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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (3 page)

—Hijos de la Tierra —dijo—. Grandes son las maravillas que relatáis. Soy Shima, el Gran Justicia de Saar. Nuestra política fue siempre la de obtener alianzas ventajosas con nuestros vecinos más poderosos. ¿Es numeroso tu pueblo? ¿Cuántos vinisteis en la gran nave del espacio?

—Eran cinco mil setecientos cincuenta al salir de la Tierra. Algunos nacimos durante el viaje. Al llegar a este planeta éramos seis mil cuatrocientos ochenta.

—¡Tan pocos! —Exclamó el Gran Justicia sin ocultar su decepción—. ¡Solo la capital de nuestro reino tiene diez veces ese número! Si llamáis a eso un reino, en verdad que es un reino ridículamente pequeño.

La rubia Woona, la bella y salvaje nativa del País de Amintu que acompañaba a los terrícolas, habló con altanería a Shima:

Ten cuidado, Gran Justicia, no vayas a equivocarte. El poder de los extranjeros es tan grande, que solamente con una de sus naves aéreas podrían arrasar en un segundo una ciudad tan grande como Umbita. Sus armas son terriblemente eficaces y alcanzan a cualquier parte del planeta. Seis mil terrícolas frente a ¡seiscientos mil de vosotros son como seis mi! leones frente a un millón de cobardes ratones.

Shima miró a Woona frunciendo el ceño.

—Tú no eres extranjera. Reconozco tu acento.

—Debes conocerlo, soy nativa del País de Amintu. Vuestros mercenarios han venido con frecuencia durante siglos a capturar esclavos al País de Amintu. Pero en verdad te digo que es mejor que no volváis a buscar esclavos a la isla. Los extranjeros son nuestros amigos y no permiten que nadie sea esclavizado.

—Querrás decir que ahora vosotros sois esclavizados por los extranjeros, y que estos no permiten que nadie vaya a arrebatarles sus esclavos —repuso Shima.

—No tenemos esclavos en la isla —rebatió Fidel—. La esclavitud es la opresión más amarga que puede imponerse a un ser humano. Nadie debe ser esclavo de nadie.

—¿Y qué víctimas inmolarás entonces al dios Tomok? —preguntó Shima.

—¡Es lo que nos faltaba saber! —exclamó junto a Fidel el profesor Castillo, en español—. ¡Estos brutos son capaces de sacrificar personas humanas a sus ídolos!

—¿Sacrificáis seres humanos a vuestro dios? —Interrogó Fidel arrugando el ceño—.

Shima alzó los robustos hombros y abrió los brazos en ademán de impotencia.

—¡Pero es horrible! —protestó Fidel indignado—. En la Tierra, sólo los pueblos más crueles y salvajes inmolaron víctimas humanas ante sus ídolos. Vuestras construcciones, vuestra forma de vestir y de hablar parecen indicar un alto nivel cultural.

—No somos salvajes —protestó el venerable anciano enrojeciendo—. Si sacrificamos hombres y mujeres a Tomok es solamente porque él así nos lo exige. ¿Creéis que aceptamos con gusta esta periódica inmolación? ¡No! Nuestro pueblo vive bajo el terror, siempre con el pensamiento puesto en ese implacable dios de las Tinieblas y en la próxima recluta de víctimas. Esta noche pasada Tomok habló de nuevo exigiéndonos veinte mil seres humanos. Si una tercera parte por lo menos no fueran esclavos capturados en otras tierras, ¿cómo podríamos evitar que, poco a poco, devorara Tomok a todo el pueblo de Saar?

Fidel Aznar se volvió hacia sus compañeros.

—Esto no me gusta ni pizca —aseguró Ricardo Balmer, joven de la misma edad que Fidel, arrugando la nariz—. Veinte mil víctimas para un ídolo, ¡ahí es nada!… Si es costumbre generalizada en todo el planeta no me asombra que este mundo esté tan escasamente poblado.

Fidel Aznar, volviéndose hacia Tinné y Shima preguntó:

—¿Quién es Tomok? ¿Acaso esa grotesca efigie que hemos visto en la cima de la colina que domina la ciudad?

—Sí —repuso Tinné bajando la cabeza y suspirando—. Ese es Tomok, el rey de las Tinieblas. Esta noche habló pidiendo veinte mil víctimas y hemos de dárselas en seguida, antes que se impaciente y nos envíe sus espíritus a buscarlas.

—¡Jamás lo hubiera creído! —exclamó Fidel con repugnancia. ¿Es posible que rindáis un culto tan terrible a una divinidad falsa y estúpida? ¿Quién es romo? ¿Dónde está su espíritu? ¿Por boca de quién hablo? Tomok no existe y su divinidad es un mito; y os lo demostraré desafiándole a gritos, derribando su estatua, impidiendo el sacrificio de ese rebaño humano afrontando sin miedo sus iras.

La reacción de los indígenas fue inesperada. Todos prorrumpieron en gritos y protestas, temblando de error, haciendo muecas y llevándose las manos a la cabeza.

—¡No…! ¡No! —gimió Tinné-Anoyá haciendo muecas—.

¡No puedes hacer eso… sería nuestra perdición! ¡Los espíritus de Tomok brotarían a millares del seno de la tierra y nos matarían a todos, arrasando nuestros campos y prendiendo fuego a nuestras ciudades!

—¡Tonterías! —se burló el profesor Castillo en su imperfecto idioma de Saar—. ¿Ha visto alguien de vosotros alguna vez esos espíritus?

—Hombre de la Tierra —repuso Chima —, contén tu lengua, tus blasfemias pueden costarnos muy caras. Nadie de nosotros ha visto a los espíritus de Tomok, es cierto, pero todavía puedes ver las ruinas de Tefik, la ciudad que en tiempos pretéritos se rebeló a Tomok negándose a entregarle las víctimas que habían concertado en un pacto. Has de saber que en tiempos de nuestros antepasados los espíritus de Tomok cazaban a los hombres en estas tierras como nosotros damos caza a las cabras salvajes. Nuestros antepasados llegaron a un acuerdo con Tomok, conviniendo en enviarte en primavera y otoño un número fijo de hombres a cambio de que los espíritus se abstuvieran de brotar del seno de la tierra para cazarnos como bestias. Desde entonces no hemos visto más a los hombres de cristal. Nadie siente el menor deseo de verles, y tanto es así que, aunque Tomok ha faltado a su palabra exigiendo de año en año un número mayor de víctimas, no hemos osado protestar por temor a que se exciten sus cóleras y mande sobre nosotros a sus horribles espíritus. En las inscripciones de los edificios más antiguos podéis leer lo que le ocurrió a la ciudad rebelde de Tefik, convertida en un paraje de desolación y muerte. ¿Y quieres, blasfemo, despertar las iras del dios de las Tinieblas para que convierta Umbita en una segunda Tefik?

—Tomok es un dios falso —insistió Fidel seca mente—. Hemos tenido ejemplos de divinidades antropófagas en la Tierra, y os aseguro que Tomok es un mito. Algún loco hechicero inventó en tiempos pretéritos la fábula de Tomok y la ciudad de Tefik. Su locura cundió en vuestros incrédulos antepasados y la locura de un hechicero se hizo crimen, y el crimen tradición y la tradición ley. ¿Por boca de quién pidió anoche el sanguinario Tomok veinte mil víctimas? ¿No fue acaso por boca de un sacerdote que presume de ver visiones y oír la voz de Tomok en sueños?

Fidel esperó confiado la respuesta de los indígenas. Esta, sin embargo, fue completamente inesperada:

—Tomok jamás habló por boca de nadie, excepto por la suya propia —afirmó Shima. Y todos cuantos había en el salón asintieron con profundos movimientos de cabeza.

—¿Le has oído tú hablar alguna vez? —preguntó Fidel irritado ante la obstinación de los crédulos indígenas.

—Todos le hemos oído hablar, no una, sino muchas veces —repuso Shima con firmeza—. Anoche habló, y su voz era tan fuerte que toda la ciudad pudo escuchar sus palabras sin salir de sus casas.

—¡Otra que tal! —farfulló Richard Balmer—. ¡Sólo nos faltaba oír este disparate!

—Alguien hablaría simulando que lo hacía Tomok —insistió Fidel, más sombrío por momentos.

—Nadie grita tanto como Tomok. Su voz no puede confundirse con ninguna otra. Únicamente vosotros, cuando hablasteis desde la plaza pidiendo ver a nuestra reina, lo hicisteis con voz casi tan atronadora como la del dios de las Tinieblas. Por eso, porque veníais del cielo y llevabais esas cabezas postizas, os confundimos con los espíritus de Tomok.

Fidel abrió la boca para decir algo, pero el profesor Ferrer le contuvo poniéndole la mano sobre el brazo.

—No insista por ese camino, señor Aznar —dijo en español—. La fe religiosa de esta gente parece inquebrantable… demasiado, a decir verdad.

—¿No estarán mintiendo descaradamente? —insinuó el capitán Fernández.

—Hay aquí algo más que una mentira colectiva —aseguró Berrera—. No me gusta nada el aspecto de esa efigie de Tomok erigida sobre la colina. Le calculo por lo menos la altura de una casa de diez pisos, y me pregunto cómo diablos pudieron estos hombres fundirla de una sola pieza.

Fidel Aznar volvióse hacia Shima y Tinné y preguntó:

—¿Desde cuándo está la, efigie de Tomok sobre la colina? ¿Quién la fundió en bronce y la puso donde está?

—Los espíritus de Tomok la construyeron poniéndola donde la ves. Luego vino el espíritu de Tomok y se alojó en su ánima de bronce. Así lo dicen nuestras escrituras —apresuróse en informar Shima.

—¿Podremos ir a verla de cerca? —preguntó Fidel, hondamente disgustado.

—Desde luego, pero no ahora, sino más tarde —dijo Tinné sonriendo—. Primero comeréis con nosotros. Debéis sentir hambre después de un viaje tan largo sobre la mar océana… y quiero que me refieras muchas más de vuestras cosas maravillosas.

Aceptó Fidel resignado, no porque sintiera el menor apetito, ya que aquel viaje «tan largo» de 1.000 kilómetros terrestres habíalo realizado el destructor Navarra en unos breves minutos, sino por tener la certeza de que, únicamente usando de paciencia y obrando grandes «prodigios», conseguiría derribar de su pedestal al terrible Tomok, concluyendo con el rito antropófago de la deidad de bronce.

Mientras en un enorme salón contiguo se preparaba el gran banquete, Fidel mandó a Ricardo, a Woona y al capitán Fernández al destructor Navarra para que se trajeran los regalos destinados a Tinné-Anoyá. Estos presentes consistían en varias muestras de la industria y la técnica terrestres más avanzadas, dedicados de primera intención a agasajar a la soberana de Saar, pero que ahora utilizó Fidel con el doble propósito de anonadar a los atrasados indígenas y dejar tamañitas todas las hazañas y brujerías que pudiera haber realizado «el espíritu de Tomok» desde los tiempos más remotos de la historia de este pueblo.

En primer lugar, Fidel entregó a Tinné un cofrecillo de oro que contenía un monstruoso collar de legítimas esmeraldas. Como el oro se conseguía fácilmente con la transmutación de los átomos y cualquier piedra preciosa se fabricaba en un vulgar laboratorio, ni el cofrecillo ni el collar tenían más valor que cualquier pieza de la costosa armadura de titanio en que se enfundaban los terrestres. El oro, la plata y las piedras preciosas hacía siglos que dejaron de tener ningún valor en la Tierra, pero en este mundo eran aún objetos raros y la princesa acogió el regio regalo con grandes extremos de admiración.

Para cada uno de los presentes, Fidel extrajo de otra caja un reloj de pulsera, los primeros relojes que, para medir el tiempo de este mundo, se habían fabricado en los talleres del autoplaneta Rayo. Los ministros, caudillos y cortesanos de Tinné no dieron tanta importancia al hecho de que podían medir el curso de sus días como al débil «tic-tac» que brotaba del «espíritu» de estas maquinabas maravillosas.

—Este cajón es un aparato de televisión —dijo Fidel señalando uno de sus más sensacionales regalos—. Con él podrás ver, sin moverte de tu silla lo que ocurre en Nueva España, a muchos cientos de leguas de aquí.

Tinné-Anoyá miró incrédula al terrestre. Este sonrió y movió los mandos del radiovisor. En la pantalla, a todo color y el relieve, apareció el rostro de una operadora de radio. El color y el relieve eran tan perfectos que daba la impresión de que la muchacha estaba allí mismo, asomando por una ventana rectangular. La exclamación que lanzaron los indígenas debió oírse en toda Umbita. Para ellos era cosa de magia que hubiera una mujer metida en un cajón tan pequeño, pero su sorpresa no había hecho más que empezar.

Los terrícolas habían situado al autoplaneta Rayo en una órbita de satélite alrededor del planeta, pero además habían situado en órbita otros satélites de comunicaciones y meteorológicos. La operadora de radio se encontraba a bordo del destructor Navarra, en medio de la plaza, frente a palacio.

Fidel rogó a la operadora que le pusiera en conexión con diversos lugares, y fue así como, sin moverse de su regio trono, la princesa Tinné-Anoyá pudo ver el autoplaneta Rayo. Fidel la hizo recorrer las diversas dependencias del Rayo introduciéndola por obra de su poder mágico en las lujosas habitaciones de los rascacielos, en su complicada Sala de Control, en el observatorio astronómico, en los talleres y en todo lugar. Luego la «sacó» del Rayo y la llevó al País de Amintu.

Máquinas monstruosas, de férrea dentadura y poderosos, movíanse de un lado a otro mordiendo en el seno de la tierra. Cargando colosales rocas y llevándolas de aquí allá con sorprendente ligereza. Vio Tinné volar una montaña entera bajo el empuje de formidables explosivos atómicos, vio a los tractores roturar las tierras vírgenes, a los helicópteros evolucionar en el aire y a los automóviles eléctricos correr por caminos que no llevaban más de cuatro semanas abiertos. La febril actividad de los hijos de la Tierra cambiaba el aspecto de la faz del nuevo mundo. Torres metálicas se alzaban por todos los puntos; enormes fábricas ocupaban extensiones de terreno que 90 días antes estaban pobladas de árboles y de hombres esfera. El primer ferrocarril circulaba por las vías recién trazadas entre las minas y las fábricas. Los hornos de fundición trabajaban día y noche arrojando humo y chispas hacia el cielo.

En la nueva ciudad de los extranjeros, junto a toscas barracas de madera, se levantaban los nuevos edificios de estructura de acero y cemento. Las máquinas excavaban la red de alcantarillado y extendían el nuevo pavimento de hormigón.

Cuando Fidel Aznar dio por terminada la función y cerró el aparato, los indígenas exhalaron un hondo suspiro cual si despertaran de un maravilloso sueño a la primitiva realidad en que vivían.

—Todo eso… ¿existe realmente o nos lo haces ver en tu cajón mágico? —interrogó Tinné-Anoyá—. Existe, desde luego.

—¡Pero todo es muy pequeño! —exclamó la joven dilatando sus ingenuas pupilas.

Fidel esbozó una sonrisa irónica.

—Parece pequeño porque lo vemos de lejos —explicó.

No quedaron muy convencidos los umbitanos con la explicación de Fidel, pero los restantes regalos, objetos que podían ver y tocar, volvieron a darles la seguridad de que aquellos hombres bajados del cielo eran unos prodigiosos magos. Con un simple canuto de plata (una linterna eléctrica), el terrestre obró el prodigio de iluminar como si fuera de día todo el salón, después que se hubieron cerrado las ventanas. Con un silbato de plata que no hacía ruido (un silbato ultrasónico), el mago hizo hervir un gran recipiente de agua en unos segundos. Luego entregó a Tinné un pequeño cajón (un aparato magnetofónico) a quien bastaba apretar un botón para que saliera de él el formidable estrépito de una banda de música interpretando marchas guerreras. A instancias del terrestre, Tinné habló ante el aparato, y luego el cajón repitió sus palabras una por una, con gran maravilla por los presentes.

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