Read El reino de las tinieblas Online

Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (2 page)

Cuando Tinné-Anoyá entró con paso rápido en el salón del trono iba en pos de los vuelos de su capa todo un pequeño ejército de esclavos, ministros, jefes de armas y nobles, en cuyas caras pálidas y ojos desorbitados se leía el temor, Tinné-Anoyá se encaminó hacia su silla de honor, pero permaneció de pie. A derecha e izquierda se ordenaron los ministros, los cortesanos y capitanes menores, alineáronse junto a las paredes, todos silenciosos y mirando hacia la puerta de entrada.

Sonaron las trompetas, se abrieron las puertas de par en par, y con sus movimientos torpes y pesados entraron los siete monstruos de cabeza esférica haciendo resonar sus recios pasos sobre las losas de mármol. Como un solo hombre, todos cuantos estaban en el salón se echaron al suelo tocando el piso con las frentes y haciendo reverencias mientras gritaban:

—¡Loado sea el poderoso Tomok!… ¡Loado sea el poderoso Tomok!

Los recién llegados se detuvieron en mitad de la sala. Después de hacer las siete reverencias ordenadas por el culto, la corte de Umbita permaneció rostro al suelo, esperando que los espíritus decidieran lo que debía hacerse a continuación.

—¿Qué significa esto? —exclamó una voz que parecía salir del espíritu que iba delante—. Alzaos, por favor…

—Los postrados irguieron sus cuerpos. Rehuían mirar de frente a los horribles seres de cabeza redonda, temiendo ofenderles con el peso de sus ojos. Vistos de cerca, los seres sobrenaturales tenían un aspecto más temible aún que de lejos. Sus cuerpos eran de un azulado muy sutil, bruñidos como una coraza. Tenían las piernas y los brazos muy robustos, pero lo más horrible de todo eran sus grandes cabezotas, sin pelos, sin ojos, sin boca, ni nariz, ni oídos…

Temblando sobre sus rodillas, Tinné-Anoyá se puso en pie interpretando la voluntad del sobrenatural hombre que parecía capitanear el grupo. Carraspeó en su intento de aclarar la voz antes de dar la salutación y bienvenida al espíritu de Tomok, pero algo inesperado ocurrió. El ser sobrenatural se llevó ambas manos a la cabeza y la hizo girar casi imperceptiblemente hacia la izquierda. Luego… ¡horror!, el espíritu de Tomok dio un tirón hacia arriba y ¡se arrancó la cabeza!

Las verdes pupilas de Tinné-Anoyá se agrandaron de asombro. El ser sobrenatural, al arrancarse su cabeza esférica y enorme… dejaba ver otra cabeza… ¡una cabeza humana, de cabellos negros y hermosa faz morena que le sonreía mostrando una doble hilera de blancos dientes!

Un grito de estupefacción resonó en la sala. Al mismo tiempo, los otros seis monstruos tiraban a su vez de sus cabezas y dejaban ver unos rostros humanos. El primero en arrancarse la cabeza se la ponía debajo del brazo y decía, sin dejar de sonreír:

—¿Por quién nos habéis tomado? ¿No veis que somos hombres como vosotros? Nos pusimos estas corazas solamente por si al llegar aquí nos saludabais con una lluvia de flechas.

—¡¡Magia!! ¡¡Magia!!… —murmuraron los presentes —mirando a los recién llegados con ojos agrandados por el pasmo.

Tinné-Anoyá se humedeció los labios con la puntita de la lengua.

—¿No sois… espíritus de Tomok? —preguntó con un hilo de voz.

—¡Qué espíritus ni qué diablos! —rió el hombre encerrado en aquel caparazón grotesco—. Somos de carne y hueso, ni más ni menos que como vosotros. Me llamo Fidel Aznar, y estos compañeros son el profesor Castillo, el profesor Ferrer, el capitán Fernández, mi compadre Ricardo Balmer, el doctor Agraciáis y Woona. Woona es una mujer, coterránea vuestra.

Mientras el joven hablaba, señalando a cada uno de los que iba nombrando, el cerebro de Tinné-Anoyá trabajaba febrilmente tratando de entender lo que significaba esto. Los seres que tenía delante eran, sin género de duda, hombres humanos. Aceptaba que sus cuerpos, idénticos al suyo propio, estuvieran enfundados en corazas de una forma y especie desconocidos en Saar… pero habían bajado directamente del cielo, metidos en una «cosa» que flotaba en el aire sin alas ni plumas. Su condición de seres extraordinarios era indiscutible.

—Si no sois espíritus de Tomok… ¿quiénes sois? —preguntó Tinné en un soplo de voz—. ¿De dónde venís?

—Bien, es un poco largo de contar. Pero dime, ¿eres tú la reina de este territorio?

—Soy Tinné-Anoyá, Princesa de Saar. Una princesa de Saar sólo puede tomar el título de reina después de tomar esposo —dijo Tinné-Anoyá —: ¿Tú eres rey de tu país?

Sonrió el extranjero. Tenía una sonrisa abierta que de pronto parecía iluminar su rostro, de natural serio, y hacerle parecer un niño.

—No —contestó—. No hay reyes en mi país. Ese título existió antiguamente, pero cayó en desuso. Actualmente mi nación está organizada en república. ¿Sabes lo que es una república? El pueblo elige libremente la forma de gobierno y al hombre que le preside.

—¿Cómo se llama vuestra república?

—Todavía no tiene nombre oficial. Actualmente estamos situados en una gran isla que hemos llamado Nueva España. Es una isla situada al oriente, por donde nace el sol. Los nativos la llaman País de Amintu.

Tinné-Anoyá respingó ligeramente. Había oído hablar alguna vez del País de Amintu. Era una isla sin importancia de la mar océana, poblada por tribus ignorantes y semisalvajes. Las naves de Saar iban alguna vez al País de Amintu para capturar esclavos, que luego los mercaderes vendían en Umbita y otras ciudades del continente a muy buen precio. Tinné-Anoyá había tenido alguna vez esclavas del País de Amintu, y le constaba muy bien que eran mujeres sumamente brutales, sucias y atrasadas, gente desagradable en fin, muy distinta del extranjero que ahora le hablaba.

—Es extraño lo que dices, extranjero —dijo Tinné-Anoyá, sintiendo a la vez temor y enfado—. Nunca he viajado al País de Amintu, si bien sé por referencias que es una isla salvaje e inhóspita. Nuestras naves han llegado algunas veces hasta esa isla en busca de esclavos. El país nos es conocido. ¡Pero nunca oímos hablar de que hubiera allí ninguna república con ese extraño nombre que acabas de pronunciar!

—Es natural, sólo llevamos ciento cincuenta días establecidos en la isla —contestó el extranjero—. Y antes, ¿dónde vivíais?

El extranjero se volvió hacia uno de sus compañeros de edad madura y le habló en una lengua totalmente desconocida. Lo que Fidel Aznar decía al profesor Castillo era:

—Ya llegó aquello. ¿Cómo les explico yo a estas gentes que procedemos de otro mundo?

—Es cosa tuya. Tú hablas mejor que nadie su lengua. Díselo lo más sencillamente que puedas —dijo el profesor en castellano.

Fidel Aznar se dirigió de nuevo a la princesa en la lengua del país:

—Esto es un poco difícil de explicar, Princesa. Tú nos has visto llegar en una nave que surca el cielo velozmente. —Sí.

—No puedes dudar de eso, puesto que lo has visto. Pues bien, créeme. Tenemos otra nave mucho mayor, en cuyo interior cabrían mil naves como ésta. Esa nave, mayor y más poderosa, puede volar también por el espacio, allí donde brillan las estrellas. ¿Sabes qué es una estrella?

—Por supuesto. Son esos puntos de luz que brillan en la noche. Nuestros astrólogos aseguran que son como soles muy lejanos, pero no se sabe mucho acerca de esto.

—Son soles, Princesa, grandes estrellas como el Sol, pero que la distancia hace aparecer muy pequeños. Muchos de esos soles tienen a su alrededor mundos como éste en que vivimos. Pues bien, muy lejos en el firmamento, uno de esos soles tiene varios planetas, y uno de ellos se llama Tierra. Nosotros procedemos de aquel lejano planeta. ¿Me crees?

Tinné-Anoyá buscó con la mirada a Tarho, el astrólogo real. Pero Tarho se limitó a levantar los hombros, como expresando su incapacidad para juzgar las palabras del extranjero.

—¿Cómo es vuestro mundo? —preguntó la Princesa.

—Es un mundo idéntico a éste —contestó Fidel—. Allí el cielo es también azul, los mares grandes extensiones del planeta y en los continentes hay montañas y valles, ríos y bosques. La vida evolucionó en la Tierra de forma semejante a la de vuestro mundo, con la diferencia de que nuestra civilización es miles de años más antigua, por lo que ha alcanzado también un más alto nivel de desarrollo.

Tinné-Anoyá se mordió el gordezuelo labio inferior mientras su pensamiento se debatía en grandes dudas. Finalmente se atrevió a preguntar:

—¿Cuál es la razón que les movió a venir a Saar desde tan lejos? ¿Qué buscáis aquí?

Fidel Aznar temía esta pregunta y no estaba muy seguro de saber contestarla, a la vez diplomáticamente y sin faltar a la verdad. De cualquier forma que tratara de disfrazar esta verdad, la realidad era que estaban allí como invasores.

—Seré sincero, Princesa —dijo midiendo cada una de sus palabras—. Nuestra civilización ya no existe. Nuestro mando sigue estando allí, entre las estrellas del cielo. Pero ya no nos pertenece. Criaturas procedentes de otra lejana estrella llegaron en tiempos remotos al Reino del Sol. No eran humanos. Ni en su aspecto, ni en su pensamiento, ni en su forma de conducirse eran como nosotros. Les llamábamos la Bestia Gris, y también los Hombres Grises por el color de su piel. Llegaron en secreto, a escondidas, y fueron a refugiarse en un mundo inexplorado llamado Venus. Pero fueron descubiertos a tiempo y expulsados de allí, confinándoles en otro mundo inhóspito llamado Marte. Pero los Hombres Grises eran unas criaturas ingeniosas, poseían una gran cultura y estaban animadas de una tenacidad más allá de lo humano. Su gran obsesión era la conquista de los mundos terrícolas. Nos despreciaban, considerándonos seres inferiores, y aspiraban a imponernos su hegemonía. En verdad los pueblos terrícolas estábamos comportándonos como locos. En la Tierra, al contrario que en este mundo, la humanidad estaba dividida en razas de distinto color. Había hombres blancos, amarillos y negros principalmente, y cada raza estaba a su vez subdividida en naciones que hablaban distinto idioma y profesaban distintas ideologías. Desde los primeros tiempos la raza blanca se había distinguido como dominadora de las demás. Había esclavizado y explotado a otras razas, ganándose su odio, estimulando en los pueblos más débiles un irreprimible deseo de revancha. Con el tiempo se fueron nivelando las diferencias entre todas las razas, pero sólo en el plano económico. Por el contrario, cada grupo étnico se rodeaba de fronteras cada vez más insalvables. La Tierra vivía en constante guerra, y mientras los hombres y las naciones se debilitaban en esta constante sangría, la Bestia Gris se mantenía al margen de nuestras disputas acrecentando su poder guerrero que un día habría de caer sobre nosotros. Y eso fue lo que finalmente ocurrió. La raza blanca y la raza amarilla acababan de librar la más sangrienta de sus guerras cuando la Bestia Gris cayó sobre nuestro mundo con sus poderosas escuadras. Fue una derrota total, sin paliativos, la destrucción de nuestra civilización hasta sus más profundos cimientos. En aquella hora amarga, cuando el mundo estallaba en pedazos, unos pocos millares de hombres y mujeres conseguimos escapar en una gran nave, la única que existía capaz de llevarnos tan lejos donde jamás antes había llegado ninguna otra nave del espacio. Nosotros somos los supervivientes e hijos de aquel grupo de expatriados. Durante cuarenta y dos años hemos navegado por el cielo, buscando entre las estrellas un mundo que pudiera acogernos. El mundo que encontramos al fin es éste, vuestro mundo.

Un gran silencio acogió las últimas palabras del sorprendente relato del terrícola. Tinné-Anoyá se pasaba el rojo extremo de la lengua por los labios, como conteniendo una pregunta que finalmente brotó irreprimible:

—¿Cuáles son vuestras intenciones respecto a Saar? ¿Se repetirá aquí la historia de los Hombres Grises respecto a vuestro mundo? ¿Seremos tal vez sojuzgados, igual que vuestro pueblo lo fue por aquellas criaturas llegadas desde las lejanas estrellas?

—No, Princesa —negó Fidel con energía—. La Historia no puede repetirse aquí. Somos humanos, igual que vosotros, tenemos la misma sangre. Nada impide que nuestro pueblo se integre en el vuestro y, a la recíproca, que vosotros os integréis en nuestra cultura. Sólo beneficios puede reportarnos nuestra alianza. Nuestra avanzada técnica revolucionará vuestro mundo.

—¿Qué cosa es esa que llamas «técnica».?

—Es el compendio de todos los logros obtenidos por nuestra milenaria civilización. La vida se desarrolló en la Tierra de forma parecida a la vuestra. El hombre comenzó su existencia en la copa de los árboles. Luego descendió de ellos, habitó en cavernas, descubrió el fuego y luego construyó sus primeras armas tallando la piedra. Más tarde trabajó los metales, se hizo pastor y agricultor y adoptó una vida sedentaria. En la Tierra, a partir de este punto, el hombre siguió desarrollando su ingenio. Hizo más eficaces sus herramientas de trabajo e inventó las máquinas.

—¿Qué son máquinas? —preguntó Tinné-Anoyá.

—Llamamos máquina a cualquier ingenio capaz de ejecutar un trabajo que el hombre por sí solo no podría realizar. Por ejemplo, las aceñas que impulsadas por la corriente del río elevan el agua hasta un canal, eso es una máquina. Nuestro mundo está lleno de ellas.

—¿Y para qué queréis tantas aceñas?

Fidel miró sorprendido a la joven princesa, en tanto que junto a él Ricardo Balmer sofocaba una risa.

—Nosotros no usamos aceñas, sino máquinas mucho más complicadas para realizar multitud de trabajos diversos. Tenemos máquinas que aran la tierra y recolecta la mies. Otras que excavan canales, cortan árboles, extraen minerales de las minas, abren caminos… Tenemos máquinas que construyen otras máquinas, máquinas para impulsar nuestros barcos y nuestros vehículos, máquinas para fabricar alimentos, para crear luz…

Capítulo 2.
El pueblo idolatra

F
idel Aznar dejó de hablar y clavó sus ojos en la espléndida figura de mujer que tenía enfrente. Sentíase satisfecho de su discurso, en el que había procurado comprimir los hechos más salientes que compendiaban las peripecias vividas por él y sus compañeros en los últimos tiempos. Y también sentíase satisfecho por el efecto que su relato parecía haber causado en los indígenas. Estos habían roto a charlar todos a la vez, chillando y gesticulando como demonios y acercándose a los terrestres para, con una timidez y curiosidad propia de chiquillos, tocar con las puntas de los dedos sus armaduras y dar vueltas a su alrededor examinándoles de arriba abajo.

Un anciano de luenga barba blanca, envuelto en una toga a modo de un antiguo senador romano, impuso silencio con un ademán y habló con voz sonora y reposada:

Other books

Thief: A Bad Boy Romance by Aubrey Irons
In the Shadow of the Wall by Gordon Anthony
The Missing Monarch by Rachelle McCalla
Terminal Freeze by Lincoln Child
Highpockets by John R. Tunis
Death in the Burren by John Kinsella