—Ya es suficiente, vámonos.
Dejamos allí los dos cuerpos inertes para que las moscas y el sol se hiciesen cargo de ellos y recorrimos el callejón. Supe que incluso en esas circunstancias no había sido buena idea dejarlos allí, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? El niño con su pelota había desaparecido.
El callejón desembocaba en una de las calles que llevaban a la vía Real. Colocamos nuestros linos por encima de la cabeza otra vez y nos adentramos en la bulliciosa calle. Todo el mundo parecía desplazarse en el mismo sentido, dispuestos a presenciar el espectáculo que iba a ser la llegada de Ay. Salimos a la vía Real entre la Ventana de las Comparecencias y el Gran Templo de Atón. La calle estaba vacía, como cuando todo se deja de lado para centrarse en una ceremonia. La multitud se congregaba en ambos costados y muchos otros curiosos observaban desde balcones, asomados a ventanas o encima de los tejados. Debía de haber miles de personas, pero todos estaban tan callados, tan en silencio, que podía oírse el piar de los pájaros.
A nuestra derecha, el aire pareció cargarse de improviso, y apareció un grupo de carros; los cascos de los caballos golpeaban contra las piedras al compás. Empezaron a sonar las trompetas como cuando se inicia una batalla, con el gentío a ambos lados de la calle como dos bandos de expectantes oponentes. Jety y yo nos abrimos paso para tener una vista mejor y vi, cuando la cabalgata ralentizó el ritmo, en el carro central, a un hombre alto y arrogante, vestido con una túnica blanca y una modesta cantidad de oro y joyas.
Su cara era huesuda. La condescendencia parecía filtrarse por todos los poros de su piel. Sus maneras delataban su absoluto desprecio por el mundo en el que se había visto obligado a aparecer. La cabalgata se detuvo. El polvo ascendió en el aire caliente. Ay se volvió para mirar con el ceño fruncido hacia la Ventana de las Comparecencias, que en ese momento, significativamente, no ocupaba nadie. Con un desdén apenas disimulado, con mucha destreza y una expresión de sombrío respeto dibujada en el rostro, alzó de mala gana los brazos hacia el espacio vacío y esperó. Nosotros también esperamos, con los ojos fijos en el hombre que protagonizaba ese momento.
Entonces el propio Ajnatón apareció en la ventana acompañado por sus hijas, con Meretatón ocupando el lugar que debería haber ocupado su madre. La gente se percató de inmediato de la ausencia de la reina. Un hombre que estaba a mi lado le susurró a su mujer:
—¿Lo ves? Todavía no está aquí. La niña ocupa su lugar.
La mujer le hizo un gesto al marido para que permaneciese en silencio, como si aquel fuese el pensamiento propio de un traidor.
Los dos hombres se miraron durante un instante y pareció como si entre ellos tuviese lugar un acto de comprensión de una inmensa complejidad. Ajnatón no hizo gesto de reconocimiento alguno respecto a aquellos brazos alzados durante casi un minuto. «Entre ellos no existe separación alguna», había dicho Horemheb. Pero no era lo que parecía a simple vista. Ay mantuvo su postura e inclinó ahora la cabeza, sin temblar. Viéndolos así, pensé en qué extraño era el equilibrio de poder entre el Gran Ajnatón y los pedantes cortesanos, más mayores que él. Entonces Ajnatón tomó un magnífico collar de oro y lapislázuli de un cojín y lo colocó con ostentación alrededor del fino cuello de Ay. Fue la señal para la fanfarria; el propio Ramose dio un paso al frente para recitar la liturgia.
Fue durante su recitado cuando me fijé en que tenía manchas de sangre en las sandalias. Jety me dio un codazo apenas perceptible y asintió. Hacia nosotros se acercaban, atravesando la silenciosa multitud y todavía a cierta distancia, un grupo de guardias. Y con ellos, cargado a hombros por otro hombre, seguramente su padre, el niño de la pelota. El niño oteaba el gentío. Cuando volví la cabeza el niño me vio y me señaló.
En ese momento acabó la liturgia, y la cabalgata se encaminó hacia el Gran Templo de Atón con el ruido de las trompetas, los cascos de los caballos y los obedientes gritos de celebración de los presentes que habían alzado los brazos, todos a una, hacia el disco solar. A través de ese bosque de brazos, que supuso una ventaja añadida para nosotros, nos abrimos paso. Eché la vista atrás y vi que el niño tenía la boca abierta, gritaba, pero el jaleo general asfixiaba su voz. Nos desplazamos más rápido, intentando no llamar la atención, pero quedaba claro, por las sorprendidas caras de la gente, que nos estábamos comportando de un modo extraño. Sin embargo, nadie nos detuvo; alcanzamos un callejón y echamos a correr.
—¿Dónde vamos?
—¿A la casa segura?
Me volví para observar de nuevo justo cuando el niño y los guardias llegaban al extremo del callejón. Señaló, y su grito rebotó con fuerza en las estrechas paradas. Corrimos. Jety sabía moverse por las calles secundarias, pero nos perjudicaba el trazado regular de la ciudad: ¿dónde estaban los enrevesados laberintos de Tebas cuando los necesitabas? La gente se volvía para mirarnos, y nosotros tuvimos que dar media vuelta cuando vimos soldados que venían hacia nosotros. Nunca hasta entonces había estado en la piel del perseguido. Siempre son los medjay los que persiguen; ahora me perseguían a mí, y corría para salvar mi vida.
Corríamos entre las sombras de la parte a medio construir de chabolas de la ciudad; por lo visto habíamos dado esquinazo a nuestros perseguidores. El callejón donde se encontraba la casa segura estaba desierto. Con una rápida mirada a ambos lados, nos deslizamos tras la cortina, entramos en la habitación y cerramos la pesada puerta de madera. Nos tumbamos, intentando recuperar el aliento de nuestro dolorido pecho; hacíamos demasiado ruido.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Por primera vez desde que lo conocía, Jety parecía realmente atemorizado.
—¡No lo sé!
Nos miramos, rogando a los viejos dioses que nos ofreciesen inspiración o algo de suerte. Pero no hubo respuesta. Estábamos solos.
—Podemos recurrir a mi familia. —Jety me miró, asustado pero valiente.
Me sentí agradecido por la honorable intención que le había llevado a semejante ofrecimiento. Lo que quería decir era que su familia nos ocultaría. Pero el riesgo era excesivo. Si nos descubriesen, los hombres de su familia no escaparían a la tortura y a la ejecución, y las mujeres a la mutilación y a la esclavitud. No tenía intención de exponerles a semejante peligro.
Tal vez vi la imagen borrosa de una sombra, tal vez solo lo imaginé, pero de repente un hacha de bronce destrozó el panel central de la puerta. Se quedó encallada y pude oír las maldiciones de un hombre que intentaba sacar su arma y también los bramidos de su superior. Subimos por la escalera justo en el momento en que otro hachazo caía sobre la puerta. Cuando llegamos al tejado, pude oír los gritos de alarma por toda la calle. Miré hacia abajo desde el tejado y vi que la calle estaba llena de soldados, todos ellos armados hasta los dientes. Reconocí a la mujer del pie machacado. Estaba discutiendo y gesticulando; señalaba a los guardias el tejado en el que habíamos conversado. No podía culparla. Tenía que sobrevivir. Entonces el hacha destelló por la luz del sol y volvió a golpear, y oí cómo la puerta se venía abajo con estrépito.
Corrimos por los tejados, saltando por encima de los muretes de separación y sorteando las cuerdas para tender la ropa. Unas pocas viejas nos miraron, pero no movieron un dedo. Seguía a Jety, que tenía sin duda mejor sentido de la orientación. Miré atrás y vi que los soldados ya habían subido al tejado y corrían tras nosotros.
—¡Separémonos! —le grité a Jety. Dejó de correr—. ¿Dónde podemos encontrarnos?
—¡Ya sabes dónde! —Hizo un gesto hacia el río—. ¡Cuando anochezca! —Me indicó la dirección en la que debía correr, me sonrió de medio lado como si se tratase de una especie de gamberrada y salió disparado en otra dirección.
Corrí. Casi de inmediato salté por encima de una grieta entre dos chozas, perdí pie, me colgué de la pared y tuve que subir a pulso arañándome las manos y las rodillas. Los soldados se habían dividido en dos, y mis perseguidores estaban muy cerca. Había perdido de vista a Jety, que sabía muy bien lo que hacía; probablemente habría bajado al suelo y tal vez había evitado ser capturado. Seguí corriendo, tirando al pasar todo lo que estaba a mi alcance —frascos, cajas, leños para el fuego— con la intención de dificultarles la persecución. Tenía pensado bajar a la calle y mezclarme con la multitud. Pero frente a mí, en el siguiente tejado, unos medjay armados ascendían en tropel, seguidos por una figura familiar con el pelo de color gris metalizado, más alta que los demás. Sus ojos de león se centraron en mí y una leve sonrisa de expectación destelló en su frío rostro.
Me quedé quieto, aguantándole la mirada. Si esto era una partida de
senet
, él actuaba como Osiris en el último cuadro; pero Mahu representaba mi paso al siguiente mundo en el peor de los sentidos posibles. ¿Me capturarían y me llevarían abajo o me ejecutarían allí mismo? Pero todavía tenía alguna opción. Estaba en el tejado cerca del límite de la choza. Podía arriesgar mi vida saltando a lo desconocido. Ciertamente, tenía muy pocas posibilidades de defenderme contra Mahu. En su poder, dudaba que pudiese sobrevivir.
Antes siquiera de acabar de considerar aquel pensamiento, eché a correr hacia el extremo del tejado y salté.
Caminé lentamente por la calle hacia mi casa, con mi maletín en la mano, mi diario en su interior y mi corazón cantando en el pecho como un pajarillo. Finalmente, regresaba a mi hogar. Ahora era más viejo. ¿Cuántos años habían pasado? No podía decirlo, y lo cierto es que tampoco importaba a esas alturas. El tiempo era un largo y lento río. El sol de la tarde fijaba las sombras en el aire claro. La gente se volvía a mi paso y me saludaban, como si no me hubiese marchado hacía mucho tiempo.
Crucé el pórtico y abrí la puerta que daba al patio. Los juguetes de las niñas estaban desperdigados sobre las baldosas. Entré y las llamé:
—¿Tanefert? ¿Sejmet? ¿Niñas?
Nadie me respondió. Atravesé la sala de estar. En la cocina, había frutas podridas en un cuenco, y los platos tenían una gruesa capa de polvo. La habitación de las niñas, donde las había abrazado y besado antes de irme, estaba vacía, con las camas sin hacer. Una de las historias de Sejmet —había escrito centenares de ellas— estaba tirada en el suelo. Me agaché para recogerla y vi con horror que sobre el papiro había la huella sucia de una sandalia. Empezaron a temblarme las manos.
Corrí por las habitaciones, gritando sus nombres, apartando sillas violentamente, registrando armarios y alacenas para ver si se habían escondido dentro. Pero en ese instante ya sabía que no las encontraría, que las había perdido para siempre. En ese momento oí un aullido, como el de un animal apenado, que llegaba de muy lejos, desde la oscuridad; un aullido inútil.
Me desperté al oír aquel aullido. Eran mis propios gritos de amargura sin respuesta posible. Tenía la cara bañada en lágrimas vergonzantes. Me esforcé por recuperar la compostura, lejos ya del sufrimiento y la confusión del sueño. Había querido dormir muy profundamente, para no pensar ni sentir nada, pero alguien me decía que no podía hacerlo. Tenía que despertarme. De repente, sentí una punzada de pánico al pensar qué habría pasado si me hubiese quedado dormido.
No entraba ni un ápice de luz dondequiera que me encontrase. El sol también me había abandonado. No podía ver nada. Me sentía ajeno a mi cuerpo. Decidí que tenía que recuperar las sensaciones físicas. Recordé que tenía músculos y que debía usarlos. Me concentré en la palabra «manos» y algo se agitó, pero fríamente, de forma remota, pesada. Pensé: «dedos», y en esta ocasión pude sentir con mayor claridad el movimiento. Pero ¿qué era eso áspero y duro? Unos grilletes apretaban con rudeza mis muñecas, que estaban húmedas. Moví las manos lentamente y descubrí que estaban unidas por una soga. Me esforcé para llevarme las manos a la boca y averiguar de qué se trataba, pues era el único sentido del que podía fiarme. Lamí algo que me supo familiar y extrañamente reconfortante. Me asaltó un recuerdo repentinamente: un cuchillo en mis labios. Pero el recuerdo desapareció tal como había llegado, y me invadió una implacable sensación de tristeza. Luché para evitarla. «¡No! ¡Sigue pensando!» Los grilletes me habían arañado la piel y la carne. Sin duda debí de sacudirme, en sueños, para liberarme de las ataduras.
Me toqué la cara con los dedos: ojos, nariz, boca. Barbilla. Cuello. Hombros. «Sigue.» Pecho. Pezones. Brazos, dos; los lugares en que había abrasiones me dolieron al tocarlos. ¿Eran moratones? ¿Heridas? «Sigue adelante.» Vientre, muslos… Y otro repentino recuerdo: vi unos pies golpeando una y otra vez mi entrepierna mientras notaba una desgarradora sensación de dolor, rabia y vómito. Noté en mi boca su sabor: rancio, reseco, desagradable. Quería beber. ¡Agua!
Mis manos atadas se movieron como ratas por el suelo invisible de ese lugar. Una jarra. La llevé a mis labios. El contenido cayó sobre mí, derramándose sobre la carne cortada, y entonces lancé la jarra hacia la oscuridad. Orines fríos. Mis muñecas vibraban allí donde las cuerdas rozaban. Sentí náuseas, pero de mi garganta no salió más que una intensa bilis muy amarga.
Entonces recordé. Mahu. El tejado. Antes de saltar. Aquello era obra suya. El era el culpable. Los grilletes volvieron a tirar de mi piel. Estaba fuera de mí, como un animal demente, pateando contra las paredes que me confinaban.
Oí que alguien gritaba órdenes. Se abrió una puerta y me lanzaron encima una jarra de agua fría. El impacto que supusieron la luz, el agua fría y el miedo a las represalias me llevó a refugiarme en un rincón de la celda, por lo que noté la mugre y el contacto de la piedra. Había extrañas marcas en esas paredes, muestras de desesperación de condenados que habían pasado por ahí camino de la muerte y el olvido. Ahora yo era uno de ellos.
Dos guardias medjay tiraron de mí con violencia para levantarme. Los grilletes dolían y pesaban, cortaban la piel de mis tobillos igual que hacían con la de las muñecas. Mi desnudez quedaba completamente a la vista. Los guardias se desentendían de mí, no me daban ropa con la que cubrirme. Sentí deseos de hablar, pero lo que surgió de mi boca no fue más que un graznido similar al de un cuervo. Los guardias rieron, pero uno de ellos me entregó una jarra. La agarré, temblando, y en mi boca entró un poco de agua fría. Al mismo tiempo, mis ojos se llenaron de lágrimas. Entonces el guardia me arrebató sin remilgos la jarra.