El relicario (18 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

Esta vez D'Agosta fue incapaz de disimular su incredulidad.

—A ver si lo entiendo. ¿Un agente de seguros de Personal os ha hecho esa sugerencia? ¿Y ha intentado venderos también un plan de ahorro?

Waxie frunció el entrecejo, y sus carnosas mejillas adquirieron un intenso color carmesí.

—No me gusta nada ese tono —reprochó—. No era apropiado en la reunión de esta tarde, y tampoco lo es ahora.

—Dime, Jack —replicó D'Agosta, intentando no perder la paciencia—, ¿qué demonios sabe de asesinatos un actuario, por más que sea un actuario de la policía? Su opinión no basta. Hay que tener en cuenta la entrada, la salida, todo. Además, el asesinato del Castillo de Belvedere es el que más se aleja del
modus operandi
.

D'Agosta desistió. No servía de nada hablar con Waxie. Horlocker era un entusiasta de los especialistas, expertos y asesores. Y Waxie era la obsecuencia en persona…

—Voy a necesitar este plano —dijo Waxie, volviéndose de nuevo hacia el tablón.

D'Agosta observó la ancha espalda que tenía enfrente. De pronto una luz se encendió en su cabeza, y comprendió el motivo de aquello.

—Sírvete tú mismo —replicó—. Los expedientes principales del caso están en esos armarios, y la sargento Hayward conoce bien…

—No necesito a Hayward —lo interrumpió Waxie—. Me basta con el tablón de anuncios y los expedientes. Envíamelos mañana a las ocho a mi despacho, el 2.403. Me han trasladado aquí a jefatura. —Lentamente se dio media vuelta y miró a D'Agosta con recelo—. Lo siento, Vinnie. Creo que se reduce todo a una cuestión de buena comunicación. Entre Horlocker y yo. Quiere a alguien con quien sintonizar. Alguien capaz de tener callada a la prensa. No es nada personal, compréndelo. Ya veremos con qué misión, pero sigues en el caso. Y ahora que empezaremos a avanzar, puede que te calmes un poco. Mantendremos vigilado el Rumble y atraparemos a ese fulano.

—No lo dudo —respondió D'Agosta. Recordó que aquél era un caso sin solución posible, del que al principio de buena gana se habría desentendido. No le sirvió de consuelo.

Waxie le tendió la mano.

—¿No me guardas rencor, Vinnie?

D'Agosta estrechó la mano tibia y rechoncha.

—En absoluto, Jack —se oyó contestar.

Waxie volvió a echar un vistazo al despacho por si había alguna otra cosa digna de apropiarse. Por fin dijo:

—Bueno, tengo que irme. Quería darte la noticia en persona.

—Gracias.

Se quedaron inmóviles por un momento en el incómodo silencio que siguió. Luego Waxie, en un forzado gesto, le dio una palmada en el hombro y salió del despacho.

D'Agosta oyó un susurro de tela, y Hayward apareció junto a él. Permanecieron callados mientras se alejaban las pisadas por el pasillo de linóleo y desaparecían finalmente en el leve rumor de voces y máquinas de escribir. Entonces Hayward se volvió hacia D'Agosta.

—Teniente, ¿cómo ha consentido que se salga con la suya? —preguntó airada—. Cuando estábamos acorralados en los túneles, ese cagueta salió corriendo.

D'Agosta se sentó y buscó a tientas un cigarro en el primer cajón del escritorio.

—El respeto a los superiores no es su fuerte, ¿eh, sargento? —dijo—. De todos modos, ¿por qué está tan segura de que quedarse con el caso es un premio?

Encontró un cigarro, perforó la corona con la punta de un lápiz, y lo encendió.

Dos horas más tarde, cuando D'Agosta daba las últimas instrucciones para que subiesen los expedientes del caso al nuevo despacho de Waxie, Pendergast entró tranquilamente en el despacho. Era el Pendergast que D'Agosta recordaba: un impecable traje negro en extremo ajustado a su exiguo talle, cabello rubio plateado peinado hacia atrás, mocasines ingleses cosidos a mano de color marrón rojizo. Como de costumbre, parecía más un elegante empresario que un agente del FBI.

—¿Puedo? —preguntó Pendergast, señalando con el mentón la silla para las visitas.

D'Agosta colgó el auricular del teléfono y asintió con la cabeza. Pendergast se deslizó en la silla con la felina agilidad que lo caracterizaba. Echó un vistazo alrededor, reparando en las cajas llenas de expedientes y el espacio vacío en la pared donde antes colgaba el plano. Se volvió hacia D'Agosta y enarcó las cejas con burlona perplejidad.

—Ahora el quebradero de cabeza ha pasado a Waxie —respondió D'Agosta a la pregunta no formulada—. Ha habido cambio de funciones.

—Ya veo —dijo Pendergast—. Sin embargo, teniente, no parece muy desanimado por este giro en los acontecimientos.

—¿Desanimado? —repitió D'Agosta—. Fíjese en el despacho. El tablón de anuncios ha desaparecido; los expedientes están en cajas; Hayward se ha ido a dormir; el café está caliente, y tengo un cigarro encendido. Me encuentro de maravilla.

—Lo dudo mucho. Así y todo, esta noche probablemente dormirá mejor que el señor Waxie. Intranquila yace la cabeza que ciñe la corona,
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y esas cosas. —Miró sonriente a D'Agosta—. Y ahora ¿qué?

—Bueno, sigo asignado al caso —contestó D'Agosta—. En condición de qué, lo desconozco; Waxie no se ha molestado en decírmelo.

—Posiblemente él mismo no lo sabe. Pero ya procuraremos que no se quede ocioso.

Pendergast calló, y D'Agosta se recostó en la butaca, saboreando el cigarro y dejando complacido que el silencio se extendiese por el despacho.

—Estuve una vez en Florencia —comentó Pendergast por fin.

—¿Sí? Yo fui a Italia hace poco. Llevé a mi hijo a ver a su bisabuela.

Pendergast asintió con la cabeza.

—¿Visitó el palacio Pitti?

—El palacio ¿qué?

—En realidad, es un museo. Y muy exquisito. En una pared hay un mapa antiguo, un fresco pintado un año antes de que Colón descubriese América.

—No me diga.

—En el lugar donde poco después se encontraría el continente americano no había nada salvo las palabras: «
Cui ci sono dei mostri.
»

D'Agosta contrajo el rostro.

—Aquí hay…
mostri.
¿Qué es eso?

—Significa: «Aquí hay monstruos.»

—Monstruos, claro. ¡Dios mío, estoy olvidando el italiano! Lo hablaba con mis abuelos.

Pendergast movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Teniente, me gustaría que respondiese a una pregunta.

—Usted dirá.

—Adivine cuál es la mayor región habitada del planeta de la que aún no existen mapas.

D'Agosta se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Milwaukee?

Pendergast esbozó una triste sonrisa.

—No, y tampoco es Mongolia, ni las Antípodas. Es el subsuelo de Nueva York.

—Me toma el pelo, ¿no?

—No, no le tomo el pelo. —Pendergast cambió de posición en la silla—. Vincent, el subsuelo de Nueva York me recuerda aquel mapa del palacio Pitti. Es realmente un territorio inexplorado. Y por lo visto posee una extensión inimaginable. Bajo la Grand Central Terminal, por ejemplo, hay casi una docena de pisos, sin contar las cloacas ni los desagües para lluvias. Bajo la Penn Station, los niveles subterráneos alcanzan una profundidad aún mayor.

—Así que usted ha bajado —dijo D'Agosta.

—Sí. Después de mi primera conversación con usted y la sargento Hayward. En realidad, fue una simple exploración. Quería formarme una impresión del entorno, probar mi capacidad para moverme bajo tierra y reunir información. Conseguí hablar con varios habitantes del subsuelo. Me contaron muchas cosas, e insinuaron más aún.

—¿Averiguó algo sobre los asesinatos? —preguntó D'Agosta, echándose hacia adelante.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Indirectamente. Pero quienes disponen de mayor información viven mucho más abajo de donde yo me atreví a llegar en mi primer descenso. Lleva tiempo ganarse la confianza de esa gente, y más ahora. Comprenda que están aterrorizados. —Pendergast dirigió sus ojos azules hacia D'Agosta—. Por algunos cuchicheos que logré oír, deduje que un misterioso grupo de gente ha colonizado los subterráneos. Y en la mayoría de los rumores ni siquiera se empleaba la palabra «gente». Según se dice, son seres salvajes, infrahumanos, caníbales. Y son esos seres los causantes de las muertes.

Quedaron en silencio. D'Agosta se levantó, se acercó a la ventana y contempló el paisaje nocturno de Manhattan. Por fin preguntó:

—¿Usted da crédito a eso?

—No lo sé —respondió Pendergast—. Tengo que hablar con Mephisto, el jefe de la comunidad establecida bajo Columbus Circle. Buena parte de sus declaraciones al
Post
en aquel artículo reciente tiene alarmantes visos de realidad. Por desgracia, no es fácil llegar a él. Desconfía de los intrusos y odia con pasión a las autoridades. Pero creo que es él quien puede guiarme hasta donde quiero llegar.

D'Agosta apretó los labios. Al cabo de unos segundos, preguntó:

—¿Necesita compañía?

Una sonrisa fugaz asomó al rostro de Pendergast.

—Es un lugar anárquico y en extremo peligroso. No obstante, tendré en cuenta el ofrecimiento. ¿Le parece bien?

D'Agosta asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Y ahora le recomiendo que se vaya a casa y duerma un rato. —Pendergast se puso en pie—. Nuestro amigo Waxie, aunque no lo sepa, va a necesitar toda la ayuda posible.

21

Simón Brambell, tarareando una melodía popular irlandesa, cerró la cremallera de la cartera y dirigió una mirada afectuosa al laboratorio: la ducha de seguridad en el rincón; los instrumentos de cromo y acero pulcramente alineados, titilando bajo la tenue luz tras el cristal de la vitrina. Se sentía muy satisfecho de sí mismo. Rememoró una vez más la escena de su pequeño golpe maestro, en especial la imperturbable expresión de Frock mientras él exponía los resultados del análisis; imperturbable en apariencia, porque sin duda escondía una profunda indignación. Lo compensaba por el desdeñoso comentario de Frock acerca de la presión ejercida por los dientes. Pese a que trabajaba para el ayuntamiento, Brambell disfrutaba de la superioridad del mundo académico como cualquier otro.

Se metió la cartera bajo el brazo y volvió a contemplar el laboratorio. Era un laboratorio extraordinario, bien diseñado y bien equipado. Habría deseado disponer de algo tan elegante y completo en el depósito de cadáveres. Sabía, no obstante que su sueño nunca se haría realidad; la ciudad padecía una crisis económica permanente. De no ser porque le apasionaba el lado detectivesco de la patología forense, se trasladaría al instante a una bien provista torre de marfil.

Salió y cerró la puerta con delicadeza, sorprendiéndose como siempre de encontrar el pasillo vacío. Nunca había conocido a una gente tan reacia a alargar la jornada de trabajo como el personal del museo. Sin embargo, le complacía aquel silencio. Le resultaba reconfortante y distinto. También el olor a polvo y madera vieja del museo era muy diferente del hedor a formalina y cuerpos descompuestos que lo invadía todo en el depósito. Como cada noche, salió del museo por el camino más largo, a través de la Sala de África. Los dioramas de aquella sala en particular le parecían auténticas obras de arte. Y a esas horas podía vérselos en todo su esplendor, con las luces de la sala apagadas y cada diorama resplandeciendo con su propia iluminación como una ventana a otro mundo.

Recorrió el largo pasillo y, poco aficionado a los ascensores, bajó a pie los tres pisos. Tras cruzar un arco metálico, se halló en la Sala de la Vida Marina. Sólo quedaban encendidas las lámparas nocturnas, y la sala, en completo silencio salvo por los continuos crujidos y gemidos del viejo edificio, presentaba un aspecto lóbrego y misterioso. Encantador, pensó. Ésa era la manera de ver el museo, sin tener que soportar los horrendos alaridos de los niños y las estridentes voces de sus profesores. Pasó bajo una réplica de un calamar gigante y, un poco más allá, entre un par de amarillentos colmillos de elefante y entró en la Sala de África.

Eran las doce de la noche. Recorrió la sala despacio, entre los distintos grupos de animales en sus respectivos hábitats dispuestos junto a las paredes; en la oscuridad, la manada de elefantes colocada en el centro apenas se distinguía. Los gorilas eran sus preferidos, y se detuvo ante ellos, apretando los labios y fundiéndose con la escena. Era muy real, y deseaba disfrutarla. La investigación tocaba ya a su fin, y él prácticamente había concluido su trabajo. Si sus hipótesis eran correctas, las autopsias del pobre Bitterman y los restos de Shasheen Walker darían resultados idénticos a las anteriores.

Finalmente, dejando escapar un suspiro, salió por una puerta baja y siguió hacia la Torre por un pasillo de piedra. Conocía la historia de la famosa torre. En 1870, Endurance S. Flyte, magnate del ferrocarril y tercer director del Museo de Historia Natural, encargó la ampliación del edificio original con una nueva ala enorme y semejante a una fortaleza. Debía construirse a imitación del castillo galés de Caernarvon, que Flyte había intentado en vano comprar. Al final se impuso la cordura, y Flyte fue destituido del cargo cuando sólo se había terminado la torre central de su fortaleza. En la actualidad piedra angular de la fachada suroccidental de la institución, la Torre se usaba básicamente para almacenar las inagotables colecciones del museo. También era, según había oído Brambell, el lugar de encuentro de los empleados del museo con gustos más macabros.

La oscura sala de aspecto catedralicio que constituía la base de la Torre estaba vacía, y sus pisadas resonaron mientras atravesaba el suelo de mármol en dirección a la salida de personal. Saludó al vigilante con la cabeza y salió a Museum Drive, notando el aire húmedo de la noche. A pesar de la hora, la cercana avenida seguía concurrida de gente y taxis. Se apartó unos pasos del edificio y contempló la Torre con admiración. Por más veces que la viese, nunca se cansaba de mirarla. Alzándose a más de cien metros, coronada de almenas en forma de colmillos, en días despejados su sombra se proyectaba hasta la calle Cincuenta y nueve. Aquella noche, blanquecina bajo la pálida luna, parecía alterada, llena de fantasmas.

Finalmente, con un suspiro, se puso en marcha, dobló la esquina de la calle Ochenta y uno y, de nuevo tarareando, se alejó en dirección oeste, hacia el Hudson y su modesto apartamento. A medida que avanzaba, la calle se tornaba gradualmente más sórdida y se reducían los transeúntes. Pero Brambell caminaba con paso enérgico, ajeno a todo, respirando el aire nocturno. Soplaba una agradable brisa, fresca y tonificante, ideal para una noche veraniega. Cenaría un bocado, lavaría rápidamente los platos, tomaría un dedo de whisky y en una hora estaría entre las sábanas. Como de costumbre, se levantaría a las cinco de la mañana; era uno de esos afortunados que apenas necesitaban dormir. Para un forense era una gran ventaja pasar con unas pocas horas de sueño, sobre todo si deseaba llegar a lo máximo en su profesión. Incontables veces había sido el primero en llegar al lugar en que se había cometido un crimen importante, y sólo por el hecho de estar despierto cuando todo el mundo dormía.

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