—Me has contado una interesante historia, llena de grandes emociones y peligrosas posibilidades, pero lo que no entiendo es lo siguiente: ¿por qué estás aquí? ¿Por qué querías hablar conmigo? —Volvió a sentarse y se inclinó hacia delante.
—Porque estás relacionado con la reina, y la reina ha desaparecido.
—¿Y crees que estoy implicado en su desaparición? —Su gesto se hizo más duro, retador.
—Tengo que hablar con todos los que conocen a la reina. Forma parte de mi investigación.
—¿Por qué?
—Estoy intentando reconstruir las circunstancias de su desaparición. No solo los detalles forenses sino también el trasfondo emocional y político.
—Y a partir de eso deducirás quién es el culpable. —No era una pregunta.
Asentí.
—Tu método es imperfecto —dijo sin darle énfasis.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Porque no te llevará al centro de la cuestión. Hablar no sirve para eso. Es una práctica excesivamente sobrevalorada. Además, casi se te ha agotado el tiempo. Si la reina no aparece a tiempo para el festival, habrás fracasado.
—Todavía hay tiempo.
Se detuvo un momento y dijo:
—Tú eres medjay. Yo soy militar. ¿Por qué tendría que hablar contigo?
—Porque tengo autorización del propio Ajnatón, y eso trasciende las distinciones jerárquicas entre nosotros.
—Pregúntame, entonces.
—¿Qué relación tienes con la reina?
—Es mi cuñada. Eso ya lo sabías.
—Conozco los hechos. Me refiero a otra cosa. ¿Tu relación con ella es estrecha?
Se reclinó hacia atrás y me miró.
—No.
—¿Estás a favor de los Grandes Cambios?
—Sí.
—¿De forma inequívoca?
—Por supuesto. No tienes derecho a preguntarme algo así. No tiene relación con este asunto.
—Con todos mis respetos…
—Tu pregunta es irrespetuosa. Implica traición.
—En absoluto, y la pregunta es relevante. Quien se haya llevado a la reina sin duda tiene una motivación política.
—Estoy a favor de forma inequívoca de suprimir y erradicar la corrupción y la incompetencia.
Que no era exactamente lo mismo, y ambos lo sabíamos. Superamos rápidamente el momento de duda.
—¿Me estás acusando o no de tener algo que ver con la desaparición de la reina? —Clavó su mirada en mí.
—No te estoy acusando de nada. Estoy intentando descubrir la verdad.
—Entonces estás fracasando. No parecen muy impresionantes tus cualidades como investigador. Temo por la reina. Su vida no está en manos competentes. Ojalá pudiese ayudar un poco más a traerla de vuelta, pero ahora debo continuar mi trabajo. Hay que hacer preparativos para el festival.
—¿Qué preparativos?
—No es asunto tuyo.
Se puso en pie y abrió la puerta de su despacho a modo de despedida. Tenía que hacer algo. Saqué la pluma de oro y la dejé sobre el escritorio. De repente, pareció sumamente interesado y cerró la puerta despacio.
—¿De dónde has sacado eso?
—¿Puedes hablarme de ella?
La tomó entre sus dedos y la hizo girar.
—Abre puertas.
—¿Cómo es posible que una pluma abra puertas?
—No seas tan literal. Abre puertas de habitaciones que no existen, y de palabras que no se pronuncian.
Interesante. Horemheb, obviamente, no poseía una pluma como aquella. Pero podía decir, por el modo en que la tocaba, moviéndola muy lentamente, que sentía una considerable atracción por ella.
—¿Quién puede tener una como esa?
La dejó sobre el escritorio a regañadientes, lo que traicionaba su deseo de poseerla.
—Creo que existen siete plumas como esa —dijo.
—¿Quién las tiene?
—Por fin. La pregunta correcta.
Esperé.
—No voy a hacerte todo el trabajo —dijo.
—Entonces, déjame hablar a mí. Digamos que hay ciertos hombres poderosos que no están de acuerdo con los cambios.
—Eso entrañaría una revolución. Debes ser preciso con el lenguaje.
—Hay hombres que podrían perder mucho poder y riqueza, hombres que son los herederos de un mundo transmitido de generación en generación.
—Sigue.
—Familias cercanas a Ajnatón que no se beneficiarán, por una u otra razón, con los Grandes Cambios.
—Adelante.
—Están liderados por un individuo.
Me miró de forma enigmática. Decidí jugar mi carta.
—Ay.
Dejé que el nombre causase efecto, como la pluma, por sí mismo. Sonrió con aire de conspiración. Sentí que acababa de ganar una ronda de
senet
contra el propio Thoth, el babuino sabio. Pero la victoria duró solo unos segundos.
—Eres muy imprudente —dijo en voz baja, abriendo de nuevo la puerta—. Si él llegase a oír algo semejante, no le haría ninguna gracia. Está todo lo cerca que puede estarse del rey. Entre ellos no existe separación alguna.
Iba a levantarme, sin duda la entrevista había acabado, pero volvió a hablar.
—Déjame darte una pista antes de que te marches. La Sociedad de las Cenizas.
Su tono de voz parecía encerrar profundas implicaciones, pero también había algo malicioso. Estaba facilitándome ciertas palabras con la intención de que yo las hiciese casar inconscientemente con sus planes.
—¿La Sociedad de las Cenizas? ¿Qué es eso?
—Un misterio.
Tomó la pluma de oro, la hizo girar de forma enigmática bajo la luz y me la tendió. Fui hasta la puerta y la cogí. Sonrió como sonríen los hombres que no saben sonreír.
Cuando pasé a su lado, le pregunté de repente:
—¿Cómo se encuentra tu esposa?
Por primera y única vez en nuestro encuentro, me pareció que lo había pillado con la guardia baja. De hecho, parecía disgustado. Una punzada de dolor, rápidamente oculta, atravesó su rostro.
—Mi esposa no es asunto tuyo.
Cerró la puerta en mis narices.
Mientras nos alejábamos por la calle, Jety me preguntó qué había ocurrido. Pensé que sería complicado hacerle un resumen conciso, pues la verdad que se ocultaba tras la conversación —las cosas que no habíamos podido nombrar— era elusiva. Le pregunté por la Sociedad de las Cenizas. Él nunca había oído hablar de ella.
—Suena a algo aristocrático, una de esas reuniones a las que no se puede acudir sin invitación, donde se dan la mano de un modo curioso…
—De algún modo está relacionada con la pluma de oro.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque le mostré la pluma a Horemheb, y casi inmediatamente habló de la sociedad. Sentí un cosquilleo en la nuca. No pude evitar… hacerlo.
El calor en esos momentos era asfixiante; ya no corría la brisa del norte para aligerarlo. Caminamos lentamente a la sombra de los edificios, sin dejar de pensar mientras recorríamos de vuelta la vía Real. Carromatos y carros luchaban por su derecho a un poco de espacio, por eso los conductores gritaban y maldecían. El tráfico constante indicaba la cercanía del festival. El aire parecía tan cargado de tensión nerviosa que casi podía sentirlo en la boca; una mezcla de metal y polvo y algo más… miedo. Recordé la emoción que sentí el día que empezó todo este asunto, el inolvidable estremecimiento ante la perspectiva de encargarme de un misterio en un lugar tan destacado. Qué tonto fui. No entendí nada.
Salimos del barrio. Cerca quedaba el extraño palacio, cuadrado y rechoncho como una caja sellada. Sin pensarlo, me encaminé hacia allí; Jety me seguía sin saber qué decir. Parecía abandonado. Las dos puertas estaban ligeramente combadas. Desde el interior llegaban gritos extraños, como de niños pequeños, pero más salvajes. Entonces oí el atrayente y vibrante sonido de una flauta… y la repetición del mismo grito.
Empujé la puerta con cautela, y se abrió pesadamente sobre sus pernos. No había rastro de ninguna presencia. Subimos unos escalones de mármol que llevaban a un amplio patio a cielo abierto. Una fuente seca, manchada con lo que parecían siglos de excrementos de pájaro, crecía en el centro; de ella surgían cuatro canales bajos de agua estancada de color verde. El espacio que debería haber ocupado el techo lo ocupaba una red de cuerdas, y aquí y allá se veían pedazos de tela, descoloridos, que proporcionaban un poco de sombra. Bajo los arcos del patio colgaban muchas jaulas, algunas vacías; otras todavía contenían pájaros pequeños. De repente, un loro de brillantes alas echó a volar por el espacio abierto, graznando. Su actividad espoleó a otros, y el aire no tardó en llenarse con el caos de sus gritos.
En medio de tanto ruido se oyó una voz que dijo:
—¿Quién anda ahí?
Un viejo se puso en pie. Estaba sentado en un banco en la sombra, y caminó hacia nosotros.
—Oí gritos… La puerta estaba abierta —dije.
—Así que creíste que podías entrar para satisfacer tu curiosidad.
—¿Quién vive aquí?
—Nadie. Nadie desde hace un año. Alguien tiene que cuidar de los pájaros. Nadie se preocupa de ellos.
Llamó al loro y este echó a volar de nuevo desde su percha. Se posó, como una tormenta de colores verdes y dorados, sobre el hombro del viejo y le mordisqueó apreciativamente la oreja. Entonces alzó la cabeza para mirarnos y entonó una preciosa melodía, como si imitase a un cantante que tal vez hubiese actuado allí.
—¿Quién vivía aquí? —inquirí otra vez.
—Una reina. Bueno, durante un tiempo fue casi una reina. Me pregunto si todavía se conocerá su nombre ahora que ya no es la favorita.
—¿Cuál era su nombre?
—Kiya.
El pájaro repitió el nombre como si fuese la llamada cantarina de un amante decepcionado. No había oído hablar de ella.
—¿Qué le ocurrió? —pregunté.
El viejo se encogió de hombros.
—Cayó en desgracia. El poder es como el fuego. Lo consume todo. Y cuando ha desaparecido, solo deja cenizas.
Habló como si algo así pudiese ocurrirle a cualquiera de nosotros en cualquier momento, y también nosotros fuésemos a convertirnos en cenizas y sombras. Me fijé en la decrépita y marchita grandeza de aquel palacio. Qué poco tarda el presente en convertirse en pasado.
Le dejamos allí, con sus pájaros y su decadencia, regresamos a la barca y remontamos el río hacia el centro urbano, sin que la brisa del norte nos echase una mano en nuestra trayectoria; el sol, aumentado por el agua, quemaba nuestras caras y cabezas. Procuramos protegernos los ojos lo mejor que pudimos e intentamos mantenernos cerca de la orilla oriental, donde los frondosos árboles aportaban algo de sombra de vez en cuando. Pero a medida que nos aproximábamos al embarcadero principal, una hilera de esquifes de papiro conducidos por hombres armados y de uniforme evitaba que nadie se acercase. El trayecto del río cerca del embarcadero había sido despejado del tráfico y pudimos ver cómo se aproximaba a puerto un excepcional barco oficial.
Era enorme, al menos de treinta metros de largo, con dos casetas de cubierta y establos para carros con caballos al nivel del embarcadero. Por encima, en lo alto de una escalera —¡una escalera en un barco!—, había unos camarotes y pórticos muy elaborados construidos sobre finas columnas. Un palacio flotante. El casco se curvaba con elegancia sugiriendo la forma de un capullo de flor de loto coronado por un disco de Atón. El gran ojo protector de Horus estaba pintado en la proa. Había serpentinas de una punta a otra. Las cabezas sudorosas de unos treinta remeros a cada lado sobresalían justo por encima de la borda. La gran vela de color azul, decorada con estrellas doradas, pendía de un mástil tan alto como la eslora del barco. En lo alto del mástil había un halcón de oro. Un grupo de sacerdotes con varas y aventadores estaban colocados en línea sobre cubierta. El sonido de una orquesta, que debía de estar oculta, llegaba desde el navío.
Debía de haber muy pocos barcos como ese en la flota. Había visto otros con anterioridad, en Tebas, e incluso en una ocasión monté en
El Amado de las Dos Tierras
mientras estaba amarrado. Pero este era otra cosa. Solo una persona realmente importante podía viajar en él. Tenía que ser él.
La nave, acompañada por una flotilla de pequeñas embarcaciones que la guiaban, trazó lentamente y con total perfección la maniobra de amarre, sin ningún golpe brusco. Tenía muchísimas ganas de ver en persona a aquel hombre, al que le precedía un halo de misterio y que era capaz de asustar con la simple mención de su nombre. La cubierta del barco se llenó de gente, no solo de sacerdotes y marinos, sino también de dignatarios y funcionarios que subieron por la pasarela en cuanto el barco tocó tierra. Entre ellos se encontraba una figura a la que todos saludaban con sumo respeto. No podía ver nada. Pasó un buen rato hasta que la caterva de pequeñas embarcaciones despejó aquella zona del río.
Empecé a desplazar nuestro bote hacia la orilla, intentando no llamar la atención de los soldados que, en cualquier caso, estaban fascinados por el espectáculo de semejante llegada. La orilla no estaba a más de quince metros de distancia, y yo esperaba que pareciese que nosotros nos apartábamos del barullo de espectadores. Nos las apañamos para atar la barca al tronco de una palmera y descendimos a las cálidas y poco profundas aguas junto a la orilla.
—Odio que se me mojen los pies —dijo Jety.
—Entonces deberías haber elegido trabajo de oficina.
Echamos a andar por un sendero de servicio que corría junto a un pequeño curso de agua. Ahí, entre el follaje de los árboles, todo pareció de repente quieto y tranquilo.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Estamos justo debajo de los jardines principales del Gran Palacio.
—Estupendo. Habrá guardias por todas partes. ¿Cómo podemos llegar al camino sin ser vistos?
—Así. —Y con un rápido salto, Jety superó un pequeño muro. Pensé, no por primera vez, que la seguridad en este palacio era alucinante. Imité a mi compañero, aunque he de confesar que con menos elegancia.
Deseé no haberlo hecho, porque cuando puse los pies sobre la arena vi a dos guardias armados que nos miraban. El callejón estaba vacío en ambas direcciones a excepción de un niño que jugaba con una pelota. Jety me miró, yo le miré a él y entonces, como si llevásemos años comportándonos de ese modo, nos lanzamos simultáneamente sobre los dos hombres. La fuerza de mi primera arremetida le hizo perder el equilibrio a mi oponente y chocó contra el muro opuesto, me coloqué frente a él y le lancé dos severos puñetazos en el vientre y en la cara. Jety detuvo al segundo, pero sentí que algo me golpeaba en un costado de la cabeza: era su bastón de madera. No sentí dolor, y antes de saber qué iba a hacer agarré el bastón de donde había caído y le propiné al hombre golpes en la cabeza y el cuerpo. Se encogió hecho un ovillo, temblando y sacudiéndose para protegerse de los golpes; pude oír con claridad el crujido de sus dedos y huesos al romperse con mis violentos ataques. De repente, la sangre salió disparada contra el muro y la tierra, y sus gritos y quejidos cesaron. Jety tiró hacia atrás de mi brazo y dijo: