto, el lugar que contenía el futuro de todos nosotros. El joven arquitecto fue capaz de señalar las diferentes secciones de la ciudad, así como el palacio del norte y los edificios relacionados con él; todo ello, según dijo, había sido diseñado con un novedoso sistema: una cuadrícula regular formada por calles y avenidas, lo que hacía que los edificios se ciñesen a un patrón definido. No sabía, sin embargo, por qué había separaciones entre los solares. El pueblo de los trabajadores estaba emplazado detrás de la ciudad principal, como cabía esperar. Por lo visto, se trataba de una ordenación modélica. Yo estaba seguro de que había sido concebida así con toda la intención del mundo, por el simple motivo de que los artesanos y los trabajadores adinerados son el medio más adecuado para lograr una construcción rápida y competente. Y funcionaría, como funcionaba el mundo, según los dictados de los supervisores y los jefes de las cuadrillas de construcción.

Me llamó la atención la pequeña comitiva medjay que esperaba en el muelle. En cuanto descendí por la pasarela, uno de ellos dio un paso al frente y me agasajó con una formal bienvenida. Se presentó como el ayudante de Mahu, y me dijo que se sentiría muy honrado de acompañarme a mi primera reunión con él. Con dos guardias delante y dos detrás, atravesamos el embarcadero dejando atrás a mis atónitos compañeros de viaje. El joven arquitecto se inclinó, como si hubiese sentido vergüenza al pensar que sus indiscreciones habían sido ingenuas e imprudentes. Le agradecí su esfuerzo y, con la intención de tranquilizarlo, le recordé que ambos sabíamos que estábamos en un mundo en el que hasta los sacerdotes tenían que hacer sus necesidades. Cara de Luna se limitó a alzar una ceja en un gesto de desdén, como si pretendiese decir: «Nos ha tratado como a unos tontos y ahora adopta su auténtica identidad. Que tenga suerte». El burócrata parecía enfadado. Y su guapa esposa me dedicó una centelleante mirada de soslayo como queriendo decir: «Tal vez vuelva a verte algún día en una sala abarrotada de gente, en una recepción oficial. Entonces podremos conocernos…». Me incliné respetuosamente hacia ella.

Me sorprendió que apenas hubiese gente en las calles; no había bullicio, ni puestos ofreciendo los más variados productos. Parecía un lugar dedicado a un único propósito. La industria era el centro de todas sus actividades, al servicio y para mayor gloria de Ajnatón y la familia real. Todo ello hacía que la ciudad transmitiese una evidente y llamativa sensación de extrañeza, como si la confusión y el colorido propios de la vida en las calles de Tebas hubiesen sido reducidos, casi sustraídos por completo; un lugar en el que todos eran conscientes de la posición y el poder de los demás. Realmente no parecía una ciudad sino un gran templo, un complejo palacio con los imprescindibles añadidos que conllevaba la vida cotidiana. Un hermoso y gigantesco lugar de una sobrecogedora artificialidad.

Pero a medida que nos fuimos adentrando en ella, la ciudad empezó a mostrarse menos organizada y completa de lo que parecía a primera vista. Su reciente construcción hacía que las columnas de los patios y los edificios sagrados resultasen deslumbrantes, pues eran de un blanco radiante y, en muchos lugares, no tenían decoración alguna. Los jeroglíficos de las paredes no estaban acabados. Secciones enteras del centro de la ciudad no estaban todavía concluidas. Desagradables andamiajes ocultaban lo que sin duda acabarían siendo edificaciones para oficinas y templos. Miles de obreros trabajaban en todos los niveles de las construcciones. Amplios senderos y pistas se alejaban hasta fundirse con caminos del desierto, o bien desaparecían bajo piedras y tierra. En los suburbios del norte y del sur me sorprendió ver elegantes villas junto a chabolas destartaladas. Las primeras tumbas y capillas, erigidas en medio de la nada, sobre la arena, junto al límite de los cultivos cercanos al pueblo de los trabajadores, esbozaban una futura necrópolis. En medio de todo se encontraba el centro urbano, con el templo de Atón y los edificios burocráticos. El tamaño de esas sedes —de hecho, parecían tan grandes e imponentes como los propios templos— era una señal de la auténtica naturaleza de la ciudad; he oído decir que contienen el mayor archivo de papiros secretos nunca reunido. Estaba deseando inspeccionar ese palacio de secretos, para lo cual llevaría conmigo una carta de presentación. El único propósito para reunir semejante cantidad de información no podía ser otro que la obtención de poder. Tal vez, gracias a su impresionante apariencia, esta era una ciudad diseñada para atemorizar al pueblo.

La otra sorpresa —algo que se agradecía debido al calor, pero que incluso a mí me sobrecogió— fue el agua, que estaba por todas partes. Por lo general, cuando uno se aparta de la frescura del río se adentra en el caos y el polvo. Aquí no. Es más, las piedras que pavimentaban las calles o que conformaban los muros parecían frescas y limpias, relucían como si también estuviesen llenas de agua. En un primer momento, se apreciaba la presencia del agua por el sonido, constantemente corría fuera de la vista, bajo los pies, en secreto. Después por el color verde y la frescura de los jardines, así como por los jóvenes árboles plantados a lo largo de las avenidas: vi higueras, palmeras con dátiles, perseas, algarrobos y granados. Daba la impresión de que en esta imposible capital siempre era época de frutas.

Con toda intención arranqué un higo cuando pasaba junto al muro de un jardín; la rama pendía sobre mi cabeza. Eché un vistazo por encima del muro y vi un estanque embaldosado y a una mujer que me miró sorprendida y enojada cuando solté la rama y esta volvió a su lugar bamboleándose. El agua era clara como el cristal, y el estanque estaba embaldosado con complejas cenefas azules y doradas. La riqueza tiene esas cosas. Yo tendría que trabajar durante diez años para poder construir semejante palacio. La mujer estaba prácticamente desnuda y su piel era de un tono dorado parecido al de las baldosas sobre las que corría el agua. Por lo visto, aquí las mujeres podían disfrutar de su tiempo sentadas a la sombra mientras sus maridos, seguramente diplomáticos o funcionarios, trabajaban creando el nuevo mundo.

Seguimos caminando y, a modo de contraste, pasamos junto a una cuadrilla de obreros que trabajaban duramente entre los desvencijados soportes que se extendían a lo largo de las paredes de los edificios. Para mí es un misterio que esos destartalados andamios no se vengan abajo a la menor oportunidad. Había pilas de ladrillos de barro por todas partes, como desiertas ciudades en miniatura para diminutos ciudadanos. Me fijé en algunas figuras tiradas en el suelo, ocultas en sombríos callejones, que daban la impresión de no haberse movido en mucho tiempo, y que tal vez no volverían a hacerlo.

Iba camino directamente de las oficinas de los medjay. El nuevo cuartel. Mármol y piedra caliza cubrían las paredes, nuevos elementos decorativos, mobiliario estilizado, elegante y práctico, cajas con documentos y otros trastos innecesarios a medio desembalar o todavía sin abrir. ¿Así es como se le va a dar acomodo a nuestro poder ahora? Menudo contraste con nuestras oscuras y anticuadas oficinas de Tebas, y con cualquier otra de las comisarías que yo he visitado. Recorrimos varios pasillos, dejamos atrás grupos de hombres ocupados en sus asuntos, la mayoría de ellos me dedicaron miradas de curiosidad, hasta que finalmente nos detuvimos frente a unas puertas de madera muy ornamentadas y pintadas de color dorado con la insignia del poder cruzada por el nuevo emblema del poder divino de Atón, el disco solar, extendiendo sus pequeñas manos hacia el mundo entregado a su devoción.

Había un secretario sentado frente a un escritorio, a un lado de la puerta. Tras dedicarme un breve saludo, el joven oficial entró en la Gran Oficina, mientras yo esperaba fuera. Los guardias parecían inquietos, mi guía parecía sentirse incómodo, y los segundos pasaban muy despacio. Escuchamos el canto de un pájaro proveniente del jardín. Me aclaré la garganta, lo cual no produjo ninguna reacción entre los presentes. Los guardias seguían mirando hacia las puertas. Empecé a sentirme más como un prisionero que como un compañero. Por fin se abrieron las puertas —la madera nueva había combado el marco; ¡qué absurda muestra de poder, qué puerta tan fuera de lugar!— y el secretario me pidió que entrase. Asentí vigorosamente, en una muestra de ironía, y me adentré en la siguiente fase del misterio. Las puertas se cerraron a mi espalda.

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