El relicario (16 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

«Inferior a
su
estimación inicial», pensó Margo, mirando de reojo a Frock.

En la pantalla apareció otra fotografía.

—Aquí, alrededor de las marcas, el estudio detallado de secciones finas del hueso revela la entrada de sangre a través de las áreas intersticiales y en la propia médula. Eso indica que las incisiones fueron anteriores a la muerte. —Se produjo un silencio. Brambell se aclaró la garganta y añadió—: En otras palabras, las marcas se produjeron en el momento de la muerte. Debido al avanzado estado de descomposición, resulta imposible establecer una causa
definitiva
de la muerte. Pero creo que podemos afirmar con relativa certeza que las víctimas murieron como consecuencia del severo traumatismo y la masiva pérdida de sangre provocados simultáneamente a las marcas dentales. —Se volvió hacia el auditorio con un ademán teatral—. Todos nos formulamos una misma pregunta, lo sé. La pregunta clave. ¿Qué causó esas marcas? Como ninguno de nosotros ignora, la prensa ha especulado con la hipótesis de que el asesino sea otro Mbwun.

«Está disfrutando», pensó Margo. Notaba crecer la tensión en la sala. D'Agosta estaba sentado en el borde de su butaca.

—Hemos cotejado estas marcas con las que produjo Mbwun hace dieciocho meses, sobre las cuales este museo precisamente posee abundante información. Y hemos llegado a dos firmes conclusiones. —Respiró hondo y miró alrededor—. Primero, estas marcas dentales no concuerdan con los dientes de Mbwun. Difieren en tamaño, longitud y sección transversal.

Margo vio relajarse, casi hundirse, los hombros de D'Agosta.

—Segundo —continuó Brambell—, la presión ejercida para provocar estas marcas no ha superado en ningún caso los sesenta y cinco kilogramos por centímetro cuadrado, lo cual nos induce a pensar en un cánido, o más probablemente en un humano. No en un nuevo Mbwun.

Las diapositivas empezaron a pasar más deprisa, mostrando varias fotografías de marcas dentales.

—La presión ejercida por un hombre sano y habituado a masticar chicle, en un mordisco fuerte, oscila entre sesenta y sesenta y cinco kilogramos por centímetro cuadrado —explicó Brambell—. No existe ninguna diferencia entre estas marcas y el mordisco de un colmillo humano. No puede excluirse, desde luego, que una jauría de perros salvajes atacase, matase y mutilase a las víctimas en los túneles. Sin embargo, a mi juicio, las marcas que aquí vemos se aproximan más a las de un hombre que a las de un perro o cualquier otro hipotético habitante del subsuelo.

—Quizá, doctor Brambell, haya más clases de habitantes en el subsuelo de los que sueña su filosofía
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—lo interrumpió de pronto una voz con acento del sur profundo, quizá Alabama o Luisiana, y un tono de ligero cinismo.

Margo volvió la cabeza y descubrió la esbelta y familiar figura del agente especial Pendergast reclinada contra un asiento de las últimas filas. No lo había oído entrar. Pendergast advirtió que le miraba y la saludó con la cabeza, destellando en la oscuridad sus claros ojos azules.

—Señorita Green —dijo—. Disculpe. Ahora debo llamarla doctora Green, ¿no es así?

Margo sonrió y asintió con la cabeza. No había visto al agente del FBI desde la fiesta de despedida en el despacho de Frock. Recordó de nuevo que aquella había sido la última vez que vio a la mayoría de las personas relacionadas con los asesinatos de la Bestia del Museo, el doctor Frock, por ejemplo, o Greg Kawakita.

Frock, con cierto esfuerzo, dio la vuelta a la silla, dirigió un gesto de saludo a Pendergast y se colocó nuevamente de cara a la pantalla.

Brambell observaba al recién llegado.

—¿Usted es…?

—Pendergast, agente especial del FBI —se anticipó D'Agosta—. Colabora con nosotros en el caso.

—Comprendo —respondió Brambell—. Mucho gusto. —Se volvió hacia la pantalla con actitud diligente—. Pasemos al siguiente punto: la identificación del cadáver desconocido. En ese frente, tengo buenas noticias. Me temo que será una sorpresa para mis colegas —señaló a Frock y Margo con el mentón—, porque yo mismo acabo de enterarme.

Frock irguió la espalda con una expresión inescrutable en el rostro.

Margo miró alternativamente a los dos científicos. ¿Era posible que Brambell les hubiese ocultado algo con la intención de llevarse todos los laureles?

—Por favor, fíjense en la siguiente diapositiva. —La pantalla mostró otra imagen, la radiografía en que Margo había observado los cuatro triángulos blancos—. Aquí vemos cuatro pequeños triángulos incrustados en las vértebras lumbares del esqueleto desconocido. Al principio, cuando la doctora Green los descubrió, nos quedamos todos perplejos. Pero anoche, en una repentina inspiración, concebí su posible origen. He pasado la mayor parte del día de hoy en contacto con varios cirujanos ortopédicos. Si estoy en lo cierto, conoceremos la identidad del individuo asesinado a finales de esta semana, quizá antes. —Sonrió y paseó una mirada triunfal por la sala, deteniéndose por un instante en Frock con manifiesta insolencia.

—Así pues, cree usted que esos triángulos son… —empezó a decir Pendergast.

—Por el momento —lo interrumpió Brambell con tono tajante— no puedo añadir nada más al respecto.

Alzó el mando a distancia, y apareció otra diapositiva en la pantalla, ésta de una cabeza en avanzado estado de descomposición, sin ojos ni labios, los dientes expuestos en una macabra mueca. Margo sintió la misma repugnancia que había sentido cuando la cabeza llegó al laboratorio.

—Como ya saben —prosiguió Brambell—, ayer nos enviaron también esta cabeza para su análisis. La encontró el teniente D'Agosta mientras investigaba unos asesinatos cometidos recientemente entre la población sin hogar. Si bien no dispondremos de un informe completo hasta dentro de unos días, nos consta que pertenece a un indigente que murió hace aproximadamente dos meses. Se advierten numerosas marcas, algunas de dientes y otras producidas por un arma toscamente acabada, también en este caso presentes sobre todo alrededor de las vértebras cervicales unidas aún al cráneo. Nos proponemos exhumar el cadáver para realizar una investigación a fondo.

«¡Oh, no!», pensó Margo.

Brambell pasó varias diapositivas más.

—Del estudio de las heridas del cuello se desprende una vez más que la fuerza ejercida se corresponde con la de un agresor humano, y no la de un nuevo Mbwun.

La pantalla quedó en blanco, y Brambell dejó el puntero en una mesa cercana. Cuando se encendieron las luces, D'Agosta se puso en pie.

—Es un alivio mayor de lo que se imaginan —dijo—. Pero dejemos las cosas claras. ¿Asegura que esas marcas de dientes son de una persona?

Brambell asintió con la cabeza.

—¿No de un perro u otro animal que pueda vivir en las cloacas?

—Dado el carácter y el estado de las marcas, no puede descartarse por completo a un perro. Pero personalmente opino que existen mayores probabilidades de que pertenezcan a uno o varios humanos. Si dispusiésemos aunque sólo fuese de una marca nítida de toda o buena parte de la dentadura, pero desgraciadamente… —Extendió las manos—. Y si se demuestra que algunas de esas incisiones son fruto de un arma, por tosca que sea, obviamente no podrían haber sido producidas por un perro.

—¿Y usted qué piensa, doctor Frock? —preguntó D'Agosta.

—Coincido con el doctor Brambell —contestó Frock lacónicamente, revolviéndose en la silla de ruedas. A continuación masculló—: Por si no lo recuerdan, fui yo quien desde el primer momento sostuve que esto no era obra de una criatura como Mbwun. Me complace que los resultados del análisis me hayan dado la razón. No obstante, debo protestar por el modo en que el doctor Brambell ha actuado respecto a la identificación del cadáver A.

—Tomo cumplida nota —dijo Brambell con una forzada sonrisa.

—El asesino es un vulgar imitador —sentenció el policía corpulento con tono triunfal.

Se produjo un silencio.

El policía se levantó y miró alrededor.

—Anda suelto un bicho raro que se inspira en los asesinatos de la Bestia del Museo —afirmó a voz en grito—. Algún chiflado que va por ahí matando gente, cortando cabezas y quizá comiendo carne humana.

—Eso concuerda con los datos —dijo Brambell—, excepto por el hecho…

—Un asesino en serie que además es mendigo —lo interrumpió el policía.

—Oye, Jack… capitán Waxie —dijo D'Agosta—, eso no explica…

—¡Lo explica todo! —insistió obstinadamente el hombre llamado Waxie.

De pronto se abrió una de las puertas de acceso a la sala, y una voz airada resonó en torno al grupo.

—¿Por qué demonios no se me ha informado de esta reunión?

Margo volvió la cabeza y al instante reconoció aquella cara picada de viruelas, el impecable uniforme, la pesada guarnición de medallas y galones: era Horlocker, el jefe de policía, y bajaba por el pasillo con paso enérgico, seguido de dos ayudantes.

Una expresión de cautela asomó fugazmente al rostro de D'Agosta, dando paso de inmediato a una máscara de neutralidad.

—Jefe, le envié…

—¿Qué? ¿Un comunicado interno? —Furioso, Horlocker se acercó a la fila de butacas donde se hallaban el teniente y Waxie—. D'Agosta, por lo que se ve, ha cometido el mismo error que la otra vez en el museo. No mantuvo al corriente a sus superiores desde el principio. Usted y el imbécil de Coffey se empeñaron en que era un asesino en serie y lo tenían todo bajo control. Cuando se dieron cuenta de lo que era realmente, el museo estaba ya lleno de cadáveres.

—Si me permite un inciso, jefe Horlocker, ésa es una interpretación en extremo inexacta de lo que ocurrió —intervino Pendergast con su voz meliflua desde el otro lado de la sala.

Margo vio a Horlocker volverse hacia la voz.

—¿Quién es ése? —preguntó.

D'Agosta se dispuso a responder, pero Pendergast lo hizo callar alzando una mano.

—Disculpa, Vincent. Jefe Horlocker, soy Pendergast, agente especial del FBI.

Horlocker lo miró con expresión ceñuda.

—He oído hablar de usted. También participó en la cagada del museo.

—Una florida metáfora —repuso Pendergast.

—¿Y qué quiere ahora, Pendergast? —preguntó Horlocker con impaciencia—. No tiene competencias en este asunto.

—Colaboro con el teniente D'Agosta en calidad de asesor.

Horlocker arrugó el entrecejo.

—D'Agosta no necesita ayuda.

—Perdone que le contradiga —contestó Pendergast—, pero creo que tanto él como usted necesitan toda la ayuda posible. —Miró a Waxie y luego otra vez a Horlocker—. No se preocupe, jefe, no busco condecoraciones. Estoy aquí para contribuir a determinar la identidad del asesino, no para apropiarme del caso.

—¡Vaya un consuelo! —exclamó Horlocker. Volviéndose hacia D'Agosta, preguntó— ¿Y bien? ¿Qué tenemos?

—En opinión del forense, el próximo viernes contaremos con la identificación del esqueleto desconocido —dijo D'Agosta—. Y cree también que las marcas de dientes pertenecen a un humano. O a varios.

—¿A varios? —repitió Horlocker.

—Jefe, a mi juicio, las pruebas apuntan a más de un asesino —confirmó D'Agosta.

Brambell asintió con la cabeza.

Horlocker parecía consternado.

—¿Cómo? ¿Está diciéndome que andan por ahí dos psicópatas con tendencias caníbales? ¡Por Dios, D'Agosta, use la cabeza! Lo que tenemos aquí es un mendigo asesino que se ceba en los de su propia clase, y de vez en cuando una persona de verdad, como Pamela Wisher o ese tal Bitterman, aparece en el momento y lugar menos oportunos y acaba muerta.

—¿Una persona de verdad? —murmuró Pendergast.

—Ya me entiende. Un miembro productivo de la sociedad. Alguien con domicilio conocido. —Horlocker miró a D'Agosta con el entrecejo fruncido—. Le di un plazo, y esperaba mucho más que esto.

Waxie se levantó de la butaca con visible esfuerzo y declaró:

—Yo estoy convencido de que todo es obra de un mismo asesino.

—Exacto —dijo Horlocker, echando un vistazo alrededor por si alguien se atrevía a contradecirlo—. En resumen, nos enfrentamos con un chiflado sin hogar, instalado probablemente en alguna parte del Central Park, que se cree la Bestia del Museo. Y después del condenado artículo del
Times
media ciudad ha enloquecido. —Dirigiéndose a D'Agosta, preguntó—: Y ahora ¿qué planes tiene?

—Du calme, du calme,
jefe —terció Pendergast con tono apaciguador—. Con frecuencia he observado que quien más alto habla es quien menos tiene que decir.

Horlocker lo miró con expresión de incredulidad.

—A mí no puede hablarme así.

—Al contrario, en esta sala soy el único que

puede hablarle así —respondió con intencionada parsimonia—. Por eso me corresponde a mí señalar que ha planteado usted una serie de conjeturas sin la menor base. Primero, que el asesino es un mendigo. Segundo, que vive en el Central Park. Tercero, que es un psicópata. Y cuarto, que sólo hay uno. —Pendergast contempló a Horlocker casi con benevolencia, como un padre paciente que sigue el juego a un niño molesto—. Ha conseguido amontonar un buen número de suposiciones en una sola frase, jefe Horlocker.

Con la vista fija en Pendergast, Horlocker abrió la boca y volvió a cerrarla. Luego, no sin antes lanzar una fulminante mirada a D'Agosta, se dio media vuelta y salió a grandes zancadas de la sala; sus ayudantes trotaron tras él para no quedarse rezagados.

Al portazo siguieron unos instantes de silencio.

—¡Valiente payasada! —oyó Margo mascullar a Frock a la vez que se movía inquieto en la silla de ruedas.

D'Agosta exhaló un suspiro y se volvió hacia Brambell.

—Mejor será que le envíe un informe al jefe —dijo—. Pero abrévielo un poco, eh; deje sólo lo más importante. E incluya muchas ilustraciones, procurando que la lectura sea amena. Como para un niño de cuarto de primaria.

Brambell, reluciendo su calva bajo el resplandor del proyector, prorrumpió en una aguda risa de satisfacción y respondió:

—¡Cómo no, teniente! Exprimiré al máximo mis aptitudes literarias.

Margo vio que Waxie lanzaba a ambos una mirada de desaprobación y se encaminaba después hacia la puerta.

—No considero muy profesional andar riéndose a costa del jefe —reprochó antes de salir—. Yo personalmente tengo otras cosas más importantes que hacer.

D'Agosta lo miró con furia.

—Pensándolo mejor —dijo lentamente—, redáctelo para un niño de tercer grado, así también podrá leerlo el capitán.

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